sábado, 1 de octubre de 2016

MI PRIMER CASO

Mi primer caso

Por Federico Bello Landrove

     
     El primer asunto que le encargan a un joven policía me da pie para narrar, sin apenas fantasía, los crímenes perpetrados en un pueblo de Castilla durante el primer mes de nuestra Guerra Civil. Lo maravilloso surgirá, no obstante, para que una hija conozca mejor a su difunto padre y se empeñe en colocar una lápida en recuerdo de quienes yacían -y siguen yaciendo- en la tierra ignorada e inhóspita donde los mataron.



1.      La hija del guardia civil

     No se puede decir que cayera bien en mi primer destino, como policía en prácticas en la Comisaría de Castellar. Allá por 1961, no era frecuente que uno de la Secreta fuese licenciado en Derecho ni, menos aún, que fuese tan necio y sincero, como para sostener la siguiente conversación con el subcomisario que nos recibió en un bochornoso día de finales de julio:
-          Por lo que veo, Acebes, es usted el que mejor calificación ha obtenido en las oposiciones, de los tres subinspectores que vienen a hacer las prácticas a esta Jefatura Superior. Le toca, pues, elegir plaza en primer lugar. ¿A qué Brigada quiere que le asignemos con preferencia?
-          A la Judicial. Voy a iniciar los estudios de Judicatura, tan pronto me instale y busque a un buen preparador.
-          Ya veo -rezongó-. Lo de policía es poco para usted.
-          No es eso, pero reconozco que no es lo mío. Mi familia no anda bien de dinero y he decidido trabajar y ganar un sueldo, mientras logro ingresar en lo que es mi auténtica vocación.
     Pensé que, manifestando crudamente mi modestia económica, me haría perdonar la poca inclinación policiaca. No fue así: Los colegas me trataban con distanciamiento y me hicieron particularmente difícil simultanear trabajo y estudio. Lo que más me molestaba entonces es el apodo de Su Señoría, con que me distinguieron, mucho tiempo antes de poder ganármelo por derecho. La verdad es que nunca lo conseguí. El trabajo como policía me fue resultando lo bastante absorbente y atractivo, como para dedicarme a él los siguientes treinta y cinco años. Pero esa es otra historia.

***

     No sé si sería por quitársela de encima o por tomarme el pelo. El hecho es que, al mes de estar practicando, el Jefe de la Judicial me llamó a su despacho:
-          Acebes, dijo, ya va siendo hora de que te encargues de un caso, tú solito, a ver qué tal te desempeñas. Precisamente acaba de entrarnos uno sencillo. Echa un vistazo a la denuncia. Por si quieres aclarar o completar algo, la denunciante está esperando en el pasillo.
     Leí un par de veces la escueta denuncia y me quedé atónito. Era obvio que quitar algún ornamento de una tumba es un hurto, además de delito de violación de sepulturas; pero ¿qué decir de la incorporación al sepulcro de unas letras metálicas para embellecer una vieja inscripción sobre la lápida? ¡Y de oro! Leí por tercera vez lo recogido por el policía de la oficina de denuncias:
     En Castellar, a 30 de agosto de 1961. Comparece en Comisaría doña Águeda Cifuentes Ablanedo, mayor de edad, soltera, de veintiséis años de edad, etc., etc. y
     DENUNCIA: Que, en la mañana del día de ayer, al visitar en el Cementerio del Carmen de esta capital la tumba de su difunto padre, don Filemón Cifuentes Cespedosa, con motivo del veinticinco aniversario de su muerte, observó que la inscripción de la lápida (hasta entonces simplemente grabada sobre la piedra y bastante desgastada) presentaba unas letras metálicas en relieve, de un material que el cuñado de la denunciante, Ezequías Salmerón,  con platería abierta en la calle de San Martín, número 12, de esta ciudad, comprobó era oro de buena ley. Siendo así que ni la denunciante ni nadie de su familia han encargado dicho trabajo de orfebrería y que teme por la conservación del mismo, lo pone en conocimiento de la Policía, para que realice las averiguaciones y tome las oportunas medidas de protección de la susodicha sepultura, sita en el cuadro 43 del expresado Camposanto.
     Mientras salía parsimoniosamente en busca de doña Águeda, iba dando vueltas al asunto y a la forma de quitármelo de delante de la manera más rápida y educada posible. En esto, me acordé de las palabras del Subjefe de Estudios de la Escuela de Policía: “De cada diez denuncias tontas, nueve lo son en realidad y merecen tirarlas a la papelera; pero hay una que puede encerrar una historia de interés. Perdonad por ella a las otras nueve, al menos, hasta que tengáis el suficiente olfato como para diferenciarlas”.
     Así que decidí tener prudencia -y paciencia-, dado que mi pituitaria todavía no era muy sensible. Con mi mejor sonrisa, invité a la señorita a pasar a la oficina. La verdad es que era una monada, como acreditaron los cruces de miradas y otros gestos de mis compañeros de despacho. Por una vez, Su Señoría había sido recompensado.

***

     Le leí en voz alta su denuncia, por si tenía alguna rectificación que hacer. Nada; todo correcto. Resolví centrarme en lo que daba mayor interés y originalidad al caso:
-          Ya que su cuñado no ha venido con usted, ¿le ha facilitado algún informe que apoye por escrito su peritaje? Estaría bien unirlo a la denuncia. De no ser así, no veo para qué adoptar medidas de conservación, como pide.
-          Ezequías no ha querido comprometerse, pero yo me he tomado… Perdone, antes de nada, ¿es usted el funcionario que va a encargarse de la investigación?
-          Pues sí, al menos, en su primera fase.
-          Está bien, sigo. Le decía que, con mucho cuidado, hemos arrancado una letra de la sepultura. Aquí la traigo.
     Rebuscó en su bolso y sacó un papel de seda, que me entregó. Lo desenvolví y apareció ante mis ojos una cifra, un uno, de hermoso y brillante tono dorado, como de unos seis centímetros de longitud. Cualquiera habría dicho que era de latón, de no ser por su peso.
-          Perdone -argüí-, no se trata de una letra, sino de un número.
-          Tiene razón, me replicó. Cogimos lo más fácil de separar y que menos alteraría la inscripción.
-          Bien, ampliemos la denuncia, para hacer constar esta pieza de convicción, que tendremos que analizar, a fin de comprobar si su cuñado está en lo cierto.
-          De acuerdo. Mientras tanto, ¿qué se puede hacer con el resto de la inscripción?
-          ¿Es usted la propietaria de la sepultura?
-          Yo y mi hermana, que es la mujer del platero, pero estamos de acuerdo en todo: en la denuncia y en acatar lo que ustedes dispongan.
-          Pues entonces pueden levantar todos los números y letras, por si las moscas. Su cuñado tendrá caja fuerte, me figuro. Que los guarde en ella, hasta que terminemos las averiguaciones.
     La acompañé casi hasta la salida y seguí camino a las dependencias de Policía Científica. Me prometieron elaborar cuanto antes el informe sobre el metal del uno; todo lo rápido que permitía el tener que trasladar el análisis al joyero de confianza de la Policía castellarense. Por si acaso, me informé de sus señas y decidí entenderme directamente con él. Para mí no era trabajo: me encantan las gemas y los metales preciosos, aunque, como decía mi madre, se ve pero no se toca.

