miércoles, 21 de septiembre de 2016

EL CASO DE LA NOVIA ROBADA


El caso de la novia robada[1]
Por Federico Bello Landrove

     Un nuevo caso de la ejecutoria profesional del inspector de Policía, Enrique Sellés. Con su buena/mala suerte acostumbrada, le tocará un asunto que va a poner a prueba, no tanto su perspicacia, como su sensibilidad. De paso, amores frustrados y coerciones matrimoniales darán el protagonismo a un manojo de personajes marcados por una amistad insobornable, digna de mejores y más prudentes causas. El final, como casi siempre que se atraviesa el cumplimiento del deber, no podrá ser a gusto de todos.



1.      La novia desaparece

     El comisario Luquero, con la deferencia que por su visitante tenía, lo acompañó hasta el ascensor y lo despidió con un apretón de manos y una promesa:
-             -    Descuide usted, don Anselmo. Encargaré el caso a un hombre de mi entera confianza y controlaré personalmente sus progresos.
-                   -   Y, por favor, vaya informándome de lo que averigüen. ¡Estamos tan preocupados!
-          Es natural, aunque algo me dice que no tenemos nada que temer.
-            -   ¡Dios le oiga, comisario! -exclamó don Anselmo, tomando las palabras del policía como una simple forma de darle ánimos-.
     El elevador emprendió el descenso. Venancio Luquero se quedó unos momentos frente a la portezuela, viendo cómo la luz del camarín desaparecía del cristal traslúcido. Él no había pronunciado aquellas palabras por aliviar la preocupación de un padre, sino porque su olfato profesional no venteaba peligro. Con todo, decidió poner, en efecto, a cargo de la investigación a una persona de su entera confianza. En consecuencia…
-            -    Enrique -telefoneó por línea interior-, vente para mi despacho, que tengo algo que comentarte.
     El inspector Enrique Sellés -diez años en la comisaría de Castellar lo contemplaban- levantó los ojos al techo y suspiró:
-             -   Complicaciones habemos -pensó-. Si al menos fuera con dedicación exclusiva…

***

     Según su costumbre, Luquero le expuso el caso de forma lacónica:
-            -     Nada, que la hija de un ilustre cirujano de esta ciudad está en paradero desconocido desde ayer por la mañana. Su padre ha venido directamente a verme pues teme que la hayan secuestrado.
-              -    ¿Qué edad tiene la mujer? -inquirió el inspector-.
-             -     Es poco más que una chica: veinticuatro años.
-              -    Luego puede ir y venir cuando y donde le venga en gana, sin informar a sus padres.
-           -    En efecto. Lo que complica la cosa es que han recibido por correo una nota de secuestro, hoy en la mañana.
-             -    Eso cambia bastante las cosas. ¿Tienes por ahí el documento?
-               -  Claro. Échale un vistazo.
     Se trataba de una cuartilla anónima, escrita a máquina, del tenor literal siguiente:
     Señor Casavieja: Hemos raptado a su hija Nerea. Vaya preparando cincuenta millones de pesetas como rescate. Nos pondremos de nuevo en contacto con usted cuando nosotros y ella nos encontremos en lugar seguro. Y no avise a la Policía. Solo serviría para empeorar las cosas.
-               -   ¿Qué te parece, Enrique?
     Enrique no estaba por la labor de que le encargasen el caso. Salió, pues, por la tangente.
-              -    Un poco caro el precio. ¿La chavala lo merece?
     Luquero suspiró. Conocía lo bastante a su subordinado como para verlo venir.
-               -  A juzgar por la foto que me ha dejado su padre, podría ser. De todas formas, lo que para nosotros es un capital, creo que ese señor puede pagarlo sin pestañear siquiera.
-             -     ¿Puedo ver la fotografía de la chica?
-              -    No, si vas a ponerte borde con no llevar el asunto.
-               -   Sabes que soy muy obediente. Solo pongo una condición: que me exoneres de cualquier otro servicio mientras me encargo de este.
-              -    Concedido. Toma, te presento a la señorita Nerea Casavieja.
     Enrique tenía ante sus ojos a una hermosa joven, morena, melena suelta, con atuendo deportivo, recostada en un pinar, acariciando un perro setter. Preguntó con simulada displicencia:
-             -     ¿No tienes otra foto mejor, retocada y más de cerca?
     El comisario sonrió. La precisión de Sellés corría pareja con su curiosidad por las féminas. Contestó indirectamente a la pregunta:
-         -    Seguro que habrá fotos de estudio y bien recientes. Es costumbre que las novias posen para un reportaje, días antes de su boda.
-              -    ¡No me digas que estaba a punto de casarse!
-             -     Estaba, pero no sé si lo seguirá estando. La boda va a celebrarse en San José el próximo domingo; así que tienes tiempo bastante para localizarla y traerla a la celebración. Quedaría bastante deslucida sin su presencia.
-               -   Pero, jefe, estamos a viernes. No pretenderás que en cuarenta y ocho horas…
-               -   Quique, tú y yo sabemos lo que pasa por la cabeza de muchas novias cuando se aproxima el día de la boda. Lo más probable es que se trate de un caso de novia a la fuga[2]. En fin, haz todo lo que puedas, y con la máxima discreción. Un caso de estos puede poner en vergüenza a la familia y arruinar la vida sentimental de una mujer, por tener un arrebato momentáneo de pánico.
-          -    ¿No estamos descartando el secuestro demasiado pronto? Si solo fuese una novia acobardada o histérica, estaría en su derecho de salir huyendo y nada tendría la Policía que corregir o reparar.
-               -   Bueno, bueno -Luquero quería hacer cuanto pudiese por su cirujano de confianza-, tú encuéntrala y aclara la situación. Luego, el convencerla o no para que se presente en la iglesia será cosa entre ella y su familia.


2.      Atando cabos

     Por razones lógicas y de cortesía, el inspector comenzó las indagaciones entrevistando a los padres de Nerea. Un sexto sentido le aconsejaba hacerlo por separado. Por ello, aprovechó aquella misma mañana de viernes, contando con que don Anselmo, pese al mal trago que estaba pasando, no dejaría de pasarse por el Hospital Clínico, donde efectivamente lo encontró.
     Sellés limitó el interrogatorio a los extremos más objetivos. Supo, así, que Nerea era una hija modelo, si bien con un carácter bastante independiente, lo que la había llevado a comprar y habitar un apartamento propio, en una zona de expansión urbana. Podía hacerlo por sus propios medios, pues había sacado las oposiciones de Técnico municipal de Urbanismo, apenas un año antes.
-           -   No es pasión de padre. Mi hija es una chica extraordinaria en todos los sentidos: muy inteligente, trabajadora, simpática, culta…
-             -     … Y guapa -se atrevió a agregar Sellés, por si provocaba alguna reacción interesante-.
-          -    Ciertamente, también es muy agraciada. Con todo, llevaba…, lleva una vida muy normal, de salir poco y con personas de su entorno. Y ahora -claro-, desde que se prometió con Rodrigo, pues menos aún. Últimamente, se le iba el tiempo en los preparativos de la boda, ayudada por su madre, con quien está muy unida.
-               -   Entonces, ¿a qué cree que puede deberse el secuestro?
-              -    Exclusivamente a interés económico. Yo no soy rico, pero sí vivo bien y soy bastante conocido en la ciudad. Por lo demás, no tengo ni idea de quién pueda estar detrás de todo esto.
-              -    Creo entender que no tendrá dificultades para reunir el dinero que le piden.
-               -   Por supuesto. Cualquier banco me adelantaría lo necesario, pero mi propósito es que ustedes frustren los propósitos de los raptores. Si hubiese estado dispuesto a aceptar sus exigencias, no habría ido a denunciar los hechos.
-               -   Desde luego, señor Casavieja. Lo preguntaba solo para saber si, llegado el caso, podríamos montar un señuelo para cazar a esos delincuentes.
-          -    Pierda cuidado. Tan pronto se pongan en contacto de nuevo conmigo, les avisaré y seguiré las instrucciones de ustedes, que son los expertos.
     Mientras caminaba hacia su coche, Sellés repasaba los datos recién sabidos y admiraba el temple y el sentido de la obediencia que mostraba el padre de Nerea. No era mucha su experiencia en secuestros, pero no era esa, desde luego, la actitud usual de los familiares. O mucho confiaba don Anselmo en la Policía, o intuía -como el comisario- que aquel rapto era una mera apariencia. Echó mano al bolsillo y sacó una copia del texto de la nota de marras. Su estilo era cuidado; la ortografía, correcta; el tratamiento, de respeto; y, sobre todo, resultaba curioso que nada se apuntase sobre el momento probable del intercambio, como también el uso de un medio tan poco previsible en su demora, como el correo ordinario. Milagro que ha llegado en menos de un día…; si es que no la echaron al buzón antes de la desaparición, agregó de repente. Él mismo se reprochó en el acto tan plena aceptación de la tesis de la patraña. Volvió a guardar el papel y puso en marcha el vehículo, en dirección al domicilio de la familia Casavieja, donde esperaba encontrar a la señora de la casa, lo más espontánea posible. A tal fin, optó por no anunciar su visita.

