domingo, 11 de septiembre de 2016

HOMICIDIO EN EL MADISON SQUARE GARDEN


Homicidio en el Madison Square Garden


Por Federico Bello Landrove


     Películas y libros han dado suficiente publicidad, desde 2005, a la terrible pelea entre Paret y Griffith, del 24 de marzo de 1962, en el neoyorquino Madison Square Garden. Ha sido demasiado tarde para contar con el testimonio de muchos de los implicados en el caso; por ejemplo, del Teniente del Departamento de Policía de Nueva York, Rob Tarleton, cuyas notas he decidido transcribir a continuación.



1.      La maldita televisión
   
     -  Estoy seguro de que el asunto habría tenido mucha menor trascendencia si aquel combate no hubiera sido transmitido por televisión de costa a costa, por la ABC, la noche del sábado, en franja horaria de máxima audiencia. Fue curiosa la casualidad: La tengo aquí apuntada, aunque algunos especialistas me han dicho luego que el dato no es correcto. De todos modos, esto es lo que me dijo un alto cargo de la Gillette, empresa que patrocinaba la transmisión:
-          Estábamos vendiendo las Fat boy como rosquillas y -ya sabe usted- el patrocinio de los deportes es una seña nuestra de identidad. Los de la TV nos dijeron que iban a probar por primera vez en directo una cosa llamada videotape, que permitía pasar las imágenes a cámara lenta. Es fenomenal para el boxeo -nos dijeron- pues así se pueden percibir con claridad todos los golpes. Ya fue mala suerte que la estrenaran esa noche.
-         -  Mala suerte y falta de profesionalidad -gruñí-. Si los regidores hubiesen tenido una mínima experiencia, se habrían dado cuenta de que aquello era una carnicería que iba a acabar mal y no se hubieran recreado en ella.
-        -   ¡Y tanto! Como que nuestras ventas bajaron en el mes siguiente un 17%.
-        -  No me refería a su puñetero índice de ventas, sino a que hubieran repetido en slow motion un auténtico asesinato.
-         -  ¡Ah, ya! Tampoco es para ponerse así. Ha habido bastantes casos…
-          - ¿Usted cree? Que yo sepa, en el boxeo profesional americano, tres en los últimos treinta años.
-         -  Perdone mi error. Creí que eran bastantes más.
-        -  Perdonado. No obstante, si no es una equivocación, sino que conoce más casos, su deber es denunciarlos.

     El tipo tragó saliva y bajó la vista. Cuando estoy de mal café, suelo ponerme desagradable.

***

     Ya se habrán percatado de que voy a escribir sobre un combate de boxeo con mal final. Así que, si no les gusta el tema o tienen el estómago delicado, no sigan leyendo. Algo así pasó en la vida real, como recordarán. Las autoridades prohibieron las retransmisiones de boxeo por televisión, algo que hizo mucho daño económico a este espectáculo, pero no impidió que los profesionales siguieran quedando sonados ni que los mayores sinvergüenzas pululasen por los estadios y las casas de apuestas. En fin, qué quieren que les diga… Sí, ya caigo. Tendré que presentarme, para que entiendan qué diablos pinto yo en todo este lío. Soy el Teniente Rob Slim Tarleton, de la Policía Metropolitana de Nueva York, con destino en la Comisaría  existente en el 250 de la calle 49 Oeste. Según el plano, nos corresponden los delitos que se cometan en el Madison Square Garden, lo que no es tarea menor. Ese fue el motivo de que mi Capitán me convocara a su despacho, un lluvioso día de abril de 1962, para decirme:

-          - Slim, ¿recuerdas la paliza que el mes pasado le pegó el aspirante al mundial de los welters al hasta entonces campeón?
-         -  No me va el boxeo, pero la han repetido tantas veces en TV, que no he tenido más remedio.
-        -   Mira, lo de que no seas aficionado al boxeo me gusta. Así no tendrás prejuicios, ni irás de listillo. Tampoco te caerán mal los cubanos…
-        -   No, jefe, ni tampoco los negros, si es lo siguiente que me vas a preguntar.
-         -  ¡Je!, no pensaba, dado que ambos contendientes lo eran. En fin, ¡adjudicado!
-          - ¿Cómo? ¿Qué?
-         -  Que, de la oficina del Fiscal, han pedido a la Central un oficial veterano y eficaz para colaborar en la investigación que van a abrir… ¿No sabes? Ayer tarde falleció el ex campeón, tras diez días sin recobrar el conocimiento. Esta vez no parecen dispuestos a pasar por alto el homicidio. Si lo viste, te figurarás por qué.