***

     Cuando aparecí por la joyería Tremedal, me llevé la sorpresa del año. No solo el joyero no tenía la pieza en su poder, sino que fue él quien me interrogó a mí:
-          ¿Se puede saber a dónde ha ido usted por ese oro?
-          Yo, a ninguna parte. Ha sido una joven denunciante quien…
-          Ya sé, ya sé: lo encontró en el cementerio. ¡Valiente bobada!
-          Oiga, oiga, menos confianzas, que está hablando con un policía de servicio. Y, por cierto, ¿me quiere decir a quién ha entregado usted el oro, sin mi permiso?
-          Al catedrático de Química-Física de la Facultad de Ciencias. Y me lo autorizó Braulio, su colega de la Científica, por razones de seguridad.
     Poco a poco, nos tranquilizamos y el señor Tremedal fue explicándose. El famoso uno era, en efecto, de oro purísimo, pero hacía unas cosas muy raras. Vamos, que resultó ser radiactivo, como confirmó un profesor. Ante el riesgo de una posible contaminación, trasladaron la cifra en una cajita de plomo a la Facultad, donde me podrían dar explicaciones adicionales. No quiero volver a ver ese oro por aquí, concluyó el asustado comerciante.
     Como es lógico, acudí inmediatamente a la Universidad y pedí ser recibido por el catedrático que custodiaba el numerito. Estaba ausente y fue un adjunto quien me atendió. Precisamente era él quien había realizado los análisis pertinentes:
-          No se preocupe, inspector -dijo, ascendiéndome-. El uno está a buen recaudo en la caja fuerte del laboratorio. Y no haga caso de alarmistas. Se trata de un isótopo de oro bastante estable: es oro 195.
-          Perdone, pero si pudiera explicármelo con más detalle.
-          Da la casualidad -sonrió- de que el oro tiene más de treinta presentaciones atómicas diferentes, o isótopos. Solo una de ellas, la que tiene el número 197, es totalmente estable y se usa en monedas y joyas. El resto son más o menos inestables o radiactivas y se desintegran a velocidad variable, dando lugar a otros isótopos de oro, o a distintos metales: platino, iridio, mercurio…
-          Ya comprendo. Y el oro 195…
-          Pues han tenido ustedes suerte -bromeó-. Es el isótopo radiactivo del oro más tranquilo. Tiene un periodo de semi-desintegración de 186 días y está llamado a convertirse en platino, lo que todavía lo hará más apreciado.
-          O sea, que en seis meses y pico tendremos platino en vez de oro.
-          No exactamente. En esos 186 días, solo la mitad del oro se habrá convertido en platino 195.
-          Y, lógicamente, en un año se habrá producido la transformación completa.
-          No. La transformación que dice usted solo será absoluta en un montón de años. De hecho, para alcanzar un 99%, se necesitarán tres años y medio. La cantidad desintegrada va disminuyendo exponencialmente.
     La cabeza me daba vueltas. Decidí llevar la conversación por una vía más práctica:
-          ¿Qué le parece que debamos hacer con el resto del oro de la inscripción?
-          Les aconsejo que lo metan en una cámara de plomo sellada. Con las radiaciones uno no sabe…
-          ¿Hasta cuándo?
-          Hombre, si los dueños no son unos timoratos, yo creo que, en tres o cuatro años, no habrá casi ningún peligro.
-          ¿Y qué explicación puede tener que este oro sea tan puro y radiactivo?
-          Pues no sé qué contestar. Lo único que puedo decirle es que el oro 195 se encuentra en estado natural en las menas auríferas, acompañando al estable oro 197. Más extraño es que todo el encontrado sea radiactivo. Habría que analizar el resto de las letras y números de la lápida. Si resultan ser como el adelanto que le han entregado, yo diría que… ¡Bah, dejémoslo!
-          ¡De ningún modo! Diga lo que piense, por extraño que pueda parecer.
-          En fin, si se empeña… Una de dos: o alguien ha estado seleccionando ese oro, con riesgo de su integridad física, o procede de una colisión estelar más reciente de lo habitual en el oro hallado en la Tierra… De cualquier modo, le ha tocado en suerte un caso bastante oscuro.
-          Ya voy viendo, ya. Lo bastante oscuro, como para pedirles discrecionalidad absoluta. Solo si me la prometen, les haré llegar el resto del oro, para que lo analicen.
-          Cuente con ello, en lo que a mí respecta, pero ya sabe que, en estos laboratorios colectivos, la reserva absoluta es imposible.
-          Pues más les vale -amenacé mendazmente-, porque los Ministros de Educación y de la Gobernación no perdonarán la menor indiscreción. No me extrañaría que, de enredarse este asunto, acabara tomando tintes políticos.
     El profesor tragó saliva. Y es que, aunque en ese año se cumplían veintidós de paz, el horno español seguía sin estar para bollos.

***

     Antes de poner la marcha de la investigación en conocimiento de mis superiores, decidí tener una entrevista con las dos hermanas dueñas de la sepultura de don Filemón Cifuentes. Pensaba actuar con cierta reserva de datos y completar mi conocimiento del difunto. De hecho, nada sabía de él hasta el momento, pero tenía el pálpito de que iba a ser el hilo para llegar al ovillo. Lo de desenredar la madeja se me antojaba más complicado. Para mantener la discreción, decidí visitarlas en el domicilio de la casada, Teófila, con lo que muy posiblemente se dejaría caer por la entrevista su marido, el platero, más que probable guardador a la sazón del resto de los caracteres áureos de la lápida.
     Comoquiera que este capítulo ya va resultando demasiado largo, acudiré al recurso de transcribir las notas que tomé aquel día, las que luego vertí en un detallado informe para el atestado levantado al efecto. Helas aquí:
     El padre de las comparecientes había nacido en Tarancón (Cuenca), en 1903, en el seno de una familia de labriegos acomodados. Hacia 1925, ingresó en la Guardia Civil, siendo destinado a Navia, en Asturias, donde casó con Dorinda Ablanedo Penas, dos años mayor que él, hija de un farmacéutico de la localidad. Allí permaneció hasta 1932, en que ascendió a cabo y fue destinado al puesto de Otero del Conde (Castellar), como segundo jefe del mismo (el primero era un sargento). Estando aún en tierras asturianas, nació en 1931 la hija mayor, Teófila. La segunda hija, Águeda, vio la luz en la susodicha villa de Otero, en 1935. Un hijo primogénito y una hija intermedia de ambas fallecieron de muy niños, por gripe y meningitis, respectivamente.
     La vida de don Filemón se deslizó sin novedades mencionables, hasta el estallido del Movimiento, en julio de 1936. Como la provincia de Castellar quedó por el bando Nacional, el cabo no tuvo problemas por su pertenencia al Cuerpo de la Guardia Civil. No obstante, por razones que sus hijas no conocen en detalle, su padre abandonó el destino en la casa-cuartel de Otero y pasó a incorporarse, con el grado de sargento, a las fuerzas militarizadas que luchaban en el frente del Guadarrama, donde cayó en acción de guerra, el día 29 de agosto de 1936, al poco tiempo de entrar en combate. El cuerpo fue transportado a Castellar por carretera. Su viuda decidió enterrarlo en esta ciudad, en vez de en Otero. De hecho, de manera casi inmediata, se trasladó a vivir a la capital, abandonando su anterior domicilio.
     Las hijas no han sabido darme otras referencias de interés. Teófila apenas recuerda la imagen de su padre y, por supuesto, Águeda no tiene ningún recuerdo de él. La madre, bien por no entrar en temas políticos, bien por desarreglos mentales, apenas les habló de él en vida. Ella falleció en 1953, precipitándose a la calle desde la terraza de su vivienda, un tercer piso de la calle Tejedores, en lo que ambas hijas -ausentes de casa en aquel momento- entienden un acto de suicidio, consecuencia de su enfermedad psíquica. La citada señora y sus dos hijas vivieron hasta entonces de la modesta pensión de viudedad y orfandad. Posteriormente, Teófila se casó en 1955 con Ezequías Salmerón, platero con establecimiento abierto en la calle San Martín de Castellar, abandonando su profesión de modista. Su hermana Águeda ha seguido estudios en la Escuela de Comercio de esta ciudad, pasando a ejercer como perito mercantil para los almacenes de tejidos y confección El Buen Gusto de nuestra capital.
     Seguidamente expongo a las dos hermanas la urgente necesidad de que me entreguen la totalidad del oro de la inscripción, para su debido análisis y determinación definitiva de su propiedad, a lo que manifiestan que el metal -como yo aconsejé- está depositado en la caja fuerte de la platería de don Ezequías, lo que este corrobora. Provisto a tal fin de una amplia bolsa con forro de plomo, que me ha sido facilitada en la cátedra de Química-Física, nos trasladamos el platero y yo hasta su tienda. Allí redacto y firmo un recibo, cuya copia adjunto, haciendo constar los caracteres entregados y su peso total, en los términos que resumidamente transcribo:
     En Castellar, etc., etc. Recibo de Ezequías Salmerón, por encargo de Teófila y Águeda Cifuentes Ablanedo, unos caracteres metálicos -que el entregador manifiesta ser de oro, sin más constancia ni prueba-, los que debidamente ordenados dicen: FILEMÓN CIFUENTES CESPEDOSA, FALLECIDO EN EL FRENTE DE GUADARRAMA EL 29 DE AGOSTO DE 936. Pesados todos ellos en la balanza de precisión del establecimiento, arrojan un peso global de 2.209 gramos.
     Así que, a falta de mayores consecuencias de lo actuado, por lo menos queda aclarada la rúbrica de este capítulo. Águeda, la bella denunciante, era hija de un guardia civil.