***

-             -     Así que eres tú el encargado de encontrar a mi hija. ¡Vaya sorpresa! No te hacía yo policía. No sé, un profesor o algo así.
     La sorpresa derivaba de que doña Marga, la mamá de Nerea, iba al mismo gimnasio que Sellés y este había tenido la gentileza de corregirle determinadas deficiencias en los aparatos, compadecido de las lumbares ajenas, por lo que padecía con las propias.
     Es indudable que, por muy parlanchina que fuese la señora, aquello facilitó mucho la amplitud y sinceridad de Marga -apea el usted, por favor: como en el gimnasio-. A él le resultaba difícil por la diferencia de edad -unos quince años-. No obstante, accedió.
-              -    Pues sí, ya ves qué prolegómeno para la boda. Con todo preparado; la familia de Rodrigo de camino desde Madrid…
-               -   ¿No os esperabais lo sucedido?
-               -   Perdona…
-         -    Me refiero a que no sería el primer caso de una novia que sale de estampida, a veces, con la inestimable ayuda de familiares o de amigos.
-               -   Chico, no sé cómo se te ocurre. No, no, Nerea es muy responsable y, además, está la nota.
-          -   Claro, perdona, pero es que los policías debemos empezar por descartar lo más simple, antes de aceptar que nos encontramos ante un hecho insólito…; insólito y peligroso, para qué voy a ocultarlo… Así que tu hija estaba muy decidida a casarse y no le notaste un especial nerviosismo, ni que hiciera equipaje, sacara dinero o algo así.
-               -   Del dinero, no sabría decirte. Del equipaje, ahora que lo dices, sí que llevaba muy atrasado el hacerlo para la luna de miel. Pensaban ir a las Bahamas.
-              - ¡Caramba, qué poderío! Perdona… Me ha dicho tu marido que estabais muy unidas y que la estabas ayudando en todos los preparativos.
-               -   Desde luego. Incluso en los últimos días se había venido casi a vivir aquí. Solo se ausentaba para dormir.
-              -    Perdona el atrevimiento, pero ¿qué tal es el chico?
-               -   ¿Rodrigo? Pues de una buena familia, amiga nuestra, oriunda de Castellar: los Merchán; no sé si te sonarán. La niña lo conoce de la infancia. Él estaba coladito por Nerea desde hace un montón de años, pero ella no acababa de aceptarlo. Por otra parte, viviendo en ciudades distintas… Al fin, acabada la carrera y ganada la oposición de Secretario Judicial, Rodrigo dio el paso definitivo. Hace unos meses, dejó su plaza en Valencia y concursó para Castellar. Yo creo que ese esfuerzo resultó definitivo.
-               -   Y hasta que él llegó, tu hija…
-          -    ¡Oh, nada serio! Bueno, ya sabes cómo son las jóvenes de ahora, que tal vez tontean más de lo debido, y a Nerea se la rifaban.
-              -   ¿Tienes alguna foto buena y reciente que puedas prestarme, para efectos de identificación?
-               -   ¡Claro! Aguarda un momento.
     Marga se llegó a una estantería y regresó con un álbum de fotos. Lo hojeó y extrajo un par de instantáneas, que entregó a Sellés.
-               -   Tenemos las del reportaje con el traje de novia, pero no querría desprenderme de ellas.
-             -     Perfecto. Estas servirán. ¡Vaya si servirán!
-               -   Está preciosa, ¿verdad? Una es de la pedida. La otra está tomada en San Sebastián, el verano pasado.
     El inspector hizo ademán de levantarse, pero se contuvo:
-          -   Una última cosa, Marga. Suponiendo que no fuesen razones económicas la causa de todo esto, ¿sospecharías de algo o de alguien? ¿Hay algo que me aconsejarías investigar especialmente?
     La señora se quedó pensando unos momentos. Tensó el busto y abrió la boca, como si fuera a responder algo relevante. Una sombra de tristeza cruzó por un momento sus grandes ojos pardos. Sellés la miró de hito en hito, tratando de hacer aflorar las palabras, pero solo estas salieron de los labios de Marga:
-              -    ¡Ay los hijos! Cuando menos lo esperas, te lo echan todo a perder.



***

    El siguiente en el orden de la investigación tenía que ser el novio, y la cosa corría prisa, si quería llegarse a una solución antes de la hora de la boda, como el comisario urgía. Así que esa misma tarde Sellés citó a Rodrigo Merchán en la comisaría. No le parecía necesario tener con él la gentileza de entrevistarle en su domicilio.
     Con la composición de lugar que el inspector se había hecho, más que nada por las apariencias, el joven no le pareció a la altura de su futura. Cierto que era guapo y bien plantado, pero su rostro resultaba inexpresivo y, en cuanto empezaba a hablar, la fachada se venía abajo. Cualquier otro habría pensado que las dependencias policiales, ya de por sí, impresionan mucho, pero Sellés no simpatizó con aquel niño de familia bien y no le importó hacerle pasar un mal rato:
-             -    Tengo entendido -comenzó- que le costó bastante trabajo que Nerea se fijara en usted; como novio, quiero decir.
-              -    Hace años que solo nos veíamos los veranos y cuando yo hacía alguna escapada a Castellar. De esa forma…
-              -    De esa forma, la chica no le hacía mucho caso. Había que forzar la máquina y venirse para Castellar. Así la obligaba, aunque solo fuera por gratitud.
-              -    Pues sí -Rodrigo empezaba a enfadarse-. Nerea merecía el esfuerzo.
-              -    ¿Por razones económicas o sentimentales?
     Sellés no sabía lo acertado que estaba pues el joven, aunque de familia bien y con empleo, pasaba por ciertas apreturas y, a mayores, era bastante interesado. Es lógico que estallara, presa de los nervios:
-               -   ¡Oiga, inspector! ¿Es que soy yo el sospechoso de haber secuestrado a mi prometida? Para sacarle los cuartos -si yo lo pretendiera- nada mejor que esperar hasta después de la boda.
-               -   Sobre eso habría opiniones -dijo con ambigüedad Sellés-. En fin, si se lo pregunto no es porque, en principio, sospeche de usted, sino para asegurarme de que su novia lo quería y estaba completamente decidida a seguir adelante con el matrimonio.
-               -   ¡Hombre!, ¿qué mujer llega hasta ahí sin estar segura?
-            -   Si yo le contara… Pero no me ha contestado. ¿Le planteó ella la posibilidad de aplazar la boda, o dudas sobre su decisión?
-               -   En absoluto -Rodrigo fue tajante y parecía sincero-.
-              -    ¿Y no había presiones sobre ella de cara a evitar un escándalo, habida cuenta de que las familias eran amigas y muy conocidas en Castellar?
-              -    No. Lo mismo que ella me tuvo a su puerta durante años, las Navidades pasadas me dijo sí. Incluso, por si le interesa, le diré que me lo puso fácil.
-               -   Entonces, ¿cómo se come eso con su presión de abandonar Valencia y venirse a la vera de ella?
-               -   Pues porque era el momento decisivo. ¡Ahora o nunca!, me dije. No sé si sabe que Nerea es bastante dubitativa en las cosas del corazón. Todo lo que tiene de inteligente para el estudio y el trabajo, lo tiene de torpe a la hora de escoger al hombre que le conviene.
-              -   ¿Lo dice por usted?, gruñó provocativamente Sellés.
-            -   Por supuesto que no -dijo Rodrigo con aplomo-. La cosa viene de bastante más atrás. ¿Qué quiere, inspector? Nadie es perfecto, ni siquiera Nerea.

