miércoles, 29 de junio de 2016

AL FUEGO DEL AMANECER

Al fuego del amanecer

Por Federico Bello Landrove




1.      Preámbulo explicativo[1]


      El día 11 de octubre de 1934, en el curso de un violento proceso revolucionario padecido por la región española de Asturias, grupos armados sublevados contra el Gobierno dinamitaron y volaron la Cámara Santa, pequeña iglesia altomedieval aneja a la Catedral de Oviedo, la capital asturiana. Pocos días más tarde, de entre las miserables ruinas del que fue corazón religioso e histórico de aquellas tierras, un profesor universitario, miembro de la Comisión Provincial de Monumentos, rescató y conservó durante años celosamente en su casa un pequeño y maltratado Nuevo Testamento, que halló abierto por el pasaje de la lapidación de San Esteban. Su familia apenas comprendió el significado de aquel gesto. Hasta hubo un hijo que lo tildó de superstición y despojo. El profesor, no obstante, decidió mantener su afectuosa acogida hasta que la Iglesia matriz fuese dignamente restaurada. El profesor era mi padre. Yo su impiadoso censor. Lo que sigue, fragmentos de la historia que se fue tejiendo en torno a las páginas del Libro que un día, va para ocho años, pasó a formar parte de nuestras vidas.

***

     La Cámara Santa, bajo una u otra apariencia, ha sido el símbolo y emblema religioso de Asturias desde el siglo IX. Su epíteto de Santa se extendió a toda la diócesis: Sancta Ovetensis, bendecida por las reliquias sagradas, por la devoción de los reyes de Asturias y por los peregrinos a Compostela, que no olvidaban su difícil desvío hasta la catedral de El Salvador:

Quien va a Santiago y no al Salvador
Visita al criado y olvida al Señor

     Entre las joyas que atesora la Cámara Santa algunas destacan por su inmenso valor artístico o religioso: la Cruz de los Ángeles, del año 808, símbolo de Oviedo; la Cruz de la Victoria, un siglo posterior, emblema de Asturias; la espléndida Arca de las Reliquias, de plata nielada y repujada, de finales del siglo XI, que guarda, entre otras muchas reliquias, el Santo Sudario y un gran trozo de la Cruz del Salvador, origen de un jubileo multisecular. La arquitectura que acoge estas preseas era reducida y modesta pero, a finales del siglo XII, fue ornada de un Calvario y de un Apostolado en piedra, que contaban entre las maravillas de la escultura románica.

     Pues bien, fue esa entrañable capilla de tanto valor sentimental la que volaron con dinamita los revolucionarios en retirada, de modo que no quedó de ella piedra sobre piedra.

     Vencida la intentona revolucionaria, las Autoridades competentes se personaron en las venerables y polvorientas ruinas para percatarse de los destrozos y valorar la posibilidad de una restauración. Una de las primeras visitas fue la girada por la Comisión Provincial de Monumentos, a la que pertenecía mi padre, como profesor de Historia del Arte en la Universidad de Oviedo; pero no le fue posible acudir, en primera instancia, por hallarse encamado con gripe. Lo hizo, tan pronto se recuperó, a la caída de la tarde del viernes, día 18 de octubre, cuando brigadas de operarios ya habían retirado de los escombros cuanto de valor había quedado –intacto o reventado-  entre o bajo las ruinas. Mi padre nos lo contó en familia, más o menos, así:

     Eran las seis de la tarde. Las sombras empezaban a cubrir aquel lamentable solar de polvo y cascotes, por el que a duras penas podía avanzar a saltos. El vigilante –única alma presente- me había dejado por imposible y, gruñendo, había ido a sentarse junto a la improvisada valla de tablones, a fumar un cigarro. En esto que, tropezando, fui a darme casi de bruces con un trozo grande de sillar, bajo el que apuntaba una esquinita azul, apenas perceptible salvo para quien, como yo, hubiese tenido forzosamente que agacharse. Escarbé con el bastón y las manos, tiré hacía afuera y apareció ante mis ojos un pequeño libro abierto. Era un ajado ejemplar del Nuevo Testamento, en papel biblia y a dos columnas, abierto por sus páginas 210 y 211. Mi primera intención fue la de entregarlo al guardián, pero su catadura no me había inspirado confianza. No habiendo, pues, gente de respeto en aquel momento, me eché al bolsillo el volumen, movido por la desconfianza y la inseguridad. Antes de hacerlo, coloqué el marca-páginas de fatigada seda roja en el lugar por el que el libro había estado abierto.