2.      De los apuros de un joven novato


    Después de escucharme con bastante atención, el Jefe de la Brigada Judicial reflexionó unos momentos y dijo:
-          ¿Cómo te has metido en ese berenjenal de análisis y laboratorios? Nos va a costar un riñón.
-          Perdone, inspector, pero fue el joyero quien, sin avisarme, tomó la decisión. Por otra parte, no querrá que ande por ahí un metal radiactivo sin control.
-          ¡Hombre, ni que fuera la bomba atómica! ¡Cuatro o cinco años esperando, hasta que el famoso oro se descontamine!
-          ¿Sabe una cosa, inspector? Si les dejamos analizar el metal todo lo que quieran y publicar algún artículo científico que otro, no me cabe duda de que los ilustres profesores no nos van a pasar factura ninguna.
-          Bueno, siendo así… Ocúpate de ello o tendré que informar al Jefe Superior del lío que has montado. Y, de paso, haz saber a las hijas del guardia civil que se olviden de su oro, en el más amplio sentido del verbo olvidar. ¿Entiendes?
-          Creo que sí: carpetazo y que la Facultad se quede con el metal para los restos.
-          Eso ya lo veremos cuando acabe de descontaminarse. Ahora, completa el atestado, quitando al asunto toda la importancia y credibilidad que puedas. Luego, aunque no sea muy ortodoxo, lo archivaré sin cursar al Juzgado, con la justificación de que los hechos no tienen carácter delictivo, ni por asomo. Supongo que las mozas no rechistarán.
-          Descuide, jefe, yo me encargo.
     Mi interlocutor sonrió:
-          ¿Sabes?, dijo, para ser un novato sales del paso con soltura. Anda, haz cuanto te he dicho y me informas al terminar.
     Lo más fácil de todo fue lo de la Universidad. ¡Ya lo creo que me defendía con acierto!
-          Hemos recibido un toque muy serio de Madrid: ni una palabra sobre el oro ni su procedencia. Así que hagan con él lo que quieran y, si van a escribir algo sobre ello, que sea sin citar su origen. Allá ustedes si cometen una indiscreción.
-          ¿Y cuando pasen los años y el oro se haya convertido todo él en platino?, inquirió el catedrático con cierta avidez.
-          Vamos a poner fecha, por aquello de los logaritmos y la tendencia a infinito          -respondí de forma discretamente erudita-. Estamos a 13 de octubre de 1961. Dentro de cinco años exactos, se ponen ustedes en contacto conmigo y ya les diré lo que han de hacer con el metal.
-          ¿Y si se traslada fuera de Castellar?
-          Entonces diríjanse ustedes al inspector Matarromera. Ese es seguro que no se mueve de aquí hasta que se jubile.
     Con la familia Cifuentes la cosa no fue tan sencilla, como era de esperar, habiendo de por medio dos quilos y pico de oro. El cuñado se me remontó y hube de pararle los pies:
-          Mire, señor Salmerón, para empezar, usted es solo el marido de una de las copropietarias de la tumba, lo que le da cierto derecho de reclamar, pero no le hace dueño de un gramo siquiera. En segundo lugar, la propiedad de esa accesión maravillosa es más que discutible, una vez se han comprobado sus cualidades radioactivas. Y, por último, están las precauciones sanitarias a adoptar. Así que se van a estar callados y quietecitos durante un mínimo de cinco años. Luego, si su mujer y su cuñada quieren reclamar el metal resultante, allá ustedes.
-          Pero…
-          Ni pero ni manzano. Como vaya dando el cante por ahí, hago venir a los peritos con un contador Geiger y le cierran el negocio por contaminación radioactiva. Así que usted verá.
     Don Filemón vio y, de pleno acuerdo con su esposa, resolvió dejar las cosas como estaban. Yo bien creí que su cuñada sería de la misma opinión, pero me equivocaba hasta cierto punto, como verán si siguen leyendo esta fantástica historia.

