miércoles, 29 de junio de 2016

AL FUEGO DEL AMANECER

Al fuego del amanecer

Por Federico Bello Landrove




1.      Preámbulo explicativo[1]


      El día 11 de octubre de 1934, en el curso de un violento proceso revolucionario padecido por la región española de Asturias, grupos armados sublevados contra el Gobierno dinamitaron y volaron la Cámara Santa, pequeña iglesia altomedieval aneja a la Catedral de Oviedo, la capital asturiana. Pocos días más tarde, de entre las miserables ruinas del que fue corazón religioso e histórico de aquellas tierras, un profesor universitario, miembro de la Comisión Provincial de Monumentos, rescató y conservó durante años celosamente en su casa un pequeño y maltratado Nuevo Testamento, que halló abierto por el pasaje de la lapidación de San Esteban. Su familia apenas comprendió el significado de aquel gesto. Hasta hubo un hijo que lo tildó de superstición y despojo. El profesor, no obstante, decidió mantener su afectuosa acogida hasta que la Iglesia matriz fuese dignamente restaurada. El profesor era mi padre. Yo su impiadoso censor. Lo que sigue, fragmentos de la historia que se fue tejiendo en torno a las páginas del Libro que un día, va para ocho años, pasó a formar parte de nuestras vidas.

***

     La Cámara Santa, bajo una u otra apariencia, ha sido el símbolo y emblema religioso de Asturias desde el siglo IX. Su epíteto de Santa se extendió a toda la diócesis: Sancta Ovetensis, bendecida por las reliquias sagradas, por la devoción de los reyes de Asturias y por los peregrinos a Compostela, que no olvidaban su difícil desvío hasta la catedral de El Salvador:

Quien va a Santiago y no al Salvador
Visita al criado y olvida al Señor

     Entre las joyas que atesora la Cámara Santa algunas destacan por su inmenso valor artístico o religioso: la Cruz de los Ángeles, del año 808, símbolo de Oviedo; la Cruz de la Victoria, un siglo posterior, emblema de Asturias; la espléndida Arca de las Reliquias, de plata nielada y repujada, de finales del siglo XI, que guarda, entre otras muchas reliquias, el Santo Sudario y un gran trozo de la Cruz del Salvador, origen de un jubileo multisecular. La arquitectura que acoge estas preseas era reducida y modesta pero, a finales del siglo XII, fue ornada de un Calvario y de un Apostolado en piedra, que contaban entre las maravillas de la escultura románica.

     Pues bien, fue esa entrañable capilla de tanto valor sentimental la que volaron con dinamita los revolucionarios en retirada, de modo que no quedó de ella piedra sobre piedra.

     Vencida la intentona revolucionaria, las Autoridades competentes se personaron en las venerables y polvorientas ruinas para percatarse de los destrozos y valorar la posibilidad de una restauración. Una de las primeras visitas fue la girada por la Comisión Provincial de Monumentos, a la que pertenecía mi padre, como profesor de Historia del Arte en la Universidad de Oviedo; pero no le fue posible acudir, en primera instancia, por hallarse encamado con gripe. Lo hizo, tan pronto se recuperó, a la caída de la tarde del viernes, día 18 de octubre, cuando brigadas de operarios ya habían retirado de los escombros cuanto de valor había quedado –intacto o reventado-  entre o bajo las ruinas. Mi padre nos lo contó en familia, más o menos, así:

     Eran las seis de la tarde. Las sombras empezaban a cubrir aquel lamentable solar de polvo y cascotes, por el que a duras penas podía avanzar a saltos. El vigilante –única alma presente- me había dejado por imposible y, gruñendo, había ido a sentarse junto a la improvisada valla de tablones, a fumar un cigarro. En esto que, tropezando, fui a darme casi de bruces con un trozo grande de sillar, bajo el que apuntaba una esquinita azul, apenas perceptible salvo para quien, como yo, hubiese tenido forzosamente que agacharse. Escarbé con el bastón y las manos, tiré hacía afuera y apareció ante mis ojos un pequeño libro abierto. Era un ajado ejemplar del Nuevo Testamento, en papel biblia y a dos columnas, abierto por sus páginas 210 y 211. Mi primera intención fue la de entregarlo al guardián, pero su catadura no me había inspirado confianza. No habiendo, pues, gente de respeto en aquel momento, me eché al bolsillo el volumen, movido por la desconfianza y la inseguridad. Antes de hacerlo, coloqué el marca-páginas de fatigada seda roja en el lugar por el que el libro había estado abierto.