     Llegado que fue a casa, mi padre nos expresó su desolación por aquella penosa visión de la Cámara Santa, en la que, cual Jerusalén apocalíptica, no había quedado piedra sobre piedra. Seguidamente, para nuestra sorpresa, nos mostró el libro, sucio y con señales de mucho uso, y lo abrió por el lugar en que lo había hallado en la Cámara. Esta vez, el pasmo fue suyo, cuando constató que en ambas páginas, pertenecientes a los Hechos de los Apóstoles, se narraba la lapidación de San Esteban. Leyó con voz velada: Lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo… Esteban… repetía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras murió.

     No era mi padre persona especialmente sensible ni expresiva, pero tengo para mí que debió quedar impresionado por la relación de aquel pasaje con la destrucción de la Cámara Santa, como si aquellas gloriosas joyas y reliquias, y este humilde receptáculo de la Palabra, hubiesen sido lapidados con sus propios sillares. El caso es que el honrado profesor decidió por sí quedarse con el librito, valioso solo como testigo de una barbarie que, no obstante, habría de ser perdonada. Días más tarde, lo colocó sobre un atril en la gran estantería de su despacho. Nadie lo ha reclamado como suyo –alegó- y, en todo caso, volverá a su morada genuina cuando la Cámara Santa esté en condiciones dignas para recibirlo. Luego, volviéndose a mí, dijo entre la conminación y el ruego: Y, si yo no viviese hasta entonces, lo harás tú, en memoria de tu padre.

***

     Transcurrieron casi dos años de grandes conmociones políticas, de acciones y reacciones cada vez más irreligiosas y violentas, que acabaron por desembocar en la sublevación militar de julio de 1936 y en la larga y cruenta Guerra Civil que la siguió. Oviedo quedó desde el primer momento en poder de los sublevados, si bien rodeado de territorio hostil. Durante tres largos meses la ciudad fue cercada, cada vez más estrechamente, con el inevitable dolor y aislamiento de sus setenta mil habitantes. Como este relato refleja, yo me encontraba durante este tiempo en Madrid, en la zona gubernamental. Es, pues, mi madre quien ha de tomar la palabra para decirnos:

     Tu padre, anciano y desmoralizado, era el ejemplo de un vecindario que –igual que él- imaginaba que ya nunca más habría de florecer la Cámara Santa y sus tesoros religiosos, y que el Espíritu divino había abandonado a los ovetenses a su mortífera suerte. Como si buscara remedio a sus cuitas, se quedaba largos ratos mirando el Libro, rogando la inspiración que diese sentido a la vida y a la muerte. Tuvo finalmente una idea, que pronto maduró: Reunir a sus allegados –casi todos, vecinos- en torno a aquel pobre ejemplar de los Hechos de los Apóstoles. Era el texto del Cristianismo primitivo, tantas veces vilipendiado y perseguido. ¿No tendría algo que decir a los atribulados cristianos de la España de 1936?

     Dicho y hecho: El Espíritu es eterno y fuerte –dijo-. Salgamos con fe a su encuentro, reuniéndonos en el nombre del Señor Jesús.




2.      Confidencias en una terraza, al amanecer


     Un mes va que la Ciudad está sitiada, pero solo unos días desde que los republicanos aprietan de veras el cerco. Como hiciera dos años atrás, cuando la Revolución de Octubre, Eduardo Cáceres, preocupado e insomne, sube de tapadillo a la terraza de su casa y otea en la noche los movimientos militares de las calles próximas, y los fuegos y explosiones que brotan en lontananza. Como si lo viera, imagino a mi padre acodado en el poyo, con sus prismáticos de campo, intuyendo movimientos tácticos o localizando las cotas y los barrios donde se emplazan las baterías o vienen a caer los proyectiles con horrísono tronar.

     Me figuro peor -pues dependo para ello del testimonio de mi vecina Cecilia- a esta, subiendo a la azotea para ver amanecer. Yo guardaba mayormente de ella el recuerdo de una chica tímida, de aspecto agradable, que ayudaba a sus padres en las tareas de portería y en algunas ocasiones hacía a mi madre mandados de tienda o mercado. No obstante, acepto sin vacilar su versión de los hechos:

     No iba a perderme, por una simple guerra, la lluvia de estrellas de agosto. Descabecé el primer sueño y subí al terrado lo más silenciosamente que pude. Enfrascada en la contemplación del cielo, con los oídos tapados por las manos para amortiguar los zambombazos de la artillería, no me percaté de que tu padre subía, como tampoco él de mi presencia. Aguardando la aurora, quedé traspuesta. Me despertó tu padre, poniendo su mano en mi hombro. ¿También tú has subido para ver el combate?, me preguntó. ¡Oh, no señor!, quería ver las Lágrimas de San Lorenzo, respondí. Es cierto, chiquilla, es la época de las Perseidas. Este año, el Santo llorará por los ovetenses, concluyó.