***

    El ahora o nunca de Rodrigo y lo de la torpeza a la hora de escoger el hombre que le conviene abrió una ventana en la mente en tinieblas de Sellés. Pero ¿cómo seguir aquel reguero de luz a toda velocidad? El cortocircuito solo podía establecerse por medio de una persona de la máxima confianza de la desaparecida. Armándose de audacia, el policía le había pedido al novio:
-            -   Deme el nombre de la mejor amiga de Nerea, para que pueda completar la visión que me han ofrecido sus padres y usted mismo.
-            -   Yo llevo poco tiempo aquí, pero diría que Carlota Manjón es de las más íntimas. Vive en los soportales de la Rinconada.
     Sellés era de los que, más que cruzar datos para corroborarlos, prefería la claridad de distribuir competencias o sectores, para cubrir todo el panorama de los hechos. Decidió que a la amiga le cumpliría detallar los antecedentes próximos en la vida de Nerea y cómo veían su boda los íntimos. La citó en una cafetería, le informó confidencialmente de la desaparición -que la dejó atónita- y pasó a las preguntas sobre los antecedentes de la boda:
-               -   ¿Qué quieres que te diga? -la chica parecía un tanto confianzuda-. A pesar de que una conozca a un tipo de antiguo, lo de la boda es para pensárselo, y más en España, que todavía está muy atrasada en eso del divorcio.
-              -    Sí, ya sé que todo se coció durante las Navidades. Hasta entonces, parece que Nerea no estaba por la labor con Rodrigo.
-                -   ¡Cómo iba a estarlo, si tenía otro novio, o casi!
      Sellés puso cara de póquer, aunque era la primera y sorprendente noticia que tenía.
-            -   Es lo que yo digo -prosiguió la chica-, que lo de que un clavo saca otro clavo es una solemne tontería; porque, vamos a ver, ¿cómo vas a tener las ideas claras, si actúas a impulsos de un desengaño?
     En fin, Carlota se explayó, mientras tomaba varios cafés y fumaba compulsivamente (eran tiempos en que se permitía este vicio en lugares públicos y cerrados). Resultó que, allá por el pasado verano, Nerea había dado a sus conocidos la sorpresa de una relación afectuosa con un individuo que, en principio, parecía no irle en absoluto:
-               -   Explícate un poco mejor, Carlota. ¿Por qué os parecía inadecuado?
-           -   Un poco por todo. Resultaba mayor para ella. Físicamente, no era gran cosa. Y además, parecía desagradarle la vida social y era más serio que un ocho.
-               -   Vamos, algo así como un servidor, si pretendiera ligar con alguien como tú.
     Carlota se echó a reír con la ocurrencia:
-               -   ¡Quita allá! Tú, por lo menos, llevas pistola y tendrás cosas muy interesantes que contar. Pero el tal Fernando es profesor en un Instituto de Medina, y de Filosofía, para más inri.
-             -     Ya. Y la cosa, como era de esperar, no acabó bien.
-               -   Sí y no. Hubo un momento en que se les veía muy encariñados… Bueno, a ella, porque él era muy poco expresivo, pero seguro que nunca se las había visto mejores: Nerea es guapísima y un encanto de niña. Pero algo se cruzó, que dio al traste con la pareja. Ya sabes, una crítica aquí, un consejo allá. Que si la madre dice, que si los amigos la embroman por la elección. Yo no participé, no vayas a creer. Allá cada cual pero, la verdad, me quedé bastante tranquila por ella cuando rompieron, de forma tan brusca e inopinada como habían empezado.
-             -     Así que todos contentos…, menos el profesor de Filosofía -supongo-.
-           -   Y Nerea. No sé lo que pasaría entre ellos pero lo cierto es que, aunque fuese ella quien rompiera, quedó bastante afectada.
-               -   Tanto, como para liarse con Rodrigo a las primeras de cambio…
-            -    ¡Qué malo eres! Lo de Rodrigo venía de muy atrás y seguro que sus padres fue lo que le sugirieron. De todas formas, tienes razón. Nerea fue como una marioneta en aquellos meses. Parece mentira que no tuviera más carácter y decisión, con lo inteligente e independiente que es para otras cosas.
-             -   Bueno, eso ya es el pasado. Me interesa lo de ahora. ¿Qué me dices de Nerea ante la boda? ¿Estaba convencida? Oye, no será que ha salido huyendo…
-             -    … O que quiera volver con Fernando. No sé; estaba nerviosa y como apagada, pero tal vez fuese la impresión y el cansancio por los preparativos. Iba a presidir la boda el padre Deogracias, un jesuita que es el consejero espiritual de Nerea. Tal vez podrías entrevistarte con él. Puede saber algo.
-            -   Gracias, Carlota, pero me han pedido una investigación rápida, al no poder descartar que sea un secuestro de verdad y ella esté en peligro. Hay una nota a ese respecto que tiene visos de autenticidad.
-              -   Vale, vale. Tú eres el experto; y eso que no pareces policía.
-             -     ¿Ah, no? ¿Por qué lo dices?
-               -   Porque te interesas por las personas y sus problemas, no solo por solucionar el caso. Apenas acabo de conocerte, pero se me da muy bien la psicología.
     Enrique sonrió:
-              -   Lo tendré en cuenta, por si me falla la criminalística, dijo.
     Se despidieron afectuosamente y Carlota se perdió entre el gentío. El inspector se quedó dudando si el perfume que dejó tras ella era, o no, Aire[3]. ¿Deformación profesional?


3.      El profesor de Filosofía

     La tarde del viernes, seis de abril, se deslizaba entre los dedos del inspector. Eran casi las siete cuando lo dejó Carlota. Volvió a entrar en el café y, desde el teléfono público, llamó al tal Fernando, cuyos apellido y dirección aquella le había facilitado. Entre el asombro y la reticencia, el interlocutor puso a Sellés toda clase de disculpas, pero este no cejó, como es natural:
-             -     Mire, profesor, la cosa está clara: o me recibe gentilmente dentro de un rato en su casa, o le pongo mañana a las ocho en la puerta una lechera[4], con sirena y todo.
-              -    Está bien, pero procure ser breve. Estaba corrigiendo exámenes.
-              -    Tiene todo el fin de semana para hacerlo porque no creo que vaya a asistir a la boda de su ex.
-              -    No estoy invitado.
     Media hora más tarde, Enrique y Fernando estaban sentados en un sofá, ante una amplia mesa baja repleta de folios manuscritos, prueba irrefutable de la tarea correctora del profesor. Este trataba de ser gracioso, pero su tono resultó pedante:
-               -   Bien, pasemos de Platón, a la realidad cotidiana.
-               -   No todos los días secuestran a alguien en Castellar, replicó acertadamente Sellés.
     El filósofo resultó ser como el policía se había imaginado: poco más joven que él, delgado, con incipiente calvicie, mirada penetrante, frío… Solo le faltan las gafas para completar el cuadro, pensó para sí, al tiempo que trataba de imaginar el apodo que, a no dudar, le habrían puesto los estudiantes medinenses. Pero a lo que iba:
-              -    ¿Sabe que la señorita Casavieja está desaparecida desde ayer?
-             -    Lo desconocía hasta ahora, pero tampoco es que sea mucho tiempo, ¿verdad?
-               -   No le falta razón -concedió el inspector-. En cualquier caso, no sabrá usted dónde se encuentra.
-          -   Ni idea. Desde que nos distanciamos, no suele ponerse en contacto conmigo ni, menos aún, me comunica cuándo sale de viaje.
-               -   Viaje
-          -    Es una forma de hablar. Si de desaparición se trata, no creo que fuera a quedarse en esta ciudad, pequeña y donde nos conocemos todos.
-               -   No crea que es tan fácil para la Policía trabajar aquí.
     Sellés fue derivando el interrogatorio al punto -para él, crucial- del grado de sorpresa que la ausencia de Nerea hubiese producido en Fernando. Lamentaba su desliz de haberle advertido por teléfono del motivo de sus pesquisas. Había obrado como un principiante, permitiendo al profesor prepararse para el interrogatorio. Esa tontería le había puesto en clara desventaja.
-              -    Así pues, no le extraña que una novia se esfume en vísperas de su boda, criticó el inspector.
-              -    Para empezar, ignoraba que fuese inmediata. Por la propia Nerea sabía que había tomado la opción de casarse con Rodrigo, pero no que se fueran a dar tanta prisa.
-               -   Pues la noticia salió en el periódico -aseveró Sellés, aventurando un dato que  desconocía-.
-           -   Insisto en que no tenía, ni tengo, información sobre el lugar y la fecha del enlace. Si es usted tan amable de informarme…
-            -     Iba a ser en San José, pasado mañana a mediodía, pero como comprenderá, la celebración ya no es segura. ¿Le satisface?
     Enrique esperaba una contestación enojada o, más probable, formularia. Su sorpresa fue mayúscula, al oír la siguiente contestación:
-             -   Desde luego que me alegro, pero no por mí, sino por ella. El novio -a quien no tengo el gusto de conocer personalmente- es un cantamañanas, muy inferior a Nerea en todo y, en particular, tengo muchas dudas de que ella lo quiera realmente.
-          -    ¡Caramba!, para llevar tiempo sin ver a Nerea y no conocer al tal Rodrigo, tiene usted buena información y las ideas muy claras.
-               -   Todo me viene de los momentos finales de nuestra relación y por conducto de ella. Podrá parecerle extraño pero me contó de pe a pa lo que pensaba hacer si…
-                -     Si no cuajaba lo suyo.
-           -    No exactamente. La cosa no es fácil de comprender ni yo acierto a explicarla claramente, mas el hecho es que ella no se decidió a dar el paso conmigo porque decía tener no sé qué compromiso prioritario con ese sujeto, muy amigo de la familia y pretendiente de ella desde mucho tiempo atrás. En fin, yo traté desesperadamente de quitarle la idea de entregarle su vida solo por piedad o vaya usted a saber por qué. Está claro que fracasé. Ella me dejó, yo lo acepté y punto.
-               -   A mí me han informado de manera ligeramente distinta. Dicen que usted era muy diferente de ella; que Nerea no estaba segura de acertar y la desaconsejaron vehementemente que siguiera una relación tan desigual, y que ella acabó por pensar lo mismo. Lo de la boda con Rodrigo fue una manera -una mala manera, desde luego- de cerrar una etapa y salir del paso de manera airosa.
     Airosa no era el calificativo más adecuado, pero Fernando se encogió de hombros y se limitó a decir:
-          -   Cada cual cuenta las cosas a su manera. Quizá los que estamos más adentro somos los más equivocados. Ya sabe eso de que nemo iudex in causa sua[5].
-               -  Bueno -contestó Sellés-, quizás haya llegado el momento de dejarle continuar con sus correcciones.
     Ambos se levantaron. A mitad del apretón de manos, Fernando no pudo menos de preguntar:
-               -   Dígame, inspector, ¿cómo están ustedes tan interesados en el caso de una novia mayor de edad que, por las razones que sean, decide hacer mutis poco antes de la boda?
-             -    ¡Toma! ¿No lo sabe? Claro, no se lo he dicho. Tenemos sospechas de que haya sido secuestrada. De hecho, los raptores han mandado una carta a su padre, pidiendo un cuantioso rescate.
     Fernando, boquiabierto, se dejó caer de nuevo en el sofá, con los ojos como platos. Al cabo de unos segundos, Sellés optó por dejarlo estar y encaminarse sin compañía hacia la salida. Mientras bajaba en el ascensor, habló solo, como era su costumbre:
-             -   Por lo menos de una cosa estoy seguro. El profesor no tiene nada que ver en la confección del anónimo…, ni con la idea de enviarlo.