***

     Me llamó por teléfono a la Comisaría y me rogó que quedásemos en algún lugar recatado. Se me ocurrió una cafetería cerca de mi domicilio. La joven, ruborizada, empezó por explicarse:
-          No crea que me mueve el dinero, como a mi cuñado, sino el deseo de aclarar las cosas. Verá, desde que nos contó aquello de que el oro radiactivo viene de las estrellas…
-          El radiactivo y el estable. Se trata de un metal demasiado pesado para que se haya producido en la Tierra -dije de manera un tanto inexacta-.
-          Bien, sea, pero este parece venir de forma más directa, o haber llegado aquí más recientemente.
-          Mujer, reciente, reciente… Échele unos cientos de millones de años, por lo menos. En fin, ¿a dónde quiere ir a parar?
-          No se lo va a creer -prosiguió, como con titubeos-, pero hace tres días se me apareció mi padre en sueños. Si, ya sé, yo no lo recuerdo de vivo, pero era idéntico al de la foto de boda que tenemos en el salón de casa.
-          Me fijé en ella.
-          Estaba sentado conmigo en un banco, en la plaza del Corro, junto a la iglesia. No sé si conoce Otero.
-          No. Hace apenas tres meses que estoy destinado en Castellar.
-          Yo sí he estado allí varias veces, ilusionada por regresar a la villa donde nací. Pues bien, mi padre me miraba muy fijamente y repetía: ¿Por qué os dejé? ¿Por qué me fui? Averígualo, infórmate. Y así, hasta que me desperté sobresaltada.
-          Los sueños sueños son. Y, por otra parte, no sé qué pueda tener que ver este con el oro de la sepultura.
-          Pues el caso es que ahora yo sí creo saberlo. Quedé tan impresionada con la visión, que me faltó tiempo de hacer lo que hasta entonces no se me había ocurrido, por no ver nada anormal en que mi padre se fuese a la guerra, en vez de seguir de servicio de orden en Otero. Le di muchas vueltas y se me ocurrió visitar a la mujer del subteniente Lobejón, que fue compañero de mi padre en aquellos tiempos. Al principio, la señora no quería informarme: que si era agua pasada; que aquellos tiempos fueron muy duros; que por qué mi madre no me habría contado lo sucedido. En fin, yo porfié y ella acabó por ceder y se explayó.
-          ¿Otro café?, pregunté, previendo que la narración pudiera alargarse.
     Águeda hizo un breve gesto de asentimiento y, más o menos, me contó la siguiente historia.
-          Como ya sabe, el 18 de julio del 36, mi padre era cabo subjefe del puesto de Otero del Conde, a las órdenes de un sargento, apellidado Bermejo. En aquellos días, la villa tenía unos mil quinientos habitantes y era cabeza de Partido judicial. Por unas cosas u otras, allí se trató a los de izquierdas con miramiento, según la persona que me lo contó. No sucedió lo mismo en otros pueblos del contorno, entre ellos, Carrascal, donde era muy fuerte el sindicato agrario socialista y había gran tensión entre los pocos labradores acomodados, y los braceros y pequeños labriegos. El caso es que, entre la indiferencia o el apoyo de algunos guardias y la brutalidad de gentes venidas de Almedina y del propio Castellar, se produjeron linchamientos y ejecuciones…
-          Ya, los llamados paseos.
-          … que llegaron al extremo a mediados de agosto. Dicen que algunos guardias sugirieron al sargento que se formasen patrullas para refrenar la violencia y echar de la comarca a los individuos armados venidos de fuera, pero el jefe de Puesto y otros compañeros decidieron que valía más dejar que las aguas fueran volviendo a su cauce por sí mismas. En fin, en aquellos días llamaron del juzgado al cuartel para que les llevaran detenidos a cuatro individuos de izquierdas de Carrascal, parientes algunos de los paseados. Mi padre, con otros tres compañeros, asumió la conducción, tomando una camioneta a tal fin. El prendimiento se llevó a cabo sin problemas pero, cuando regresaban a Otero, un grupo de hombres armados les echó el alto, con la pretensión de que los dejasen a ellos terminar el traslado. Mi padre se negó y allí se las tuvo tiesas con el grupo, a lo que he creído entender, sin recibir ayuda decidida de sus compañeros. Finalmente, tiró de mosquetón y disparó al aire, lo que hizo recular a los paisanos, pudiendo seguir así hasta la casa-cuartel, sin que los prisioneros recibiesen daño alguno.
-          Un tipo honesto y valiente. No debió de haber entonces muchos como él.
-          Al cabo de una hora, varios de los que habían querido matar a los conducidos se presentaron en el cuartel y tuvieron la desfachatez de quejarse de mi padre, por haber cumplido con su deber. El sargento, como hizo Pilatos, se los quiso quitar de en medio dejándoles ensañarse con los detenidos, a quienes propinaron una fenomenal paliza, hasta que el tal Bermejo dijo basta, por miedo a que el juez lo responsabilizase de su posible muerte. Mi padre se enteró de lo sucedido al día siguiente y tuvo una bronca fenomenal con su jefe, amenazando con denunciarlo en el juzgado, si volvía a repetirse un acto de tortura con los detenidos. En fin, cómo estarían las cosas en aquel entonces que, entre el jefe de Falange, Bermejo y el alcalde, denunciaron a mi padre por insubordinación y haberse mostrado poco adicto al Movimiento Nacional. Como el castigo podía resultar escandaloso, el comandante de la Guardia Civil de Castellar le brindó la salida de unirse como voluntario a las columnas que, con muy poco entrenamiento, se formaban entonces en la ciudad, para ir a luchar en la sierra entre Segovia y Madrid. Mi padre aceptó -supongo que por nuestro bien-; le dieron el grado militar de sargento y al frente que fue. El resto ya lo sabe usted: A los pocos días lo mataron en acción de guerra. Mi madre, muy comprensiblemente, abandonó inmediatamente Otero y supongo que lo sucedido le ayudaría a perder poco a poco la cabeza, como a tantas otras.
     Calló durante unos minutos, entre el ensueño y la fatiga. Respeté su silencio pero, al ver que las lágrimas afloraban a sus ojos, retomé el hilo de su argumento, tuteándola para mayor proximidad moral:
-          Ya veo, Águeda, que tu padre tenía buenas razones para pedirte en sueños que indagaras las circunstancias de su muerte. Son dolorosas pero, como hija, te llenará de orgullo haberlas conocido. Por mi parte, te agradezco la confidencia que, de alguna manera, cierra el asunto del cementerio, mi primer caso.
-          Vaya, pues que sea enhorabuena. Espero que no le haya resultado especialmente fatigoso.

***

     La ironía de esta última frase me sorprendió. De venir de otra persona, seguro que me habría hecho el tonto y me hubiese despedido con frialdad; pero Águeda empezaba a ser para mí alguien muy especial. Rectifiqué el ademán de levantarme y me di por afectado:
-          No veo qué más pueda hacer como policía. De hecho, lo he consultado con mis jefes y ellos también opinan que la investigación debe cerrarse.
-          ¿Así, sin saber la causa y el autor de un hecho tan extraordinario?
-          Has dado en el clavo, Águeda: extraordinario; tanto, que carece de explicación racional y, desde luego, de transcendencia delictiva. Además -proseguí tras una pausa-, tengo la impresión de que tú ya tienes formada una opinión sobre el asunto.
-          ¡Hombre, figúrate! -por fin se decidió por el tuteo-. Tenemos una inscripción en caracteres de oro, de un oro muy especial, que brota de la nada en el veinticinco aniversario de la muerte de mi padre. Luego, él se me aparece en sueños y me pide que averigüe los motivos que le llevaron a la muerte, tras abandonar a su familia y su trabajo de retaguardia. Me informo de buena fuente y resulta que mi padre fue castigado por valiente y por honrado. Ata cabos y verás que no hay más que una explicación posible y es de carácter sobrenatural.
     No me atreví a contradecirla, en parte por no enfadarla y en parte, por no tener una teoría alternativa. De modo que le seguí la corriente con ambigüedad:
-          Es lo que te decía. ¿Qué pinta la Policía en algo de apariencia milagrosa? Eso, o se cree, o se rechaza, pero a nivel personal. Si acaso, puede ayudar la reflexión en conciencia, o la consulta a algún sacerdote de confianza, si eres creyente.
-          No me fío de los curas. Son capaces de ir con el cuento al arzobispo y montar un sinfín de complicaciones. Pero tú sí que podrías ayudarme…, como amigo, quiero decir. Ya sabes todo lo sucedido y eres muy reservado. Además, me conoces y respetas; no creas que no me doy cuenta. Por lo menos, no me tomas por loca.
-          Claro que no. En materia de creencias, cada cual tiene las suyas. Pero he de confesarte que yo no estoy tan convencido como tú de todo eso del oro llovido del cielo, como mensaje o como premio…
-          Un premio que has dejado que nos birlaran los de la Universidad. Radioactivo o no, ya podemos despedirnos de lo que para ellos es solo motivo de curiosidad y de avaricia. En fin, voy a exponerte mi plan y, si te sumas a él, podría ser el comienzo de una hermosa amistad.
     De lo que deduje que, entre otras posibles aficiones, Águeda tenía la de ir al cine de vez en cuando.