    Cecilia ignora si mi padre ya había iniciado para entonces las reuniones nocturnas en su casa, para fortalecer con ellas la esperanza y el vigor de sus próximos. Yo creo que no habrían comenzado aún, dado que las primeras semanas del cerco fueron muy llevaderas, casi de hacer vida normal. Mas tampoco quiero dar al encuentro con Cecilia una trascendencia que no poseyera. Con terraza y sin terraza, a mi padre se le había metido en la cabeza el fervor religioso y ¡bueno era él para cambiar de opinión! Lo que tengo por seguro es que, sin la epifanía estelar de la chica, no se le habría ocurrido a mi padre invitarla a aquellos encuentros vecinales, forzosamente limitados a unos pocos. Cecilia me lo resumió de manera muy sincera, tal vez en exceso:

-          Yo no dejaba de ser una pipiola, hija de los porteros. Para entonces, ya estudiaba Magisterio, escribía versos -bastante buenos, según creo- y tenía una honda sensibilidad religiosa. Pero era lógico que mis valores pasaran desapercibidos, siendo hija de quien era, para tu padre y para todos los vecinos.
-          ¡Oye, oye, un respeto!, que yo te veía con buenos ojos y bastantes veces charlamos al coincidir en la escalera, o camino de tus clases.
-          Tienes razón, Miguel, perdona. Si no hubiera sido así, no habría sufrido el mal de amores de los quince años…, ni la patética confusión que vino después.

      Me siento incómodo, como me sucede siempre que alguien me confía un sentimiento o un dolor que yo pude evitar, de haberme percatado a su debido tiempo. Ahora ato cabos y me explico el fragmento de una carta de mi padre, en que encomiaba el comportamiento de Cecilia durante el cerco. Por casualidad, es de las que él guardó hasta que pudiera enviarlas y yo recuperé a mi regreso a casa, acabada la guerra:

     ¿Por qué será que, según voy leyendo, se me aparece en el papel de Marta nuestra vecinita Cecilia, la hija de la portera? Se desvive por ayudar a tu madre y a tu abuela, ahora que está de vacaciones y no tenemos a Rufa. Es un torbellino, risueña y servicial.
     No limpies todos los días la habitación de Miguel –le ha dicho tu madre- pues ¿quién sabe cuándo volverá? Y ella: Cuanto más tarde en volver –Dios no lo quiera-, más agradecerá que todos y todo estén esperándolo.
     Me gusta esa chica. Será una maestra espléndida.


     Cuando leo este fragmento a Cecilia, enrojece y desvía la conversación:
-          ¿Cómo es eso de que tu padre te escribía cartas que nunca echó al correo?
-          Que no las echase es perfectamente explicable: Las escribió durante el cerco, cuando toda comunicación de Oviedo con el exterior estaba rota. Además, desconoció mi paradero durante el corto tiempo que aún le quedaba de vida. Por qué las escribió es lo que encuentro sin sentido…
-          Pues está bien claro, Miguel. Sentía la necesidad de hablar contigo, aunque su voz no pudiera llegarte hasta más tarde. Nuestras vidas pendían de un hilo y él se sentía viejo y enfermo: no podía esperar. La lástima es que no me las hubiera confiado al partir hacia La Coruña. Así podrían haberse salvado todas de la destrucción que sufrió la casa con los bombardeos y el expolio por los saqueadores, que siguió al abandono del inmueble.
     Cecilia sabe y siente mucho más que yo; tal vez, bastante más de lo que cuenta. Le pregunto:
-          ¿Cómo te hiciste con mi carpeta de poesías? No merecía la pena conservarlas.
-          ¡Ah, los famosos Poemas a C.!
-          En efecto. Si llegaste a leerlos, verás que no me llamaba Dios por la senda de los versos.
-          Por supuesto que no los he leído. No tengo por costumbre fisgar en lo que no me concierne… Por curiosidad, ¿puedo saber el nombre de la musa?
-          Carmen -le respondo, algo incomodado por la intromisión-. Era alumna de mi padre.