4.      Una amiga de toda confianza

     Cambiemos de escenario, sin hacerlo de ciudad. En el segundo piso de una casa de la calle Carboneros, más o menos a la misma hora en que Fernando corregía los ejercicios sobre Platón, se desarrolla una sincera y amistosa conversación entre una señora como de sesenta años, oronda y muy locuaz, y una joven veinteañera, morena y de buen ver. Están en el salón de la casa, con las cortinas echadas, y hablan en voz deliberadamente baja, aunque la señora de la casa, doña Carmen, eleva el tono de vez en cuando. ¿Hará falta que les diga que la muchacha es Nerea Casavieja? Seguro que no. En cambio, habré de ponerles en antecedentes sobre cómo ha llegado allí.
     Para empezar, digamos que doña Carmen -Carmen para los amigos, entre los que me cuento- es viuda y vive sola en casa, si es que un gato y un periquito no son verdadera compañía. Pese a la diferencia de edad, es una de las mejores amigas de Fernando, el filósofo, de quien se considera su tía, por varias y buenas razones. Para empezar, sus familias trenzaron amistad imperecedera en la época de la República, que regaron con sangre y lágrimas cuando Castellar abrazó -velis nolis, que diría Fernando[6]- la patriótica y salvífica causa del Movimiento Nacional. Luego, Fernando Lafuente se había convertido en el mejor amigo de su sobrino consanguíneo favorito, frecuentando con tal motivo a Carmen y enamorándola con su carácter y respetuosidad. Bueno, enamorar, lo que se dice enamorar, la afectada había sido Carmina Alvarado, sobrina carnal también de tía Carmen, y admiradora de las cualidades -principalmente psíquicas- del futuro profesor de Filosofía.
     Pero demos un gran salto en el tiempo, hasta el jueves por la tarde, cuando Fernando se presentó de improviso en casa de su veterana amiga a la que, la verdad, no visitaba mucho desde los desagradables avatares que más tarde habremos de conocer. Y así:
-               -   Carmen, tengo que pedirte un favor muy grande pues tú eres la única que puedes hacérmelo.
-               ´  Tú dirás, descastado, que me tienes abandonada y ahora vienes a pedirme ayuda.
     Fernando hizo oídos sordos a tan excesiva queja y pasó al pedido. Una chica por la que tenía gran interés -no dijo más, por aquello de a buen entendedor…- estaba siendo  forzada a casarse en contra de su voluntad y quería esconderse en un lugar seguro, hasta que pasara la fecha de la boda y, ante el escándalo, el novio y las familias aflojasen la presión o, incluso, fuera aquel quien rompiera el compromiso.
-              -   Va a ser por muy poco tiempo, Carmen. La boda está prevista para el próximo domingo. Ni una semana, siquiera. Eso sí, convendría que dieses permiso a la asistenta y que viniera a visitarte la menor cantidad de gente posible.
-             -     ¿Gente? Estoy más sola que la una. Como no vengan a vender alfombras a domicilio…
-             -     Fenomenal. Ya verás que la muchacha es un encanto y muy culta.
-               -   Pero bueno, ¿no tiene una familia que la apoye? ¿Se lo ha contado a sus padres?
-               -   Precisamente son ellos los que más la aprietan -lamentó Fernando-. Ya sabes, que si el escándalo de cancelar la boda, que el daño que va a hacer a un chico tan bueno… Son familias amigas y muy conocidas en Castellar.
-               -   ¿Ah, sí? ¿De quiénes se trata?
-              -    Ella es una Casavieja; el novio, de los Merchán.
     Carmen dio un respingo que la alzó momentáneamente del sillón.
-              -    ¡Merchán!, exclamó. ¿No será hijo de Jovita Merchán? Por la edad, podría ser nieto del hideputa de don Filemón, el teniente coronel que presidió el Consejo de Guerra en que condenaron a muerte a mi padre.
-               -   No sé, Carmen. Lo único que puedo decirte es que el novio vivió en Madrid hasta hace unos meses y que se llama Rodrigo.
-               -    ¡Justos son los toros! Entonces será hijo de Rodrigo, el hermano de Jovita. ¡Con razón no lo había vuelto a ver: Se marchó para Madrid! Seguro que para hacer carrera en política.
     Hubo unos momentos de silencio. Carmen respiraba hondo y tenía los ojos húmedos. Luego, preguntó:
-               -   Y tú, hijo, ¿tienes interés por ella? Quiero decir que si la quieres.
-          La quise, pero Nerea no se decidió y me dio calabazas.
-              -    ¿Qué me dices, calabazas a ti?
     Fernando comprendió que Carmen iba a enfadarse. Echó un capote a la novia:
-               -   Ya la verás. Es una chica maravillosa y, desgraciadamente, bastante más joven y movida que yo. De todas formas, no hay por qué perder definitivamente las esperanzas.
     Carmen sonrió. Repitió, como para sí, Merchán, Merchán. Finalmente, se dirigió a Fernando y concluyó:
-               -   Tráela para acá cuando quieras… A partir de las once de la noche no suele andar un alma por esta calle.
***

     Veinticuatro horas después, entre Carmen y Nerea se había establecido ese vínculo entrañable que nace de la diferencia de edad unida a la gratitud. Es el momento antes aludido, en que sorprendíamos a ambas mujeres, sentadas en el salón de la casa con las cortinas echadas. La mayor llevaba la voz cantante:
-               -   No es pasión de tía, es que Fernando es un hombre excepcional, aunque a él le molesta que se hable de ello. Ya conocerás sus éxitos académicos…
-               -   Sí, Carmen. Recuerda que estuvimos saliendo más medio año.
-          -   Y su valía profesional. ¿Sabes que en el primer Instituto en que estuvo -creo que en Toro- lo llamaban Aristóteles?
-              -     No, no lo sabía, pero resulta muy adecuado a su especialidad.
-          -   Y lo cariñoso que es. Es cierto que no le gustan las demostraciones afectivas, pero lo encuentras siempre que lo necesitas.
-               -   Eso, bien reciente lo tengo. Acudí a él a la desesperada, en busca de consejo, y mira: hasta me buscó un sitio donde refugiarme. Agradecidísima te estoy.
-              -    ¡Bah!, será cosa de unos días. Y al Merchán ese, que le den.
-              -    ¿Cómo?, ¿conoces a Rodrigo?
-               -   A él no, pero de los de su familia, a algunos -Carmen se mordió la lengua, para no tomar derroteros inconvenientes-.
-              -   Pues, sí -continuó Nerea, tras un breve silencio-, como amigo, Fernando no tiene precio.
     Carmen decidió emprender su sesgo de casamentera:
-          -   Y de algo más que amigo. Aunque apenas te conozco, a él lo tengo sabido de memoria. Puedo asegurarte que sería un marido estupendo.
-               -  Pero, para llegar al matrimonio, es preciso el acuerdo entre dos -respondió la joven ambiguamente-.
-               -   Sí, ya sé que lo dejasteis hace un tiempo, pero seguro que fue algo repentino y equivocado. Si tú le dieses después de esto una oportunidad, estoy segura de que la cogería al vuelo. Está coladito por ti.
-              -    ¿Tú crees? -preguntó Nerea, entre la incredulidad y la ilusión-. Yo no estoy tan cierta. En apariencia, fui yo la que rompió por inseguridad y mal aconsejada, pero hay que ver con qué frialdad y rapidez aceptó él mi negativa. Ya sabes cómo somos las mujeres: aunque no sea por táctica, ni por poner las cosas difíciles, nos gusta que los hombres insistan y que afronten nuestras dudas y dificultades.
     Esperaba de Carmen una nueva defensa cerrada de Fernando, pero se encontró con un sorprendente apoyo:
-              -    ¿Piensas que no lo conozco? Demasiado sé de qué pie cojea. ¿No te ha contado la que tuvo con mi sobrina?
-               -   En alguna ocasión me habló de ella. Me dijo que era una chica estupenda pero que había tenido muy mala suerte con el marido que se llevó.
-               -   ¡Y tanto!... Por lo que veo, no te confesó que había sido él su primer amor. ¡Qué buena pareja hacían!, y eso que Carmina en aquella edad todavía no aparentaba la gran mujer que llegaría a ser, tal vez gracias a su influjo. ¿Sabes que la llamábamos en broma Fernandita? En fin, que pasó eso que tú dices: Ella se puso rebelde y cabezona; él no supo reaccionar con energía; se metió por medio un caradura con labia y sex appeal, y todo se fue al traste. Luego, ya ves: mi sobrina, con dos niños y divorciada, en la flor de la vida; y Fernando, alejado de nosotros y con el corazón a la defensiva. De aquello hace un montón de años. Cuando Carmina volvió a quedar libre, yo llamé a Fernando y se lo dejé caer, pero ¡qué quieres! Es muy difícil volver a coser lo desgarrado, máxime con dos hijos de otro hombre. En fin, Nerea, por nada del mundo querría que te sucediera lo que a mi sobrina. Ya he empezado a quererte y a sentirme un poco responsable de lo que te pase; y, sobre todo, sería inmensamente feliz ayudando a que Fernando no vuelva a equivocarse.
     Carmen parecía emocionada. Nerea le tomó la mano y sintió la necesidad de prometerle:
-               -   Reflexionaré sobre cuanto me has dicho y, si salimos con bien de esta, te aseguro que repensaré mi futuro.
     Carmen la abrazó y dijo:
-              -     Es todo lo que te pido… Y ahora discúlpame, que voy a preparar la cena.