     La cosa no me hacía mucha gracia, pero, ya que me libraban de otros servicios, hice de la necesidad virtud -como decía mi viejo profesor de Filosofía- y respondí:

-          -  Por lo menos, déjame seguir usando mi coche. Ya sabes lo rácanos que son en la Fiscalía con estas cosas.
-         -  Puedes quedarte con él durante unos días, pero no creo que tengas problemas de intendencia. Han encargado del caso al Attorney Abbott.

     La noticia no me complació en demasía. Tony Abbott era un ejemplar raro de fiscal. Hijo de uno de los magnates del Garment District, se rumoreaba que el Fiscal Jefe lo había seleccionado para su oficina, no tanto por su historial en Princeton, como por deberle favores de financiación para su campaña electoral. El caso es que The Prince -como lo apodaban sus compañeros- seleccionaba sus propios casos, evitaba aparecer por los tribunales gracias a llamativos acuerdos y tenía manos libres en materia de gastos. Vamos, un tipo ideal para trabajar a sus órdenes, si no se quería profundizar ni ser riguroso. A riesgo de destripar el final de esta historia, tengo que decir que me lo figuraba, desde que supe quién era el fiscal del caso. Pero yo a lo mío, que para eso me llamaban a veces The Terrier, por aquello de no dar tregua ni salida a mis presas.


2.      La Joya del Gueto

     Abbott me lo puso en el punto de mira desde el primer momento:

-          - La culpa de todo la tuvo el referee. No, si tenía que pasarle alguna vez. ¿Viste cómo se comportó hace tres años en primera pelea de Patterson contra Johansson?
-          - Lo único que recuerdo es que a Floyd lo noqueó el otro, aunque luego se desquitó en los siguientes.
     Me miró con superioridad manifiesta y decidió ilustrar mi ignorancia:
-          -  El sueco lo cazó en el tercer asalto y cayó a la lona. Se levantó y, sin saber lo que hacía, le dio la espalda y se encaminó al rincón de su contrario porque creyó haber oído la campana. Johansson le dio por detrás un castañazo que volvió a hacerlo caer. Total, ¿sabes cuántas veces se fue a la lona Patterson en un minuto. ¡Siete! Y el cabrón del árbitro solo paró el combate a la séptima.
-        -  Quizás intentaba darle una oportunidad, a ver si se reponía. Tal vez, por patriotismo, sugerí.
-        -  ¡Ni hablar! Ese tío es un sádico, que se pasa las reglas por el forro. ¿No sabes que, cuando un boxeador da la espalda a otro y abandona la guardia, hay que entender que abandona el combate? ¿Cómo va a consentirse que un púgil le sacuda a otro por la espalda? Debieron quitarle inmediatamente la licencia para arbitrar.

     Disimulé un bostezo y traté de abreviar:

-        -    En resumen, que llueve sobre mojado y que quiere que le apriete al Goldstein ese.
-         -  Más o menos, pero antes vete a la ABC y pide que te pongan el combate íntegro. ¡Ah!, y apréndete las reglas de la Comisión de Boxeo de Nueva York. Si estos tíos las han infringido, no va a haber homicidio involuntario que valga. ¡Voy a ir a por todas!
-          -  Eso ya lo veremos, musité procurando que no me oyese.

***

     Para cuando tuve ante mí a Ruby Goldstein, sabía bastante más sobre boxeo y ese combate, que la mayoría de los espectadores que calentaban cada dos por tres las gradas del MSG. Y, lo que era más importante, la visión del video de la pelea me había cabreado de veras. Aquello había sido una ejecución en toda regla y el árbitro iba a tener que darme muchas explicaciones. Con todo, empecé tratándolo con guante de terciopelo.