     Llegado que fue a casa, mi padre nos expresó su desolación por aquella penosa visión de la Cámara Santa, en la que, cual Jerusalén apocalíptica, no había quedado piedra sobre piedra. Seguidamente, para nuestra sorpresa, nos mostró el libro, sucio y con señales de mucho uso, y lo abrió por el lugar en que lo había hallado en la Cámara. Esta vez, el pasmo fue suyo, cuando constató que en ambas páginas, pertenecientes a los Hechos de los Apóstoles, se narraba la lapidación de San Esteban. Leyó con voz velada: Lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo… Esteban… repetía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras murió.

     No era mi padre persona especialmente sensible ni expresiva, pero tengo para mí que debió quedar impresionado por la relación de aquel pasaje con la destrucción de la Cámara Santa, como si aquellas gloriosas joyas y reliquias, y este humilde receptáculo de la Palabra, hubiesen sido lapidados con sus propios sillares. El caso es que el honrado profesor decidió por sí quedarse con el librito, valioso solo como testigo de una barbarie que, no obstante, habría de ser perdonada. Días más tarde, lo colocó sobre un atril en la gran estantería de su despacho. Nadie lo ha reclamado como suyo –alegó- y, en todo caso, volverá a su morada genuina cuando la Cámara Santa esté en condiciones dignas para recibirlo. Luego, volviéndose a mí, dijo entre la conminación y el ruego: Y, si yo no viviese hasta entonces, lo harás tú, en memoria de tu padre.

***

     Transcurrieron casi dos años de grandes conmociones políticas, de acciones y reacciones cada vez más irreligiosas y violentas, que acabaron por desembocar en la sublevación militar de julio de 1936 y en la larga y cruenta Guerra Civil que la siguió. Oviedo quedó desde el primer momento en poder de los sublevados, si bien rodeado de territorio hostil. Durante tres largos meses la ciudad fue cercada, cada vez más estrechamente, con el inevitable dolor y aislamiento de sus setenta mil habitantes. Como este relato refleja, yo me encontraba durante este tiempo en Madrid, en la zona gubernamental. Es, pues, mi madre quien ha de tomar la palabra para decirnos:

     Tu padre, anciano y desmoralizado, era el ejemplo de un vecindario que –igual que él- imaginaba que ya nunca más habría de florecer la Cámara Santa y sus tesoros religiosos, y que el Espíritu divino había abandonado a los ovetenses a su mortífera suerte. Como si buscara remedio a sus cuitas, se quedaba largos ratos mirando el Libro, rogando la inspiración que diese sentido a la vida y a la muerte. Tuvo finalmente una idea, que pronto maduró: Reunir a sus allegados –casi todos, vecinos- en torno a aquel pobre ejemplar de los Hechos de los Apóstoles. Era el texto del Cristianismo primitivo, tantas veces vilipendiado y perseguido. ¿No tendría algo que decir a los atribulados cristianos de la España de 1936?

     Dicho y hecho: El Espíritu es eterno y fuerte –dijo-. Salgamos con fe a su encuentro, reuniéndonos en el nombre del Señor Jesús.




2.      Confidencias en una terraza, al amanecer


     Un mes va que la Ciudad está sitiada, pero solo unos días desde que los republicanos aprietan de veras el cerco. Como hiciera dos años atrás, cuando la Revolución de Octubre, Eduardo Cáceres, preocupado e insomne, sube de tapadillo a la terraza de su casa y otea en la noche los movimientos militares de las calles próximas, y los fuegos y explosiones que brotan en lontananza. Como si lo viera, imagino a mi padre acodado en el poyo, con sus prismáticos de campo, intuyendo movimientos tácticos o localizando las cotas y los barrios donde se emplazan las baterías o vienen a caer los proyectiles con horrísono tronar.

     Me figuro peor -pues dependo para ello del testimonio de mi vecina Cecilia- a esta, subiendo a la azotea para ver amanecer. Yo guardaba mayormente de ella el recuerdo de una chica tímida, de aspecto agradable, que ayudaba a sus padres en las tareas de portería y en algunas ocasiones hacía a mi madre mandados de tienda o mercado. No obstante, acepto sin vacilar su versión de los hechos:

     No iba a perderme, por una simple guerra, la lluvia de estrellas de agosto. Descabecé el primer sueño y subí al terrado lo más silenciosamente que pude. Enfrascada en la contemplación del cielo, con los oídos tapados por las manos para amortiguar los zambombazos de la artillería, no me percaté de que tu padre subía, como tampoco él de mi presencia. Aguardando la aurora, quedé traspuesta. Me despertó tu padre, poniendo su mano en mi hombro. ¿También tú has subido para ver el combate?, me preguntó. ¡Oh, no señor!, quería ver las Lágrimas de San Lorenzo, respondí. Es cierto, chiquilla, es la época de las Perseidas. Este año, el Santo llorará por los ovetenses, concluyó.