***

     Las dos mujeres cenaron en amor y compaña, como suele decirse. Por cierto, Carmen era una excelente cocinera y Nerea le hizo los honores con buen apetito. Parecía como si la precedente conversación hubiese aclarado a una y otra los muchos puntos oscuros de su dramática relación. Pero, tan pronto se echó en la cama, en aquella habitación casi desconocida, la joven empezó a dar vueltas y a angustiarse, como si la oscuridad de la noche agigantara los problemas y disolviese las certidumbres. Con esa omnisciencia de que presumen los narradores, tratemos de escuchar los pensamientos de Nerea que, en ocasiones, llegan a aflorar a sus labios en forma de bisbiseos:
-               -   Para estúpida, yo. No me bastaba con el problemón que tenía encima, no. Tenía que liarla con lo de la nota de secuestro. Tanto dejarme guiar por Fernando y ponerme en sus manos para, al final, decidir algo tan importante a espaldas suyas. ¡Mujer, razones había! Si me esfumo sin más, todos habrían entendido que me entraba pánico a la boda y que ya salió la sabihonda de Nerea haciendo el ridículo, como otras veces. Y está el trabajo. El Concejal de Urbanismo me la tiene jurada desde que le abrí expediente de inspección a Paco Chanchullos, su amigo del alma. ¡Es capaz de meterme una sanción gorda por abandonar el trabajo sin pedir permiso!; eso ahora, que estoy tratando de pasar a Medio Ambiente, que me gusta mucho más. Y luego, mis padres. ¡Menudo papelón, teniendo de dar excusas a la familia de Rodrigo y a doscientos de invitados! Total, si todo hubiera sido impensado… Me parece estar oyendo a mi padre: Tal vez la hemos apretado demasiado. Y es que a él nunca le convenció del todo Rodrigo. El rey de las canchas de tenis, lo llamaba en la intimidad. Pero es que me sinceré con mi madre y ella me lo quitó de la cabeza y me advirtió de que no hiciera ninguna tontería. Tienes muchos golondros en la cabeza. Ya es hora de que te asientes.
     Nerea no es injusta. Sabe que ella ha tenido siempre la clave de su vida y que, si se ha metido en complicaciones, ha sido por su manía de no decidirse y pedir opinión a diestro y siniestro. Ahora mismo, sin ir más lejos, daría un imperio por tener a su lado a Fernando, contarle lo de la simulación de rapto y solicitarle consejo. Se sonríe: consejo, la historia de siempre. Ya vuelve la burra al trigo, que decía su tata Severina.
-             -   Pero no es lo mismo -prosigue-. Fernando es muy distinto a los demás. Quien más, quien menos, quiere gobernar mi vida y se aprovecha de mi inmadurez. Él parece estar por encima de esos egoísmos. Me guía sin darse ni cuenta y respeta mis decisiones. ¡Hasta demasiado! No digo que no me quiera -seguro que sí-, pero todo lo hace con parsimonia, con frialdad, como si yo no le apasionara. Bueno, todo no. En esto, ¡cuidado que fue insistente, tajante, duro incluso! ¡Menuda carta me escribió, después de romper, cuando le llamé para decirle que no tardaría en casarme con Rodrigo! Te lo pongo por escrito, para que sea eterno testigo de mi advertencia y de tu terquedad. ¡No destroces tu vida! ¡No confundas el amor con la condescendencia o la piedad! Ahí ha estado el núcleo de mis errores; ahora lo veo claro. He confundido los ecos con las voces, los bultos y las sombras. Me he quedado en las apariencias. Las palabras y los gestos de Fernando eran tímidos y tibios, pero sus acciones me daban calor y apoyo. Ese figurón de Rodrigo, mucha fachada y mucha fachenda, pero me crea incertidumbres y, en el fondo, en la oscuridad de mi noche, no me dice nada, ni significa nada.
     ¡Pues no ha ido elevando el tono! Carmen la oye -sus dormitorios están contiguos- y se alarma:
-              -     ¿Te pasa algo, hija?
-              -    Nada, Carmen. Debía de estar soñando en voz alta.
     Su acogedora se retira. Nerea se envuelve en la tibieza de la manta, cual armadura que la protegiera de los malos pensamientos. Todavía susurra, tratando de convencerse:
-                -   Huye de las pasiones juveniles[7]… Amén.


5.      La Policía no es tonta

    Amaneció el sábado, 7 de abril, víspera de la proyectada boda. Enrique Sellés se levantó a las siete, según su costumbre, y a las ocho en punto telefoneó a la mansión Casavieja, para asegurarse de que ningún secuestrador hubiese dado señales de vida. Si el rapto era real, el contacto ya tendría que haberse producido. De no serlo, suponía que nadie sería tan osado como para seguir aparentando la comisión de un delito.
     Confirmado que nadie había llamado ni escrito, el inspector hizo con rapidez las gestiones precisas para que el ordenanza de las oficinas donde trabajaba Nerea se pusiese a su disposición. Pasó por su despacho para recoger el original de la nota de secuestro y avisó al compañero que dirigía el servicio de documentoscopia.
-               -   Severo -le rogó-, vente conmigo para hacer una comprobación sobre la procedencia de una cuartilla mecanografiada.
-                -     ¿Con máquina eléctrica, a ordenador o de las dactilográficas de siempre?
-               -   Yo diría que de las de toda la vida, pero prefiero que me acompañes y asesores. Se trata de un posible rapto y el comisario está muy interesado en resolverlo con la máxima rapidez.
     A eso de las nueve, Severo y Enrique se encontraban a la puerta del Ayuntamiento. Este enseñó a aquel el escrito y el dictamen fue tajante:
-                -   Menos mal. Es de una máquina corriente. Yo diría que una portátil,  una Olympia. Dudo que tengan una de esas en una oficina a estas alturas.
-                -   ¡Huy!, Severo, no te fíes. Ya conoces los dinosaurios con los que trabajamos.
-               -    Es que somos los últimos monos de la Administración.
     El subalterno los acompañó por todas las dependencias. La mayoría de las máquinas eran eléctricas o electrónicas. Quedaban tres puramente manuales, para uso de los ordenanzas. Desde luego, ninguna de ellas era portátil.
     Severo fue tomando muestras de la escritura de todas ellas, sin el resultado apetecido. Entre tanto, Enrique preguntó al empleado:
-               -   ¿Está seguro de que no hay ninguna más?
-              -    No que yo sepa.
     Para no dar pistas al subalterno, Enrique registró el despacho de Nerea del mismo modo que lo hizo con los demás. A falta de descerrajar los cajones bajo llave, aún cabía una buena posibilidad informativa, que decidió aprovechar:
-               -   ¿No se llevan los empleados trabajo para casa?
-                -   Supongo que sí, cuando se trate de algo reservado o muy urgente.
-              -    Por ejemplo, doña Nerea Casavieja…
-               -   Es muy cumplidora. No me extrañaría que lo hiciese.
     Enrique husmeó por mesas y estanterías del despacho de Nerea, tratando de hallar algún oficio o minuta con la letra de la supuesta Olympia. Fue en vano y, por si fuera poco, Severo empezaba a cansarse de esperar:
-              -   Anda, Quique, déjalo ya. De ser suya, probablemente la tendrá en casa bien escondida. No iba a ser tan tonta como para dejarla en la oficina.
     Enrique asintió interiormente. Severo estaba en lo cierto. Lo malo es que iban a necesitar un mandamiento de entrada y registro, para cuya fundamentación tendrían que revelar todas sus sospechas en contra de la joven, provocando un escándalo. Un tanto confuso -como siempre que se topaba con un óbice judicial-, se decidió por llamar al comisario. Lo que no se le ocurriese al jefe…
-              -    Vamos a ver, Enrique, la chica está presuntamente secuestrada, ¿no?
-              -    En efecto.
-               -   Luego corre un serio peligro y, por definición, no puede autorizarnos ni abrirnos la puerta.
-              -    Claro, jefe, ahí está el problema.
-              -    ¿Y para solucionarlo vas a molestar al juez de Guardia y, de paso, a poner a la supuesta víctima en ridículo?
-               -   Eso es, precisamente, lo que no quiero.
-               -  ¡Pues pide la llave a los padres, hombre de Dios! Seguro que la tienen y te la dan sin hacer preguntas.
-              -    Mira que luego vienen los abogados con que no pedimos autorización judicial…
-             -   ¿A ton de qué? Si es un secuestro, la máquina no estará en casa de Nerea y, si es una milonga, no creo que pretendas sentarla en el banquillo por una chorrada.
-               -   Una chorrada no; una simulación de delito.
-              -    Castigada con unas penas de risa que, por supuesto, no cumpliría[8].
-              -    Ni yo lo pretendo.
-          -   Y de muy dudosa punición, habida cuenta de que ella no lo ha denunciado y nosotros hemos sospechado desde un principio que todo es un cuento.
-               -   Bueno, eso sí. No llegaría a haber una auténtica actuación judicial.
-              -     Pues eso. Pídele la llave al cirujano y deja de molestarme.
     Enrique quedó un poco corrido. En cuestiones formales seguía costándole trabajo seguir el consejo que les daba aquel profesor de la Academia de Policía: Sean ustedes expeditivos y molesten a los jueces lo menos posible. Claro que las cosas habían cambiado mucho en dieciocho años.