-         -  Yo no soy aficionado al boxeo, pero me dicen que en su juventud fue usted un peso welter muy fino y popular, que lo conocían por la Joya del Gueto.
-         -  ¡Uf!, de eso hace más de treinta años. La verdad es que no llegué muy lejos: No encajaba bien en la mandíbula.
-         -  No llegaría lejos como púgil, pero lo que es como árbitro… Veinte años de ejercicio; treinta y nueve campeonatos del mundo como referee; y todo un escritor. Ahí está su biografía, El tercer hombre en el ring.
-         -  Fue iniciativa y empresa de Frank Graham, el famoso comentarista deportivo. No creo que mi vida interese y, de hecho, el libro no se ha vendido mucho.
-        -   Hay una cosa que, como policía, no me huele bien. El tercer hombre apareció en 1959, justo cuando el escándalo arbitral de la pelea en el Yankee Stadium, donde usted consintió en que Patterson cayese hasta siete veces seguidas en el tercer asalto, antes de parar el combate y declarar el K.O. técnico.
-         -  Otras veces me han criticado por ser blando y mandar parar demasiado pronto. Era un campeonato del mundo de los pesados; estábamos en Nueva York y, en opinión general, el campeón era mucho mejor que el aspirante. Tal vez arriesgué demasiado, pero a las pruebas me remito: Floyd se recuperó pronto y ganó por K.O. a Johansson las dos veces siguientes en que se enfrentaron por el campeonato.
-        -   En todo caso, ya le habían tirado de las orejas por intervenir demasiado tarde y, aún así, en la pelea de hace unos días, deja que un boxeador destroce y mate a otro, al que tuvo a su merced durante doce segundos… Hasta veintinueve golpes a la cabeza le propinó el aspirante al campeón.
-         -  Estoy seguro de que usted exagera. Ni fueron doce segundos, ni veintinueve golpes. Ha habido cuentas para todos los gustos, pero los más prudentes hablan de cinco segundos y de doce a quince golpes.
-         -  Lo siento, Ruby, pero eso es mentira y basta con volver a verlo por TV, como yo he hecho. Y, sean cinco o cincuenta, su deber era cumplir la norma quinta de las reglas fundamentales del boxeo, cosa que no hizo[1]. Todo el mundo pudo verlo.
-         -  La verdad es que Griffith no me lo puso fácil: No acató mi orden de retirarse al rincón, hasta que lo abracé y retiré a viva fuerza. Estaba como loco… No, no me fue nada fácil; recuerde que tuve un ataque al corazón hace unos meses.
-         -  Eso no es disculpa, amigo. Si no estaba en condiciones, no debía arbitrar…, que espero será lo que decida usted para el futuro.
-        -  Al haberse producido un fallecimiento, seguro que se abre una investigación y una Comisión de expertos dictaminará lo que proceda. A su decisión me remito.
-         -  Ya me sé yo lo poco que valen esas comisiones de amigos: buenas palabras y cariñosas amonestaciones. Pero esta vez la cosa va en serio. La Fiscalía actuará y yo me encargaré de que sea dura. No me han gustado nada sus disculpas, señor Goldstein. El tercer hombre en el ring tiene que estar en él para algo más que para cobrar.




3.      La viuda de Benny

     Para entrevistar a la viuda del boxeador fallecido, no tengo que viajar hasta Miami, donde la familia había tenido últimamente su residencia, pues la señora Lucy Paret permanece temporalmente en Nueva York con su hijo de dos años, llamado Benny -como su padre-. El manager del malogrado púgil, Manuel Alfaro, parece ser quien paga los gastos de estancia y a él me dirijo para que me facilite la entrevista:
-         -  Sea breve y prudente -me dice-. Lucy está afectadísima, como puede suponer, y lleva el embarazo avanzado. Tememos que se le malogre la criatura.
-        -  No se preocupe, soy muy correcto. Cuando termine con la señora, quiero hablar con usted.

     Para mi sorpresa, Lucy Paret no es una negra cubana, sino una puertorriqueña blanca, pequeñita y atractiva, que habla perfectamente inglés. Se lo comento y me responde:

-         -  Nací en la isla, pero llevo toda la vida en los Estados Unidos; primero, en N.Y., hasta después de mi boda con Benny, y en los últimos tiempos, en Miami, donde habíamos comprado una casita y mi marido tenía el propósito de montar una carnicería, como tuvieron sus familiares en Santa Clara. De hecho, apenas hablo español.
    La invito a que me diga todo lo que se le ocurra sobre el combate y los días anteriores. Inmediatamente, se pone a hablar sin parar acerca de las premoniciones que la habían asaltado a ella y a su difunto esposo, sobre los riesgos de la pelea. Dicen que eso suele afirmarse siempre que hay una desgracia en el ring, pero Lucy me parece sincera:
-         -  Benny no estaba para pelear. Hace tres meses, aprovechó una subida de peso para pasarse a los medios. Alfaro le preparó una pelea por el título con el campeón, un tal Fullmer. Este le dio una paliza tremenda. Benny tenía grandes dolores de cabeza y le cambió el carácter. Se volvió triste y gruñón. Decía que no quería pelear, que un combate más con una buena bolsa y lo dejaba. Pero su manager le organizó la pelea del otro día demasiado pronto. Ya sabe: que el contrario estaba bajo de peso; que las condiciones ahora eran estupendas… Yo no lo oí, aunque Benny me confesó que le había dicho que no quería hacerlo tan rápido, pero Alfaro no quiso ni oír hablar de un aplazamiento, con el dinero que había por medio. Benny volvió al entrenamiento intensivo, con la dificultad añadida de que tenía que bajar bastante de peso, para quedar en el límite de los welters.
-         -  Todo eso que me dice, señora, es muy interesante, pero lo cierto es que su esposo pasó el reconocimiento médico y aceptó pelear. El tal Alfaro, por lo que yo sé, también es cubano y su hombre de confianza desde siempre.
-         -  No quiero decir nada malo contra él, ni echarle la culpa de lo que pasó. Yo no me atreví a venir a N.Y. en mi estado y con el pequeño Benny, pero sí vi la pelea por televisión y pensé lo que todos: ¿Por qué no para el combate el árbitro? ¿Y por qué no tiran la toalla los segundos de Benny? Y el responsable de que no se hiciera fue Alfaro.
-        -  Ya hablaré yo de eso con él. Ahora, cambiando de tema, dígame: no sería castrista su marido y habría motivaciones políticas en el comportamiento de los dos púgiles... Ya sabe usted cómo están las cosas en estos momentos.
-        -  De eso nada. Benny se vino para los Estados Unidos cuando Castro prohibió el boxeo profesional y lo dejó, por así decir, sin trabajo. Mi Benny estaba a gusto acá, tanto en N.Y. como en Miami. Prueba de ello es que trajo a todos los que pudo de su familia. Y luego, nuestro matrimonio, y el niño… No, aunque apenas hablara inglés y tuviera muy poca cultura, se hizo al modo de vida americano. Solo que…
-       -   Diga.
-         -  Que en Miami se palpaba el racismo, la discriminación. Pocos días antes de su última pelea, fuimos al zoo y tuvimos que darnos la vuelta. Muy irritado, me dijo: Estos tipos estarían muy felices metiendo a los negros dentro de las jaulas.
-         -  Ya. Hay gente para todo. De todos modos, eso no tendría que ver con lo que pasó en el combate. Los dos eran negros y caribeños. ¿Sabe si su marido y el tal Griffith habían tenido alguna polémica seria en sus dos combates anteriores?
-        -   No lo creo. Por lo menos, yo nada le oí al respecto.
-        -  Bien, pues por ahora no tengo más que preguntarle. Completaré la encuesta con el interrogatorio de Manuel Alfaro. Muchas gracias, mis condolencias y que el niño que espera venga bien.