3.      Dos días de agosto


     El plan de Águeda resultaba razonable, dentro de aquel contexto absolutamente fuera de la racionalidad. Como punto de partida, sostenía que era desmesurado el presunto milagro del oro, si el único objetivo era que ella indagase acerca de la muerte de su padre, para extraer de ese conocimiento una profunda admiración. Para ese viaje -decía- no habrían hecho falta otras alforjas que el sueño. Entonces, ¿qué sentido podía tener el alarde de metal precioso? Otra mujer más paciente habría esperado de un segundo sueño el mensaje desconocido; pero mi hermosa amistad estaba hecha de una pasta más activa. Y ahí es donde entraba yo, como tuve pronto ocasión de comprobar.
-          Manolo, me dijo, ¿qué te parece si el próximo sábado por la tarde nos llegamos a Carrascal?
-          Vale. Tengo entendido que es un pueblo muy típico y, además, no vendría mal para ir haciendo el rodaje al seiscientos.
-          Estupendo, aunque no esperes que tengamos mucho tiempo para el turismo.
     En el viaje de ida desde Castellar, Águeda me explicó el sentido del desplazamiento. Como ustedes recordarán, Carrascal era la villa próxima a Otero del Conde, donde se habían producido aquellos salvajes paseos, así como las detenciones que el padre de la joven había evitado se convirtieran en otra masacre. Ella había telefoneado a uno de los salvados por la firmeza paterna, quien prometió esperarnos a la entrada del pueblo, junto al castillo, a eso de las cuatro y media de la tarde.
-          Yo pretendía -me confesó Águeda- reunir a los cuatro que iban conducidos aquel día, pero dos no viven en Carrascal. Otro parece que no quiere recordar ni hablar del asunto… No, si el mismo Antonio casi me cuelga el teléfono. Me ayudó bastante el decir que tú me acompañabas.
-          No entiendo. No lo conozco de nada.
-          Ya, pero el ser policía abre muchas puertas y ablanda las reticencias.
-          ¡Acabáramos! Para eso querías que tomase parte en tu plan. Espero que no hayas dicho que voy en acto de servicio. Ya sabes que en los pueblos la que actúa es la Guardia Civil.
-          Hasta ahí ya llego. No olvides que soy hija del Cuerpo… Solo le he dicho que eres un amigo que está interesado por mí y que no acaba de creerse lo que hizo mi padre y sus consecuencias. Espero no te parezca mal la disculpa. No se me ocurrió al pronto ninguna mejor.
-          ¿Tanto se me nota que te tiro los tejos? Menos mal que, según tu opinión, soy muy reservado, que si no…

***

     El tal Antonio Mayo resultó un tipo muy timorato, lo que no era extraño, dada la época y el tema a tratar. Pese a lo inclemente de aquella tarde de noviembre, se empeñó en no entrar en ninguno de los bares del pueblo y nos invitó a tomar asiento en un rústico banco que tenía como respaldo los gruesos sillares de la muralla del castillo, que a la sazón fungía de cementerio y gratuita cantera para ciertos albañiles desaprensivos. Como el viento batiera con severidad aquel altozano, decidí ejercer de policía con mando:
-          Aquí vamos a coger una pulmonía. Vámonos para Otero y no se hable más.
-          Me traerán ustedes de vuelta.
-          Claro que sí, Antonio; con tiempo de sobra para cenar.
     Ya en la villa cabecera de la comarca, sentados a una mesa de la desierta mini cafetería del Hostal, fuimos entrando en calor, sobre todo nuestro interlocutor, que empezó tomando un café con gotas, siguió con un carajillo y acabó por pedir al camarero que dejase la botella de Fundador a su vera, para evitarle trabajo. El hombre -hay que reconocerlo- aguantaba muy bien el alcohol, salvo en lo referente al volumen de voz. Quien había entrado acoquinado, salió más ufano que el rey de copas. Seguro estoy de que el camarero se habría enterado de todo lo que hablamos, de no ser porque tenía que atender también la recepción del hotelito.
     Aquella misma noche pasé a texto escrito cuanto Antonio había dicho y grabado en mi memoria. Me ayudaré de tales notas, que a la vista tengo, para hacer el relato dialogado:
-          No vaya a creerse la señorita que no bendigo todos los días la memoria de su padre, que en gloria esté, pero Carrascal es un pueblo muy perro y los muchos años transcurridos no han servido para que los de entonces olvidemos o no nos hagamos mala sangre. Si vieran lo que hemos tenido que aguantar este mismo año 61 con lo de los veinticinco años del Movimiento… Claro, me refiero a los viejos, que los chavales pasan de todo y bien que nos esforzamos en ello los que perdimos, pero los de la Victoria los hacen del Frente de Juventudes y ¡hale!, a cantar el Cara al Sol y a vitorear a Franco. Yo ya he cumplido los setenta y cinco, gracias a don Filemón, el padre de usted, y lo poco que me quede de vida habré de pasarlo con el recuerdo de aquello, que mataron a mi Ildefonsa, ya que no pudieron hacerlo conmigo.
-          ¡Qué barbaridad, hasta a las mujeres!
-          Y no fue la única, que a otras cinco también las pasearon, por el crimen de ser esposas, hermanas o madres de republicanos.
-          ¿Cuándo fue eso? ¿Recuerda las fechas?
-          ¡Cómo olvidarlas! A los otros tres y a mí nos detuvieron el 19 de julio, nos llevaron a Otero y nos encerraron en los calabozos de la Guardia Civil. No vean las palizas que nos dieron. Luego nos trasladaron a Castellar y pasamos toda la guerra esperando que nos juzgaran. Debíamos tener el santo de cara, porque nos liberaron sin condena ninguna. Y no crean, que yo era un jornalero sin instrucción -como antes decían- pero el Belisario era concejal socialista. Alguna vez me he parado a pensar cómo no le ejecutarían. Un hijo pagó por él. Lo lleva clavado en el alma. Por eso no le extrañe, señorita, que no haya querido hablar con ustedes, pero estar agradecido a su padre, como el que más.
-          Creo entender, Antonio, -dijo Águeda- que usted recuerda haber sido antes su detención que los paseos que enlutaron al pueblo. Yo creía que había sido al revés.
-          No, no, los paseos llegaron más tarde, el 12 y el 13 de agosto. Estoy completamente seguro, como podrán comprender. De hecho, yo y los que apresaron conmigo nos enteramos de las muertes de nuestros familiares tiempo después de haberse producido. Incluso pienso que, si a su padre de usted no lo echan de Otero, mucho de lo que pasó se habría evitado.
-          Entonces -aventuré- no conoce de primera mano los detalles de aquellos crímenes.
-          ¡Hombre!, se ve que le gusta llamar al pan, pan, aunque sea policía. Pues tiene usted razón, testigo no fui, pero le puedo contar ce por be cuanto pasó y, si me dan tiempo, les traigo a algunas personas para que confirmen lo que yo diga.
-          No, deje, no las comprometa. Solo se trata, si a usted le parece, de que nos refiera lo más grave o lo más llamativo de cuanto se haya comentado sobre aquellos días.
-          No es para mí plato de gusto el recordarlo, pero ya va siendo hora de que alguien lo cuente, antes de que los que lo saben vayan muriendo. Si hasta las campanas doblan solas para recordarlo. Sí, sí, el pasado agosto, gentes que tomaban el fresco junto a la ermita de la Asunta oyeron tañer a muerto en la medianoche de los días 12 y 13, y luego resultó que el sacristán había ido a pasar ese fin de semana con su hijo a Villaseca. ¡Y qué decir de lo del tango! Varios vecinos de la calle Real se tiraron toda la noche del 13 de agosto escuchando sin parar La Cumparsita. Pero bueno, vamos a lo de antaño, como ustedes quieren.