    Cecilia ignora si mi padre ya había iniciado para entonces las reuniones nocturnas en su casa, para fortalecer con ellas la esperanza y el vigor de sus próximos. Yo creo que no habrían comenzado aún, dado que las primeras semanas del cerco fueron muy llevaderas, casi de hacer vida normal. Mas tampoco quiero dar al encuentro con Cecilia una trascendencia que no poseyera. Con terraza y sin terraza, a mi padre se le había metido en la cabeza el fervor religioso y ¡bueno era él para cambiar de opinión! Lo que tengo por seguro es que, sin la epifanía estelar de la chica, no se le habría ocurrido a mi padre invitarla a aquellos encuentros vecinales, forzosamente limitados a unos pocos. Cecilia me lo resumió de manera muy sincera, tal vez en exceso:

-          Yo no dejaba de ser una pipiola, hija de los porteros. Para entonces, ya estudiaba Magisterio, escribía versos -bastante buenos, según creo- y tenía una honda sensibilidad religiosa. Pero era lógico que mis valores pasaran desapercibidos, siendo hija de quien era, para tu padre y para todos los vecinos.
-          ¡Oye, oye, un respeto!, que yo te veía con buenos ojos y bastantes veces charlamos al coincidir en la escalera, o camino de tus clases.
-          Tienes razón, Miguel, perdona. Si no hubiera sido así, no habría sufrido el mal de amores de los quince años…, ni la patética confusión que vino después.

      Me siento incómodo, como me sucede siempre que alguien me confía un sentimiento o un dolor que yo pude evitar, de haberme percatado a su debido tiempo. Ahora ato cabos y me explico el fragmento de una carta de mi padre, en que encomiaba el comportamiento de Cecilia durante el cerco. Por casualidad, es de las que él guardó hasta que pudiera enviarlas y yo recuperé a mi regreso a casa, acabada la guerra:

     ¿Por qué será que, según voy leyendo, se me aparece en el papel de Marta nuestra vecinita Cecilia, la hija de la portera? Se desvive por ayudar a tu madre y a tu abuela, ahora que está de vacaciones y no tenemos a Rufa. Es un torbellino, risueña y servicial.
     No limpies todos los días la habitación de Miguel –le ha dicho tu madre- pues ¿quién sabe cuándo volverá? Y ella: Cuanto más tarde en volver –Dios no lo quiera-, más agradecerá que todos y todo estén esperándolo.
     Me gusta esa chica. Será una maestra espléndida.


     Cuando leo este fragmento a Cecilia, enrojece y desvía la conversación:
-          ¿Cómo es eso de que tu padre te escribía cartas que nunca echó al correo?
-          Que no las echase es perfectamente explicable: Las escribió durante el cerco, cuando toda comunicación de Oviedo con el exterior estaba rota. Además, desconoció mi paradero durante el corto tiempo que aún le quedaba de vida. Por qué las escribió es lo que encuentro sin sentido…
-          Pues está bien claro, Miguel. Sentía la necesidad de hablar contigo, aunque su voz no pudiera llegarte hasta más tarde. Nuestras vidas pendían de un hilo y él se sentía viejo y enfermo: no podía esperar. La lástima es que no me las hubiera confiado al partir hacia La Coruña. Así podrían haberse salvado todas de la destrucción que sufrió la casa con los bombardeos y el expolio por los saqueadores, que siguió al abandono del inmueble.
     Cecilia sabe y siente mucho más que yo; tal vez, bastante más de lo que cuenta. Le pregunto:
-          ¿Cómo te hiciste con mi carpeta de poesías? No merecía la pena conservarlas.
-          ¡Ah, los famosos Poemas a C.!
-          En efecto. Si llegaste a leerlos, verás que no me llamaba Dios por la senda de los versos.
-          Por supuesto que no los he leído. No tengo por costumbre fisgar en lo que no me concierne… Por curiosidad, ¿puedo saber el nombre de la musa?
-          Carmen -le respondo, algo incomodado por la intromisión-. Era alumna de mi padre.