     Tal vez no he debido hacer esta última referencia, pues Lucy -hasta entonces muy entera- rompe a llorar. Yo me levanto y salgo, sin saber qué otra cosa hacer o decir.


4.      Los managers a escena

     Al salir de la habitación en la que había estado platicando con la señora Paret, me abordó Manuel Alfaro quien, al parecer, estaba esperando a que terminara  de hablar con ella. Resolví cogerle en el acto y por sorpresa. Le dije:

-         -  Parece que todos lo culpan por no haber tirado la toalla, o haber hecho algo más por su pupilo aquella noche…

     El tipo encajaba mejor que alguno de los boxeadores que llevaba. Ya me habían dicho que no era un mánager cualquiera, sino un capitoste que trataba de igual a igual con empresarios y grandes corredores de apuestas. Me replicó tan campante:

-      -     Eso era cosa del trainer, Joseph de Maria. Solo a él habría hecho caso el árbitro.
-        -  Ya -corregí sobre la marcha-, pero lo que se le hubiera ordenado, él lo habría hecho sin dudar. Y allí estaba usted: bien que saltó al ring, en cuanto pararon el combate y proclamaron la decisión; usted, que sabía perfectamente que Benny no estaba en condiciones de recibir un castigo semejante, después de la paliza que le propinó Fullmer, tres meses antes.
-         -  Ya volvemos con la misma historia. Teniente, bien sabe que son los médicos quienes han de decir si un boxeador está o no en condiciones de volver a pelear.
-        -  No me refiero al tema en general. Aludo a los grandes dolores de cabeza que sufría Benny y a su presentimiento de que este combate iba a acabar mal. ¿No le dijo que no quería pelear?
-        -   ¿Quién le ha dicho eso? ¿Ha sido Lucy?
-       -   Aquí el que pregunta soy yo. Había mucho dinero por medio y, claro, eso contaba más que la prudencia y la amistad.

     Alfaro, por un momento, pareció derrumbarse, pero se repuso enseguida:

-        -  Oiga, nadie obligó a Benny, después de recuperar el título de los welter, a pelear con Ortega, ni a cambiar de categoría y retar a Fullmer. Fue él quien insistió. Le había entrado una prisa tremenda por hacerse con un capital y afrontar los nuevos gastos: los hijos, la casa en Miami, la maldita carnicería… Es probable que Lucy estuviera detrás de todo ello. La había retirado del baile y todo le parecía poco para satisfacerla. Es posible que yo le consintiera, por amistad, decisiones atrevidas, pero ni le incité a ellas, ni le forcé a tomarlas. ¡Si era como un hijo para mí…!
-        -   Eso dicen todos. En su caso, es padre de una familia muy numerosa, porque casi todos los boxeadores cubanos lo tienen por mánager.
-         -  Usted exagera. Estoy bien situado, pero nada más. Y Benny era muy especial para mí. ¡Qué demonios, era campeón mundial y se hacía querer, con su espontaneidad y simpatía! Me parece mentira que alguien crea que yo… En fin, ya veo que la tiene tomada conmigo, diga lo que diga.
-        -  Se equivoca, amigo. Es solo que no estoy dispuesto a quedarme en la cáscara de este asunto, sino que quiero llegar hasta el fondo. Después de todo, Griffith es joven y estaba bajo la tensión de la pelea. Son otros los que, por edad, formación y sangre fría, pudieron y debieron evitar aquello.
-        -  Pues si quiere llegar al fondo, apriete a Clancy. Él sabrá por qué gritó ¡mata a ese vagabundo!, cuando su boxeador tenía a Benny enrollado en las cuerdas.