***

     Si recojo aquí cuanto en tres horas largas contó Antonio, podría agotarlos. Me limitaré a hacer un extracto de lo que nos dijo, aunque por ello mismo pueda resultar menos expresivo. De todos modos, hay cosas que, o conmueven por sí mismas, o no merece la pena andar recalcándolas. A mis notas, pues, literalmente me atengo.
     Carrascal tenía por aquel entonces 900 habitantes. Cosa poco frecuente en la comarca, estaba políticamente muy dividido. Cuando el 36, el alcalde y la mayoría de concejales eran de izquierdas, socialistas varios de ellos. Yo no estaba afiliado a la Sociedad Agrícola, pero sí simpatizaba y seguía sus consignas de huelga. Era muy fuerte, con más de cien socios. Así que el paro de principios de aquel julio fue muy seguido, con el objetivo de que se respetase la Ley de Términos Municipales, que los terratenientes se pasaban por el arco de triunfo, aunque me esté mal el decirlo. El Centro Obrero, sede de la Sociedad, -también llamado las Paneras- hacía las veces de Casa del Pueblo. No saben el lío que se organizó con su apertura, pues la propiedad correspondía a los herederos de un señor que había alquilado el local a Abdías, un carrasqueño poco mayor que yo, que no les había dicho cuál iba a ser el destino del inmueble. En marzo del 36, unos individuos tirotearon la vivienda de Abdías, para amedrentarlo. Pillaron a uno; lo juzgaron y le condenaron a cinco meses de arresto, que todavía estaba cumpliendo en Castellar, cuando estalló el Movimiento. Regresó al pueblo, hecho una fiera, se plantó el uniforme de Falange y fue de los peores asesinos. Con decirles que se encargó de que pasearan a todos los testigos contrarios de su juicio... Cuatro cayeron así, como también un hijo y dos sobrinos de Abdías. Sí, sí, como lo oyen. Abdías se libró, porque lo había detenido la Guardia Civil tres días después que a nosotros. Luego lo juzgaron por tenencia ilegal de armas y lo condenaron a un año y cinco meses de prisión. Un regalo, como quien dice. Claro que su hijo mayor pagó por él. ¡Lo que une la familia!
     No todos los de derechas se portaron tan mal como ese, de cuyo nombre no quiero acordarme. Otros quisieron seguir el camino del padre de la señorita, pero no tuvieron tantos arrestos, o tanta suerte. A don Saturnino, el párroco, lo maltrataron y tiraron escaleras abajo del Ayuntamiento, porque se atrevió a protestar por las muertes a mansalva en las carreteras. Y a Nicanor, el que habían nombrado alcalde en sustitución del republicano, no fueron capaces de sacarle -como querían- la firma en una lista de vecinos señalados para matarlos. Claro que no servía de nada. En Carrascal nos conocíamos todos y siempre hubo delatores, abiertos o emboscados, que daban el soplo a los falangistas que venían en camiones, desde la capital o de Almedina, para que hicieran la saca, desde las casas o en las Paneras, convertidas en improvisada cárcel municipal.
     Se hizo famoso por su crueldad -¡y ya era difícil destacar por eso en aquellos días!- un individuo grandón y vociferante, que venía al mando de los falangistas de Almedina. ¡Ni la Guardia Civil se atrevía con él! Decían que era un asturiano, que había combatido con los mineros en el 34 y que, tras la derrota, había huido de la represión, refugiándose en Castilla. Pero, tan pronto empezó la Guerra, vistió la camisa azul, se echó un pistolón al cinto y ¡hala!, a matar izquierdistas. ¿Cómo se come eso? Tengo para mí que siempre fue un infiltrado, pero también cabe que cambiase de bando para hacerse perdonar. No sé. Pasados los primeros meses de la contienda, ese sujeto desapareció de la zona y no volvimos a saber nada de él. Era uña y carne con la Guardia Civil; así que de sobra podría localizárselo, si vive todavía. Bien contento que puede estar con su cosecha de sangre. ¿Saben cuántos cayeron en Carrascal? Pues un total de veintiocho vecinos, casi todos de unas pocas familias y la mayoría jóvenes. En aquel entonces no se era mayor de edad hasta los veintitrés años. Según eso, mataron a 17 menores, de los que dos eran de diecisiete años. Mujeres, seis, de varias de las cuales les contaré luego. Bien es verdad que dos de los muertos fueron fusilados tras Consejo de guerra. Dirán, buen consuelo de tripas. ¡Pues no! Por lo menos se les juzgó -muy mal, pero hubo una apariencia de legalidad-, lejos del pueblo, por militares que no conocíamos, y se les pudo enterrar en una tumba, con una cruz y un nombre encima. El resto, sobre pasar todo lo que pasó, andan por sembrados y cunetas. Al paso que van las cosas, se perderá su rastro y allí quedarán para siempre, sin que sus deudos sepan dónde ir a llorar por ellos.

***

     Claro que llorar no siempre fue posible. Si no, que se lo digan a la pobre Teodosia, que le mataron a un hijo de 19 años y le prohibieron hacer duelo. Aquello la marcó para toda la vida. ¿Cómo, si no? Su marido y ella regentaban el salón de baile Gardel. Los falangistas los obligaron a poner el gramófono a toda potencia y a ella la forzaron a bailar. ¡Qué pena que no esté aquí El Tanguista! ¡Canallas! También a él lo habían paseado aquel 12 de agosto. Cuando pasó lo de La Cumparsita, que les he contado hace un rato, los que creyeron oírla recordaron que ese fue precisamente uno de los discos de aquel baile macabro. Poco más se bailó allí, pues los falangistas se incautaron del salón para jefatura de su partido.
     Otras sí que pudieron rezar, pero por poco tiempo, claro. Como la madre del alcalde, el cual había logrado escapar al monte con un hermano suyo y otro amigo. Dicen que, en su huida, se tropezaron con un guarda forestal y lo mataron en legítima defensa, o para que no los delatara. Los de Falange decidieron cobrarse con mujeres lo que todavía no habían logrado con los hombres. Cogieron a la Concha y a su hija Sinforosa y las encerraron con los demás que iban a pasear al siguiente día. ¡Qué día! Hizo honor al número 13. Mataron a diecinueve personas, en dos tandas. Concha y Sinforosa fueron en la segunda, la de mediodía. Las dos eran creyentes y la madre, incluso, muy religiosa. Murieron abrazadas una a otra y la madre con el rosario bien sujeto. Seguro que rezaron todo lo que sabían. Todavía me parece estarlas viendo. La madre, siempre de negro, de aparejo redondo. Sinforosa ya tenía sus años y había traído a tres hijos al mundo, pero ¡qué guapa era todavía!
     Claro que, para llamativa, la Amparo. Llamativa, esa es la palabra: muy alta, siempre bien vestida. Con lo de que el alcalde y ella eran solteros y muy amigos, pues eso, que había sus habladurías. Yo no lo creo, entre otras cosas, porque la mujer era bastante mayor que él, pero qué quieren, así estaban las cosas. Y eso fue lo que la condenó, las malas lenguas y la envidia. ¿Querrán creer que todavía se recuerda cómo iba vestida aquel día? Que si falda plisada, que si cinturón ancho tachonado, que no quiso quitarse el reloj…  Lo que yo digo, tres mujeres murieron porque el alcalde no se quedó a dar la cara y la vida. Claro que poco imaginaba el pobre hasta dónde iba a llegar la furia de sus enemigos.
     Y total, ya se sabe, para nada. Anduvo por esos campos de Dios un mes y medio, pero al final lo pescaron. Lo detuvieron en la provincia de Zarzosa y por eso lo llevaron al cuartel de la Guardia Civil de Torre. Al día siguiente apareció muerto en su celda; dijeron que ahorcado con su propio cinturón. ¡Vaya usted a saber! Cuando su padre fue a identificar el cuerpo, apenas lo reconoció, de lo flaco y barbado. Dicen que, a falta de zapatos, tenía los pies envueltos en pieles de conejo sin curtir. ¡Pobre Esiquio, lo mismo se suicidó al saber lo que les había pasado a su madre y a su hermana, a causa de su fuga! Era un buen hombre, con talento natural y muy preparado, para ser un labriego. Creo recordar que, cuando las elecciones del 36, se presentó como comunista. ¡Y qué! Al final, Esiquio al hoyo y Carrillo al bollo. Lo de siempre.
     El que era habilísimo era el hermano pequeño de Esiquio, José Luis. Escaparon juntos, pero este logró burlar a la Guardia Civil y pasar a zona roja, donde hizo la guerra en el Cuerpo de Carabineros. La verdad, nunca hemos sabido a ciencia cierta lo que fue de él al acabar la contienda. Unos dicen que estuvo en un campo de concentración, o en alguna cárcel, de donde escapó. Otros sostienen que pasó desapercibido con el mogollón de presos que se formó en el 39, lo dejaron en libertad, con salvoconducto y todo, y estuvo un tiempo en la Argentina, en casa de unos familiares. Hasta ha llegado a afirmarse que volvió a España fiado de una promesa de indulto general de Franco. El hecho es que en el 41 lo sometieron a Consejo de Guerra y lo fusilaron en el páramo de Castellar. Así que acabó como sus hermanos pero, por lo menos, fue libre por un tiempo y pudo decidir hasta cierto punto su destino.