***

     Todo sucedió como el comisario había vaticinado. Sin la menor objeción, los padres de Nerea facilitaron al inspector las llaves de su casa, no sin que antes hubiera de informarles de la marcha de la investigación, de una forma que a Sellés pareció oportuna, para irles preparando sobre lo que su intuición vaticinaba:
-              -    La verdad, don Fulgencio, no quiero despertar falsas esperanzas, pero me parece muy posible que lo que parecía un secuestro resulte algo mucho más satisfactorio.
-              -    ¡Ya vuelves otra vez con lo de que Nerea ha huido para evitar que la casáramos con alguien a quien no quiere!, protestó Marga.
-               -   ¡Esta sí que es buena!, agregó el cirujano. Cuando la Policía no desmonta un secuestro, sale con que el raptado lo fue voluntariamente.
-               -   Oiga, apenas han pasado unas horas desde que usted denunció lo sucedido al comisario. Creo que estoy siendo razonablemente diligente. Ahora bien, si por decirles lo que pienso y traer un poco de alegría a su corazón de padres, van a crucificarme, me retiro del caso y que lo asuma otro compañero. Claro que, según el comisario, nadie hay más preparado que yo para resolverlo…
     Marga comprendió que su marido se había excedido, tal vez, porque él no estaba muy al tanto de las vacilaciones de Nerea en los últimos días y de las presiones de ella para convencerla de seguir adelante. Así pues, tomó la palabra en nombre del matrimonio:
-               -    Eso mismo pensamos nosotros, Enrique. Adelante, pues, y ojalá tengas razón.   

***

     No tuvo nuestro inspector mucho que registrar, para dar con una bonita máquina portátil, guardada en el cuerpo bajo de la estantería del cuarto de estudio. Una Olympia Monica de color amarillo surgió de su cubierta de plástico duro. Sellés hizo una corta prueba de escritura y no consideró necesario el asesoramiento de peritos para corroborar lo evidente: La nota de secuestro había salido de aquellas teclas. La erre, levemente alzada, y el desgaste en la letra a no dejaban lugar a dudas.
     Sellés continuó buscando, por si sonaba la flauta, en forma de alguna minuta de la nota de secuestro. No la halló, pero encontró lo que para él resultaba todavía más sugerente. Entre las páginas del Manual de Derecho Urbanístico de Tomás Ramón Fernández[9], apareció aquella carta de Fernando que Nerea recordaba de memoria en sus desvelos; la de: Te lo pongo por escrito, para que sea mudo testigo de mi advertencia y de tu terquedad. ¡No destroces tu vida! ¡No confundas el amor con la condescendencia o la piedad! Solo que, para un policía poco dado a la prosopopeya, era mucho más sugerente el final, donde por el autor se decía: No dudes en acudir a mí y solicitar mi ayuda, si -como anhelo- decides poner fin a este dislate. Estoy a tu disposición en cualquier lugar, en cualquier momento, para cualquier diligencia… El inspector comprobó la fecha, coincidente con la del matasellos: el 3 de febrero. Por tanto, dos meses atrás.
     Los términos de la carta no dejaron en Sellés ninguna duda: Fernando Lafuente estaba detrás de la desaparición de Nerea o, cuando menos, perfectamente al tanto de la misma. Pero le extrañaba el disparatado envío de la nota amenazadora, completamente innecesaria y que cuadraba muy poco con la prudencia del profesor. ¿Habría alguien más detrás de todo aquel montaje, o habría sido iniciativa particular de la propia raptada, probable autora material del anónimo?
     Era ya mediodía. El tiempo corría y estaban justamente a veinticuatro horas de la prevista para la celebración de la boda. Desde una cabina cercana a la casa de Fernando, Sellés lo telefoneó, tratando de ponerle nervioso, a fin de que cayese en indiscreción:
-              -   Lo siento, inspector, iba a salir ahora mismo de casa. Acaban de avisarme de que mi madre se ha puesto enferma.
-            -   ¡Cuánto lo siento! Pues dígale a su madre que la ha preparado buena con simular un secuestro y traerme de cabeza durante dos días.
-                -   ¿Cómo dice? ¿Pero qué…?
-                -   No me venga con sorpresas ni disculpas. Los quiero a ustedes dos esta misma tarde, en mi despacho de comisaría. ¡Sin falta!
     El inspector colgó y salió escopetado hacia su coche, que en un momento aparcó frente a la casa del filósofo, intuyendo que no tardaría en aparecer. En efecto, apenas un cuarto de hora después, Fernando salió por el garaje en su coche y velozmente tomó Paseo arriba, en dirección al centro de la ciudad. Sellés montó inmediatamente en el suyo y, sin hacer uso de ningún tipo de señales policiacas, lo fue siguiendo con alguna dificultad, hasta ver cómo aparcaba y a toda prisa se encaminaba hacia el portal de Carmen.