***

     No irán a creer que me dejé convencer por Ortega y fui inmediatamente a llamar a la puerta de Gil Clancy, pero me ha parecido oportuno colocar las notas que tomé a uno, a continuación de las del otro. Así van seguiditos los dos mánager, aunque eran bien distintos, en realidad.

-        -  Señor Clancy, me ha contado un pajarito que, cuando su boxeador tenía a Paret a su merced, usted gritó ¡mátalo! desde la esquina. Y eso, teniendo en cuenta lo obediente que es Griffith a sus indicaciones, era una sentencia de muerte.
-        -  ¿Quién le ha dicho eso? Alguien interesado en hundirnos, sin duda.
-        -  Pues, de no ser cierto, el aspirante actuó por su cuenta: mató por brutalidad, no porque nadie se lo pidiera.
-        -  ¿Cómo puede pensar eso de Emile? Es un chico y un boxeador modelo. Eso sí, es un pegador terrible y, en los últimos tiempos -aunque me esté mal el decirlo- sus golpes son mucho más contundentes, gracias a mis consejos. Pregunte en el gimnasio. Hay sparrings que ya no quieren entrenar con él.
-        -  Vamos, que pega sin control. Ya se vio la otra noche, que sacudió veintitantos puñetazos a un adversario enganchado en las cuerdas y totalmente groggy.
-        -  ¡Cómo se ve que usted no ha peleado profesionalmente! Cuando estás en el ring ni ves ni oyes otra cosa que tus instintos. ¿Sabe cuánto tardó Emile en dejar K.O. a Paret? Cinco segundos. Y no fueron veintitantos golpes, sino diecinueve. Es muy rápido.
-       -   Déjeme a mí las cuentas y el reloj… Y no trate de justificar a su Emile, que tiene el deber de obedecer las reglas, como profesional de un deporte de máximo riesgo.
-        -  Perdone, agente, pero en el ring las reglas las pone o hace cumplir el árbitro y, que yo sepa, cuando paró el combate, Emile dejó de golpear.
-       -   No muy voluntario, que tuvo que abrazarlo para que se retirara.
-         - No me fijé en ese gesto que, por lo demás, es normal.
-        -  ¡Hum! Por lo demás, a cada uno lo suyo. No se escude en que el referee no cumplió con su deber.
-        -  ¡Ni me escudo, ni lo afirmo! En mi opinión, reaccionar en cinco segundos no es ninguna imprudencia, máxime tratándose de un campeonato mundial y de una pelea que hasta entonces estaba bastante equilibrada.
-      -  Bueno, quedamos en que usted no animó ni jaleó a Griffith para que matara a su antagonista…
-         -   Desde luego.
-        -  Y en que no tenía cuentas pendientes con Paret por sus dos anteriores combates por el título.
-          -  Emile era cordial y perdonaba.
-         -   ¿Cómo que perdonaba? ¿Qué tenía que perdonar?

     Tenía la convicción de haber cazado a Clancy. Este palideció, pensó unos segundos y luego salió por donde pudo:

-        -   En la segunda pelea, hace cosa de seis meses, Emile ganó claramente, mas los jueces le dieron la victoria a Paret. Esas cosas crean una rivalidad innecesaria, pero que cala entre el público y hace subir las apuestas. En todo caso, los culpables fueron los que puntuaron, no el injusto ganador. Emile perdonó la faena a los jueces: Eso es lo que quiero decir.

     No cabía duda. Clancy no era un mánager más. Hombre culto, entrenador y representante en una pieza, mentor de Griffith desde su comienzo como aficionado cuatro o cinco años antes, haría lo imposible por protegerlo; pero para mí que había gato encerrado. Algo que no tardé en averiguar y que es el punto clave de este embrollado caso, que algunos -contra su deber- iban pronto a descafeinar.