***

     No quiero dejar de contar el caso de Quico Mola, como muestra de los que fueron paseados simplemente por haber declarado en juicio por el tiroteo de marzo del 36, del que antes les hablé. El muchacho tenía 18 años, edad que pensó le protegería de la violencia falangista. Así que se quedó en casa, cuidando de sus cuñadas y sobrinos, dado que sus hermanos mayores tuvieron el acierto de ponerse a resguardo. Pero no le sirvió de nada, porque el problema con él no era político, sino de haber perjudicado al tipo del que sigo sin querer acordarme de su nombre. Por lo tanto, con dieciocho años -o con menos, como otros-, ¡a la camioneta!
     Ya voy estando cansado y me figuro que ustedes igual. Les voy a contar un último caso, el de Manuel Cerra, porque se sale de lo corriente, como van a ver. También tenía 18 años y fue de los del primer día, el 12 de agosto. Tal vez por eso, los falangistas estaban todavía descansados y con ganas de divertirse. De modo que, soltaron al chico por la muralla y empezaron a disparar a sus piernas, para que corriese más y más deprisa. Cuando se cansaron de la juerga, le dieron una paliza fenomenal y lo retornaron a la cárcel. Al cabo de un rato, lo llevaron con otros cuantos para matarlo. Se conoce que Manuel había cogido práctica de torear las balas, o que sus asesinos tenían poca puntería. El caso es que solo quedó gravemente herido y lo dieron por muerto. Ante una agonía sin esperanza, hizo notar que aún estaba vivo y les pidió el favor de que lo remataran. Así lo hicieron, cosa que es de agradecer; más, desde luego, que el comentario de uno del pueblo, hace ya bastantes años, cuando oyó contar el sucedido: Pues, si alguna vez aparece el cuerpo, habrá que decir a don Dimas que no lo entierre en sagrado, porque el pedir que lo maten a uno es suicidio.



4.      El sepulcro vacío


     A partir de aquella tarde, Águeda me despachaba con cualquier disculpa cuando intentaba quedar con ella. A veces, sin avisar,  aparecía yo por la puerta del comercio donde trabajaba ella; me dejaba acompañarla un trecho y luego me despedía:
-          Manolo -se disculpaba-, te agradezco la atención, pero esta es una ciudad pequeña, donde confunden la amistad con el noviazgo.
-          ¿Y qué? ¿No soy tu hermosa amistad?
-          Pues eso, un buen amigo. La verdad es que no siento por ti nada más profundo.
    Estuve a punto de decirle si teníamos que volver a Carrascal para que lo sintiese, pero me callé. Yo era entonces un joven con mucho amor propio, y hasta un pelín orgulloso, desde que la pistola y la placa me habían dado un poco autoridad. De modo que dejé de mariposear en torno a ella.
     En vísperas de la Navidad de aquel año, recibí una llamada telefónica de Águeda. Me extrañó y alegró a un tiempo. No ocultaré que, al verla venir por los soportales, me dio una leve taquicardia. Sin embargo, mi emoción no estaba justificada, como pude comprobar tan pronto nos sentamos a la mesa de la cafetería.
-          Quería felicitarte las Pascuas, antes de que te fueses a pasar la Nochebuena con tu familia… Bueno, además, quiero pedir nuevamente tu ayuda.
-          ¡Huy! Te veo venir.
-          No te burles de mí y escucha lo que tengo que decirte.
     En efecto, el mensaje tenía que ver con el tema de marras y, por lo elaborado y firme de la petición, comprendí que lo había estado meditando largamente, así como que era muy importante para ella:
-          Después de lo que nos contó Antonio, tengo clarísimo lo que significa la aparición de las letras de oro sobre la tumba de mi padre. No era solo para hacerme descubrir las circunstancias de su muerte. Tanta riqueza ha de perseguir un objetivo costoso. Y ahora ya sé lo que quiere que haga.
-          ¿Otro sueño?, pregunté con malicia.
-          No ha hecho falta. Hasta tú podrías imaginarlo, a poco que pensaras.
-          No sé. Quizá prestar alguna ayuda económica a los hijos y cónyuges de los ejecutados; solo que a estas alturas…
-          En efecto, veinticinco años después es demasiado tarde para eso; pero no lo es -desgraciadamente- para lo que se debe hacer por los muertos. Las campanas que doblaron sin que nadie las tocara; el tango que misteriosamente sonó en la noche; los cuerpos enterrados quién sabe dónde, sin una memoria encima… Mi padre, aunque modesta, tiene una tumba y maldita la falta que le hacen oro ni platino. No, ese metal milagroso ha de servir para que el mundo recuerde a los muertos de aquellos días aciagos.
-          No es mala idea en sí misma, Águeda, pero se me antoja impracticable. Para empezar, el Régimen no va a permitir que se recuerde a las víctimas de sus propios gerifaltes y partidarios. En segundo lugar, no sabríamos en dónde poner el monumento, pues solo hay una vaga noticia de los lugares de las fosas comunes. Y, finalmente, el oro está incautado por ahora y a saber si os lo devolverán, llegado el momento.
-          Estoy al cabo de la calle de lo que me dices. De no ser así, no pediría tu ayuda.
-          Está bien -rezongué-. ¿Qué puedo hacer por ti?
-          Te diría que recuperar el oro, pero bien sé que por ahora es imposible. Además, ni mi hermana ni su marido consentirían que su precio se emplease en levantar un monumento funerario a personas que no hemos conocido. Lo que quiero es que vayas a la Universidad y les pidas una cantidad. Bien sé que serán ellos quienes acaben quedándose con el oro, el platino o en lo que se convierta. Lo harán desaparecer y buscarán cualquier disculpa científica.
-          Podría intentarse lo que me indicas, si no fuera porque la Policía no puede consentir una cesión semejante de una pieza de convicción. Además, los profesores saben que yo no estoy autorizado para actuar en nombre de la Jefatura Superior.
-          Pues no lo presentes como cosa oficial. Pide el dinero como la recompensa que solicita una de las dueñas, para renunciar a reclamar nada. A fin de cuentas, eso es lo que pienso hacer de todos modos. Allá mi hermana, si quiere meterse en pleitos.
-          ¿Con qué cantidad te conformarías?
-          Lo suficiente para levantar el cenotafio. Yo había pensado en cincuenta mil pesetas.
     Tragué saliva. Caso de atreverme a visitar al catedrático con aquella embajada, al oír tamaña cifra me despediría con cajas destempladas. Por si acaso, intenté rebajar la pretensión:
-          Cuanto más llamativo sea el sepulcro, menos te van a dejar instalarlo. Para los efectos, bastaría con una lápida; algo así como lo que ponen a la puerta de las parroquias para recordar a los muertos por Dios y por la Patria. Sería justo no hacer distingos. Para sepulturas más personalizadas, que se hagan cargo las familias, si es que les merece la pena el recuerdo no teniendo el cuerpo.
     Águeda titubeaba. Yo insistí hasta lograr su aceptación. Concluí:
-          Quedamos en cinco mil pesetas. Estoy seguro de que cubrirán marmolista y albañilería. Pero nada de que renuncies a tu parte del oro: Que lo tomen como un anticipo a cuenta.