6.      Decisiones difíciles

     Es seguro que Fernando, alertado por el interrogatorio a que había sido sometido la tarde anterior, se habría puesto en contacto con Nerea para aclarar la disparatada -y para él desconocida- remisión de la nota de secuestro. Mas, a raíz del telefonazo conminatorio de Sellés aquella mañana, la visita tomó caracteres de urgencia. Sin percatarse de que era seguido por el inspector, recorrió en poco más de dos minutos la distancia que separaba su casa de la de su amiga Carmen. Llegó jadeante, nervioso y de un humor de todos los diablos. Llamó al interfono y lo engulló el portal. El inspector, tras haber comprobado que no se trataba de una jugada de despiste, entró en un bar frontero y tomó asiento junto a la cristalera.
     Fue Carmen quien abrió la puerta al filósofo, que la besó y saludó brevemente. Pasaron al salón, donde ya lo esperaba Nerea, advertida por la llamada al telefonillo. Para sorpresa de la anfitriona, Fernando le rogó:
-               -    ¿Puedes dejarnos solos unos minutos?
-              -    Claro, hijo. Voy para la cocina a seguir preparando la comida. ¿Te quedas a almorzar con nosotras?
-               -   No creo que podamos, respondió sin más explicaciones.
     Verdaderamente, Carmen prestó muy poca atención a los pucheros. A poco de empezar el troceado de los ingredientes de la ensaladilla, le llegaron desde la sala fragmentos de conversación, con el tono y forma de una reprimenda o una discusión. No era, desde luego, conveniente que la cosa fuera a mayores y pudiera extrañar a los vecinos. Por otra parte, nunca había oído a Fernando levantar tanto la voz. No atreviéndose todavía a intervenir y movida por la curiosidad, avanzó por el pasillo hasta quedar a unos pasos de la puerta del salón. Como no había seguido los primeros minutos de la conversación, no entendió los términos de esta; solo que Fernando reprochaba a Nerea haber hecho algo grave sin avisarle previamente. Ella parecía reconocer su error, pero le pedía que comprendiera su estado de nervios y la necesidad de encontrar una salida. Decía algo de asumir todas las consecuencias por lo mal hecho, pero le pedía que no lo tomara como falta de gratitud o de confianza hacia él. Carmen se acercó un poco más, al percatarse de que la chica tenía la voz velada por la emoción:
-                -   Si es preciso, hasta tiro mi felicidad por la borda y me caso mañana con Rodrigo.
-              -    Siempre igual, obrando por impulsos y ocurrencias, en vez de sincerarte y reflexionar.
-              -    ¿Qué me aconsejas que haga? Piensa tú por mí. En mi estado y en esta situación, no me siento capaz de decidir por mí misma.
-           -   Pues tendrás que hacerlo. Yo no tengo tampoco clarividencia, como para saber lo que más te conviene.
-               -   Deja, entonces, que hable el corazón. Volvamos a empezar. Ahora he visto claro y estoy arrepentida de todo cuanto he hecho en los últimos meses.
-                -   Mira, Nerea, yo no puedo olvidar y hacer tabula rasa. Y no es porque me sienta ofendido, o porque no pueda perdonar. Los dos metimos la pata y dejamos ir lo que entonces parecía maravilloso. Pero ahora no estoy seguro de acertar, si volviera contigo o nos embarcásemos en un matrimonio. No puedo olvidar cuanto ha sucedido y, con esa carga, tengo muchas dudas de que lo nuestro no vaya a ser demasiado difícil y nos destroce en poco tiempo.
-               -    Entonces, yo…
-                -   Entonces tú y yo vamos a tratar de salir de esta de la mejor manera posible; y cuanto antes, para que Carmen no tenga complicación ninguna.
     Al oírse aludir, Carmen avanzó hasta hacérseles visible y dijo:
-                -   Nerea, ¿prefieres la ensaladilla con mayonesa o solo con aceite?
-               -    Pasa, Carmen -dijo Fernando-, que tenemos que decirte algo.
     Ella entró, se sentó junto a Nerea y escuchó de boca de Fernando un resumen de cuanto nosotros hemos ido sabiendo a lo largo de esta historia.
-               -    … Así que comprenderás -concluyó el profesor- que tenemos que marcharnos inmediatamente, antes de que la Policía localice a Nerea.
-                -   ¿Qué pensáis hacer? ¿A dónde vais a ir?
-                -   Tal y como se han puesto las cosas -respondió Fernando- me temo que no hay otra alternativa que la de que ella vuelva a casa de sus padres y estos intenten que la Policía disculpe lo sucedido, cosa que no sé si será posible. De otro modo, habrá que asumir las consecuencias.
-                -   No creo que llegue la sangre al río -agregó la joven-. De todas formas, Carmen, te prometo que no diré una palabra respecto al lugar donde he estado escondida.
-               -   No será necesario -replicó Fernando-. Diremos que Carmen te recibió en atención a mí, sin conocer las circunstancias, lo que es casi la verdad.
     Por una vez en la vida, Carmen se quedó callada, superada por los acontecimientos. Nerea fue hacia su dormitorio, para recoger su escaso equipaje. Fernando se aproximó al ventanal y levantó la cortina, mirando preocupado hacia la calzada.
-                -   No seas muy duro, hijo -oyó a Carmen a su espalda-. No sabes lo difícil que es jugarse la felicidad, llena de dudas y con la gente en contra. Yo misma, cuando me quedé viuda, hube de sufrirlo.
-                -   Lo comprendo y la ayudaré cuanto pueda, pero no puedo llegar hasta decidir por ella o a asumir una decisión que también a mí vaya a llenarme de incertidumbre.
-                -   No te amontones. Trátala con cariño y dale esperanzas, mientras tú reposas tu mente y escuchas tu corazón. Aunque apenas la conozco, a mí me ha parecido una gran muchacha; y tú, hijo, estás tan solo…
     Fernando sonrió:
-                -   No tanto, tía. Y ya sabes, más vale estar solo que mal acompañado.
-             -   Anda, anda, no seas tan exigente y quisquilloso. A ver si, al final, vas a acabar cayendo con una lagarta.
-               -    Descuida. Antes de prometerme, te la presentaré y pediré tu opinión.
     Carmen estuvo dudando si soltárselo o no, pero el tiempo se acababa y nunca se había preocupado mucho por decir lo que le salía del alma. Finalizó:
-               -    Una cosa quiero pedirte… Si dejas marchar a Nerea, acuérdate de Carmina. Está tan sola como tú… y con dos hijos que sacar adelante.

***

     Tan pronto salió la pareja, Sellés les dio el alto, sin que tuvieran la oportunidad de llegar hasta el coche de Fernando. Para su sorpresa, el inspector les dijo:
-                -   Vamos, entremos aquí, que tenemos que hablar.
     Los hizo entrar en el mismo bar en que los había estado esperando. Acababan de dar las dos.
-                -   ¿Habéis comido?, preguntó.
-               -    Es de lo que menos gana tengo, contestó Fernando.
-               -    Tal vez la señorita…
-                -   Tampoco yo tengo apetito.
-               -    No me extraña -sonrió Sellés-, pero yo estoy trabajando y, en cuanto a vosotros, los duelos con pan lo son menos.
     Hablando por los tres, pidió unos platos combinados sencillos y cervezas sin alcohol.
-                -   Vamos a comer y, entre tanto, hablemos…, a no ser que queráis ir inmediatamente a comisaría.
     A Enrique se le daba muy bien jugar al poli bueno, porque él realmente lo era.
     Apenas habían empezado a comer, cuando Fernando dijo de forma espontánea:
-                -   Verá, inspector, aquí hay muy poco que contar. Nerea estaba arrepentida de haberse prometido con Rodrigo, pero se tropezó con toda clase de dificultades para romper el compromiso, incluida la oposición de su familia. Me lo comentó por amistad y yo le sugerí que desapareciese por unos días, no presentándose en la boda. Le busqué una casa para esconderse, la de una amiga mía, que no conocía los entresijos del caso. Para dar más impresión de veracidad y exculpar a Nerea por la decisión, cometí la estupidez de mandar a sus padres una nota, fingiendo que había sido secuestrada. Entonces intervino usted y lo ha desmontado todo en veinticuatro horas. Asumo plena responsabilidad por haber asustado a la familia de Nerea y hacer intervenir a la Policía pero, por favor, déjenla en paz a ella y no impliquen a mi amiga.
-               -    De eso, nada -protestó Nerea- fui yo quien tuvo la ocurrencia de la nota, tratando de no hacer el ridículo de la escapada ante todo Castellar, para no perjudicar con ello mi fama y mi trabajo.
-                -   Bueno, bueno -cortó la discusión el inspector-. Dejadme comer tranquilo, que pienso mucho mejor con el estómago lleno.
     Sellés comió deliberadamente lento, preguntando entre tanto a la pareja qué pensaban hacer cuando todo acabara:
-                -   Para lo que va a servir lo que nosotros queramos, replicó Nerea.
-                -    Nunca se sabe -filosofó esta vez Sellés-. Lo cierto es que, cuando una novia se fuga, conviene que tenga una alternativa. ¿La tienes tú?
     Fernando terció, tal vez, interesadamente:
-                  -   La alternativa a la que alude tendría que ser cosa de dos.
-                -    ¿Y?
-               -   Pues que todo ha sido tan precipitado y ha salido tan torcido, que me temo que Nerea no pueda contar con nadie… por ahora.
-                -    De todas formas -sentenció el policía-, no es mala jugada la de mandar a la porra a un tipo al que no se quiere. La alternativa vendrá por añadidura.
     Nerea no decía nada y mantenía los ojos fijos en el plato. El inspector comprendió que, cualesquiera que fueran las primeras intenciones, de allí no iba a salir una reconciliación ni, menos aún, una boda con diferente novio; y él creía saber de quién era la culpa inmediata. Sintió pena por Nerea, una lástima que acabó por afianzar su propósito inicial. Se levantó y los avisó:
-                -    Voy a llamar por teléfono. No se os ocurra jugarme una mala pasada.
     Desde el aparato público del bar llamó al comisario:
-                 -   Jefe, nada, que ya tengo a la novia robada pero, si te parece bien, la voy a llevar directamente a casa de sus padres. Avísalos, por favor, ya que el padre te tiene confianza, y te ruego que estés presente en ese momento. Luego, puedes llevar a la moza a Comisaría, hacer el atestado y hasta meterla en los calabozos, si te place.
-                 -   Deja de decir bobadas. En un momento voy donde los Casavieja.
-                 -   Espléndido. Estamos acabando de comer. En una hora nos vemos.
     Regresó a la mesa con una sonrisa de satisfacción. Mirando alternativamente a uno y otra, les dijo en voz baja y recalcando las palabras:
-            -  Voy a intentar que lo sucedido os perjudique lo menos posible, con la inestimable y necesaria colaboración de mi comisario y de tus padres. De ellos va a depender que salgamos bien del atolladero. Por mí no va a quedar.
     Hizo una pausa y prosiguió:
-                -   Hagamos justicia y rindamos tributo a la necesidad. Nerea, eres tú quien ha querido librarse de la boda, la que ha metido a este en el ajo y -digas lo que quieras- la que escribió la nota que ha montado el lío. No puedes quedar al margen y tendrás que aceptarlo… En cuanto a ti, Fernando, si Nerea promete no abrir la boca y dejarte por completo al margen, no tienes por qué salir en la película. Por mí y por ahora, puedes levantarte y marchar a tu casa. Es lo mejor para ti y también para Nerea, pues figúrate el escándalo, si sale a relucir que lo planeó con un antiguo novio… Y, por lo que respecta a la señora que puso a tu disposición su casa, una amnesia oportuna, o decir que estuviste durmiendo en tu coche, le evitará injustas molestias… Bueno, crucemos los dedos y pidamos a Dios que reparta sensatez entre todos los implicados.
     Fernando hizo ademán de levantarse. Enrique lo detuvo con sorna:
-               -    ¿Tanta prisa tienes que te vas sin tomar el café?


7.      ¿Caso resuelto?