5.      Un motivo suficiente


     Como policía, no trago a los periodistas. Son unos entrometidos, que todo lo lían y tergiversan, y muy poco profesionales en general: no saben de lo que hablan y sesgan las noticias a la conveniencia de su editor. Con todo, en N.Y. había buenos expertos en boxeo, dentro del periodismo deportivo. En cualquier caso, no tenía más remedio que leer las crónicas de lo acaecido aquel aciago 24 de marzo de 1962. ¡Mira que si algún reportero hubiese oído el mátalo de marras, o algo interesante!
     Las referencias a la pelea en sí no me aportaron nada nuevo: solo lamentaciones, juicios de valor y contaje de los golpes mortales -que, por cierto, no coincidía ni en dos rotativos diferentes-. En cambio, la crónica del New York Times traía una alusión confusa, sobre lo acaecido durante el pesaje de los púgiles, la mañana misma del combate. Según el redactor, Howard Tuckner, la ceremonia se había convertido en un circo, a partir del momento en que Paret escuchó el peso de Griffith -144 libras-, inusitadamente bajo para un campeón de la categoría. Empezó una ronda de risas y burlas, jaleadas por sus segundos y partidarios, que acabó por ofender al aspirante, a quien había llamado no hombre. Había habido un conato de agresión por parte del ofendido al insultante, parado en seco por el mánager Clancy, favorecido por el hecho de que, aunque la sala era pequeña, los dos púgiles estaban separados por cierta distancia y varias personas intermedias.
     Era una pista, que me llevó a telefonear delicadamente a Tuckner y citarle para tomar un café y charlar en un bar próximo a su diario. Entre tanto, me informé de quién era el tipo. Resultó que estaba bien considerado entre los de su profesión.
     Tan pronto nos sentamos, le expliqué mi cometido en la investigación del Fiscal y la razón que me llevaba a pedirle su cooperación. Para mi sorpresa, estalló:
-         -  ¡No me extraña! ¡Tal y como los gilipuertas de los subeditores suavizaron mis palabras, ni Dios las entendía! ¿Qué coño es un no hombre: una mariposa, una piedra? Lo que allí dijo Paret, amigo mío, fue maricón, en español.
     Seguidamente, me tradujo al inglés el insulto y prosiguió:
-         -  Emile lo entendió perfectamente, entre otras cosas, porque estaría harto de oírselo a los puertorriqueños que pululan por su gimnasio. Prueba de ello es que trató de acometer a Paret. Y no solo eso; el cubano se contoneaba y se tocaba el culo al mismo tiempo. Todos lo vimos.
-         -   ¿Y el tal Griffith es homosexual?
-       -   ¡Justo! Esa fue la palabra exacta que yo puse en mi crónica. Pues eso dicen, amigo, aunque él procura ocultarlo. De todas formas, tanto da. Es un insulto muy grave entre los hispanos y un oprobio que podría hundir la carrera de cualquier boxeador. ¡Figúrese, un no hombre en el deporte varonil por excelencia!
-        - Entiendo. Lo que me resulta difícil de comprender es por qué los demás periodistas no recogieron en sus crónicas lo que usted.
-         - Pudor, vergüenza, deseo de no molestar a nadie, ni faltar a las reglas tácitas del periodismo. Por eso yo pasé tan por encima del asunto y, aún así, me censuraron la palabra clave.
-         -   ¿Y qué pretendería Paret provocando así a Griffith?
-          -  Eso es algo más, mucho más, que una provocación de tantas, como se cruzan los púgiles en los pesajes. Es la obra de una mala persona, que quería hacer mucho daño, en público, con los periodistas alrededor. Claro que también pudiera haber pretendido sacar de sus casillas a Emile, que era un púgil mucho más estilista y preparado entonces que él. De lo que puede estar seguro es de que no fue una ocurrencia del momento.
-         -    ¿Y eso?
-         - Pues porque en el pesaje de su segunda pelea, en la que Paret recobró el título, ya improvisó el cubano un baile contoneando las caderas, en plan de burla a Griffith. De hecho, los que saben de estas cosas dicen que canturreaba un calipso, ritmo muy popular en las Islas Vírgenes, donde nació Emile.
-         -  Supongo que todo eso no aparecería en los periódicos…
-        -   Ya le he dicho cuáles son las reglas.
-         -  En fin, veo que la rabia de Griffith pudo tener un motivo especial, ¿no cree?
-       -   ¡Y yo que sé! Eran dos púgiles muy combativos y nadie había sospechado nada raro y excesivo, hasta el fatídico duodécimo asalto.
-         -   Usted estuvo muy cerca del ring. ¿Oyó a alguien gritar a Griffith que lo matara? Se ha dicho que Clancy voceó algo así.
-         -  Se ha dicho. Yo no lo oí y no lo creo. Otra cosa es que dijese algo, como acaba con él, en el sentido de noquearlo sin duda ninguna. Aunque Emile llevaba ventaja en la puntuación, ellos no lo sabían y tenían la mala experiencia del combate anterior, que les birlaron descaradamente.