***

     Aunque hayan pasado muchos años desde aquellas Navidades de 1961, no me ofrece duda que yo bebía los vientos por aquella perita mercantil, que para mí era una verdadera perita en dulce. Digo esto porque, lejos de ir a revolver el tema del oro en la Facultad, me dio por sacar de mi cuenta en el banco las cinco mil del ala y entregárselas a la moza, como si hubiese sangrado al catedrático de Química-Física. Y creo recordar que tal suma equivalía a la mitad de mi sueldo mensual, pluses y guardias incluidos.
     Al hacerle entrega, le formulé esta sabia advertencia:
-          No vayas a poner el carro delante de los bueyes. Quiero decir que no encargues la lápida, hasta haber recibido autorización para ponerla en la iglesia, en el camposanto, o dondequiera que pretendas.
-          Hombre, en la pared del cementerio no creo que…
-          Hazme caso. Ya oíste a Antonio: Carrascal es un pueblo muy perro y allí nadie ha olvidado todavía.
-          Te haré caso. ¿No podrías llevarme en el seiscientos para hacer las gestiones?
     Se me apareció en la mente la letra mensual del plazo del vehículo -que no podría pagar por culpa de la famosa lápida- y repliqué tajante:
-          De ninguna manera. No pienso aparecer por ese pueblo hasta que hayan quitado el yugo y las flechas de la fachada del Ayuntamiento.
     Justo hasta hoy, he cumplido mi palabra.

***

     Medio año más tarde, mis prácticas felizmente acabaron y desaparecí de Castellar con rumbo a Canarias. En aquellos seis meses, apenas me encontré con Águeda en un par de ocasiones, de esas de hola y adiós. No tuve necesidad de preguntarle por sus gestiones necrológicas, porque ya conocía su resultado a través de mi jefe:
-          Acebes, me ha llamado el teniente de la Guardia Civil de Almedina para decirme que una amiga tuya anda por Carrascal, empeñada en poner una lápida a los rojos de cuando la Guerra Civil.
-          Ni idea, inspector. Salimos unas cuantas veces, pero lo hemos dejado.
-          Mejor así. Tal vez como juez podrías tener más libertad pero, en lo que seas policía y a mis órdenes, no te tuerzas ni un tanto así.
     De manera que no les extrañará que me marchara de Castellar sin despedirme siquiera de Águeda. No me iba a jugar el destino por una chica, guapa, sí, pero demasiado… complicada.

***

     En la primavera de 1973, hallándome trabajando en Madrid, en la Comisaría de Retiro, recibí un aviso de comparecencia en una notaría cercana a la Estación del Norte. El empleado dijo al verme:
-          ¡Vaya!, trabajo que nos ha costado dar con usted. La testadora no sabía su dirección; solo que era policía.
-          ¿La testadora? ¿A quién se refiere?
-          Una tal Águeda Cifuentes. Supongo que la conocería. Le ha dejado una cantidad, como legado modal. No mucho: veinticinco mil pesetas. Lo curioso es la forma de proponer la obligación. Al señor notario le ha hecho gracia.
     Tomó el documento y leyó la parte que me concernía:
-          A don Manuel Acebes, policía, la suma de veinticinco mil pesetas, para que haga, cuando se pueda, lo que él sabe y yo no he conseguido, al vivir Su Excelencia el Jefe del Estado más que yo.
     No pude menos que sonreír de la explicación. El oficial preguntó:
-          Luego, ¿está dispuesto a hacer cuando pueda lo que usted sabe, sea ello lo que fuere?
-          Sí.
-          Entonces voy a avisar al señor notario, para firmar la diligencia.  
     Al salir de la oficina, el sobre con el dinero me quemaba en el bolsillo. Acudí de inmediato a una sucursal bancaria y lo ingresé en cuenta. Luego, ya en mi despacho, me puse a escribir el posible texto de una futura lápida, como si Su Excelencia el Jefe del Estado fuese a dejarnos al día siguiente. Escribí:
     En recuerdo de los veintiséis  vecinos de Castellar ejecutados los días 12 y 13 de agosto de 1936, Águeda Cifuentes Ablanedo mandó colocar esta lápida. Que allá donde estén sus cuerpos, descansen en paz.

***

     Hoy, aprovechando mis vacaciones, he dejado a mi mujer con los niños en el chalé del veraneo y he venido a ver cómo ha quedado la lápida que mandé poner hace un par de meses en el cementerio de Carrascal, una vez que el general Franco ha tenido la gentileza de dejar paso a una nueva etapa histórica[1]. Me apena que no pueda ser la donante quien rinda la anhelada visita.
     La puerta del castillo-cementerio está abierta, como es la costumbre, aunque con este calor solo me acompañen las lagartijas. Busco entre los nichos, pues acordé con el sepulturero que colocaría el memorial en el muro, en lugar bien visible. Nada; me desojo y no la encuentro. ¿Se habrán quedado con las quince mil pesetas, sin hacer el trabajo?
     Al fin, la veo. Está tirada al pie del muro, en tres cachos, con señales evidentes de haberla martillado. Un chafarrinón de pintura roja mancha el fragmento más grande. El polvo y los hilos de araña evidencian que la fechoría tiene ya varias semanas; seguramente tantas, como el tiempo en que se colocó la losa. Tal vez, si hubiese esperado un poco más… Un siglo, tal vez, me digo con amargura.
     Aunque ya he gastado las diez mil pesetas restantes en encargar misas por Águeda, su padre y los asesinados de Carrascal, me pregunto si no debería hacer un segundo intento con la lápida, meses después, años después, o en otro lugar. ¿Qué opinaría ella? No estoy en condiciones de romperme ahora la cabeza, elucubrando.
     Lentamente, salgo del cementerio y me asomo al mirador de La Asunta, antes de montar en el coche y abandonar para siempre Carrascal. Se me acerca a paso ligero un individuo enjuto, atezado, de mediana edad:
-          ¿Señor Acebes? Soy el encargado del cementerio. Ya habrá visto usted el estropicio.
-          Lo vi.
-          ¿Qué quiere que se haga con la lápida?
-          ¿Qué se le ocurre a usted?
-          No sé. Yo creo que tiene mal arreglo.
-          Como este pueblo. Como usted y como yo. Como la vida misma.
    










[1]  El general Franco falleció en noviembre de 1975. Es probable que lo que seguidamente narra Manuel Acebes sucediese uno o dos años después de tal óbito (Nota del Editor).

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