3.      La confusión de Cecilia

      Bien sé yo -piensa Cecilia- quién es la tal Carmen, Carmina Noriega, con la que coincidí prestando servicios como enfermeras en el hospital de sangre de Salesas. La verdad es que fue una pura casualidad: Al decirle en dónde vivía, ella me comentó, sin importarle la confidencia:
-          ¡Qué casualidad! Es la casa del profesor Cáceres. Tiene un hijo abogado, Miguel. A saber qué haya sido de él pues el Movimiento lo pilló en Madrid, para presentarse a las oposiciones… Estaba coladito por mí pero, qué quieres, era demasiado serio y no pensaba más que en los estudios.
     De haber sabido yo esto algún tiempo antes, me habría ahorrado muchas falsas ilusiones y una metedura de pata muy gorda. Como don Eduardo contaba en la carta, por afecto a su familia -sobre todo, a la madre, que iba perdiendo la cabeza con aquellos sucesos-, los ayudé mucho con la compra, muy penosa entonces, y con la limpieza de la casa. Con tales motivos, entraba mucho donde los Cáceres y el alma se me iba a la habitación de Miguel, que estaba tal cual la dejó al partir para Madrid, menos de un año antes. Si nadie se percataba, cerraba la puerta y, como una pava, me dedicaba a curiosear sus cosas.
     Un día que me había quedado en casa casi sola, para cuidar de la abuela impedida, registré a fondo los cajones de su escritorio y así encontré el famoso cartapacio de los Poemas a C. Ni que decir tiene que leí los que pude y me percaté de que se trataba de una colección de poesías inspiradas por una chica, sin duda la tal C. Luego los releí muchas veces y más a fondo pero, en un primer momento, no hacía más que dar vueltas a la cabeza pensando quien sería la tapada con aquella letra inicial, supuesto que su nombre efectivamente empezara por ella. Mi atención iba una y otra vez a los detalles físicos y morales que de los poemas se deducían. Supongo que la imaginación es libre, y más en una adolescente enamoriscada. Así que di en pensar que la inspiradora de aquellas cuartillas podía ser yo. ¿Motivos fundados? No otros que las superficiales atenciones del señorito Miguel, al preguntarme por los estudios o invitarme a un refresco en los aguaduchos del Parque. Al menos, yo no le conocía novia. Luego, si no seguridad, bien podía mantener esperanza.
     De esa esperanza brotaron mis primeras poesías realmente buenas -yo, cuando menos, las tengo por tales- y la idea de escribir un diario, epítome de mis experiencias de la guerra. Hasta ahora no se han posado en él otros ojos que los míos. Pero Miguel ha vuelto y tiene el derecho de leer todo cuanto se refiera a su familia y a los sucesos en los que habría participado, de no haberlo arrastrado el azar por extraños derroteros.
     Reescribiré, pues, el diario, como si fuese el original, pero dejaré fuera cuanto se relacione con el desconsuelo y la ternura que en mí otrora despertó. Puede parecer un fraude, pero así habrá de ser en tanto él y yo no estemos seguros de nuestros sentimientos.


4. Epílogo inconcluso


     Cuatro de septiembre de mil novecientos cuarenta y dos. La plaza de la Catedral de Oviedo refulge al atardecer, con el sol prendido de cientos de banderas rojigualdas. Apenas dos días después, en vísperas de la fiesta de la Natividad de la Virgen, la Cámara Santa, maravillosamente reconstruida, será consagrada con toda solemnidad. Es el momento que había soñado don Eduardo Cáceres, el de que su hijo Miguel cumpla con el encargo que su padre ya no podrá realizar en este mundo. Y así lo ha preparado, con su acostumbrada exactitud.

     Hace apenas quince días, trató de hablar con el Deán, mas se encontraba de vacaciones y fue el Canónigo Penitencial quien le dio la respuesta:

-          Hijo, por lo que me dices, ese Nuevo Testamento pertenece a la capellanía de la Cámara Santa y, aún con toda la buena voluntad del mundo, no debiste quedarte con él. Fue una chiquillada, pero habrás de confesarla ante mí, al tratarse de un libro de propiedad sacra.

     Una chiquillada. En efecto, lo había sido: la de ocultar la debilidad de su padre, asumiendo él la autoría del temporal expolio. El capitular prosiguió:

-          Ven cualquier tarde de estas a mi confesionario en la capilla del Rey Casto, trayendo el libro. Allí absuelvo de los pecados entre las siete y las ocho, con las licencias especiales que establece el Derecho Canónico para los casos reservados.