6.      El campeón, frente a frente

     A mí la inclinación sexual del campeón me traía al fresco, aunque no dejara de reconocer el daño que su divulgación podía causarle. Eso no me parecía motivo para vengarse en el ring, infringiendo las reglas y llegando hasta matar a su adversario. No obstante, suponía fundadamente que iba a tener gran importancia en la resolución del caso y, por ello, hice las averiguaciones pertinentes. No había duda: Griffith frecuentaba los bares de homosexuales; se mezclaba en el centro de Manhattan con maricas y reinas de la noche y tenía un amigo estable, por nombre Edward. Es cierto que, antes de llegar a ser alguien en el boxeo, hubo una novia, llamada Esther, pero tenía toda la pinta de que fue una época en que no tenía claros sus gustos, que después habían ido decantándose hacia los tíos. Un confidente bien enterado me resumió algunas cosas:
-        -   ¡Pero si estuvo diseñando sombreros para señoras en el Garment District, en el taller de Howie Albert! Eso le sacó del arroyo y esta es la fecha que no le ha perdido afición: No hace mucho que criticó en público los sombreritos que suele llevar Jackie Kennedy. Vamos, mariconadas. Fue el propio Albert quien le animó a pasarse al boxeo y lo llevó al gimnasio de Clancy. Yo no lo veo contradictorio con sus gustos. Todos sabemos que, contra lo que quiere creerse, el pugilismo crea una promiscuidad y un culto del cuerpo favorable para esas cosas.
-         -  Anda, Davy, déjate de filosofías y ve al grano.
-        -   Pues el grano es que Griffith hace honor a lo que le llamó Paret. Él procura ser prudente; ya sabes, gafas oscuras, sombrero sobre los ojos y todo eso. Pero en su ambiente todos los saben y hacen la vista gorda. ¿Cómo cree que se enteró el difunto?

    Era cierto; otro punto a favor de ser riguroso. Todos lo sabían y la prensa -por lo visto- no recogería el insulto. Ninguna razón tenía Griffith para tomárselo tan a pecho, aunque la verdad es que Paret no debió remover la mierda. Quizá tampoco debería hacerlo yo, siempre que no fuese necesario para que el Fiscal se tomara su labor en serio y llevase el caso a juicio. Con esos buenos propósitos, me cité sin escándalo con el campeón en su gimnasio, a una hora en que permanecía cerrado para los entrenamientos.

-           -  Gil me ha dicho… En fin, gracias por no convocarme en la comisaría.
-        -  De nada, Griffith. Ahora, a cambio, lo quiero largo y clarito. Y que conste que conozco bien el asunto a estas alturas.
-         -  Me van a acusar, ¿no?
-         -  Esta es una investigación preliminar, sin abogados ni formalismos. De todos modos, has de saber que lo que hiciste la otra noche tiene toda la pinta de un homicidio.

     El púgil pareció anonadado. Aproveché el bajón de ánimo y saqué primero a colación el tema de la homosexualidad, relacionada con el insulto público de Paret. En líneas generales, me contestó:

-         -  No tengo las cosas claras. Me gustan tanto los hombres, como las mujeres. He tenido novia y ahora tengo novio, si puede decirse así. En mi tierra no dan a estas cosas la misma importancia que aquí. Además, de niño abusaron de mí muchas veces, en familia y fuera de ella. ¿Cree usted que eso pueda haber influido?
-          - No sé, no entiendo de ello y tampoco estoy seguro de que me estés diciendo la verdad. Lo que sí creo es que, siendo homosexual y sabiéndolo todos cuantos te conocen bien, no tuviste que tomar tan a mal que Paret te lo echase en cara, hasta el punto de matarlo.

     Griffith se quedó extrañado de que yo supiera lo del insulto. Me replicó:

-         -  A mí no me importa que los míos lo sepan, pero que se entere el público puede arruinar mi carrera; eso, si no me procesan por ello. Paret era un cabrón, que buscaba los peores momentos para burlarse de mí e insultarme. Ya lo hizo en el pesaje de septiembre pasado y lo repitió el otro día. En el momento me fui por él y, si no me para Gil, nos habríamos zurrado allí mismo. No lo voy a ocultar, estaba indignado y tuve que caminar un buen rato hasta calmarme.
-          - Calmarte… hasta cierto punto. Ya se vio en el ring lo calmado que estabas.
-          - Está equivocado. Según pasaban los minutos y los asaltos, me olvidé de todo y me centré en ganar la pelea. Al final del sexto round, Benny me cazó y, si no es la campana, allí habría terminado el combate. Luego, me fui reponiendo y, desde el octavo asalto, iba ganando con claridad. En el décimo casi lo tumbo. Me dije: el campeonato es mío, pero he de noquearlo para mayor seguridad. Llegó el duodécimo y tuve por fin la oportunidad.
-         -  La oportunidad de liquidarlo. No hay más que verlo para entenderlo.
-        -   De ninguna manera. No hice otra cosa que pegarle hasta que el árbitro me mandó parar. Es verdad: En lo poco que se piensa en esos segundos, me dije que tal vez el referee debería ordenar stop. Al no hacerlo, me entró miedo de que los jueces y él estuvieran a favor del campeón y no quisieran decretar K.O. técnico.
-        -   ¿No te diste cuenta de que Paret estaba completamente groggy, que no respondía a los golpes, que estaba liado en las cuerdas y por eso no se caía?
-        -   Yo no vi que se enredara; solo que se sujetaba en ellas. Sigo creyendo que pudo tirarse, o pudieron tirar la toalla por él… Le juro, teniente, que no quise matarlo. De hecho, estoy hundido moralmente. Fui a visitarlo al Hospital y no me dejaron entrar, ni presentar mis condolencias.
-         -  Podría haber cosas más eficaces y sinceras. Por ejemplo, donar a la viuda tu bolsa del combate. Por ejemplo, pedir perdón público y no volver a boxear. No devolvería la vida a Paret pero haría tu sentimiento más creíble.