     En el solemne despacho de la mansión de los Casavieja se hallaban sentados el matrimonio titular, el comisario Luquero, Nerea y Enrique Sellés. Por la casa pululaban familiares y servidumbre, atraídos por el evento nupcial y, ahora mismo, por la presencia de la novia. Incluso, el hermano mayor había solicitado permiso para estar presente en la conversación, pero el padre se lo había negado. En este momento, estaba en el uso de la palabra nuestro inspector:
-               -    … Me quedan bastantes puntos oscuros acerca de dónde haya pasado su hija los dos días largos que ha estado fuera, así como si alguien pudiera haberla ayudado, pero ella no quiere hablar, o padece hasta cierto grado un episodio de amnesia, debido a la tensión nerviosa. Con una boda prevista para mañana -se celebre o no-, creo que lo menos aconsejable es un interrogatorio policial en toda regla. Tal vez, ustedes los padres, en el momento que crean oportuno…
-                -   Sí, sí, convino don Anselmo. Pero ¿quién demonios la secuestró? Porque la nota era una petición de rescate en toda regla.
-               -   No hay ninguna evidencia de rapto ni de secuestradores -respondió Sellés-. En cualquier caso, de existir, ni han hecho ningún daño a la señorita, ni han causado a la familia un detrimento económico.
-                -   No le des más vueltas, papá -intervino Nerea, un tanto exasperada-. La nota la redacté y envié yo, y punto.
-                 -  ¿Y para qué, hija? -inquirió su madre-. ¿No tienes un buen sueldo? Si andas escasa de dinero, podrías habérnoslo pedido.
     Nerea miró a Enrique y resopló. A veces, doña Marga era un poco retorcida.
     Luquero aprovechó el momento para pasar al extremo sustancial:
-           -    Bien, el inspector Sellés ha actuado con la prontitud y prudencia habituales en él. Le pedí que resolviera el caso a tiempo para la boda y henos aquí a las dieciséis y treinta del día anterior. Todo lo que nos queda son trámites enojosos, que podemos cumplir en Comisaría a lo largo de la tarde. Usted, doctor Casavieja tendría que presentar y firmar una denuncia en regla, pues ayer por la mañana nos limitamos a tomar nota informal del caso. Luego, doña Nerea tendría que dar cuenta puntual y detallada de lo sucedido. Cerraríamos el atestado y lo remitiríamos al Juzgado, donde ya saben que habría que repetir las declaraciones…
-                 -   Perdone, Comisario, falta algo -dijo Sellés, al tiempo que sacaba las llaves de la casa de Nerea y las ponía sobre la mesita, no sabiendo bien a quién devolvérselas-. Yo tendría que incluir en el atestado mi visita a la vivienda de la señorita Casavieja y el hallazgo de la máquina de escribir, presuntamente usada para confeccionar la nota de secuestro. El inspector perito en documentoscopia habría de dar informe sobre la citada nota. ¡Ah! Y el ordenanza del Ayuntamiento tendría que…
-               -   ¿Sabe lo que le digo, comisario?, bramó don Anselmo. Que corramos un tupido velo sobre el asunto y no nos tomemos más molestias. Nerea ya está entre nosotros y tenemos mucho que hacer hasta mañana. Evitemos el escándalo.
     Sellés intervino con la mayor malicia del mundo:
-                 -  Un momento, señor Casavieja. Nerea es la presunta víctima de este supuesto secuestro. Como mayor de edad, tiene el derecho de ser ella quien decida sobre la formalización y judicialización de este caso.
     La joven, colorada como un tomate maduro, farfulló:
-               -   Nada, nada, no quiero nada. Para mí, la suerte está echada. Pueden meterse sus formalismos legales por donde les quepa.
     A la salida, Marga hizo un breve aparte con Enrique:
-             -   Parece que has quedado muy satisfecho con que se eche tierra al asunto. De esta forma, nunca sabremos quién tuvo la culpa de la desaparición de Nerea.
-               -  ¿Lo cree así? -preguntó con sorna Sellés, abandonando el tuteo-. Yo opino que, si hay alguien que pueda saberlo, aparte de ella, es usted.

***

      Ignoro cómo pasarían esa noche Fernando y Nerea, pero me consta que a Enrique le costó conciliar el sueño. Cuanto más pensaba en los sucesos de aquel día, menos convencido se hallaba de haber hecho lo correcto, es decir, lo más humano. A fin de cuentas, con su rapidez en resolver el caso, había dejado a la joven ante la tesitura que había querido evitar: tener que casarse sin amor. Claro que ya era mayorcita y estaban a finales del siglo XX: Bien podía afrontar el problema ella sola y plantar al novio, sin más simulaciones ni ayudas de terceros. Cabía, además, la posibilidad de que Rodrigo renunciara a una boda que tantos quebraderos de cabeza estaba causando. Tuvo la ocurrencia, pese a lo avanzado de la hora, de telefonearlo para contarle toda la verdad, tratando con ello de que dejase plantada a Nerea. A mitad de la marcación, se detuvo y colgó el aparato. Recordó lo que el comisario le había advertido:
-               -    ¡Qué gran policía serías, Enrique, si no fueras tan entrometido! Tú, a resolver los asuntos que se te encarguen y deja que los interesados resuelvan sus problemas morales. ¿Qué ellos no saben o no pueden? ¡Allá penas! Que no se metan en líos.
-               -    ¿Qué crees que pasará mañana? ¿Habrá boda o no habrá boda?
-               -   Pues, mira, te pasas por la iglesia a eso de las doce y luego me lo cuentas. ¡Pero como se te ocurra meter las narices más a fondo, te abro expediente!
     Acabó por dormirse a las tantas. ¡Menos mal que no tenía que madrugar a la mañana siguiente!

***

     No tenía ganas de ir trajeado ni de aguantar toda la ceremonia, incluido aquello de: el que conozca algún motivo por el que esta unión no deba celebrarse, que lo diga ahora o calle para siempre. Calculó, pues, la duración mínima para una boda de campanillas y, a eso de las doce y media, llegó al pie de la escalinata de San José. No había gente en el exterior, pero un par de vehículos negros mal aparcados lucían los típicos lazos blancos y adornos florales. Enrique se entristeció, mas aún no perdió toda esperanza: ¡Tal vez Nerea se hubiese atrevido a decir no!
     A poco, las puertas de la parroquial fueron expeliendo grupos de fieles, casi todos de tiros largos. Se acercó lentamente, mientras los corros se hacían más y más abundantes y numerosos. Buena parte de ellos iban formando pasillo, con las típicas bolsitas de arroz y pétalos de rosa. No parecía caber duda del desenlace pero lo cierto es que los novios no habían aparecido y un policía ha de reconocer a fondo la escena del crimen.
     En esto, Enrique descubrió a Carlota, espectacular con su amplia pamela color salmón. Vio el cielo abierto y se acercó a ella, haciéndole una discreta seña. 
-                -  ¡Hola, inspector! Felicidades por tu resolución del caso. ¡Lástima que lo consiguieras tan pronto!
    Sellés captó el sentido de la lamentación pero no quiso entrar en sentimientos personales. Se limitó a preguntar:
-               -    ¿Ya ha concluido la ceremonia?
-                -   Claro, ya ha acabado todo…, aunque hay cosas que no han hecho más que empezar.
     El inspector puso cara de circunstancias y se despidió.
-                -   ¿No te quedas para felicitar a la novia?, le soltó Carlota.
     Enrique no contestó y, sin volver la vista atrás, se alejaba.
    






[1]  Mi primera intención fue la de titular simplemente este relato La novia robada, pero me pareció un atrevimiento imperdonable su coincidencia plena con el del famosísimo cuento de Juan Carlos Onetti, publicado en 1968.
[2]  Esta expresión se hizo famosa a raíz del estreno de la película Novia a la fuga (G. Marshall, 1999), posterior a los hechos que aquí se narran. En una línea temática parecida, hay una película excelente y muy anterior, Sucedió una noche (F. Capra, 1934). Ignoro si el inspector Sellés la había visto en el momento de hacerse cargo del Asunto Casavieja.
[3]  He escogido el nombre por el juego de significados a que se presta la palabra aire. Por lo demás, es sobradamente conocido que se trata de un perfume de la casa española Loewe, lanzado al mercado en 1985.
[4]  Denominación en argot de ciertos vehículos de la Policía española, en especial, del tipo jeep y furgoneta. Su origen es incierto y su utilización se ha ido perdiendo con el tiempo, pero en los años en que se ambienta este relato estaba muy en boga.
[5]  Expresión latina literalmente empleada por nuestro filósofo, traducible por la frase hecha española nadie debe ser juez y parte.
[6]  Es decir, quieras que no.
[7]  Conocido consejo de San Pablo a Timoteo (2Tim., 2, 22).
[8]  En la época del relato, el artículo 338 del entonces vigente Código Penal, decía así: El que ante Autoridad competente simulare a sabiendas ser responsable o víctima de un delito y motivare una actuación procesal será castigado con las penas de arresto mayor y multa de 100.000 a 500.000 pesetas. El arresto mayor era una privación de libertad entre un mes y un día y seis meses.
[9]  Texto esencial en la bibliografía urbanística española, cuya primera edición apareció en 1980.