     Miguel estaba confuso. ¿Sería válido el perdón cuando se basaba en una mentira? ¿Reconocería, al fin, su falacia cuando estuviera de hinojos ante el tribunal de la Penitencia? Cecilia, siempre amiga, se ofreció:

-          Lo principal es cumplir con el voto de tu padre. ¡Ea!, yo te acompañaré, no sea que te des la vuelta, que bien conozco tus dudas.

     Pues bien, he aquí a nuestra pareja entrando en el gótico templo, ya en penumbra, y avanzando lentamente hasta la iglesia aneja de Santa María, llamada desde tiempo inmemorial la capilla del Rey Casto. Levemente adelantada ella, en suave escorzo que le permite mirar de soslayo a Miguel, quien porta en su mano el Nuevo Testamento azul ciano, de tejuelo rojo. La nave lateral se abre a izquierdas, con la hermosa portada gótica presidida por Cristo, Varón de Dolores, y la polícroma Virgen de la Leche, flanqueados por cuatro Apóstoles. Frente a ella, el solemne confesionario barroco, color caoba, en el que hacen doble cola no menos de dos docenas de penitentes. Cecilia y Miguel se acomodan en los bancos de la nave. Él medita sus pecados, muy otros que el hurto sacrílego: las culpas de un hombre de veintiocho años, curtido en tres de guerra, cuyo cabello empieza a encanecer y el alma a ejercitarse con el alto honor y la pesada carga del ejercicio como juez en la no lejana localidad minera de Villablino. ¡Cuánta ley, pero qué poca justicia!, se dice.

     Ella, de confesión semanal, apenas ha de hacer introspección de su alma, pero reza por la de este amigo recobrado, que otrora fue su platónico amor de adolescente, y por los niños de su escuela de El Fontán, quienes tal vez sean metáfora de los hijos que aún no tiene y vehemente desea.

     Las colas ante el Penitenciario apenas se acortan y Miguel no se decide a mantener la mentira en confesión. Se levanta bruscamente; encamínase hacia el presbiterio de la capilla, cuya reja le franquea el paso; abre el libro de su pasado por las páginas de entonces y lo deposita en la mesa del altar, a los pies de la Virgen Asunta a los Cielos. Reza en un susurro:

-          Señora, tú que subes al Cielo entre ángeles, coronada de gloria, recibe este Libro en la tierra y devuelve su Espíritu a lo alto.

    Él mismo se extraña de tanta fe y devoción, que poco o nada corresponden a sus cotidianas creencias. Espera en la portada de la Capilla a que se le una Cecilia, entre emocionada y atónita, y ambos desandan la nave catedralicia, al paso largo y vigoroso de Miguel. A los pies del templo, él la coge del brazo y suavemente la ayuda a pasar el portón, los escalones, la cancela. Ya en la plaza, Cecilia toma por un instante la mano de su amigo y deshace aquel lazo, en que hay mucho más que protección.

-          He tenido una idea –le dice Miguel-. He perdido un padre y hemos perdido el Libro. ¿Qué te parece si hiciéramos uno, nuestro, con las cartas que conservo de él y las páginas de ese diario tuyo, del que me has hablado, sin dejarme todavía hojearlo?

     Cecilia asiente apenas con el gesto. En su alma sabe que no puede negar al Espíritu lo que Miguel le pide: un mensaje para él; para quienes hayan de continuar su sangre y sus nombres; para quienes a lo largo de los años quieran beber en su fuente.

-          Hagamos ese libro, repite Miguel.
-          Pero si ya está escrito, replica ella. Solo habría que añadir y retocar unas pocas cosas.
-          Yo quiero escribirlo contigo –insiste él, como si no la hubiese escuchado-.

     Cecilia lo mira. En sus ojos adivina que algo más tiene que decirle. Y, al fin:

-          Yo quiero escribir mi vida contigo.

     Ella sonríe, con ese gesto que él ha empezado a conocer, marcando la curva de su barbilla, con un suave prognatismo. En su sonrisa envuelve a aquel loco enamorado; la pétrea cuadratura de la Plaza; el caserío desvencijado; el Campo de San Francisco, lujuriante; el terreno yermo que la Guerra devastó y bañó en sangre; la sierra del Aramo, con sus dientes de acero que cortan el horizonte. Y Cecilia supo que no podría responderle hasta que pasara la noche de angustiado insomnio y llegase la aurora. Solo entonces, acodada en el poyo de la terraza, mirando al sol naciente, trataría de encontrar la respuesta, al fuego del amanecer.






[1] El magistrado don Miguel Cáceres dio a este prólogo un carácter explicativo bastante prolijo, pensando en que sus páginas fueran leídas tanto por españoles, como por extranjeros (nota del editor)

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