     Griffith titubeaba, mientras me miraba fijamente. Dijo:

-         -  Consultaré con Gil.

     Tal vez le advertí demasiado pronto:

-          - Mejor, consulta con un buen abogado.


7.      El carpetazo

     Hasta aquí, el resumen de mis notas del caso. Habían pasado dos semanas desde que mi capitán me lo encargó. Fui a ver al fiscal Abbott con la seguridad de que había materia para acusar, aunque luego -según la tradición- llegase a un acuerdo por homicidio involuntario. Para mí era básico que retiraran las licencias a Griffith, Goldstein, Alfaro y compañía. El Fiscal me escuchó atentamente y, luego, objetó:

-        -   Teniente, le pedí que me pusiera en bandeja a un culpable. En cambio, usted me trae a media docena, por lo menos. ¿Qué diablos quiere que haga con todos ellos, ampliar la sala de Justicia para que quepan todos?
-          -  Perdone, yo solo he hecho mi trabajo con precisión y objetividad. En usted está el elegir a los mayores culpables, a los responsables más directos. Griffith y Goldstein pueden ser acusados, sin ninguna duda.
-          - Sin ninguna duda es mucho decir. ¿Sabe el juego que puede dar para la Defensa lo del insulto en el pesaje? Podemos cubrir de basura el nombre del difunto y, de paso, organizar un show, discutiendo si el campeón es homosexual o no y sobre la importancia que ello tiene para ser boxeador en este país. Y ya, metidos en harina, ¿por qué no enredarnos en una discusión filosófica sobre si las relaciones entre gays deben ser, o no, un crimen, o sobre sí la homosexualidad puede ser considerada una enfermedad psiquiátrica? ¿Se imagina? Un mes de juicio y docenas de testigos y de expertos. Y todo, ¿para qué? Para llegar a la conclusión -como usted sugiere- de que entre todos lo mataron pero él solito se murió.

     Me quedé de piedra. Parecía como si yo fuese el asesino al que el fiscal llevaría de buena gana a la silla eléctrica. Abbott debió de percatarse y suavizó su filípica:

-        -  En el fondo, Tarleton, usted mismo me ha dado la clave. Lo verdaderamente importante es que a unos cuantos les quiten las licencias. Eso es cosa de la Comisión de Boxeo del Estado. Les vamos a pasar el caso -claro está, sin alusión a las mariconadas- y que ellos resuelvan. Al fin y al cabo, son quienes más entienden de estas cosas.

     Se levantó, me estrechó la mano y dijo, conciliador:

-       -   Otra vez tendremos más éxito. Contaré con usted para mejor ocasión. Puede estar seguro.

     Esto era en viernes. Decidí tomarme el fin de semana libre. El lunes me reincorporé al servicio normal de comisaría. El capitán, al presentarme, preguntó:

-         -  ¿Qué tal, Rob? ¿Habrá caso o no habrá caso?
-         .  ¿A qué caso te refieres?
-         -  ¿A cuál ha de ser? Pues al del Estado de Nueva York contra Emil Griffith.
-          -  ¡Ah, bueno! Creí que aludías al de la Justicia contra Prince Abbott.

***

     Pocos días más tarde, el Gobernador del Estado, Nelson A. Rockefeller, ordenó la apertura de una investigación de la muerte de Benny Paret, a cargo de la Comisión Atlética del Estado de Nueva York. Dicho organismo acordó abrir diligencias exclusivamente contra el árbitro del combate, Reuven Goldstein, quien finalmente fue exonerado de todos los cargos.








[1]  “Si un peleador se apoya sobre las cuerdas en estado desvalido será considerado como caído, aunque sus piernas estén tocando el suelo.”

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