3.      La confusión de Cecilia

      Bien sé yo -piensa Cecilia- quién es la tal Carmen, Carmina Noriega, con la que coincidí prestando servicios como enfermeras en el hospital de sangre de Salesas. La verdad es que fue una pura casualidad: Al decirle en dónde vivía, ella me comentó, sin importarle la confidencia:
-          ¡Qué casualidad! Es la casa del profesor Cáceres. Tiene un hijo abogado, Miguel. A saber qué haya sido de él pues el Movimiento lo pilló en Madrid, para presentarse a las oposiciones… Estaba coladito por mí pero, qué quieres, era demasiado serio y no pensaba más que en los estudios.
     De haber sabido yo esto algún tiempo antes, me habría ahorrado muchas falsas ilusiones y una metedura de pata muy gorda. Como don Eduardo contaba en la carta, por afecto a su familia -sobre todo, a la madre, que iba perdiendo la cabeza con aquellos sucesos-, los ayudé mucho con la compra, muy penosa entonces, y con la limpieza de la casa. Con tales motivos, entraba mucho donde los Cáceres y el alma se me iba a la habitación de Miguel, que estaba tal cual la dejó al partir para Madrid, menos de un año antes. Si nadie se percataba, cerraba la puerta y, como una pava, me dedicaba a curiosear sus cosas.
     Un día que me había quedado en casa casi sola, para cuidar de la abuela impedida, registré a fondo los cajones de su escritorio y así encontré el famoso cartapacio de los Poemas a C. Ni que decir tiene que leí los que pude y me percaté de que se trataba de una colección de poesías inspiradas por una chica, sin duda la tal C. Luego los releí muchas veces y más a fondo pero, en un primer momento, no hacía más que dar vueltas a la cabeza pensando quien sería la tapada con aquella letra inicial, supuesto que su nombre efectivamente empezara por ella. Mi atención iba una y otra vez a los detalles físicos y morales que de los poemas se deducían. Supongo que la imaginación es libre, y más en una adolescente enamoriscada. Así que di en pensar que la inspiradora de aquellas cuartillas podía ser yo. ¿Motivos fundados? No otros que las superficiales atenciones del señorito Miguel, al preguntarme por los estudios o invitarme a un refresco en los aguaduchos del Parque. Al menos, yo no le conocía novia. Luego, si no seguridad, bien podía mantener esperanza.
     De esa esperanza brotaron mis primeras poesías realmente buenas -yo, cuando menos, las tengo por tales- y la idea de escribir un diario, epítome de mis experiencias de la guerra. Hasta ahora no se han posado en él otros ojos que los míos. Pero Miguel ha vuelto y tiene el derecho de leer todo cuanto se refiera a su familia y a los sucesos en los que habría participado, de no haberlo arrastrado el azar por extraños derroteros.
     Reescribiré, pues, el diario, como si fuese el original, pero dejaré fuera cuanto se relacione con el desconsuelo y la ternura que en mí otrora despertó. Puede parecer un fraude, pero así habrá de ser en tanto él y yo no estemos seguros de nuestros sentimientos.


4. Epílogo inconcluso


     Cuatro de septiembre de mil novecientos cuarenta y dos. La plaza de la Catedral de Oviedo refulge al atardecer, con el sol prendido de cientos de banderas rojigualdas. Apenas dos días después, en vísperas de la fiesta de la Natividad de la Virgen, la Cámara Santa, maravillosamente reconstruida, será consagrada con toda solemnidad. Es el momento que había soñado don Eduardo Cáceres, el de que su hijo Miguel cumpla con el encargo que su padre ya no podrá realizar en este mundo. Y así lo ha preparado, con su acostumbrada exactitud.

     Hace apenas quince días, trató de hablar con el Deán, mas se encontraba de vacaciones y fue el Canónigo Penitencial quien le dio la respuesta:

-          Hijo, por lo que me dices, ese Nuevo Testamento pertenece a la capellanía de la Cámara Santa y, aún con toda la buena voluntad del mundo, no debiste quedarte con él. Fue una chiquillada, pero habrás de confesarla ante mí, al tratarse de un libro de propiedad sacra.

     Una chiquillada. En efecto, lo había sido: la de ocultar la debilidad de su padre, asumiendo él la autoría del temporal expolio. El capitular prosiguió:

-          Ven cualquier tarde de estas a mi confesionario en la capilla del Rey Casto, trayendo el libro. Allí absuelvo de los pecados entre las siete y las ocho, con las licencias especiales que establece el Derecho Canónico para los casos reservados.

     Miguel estaba confuso. ¿Sería válido el perdón cuando se basaba en una mentira? ¿Reconocería, al fin, su falacia cuando estuviera de hinojos ante el tribunal de la Penitencia? Cecilia, siempre amiga, se ofreció:

-          Lo principal es cumplir con el voto de tu padre. ¡Ea!, yo te acompañaré, no sea que te des la vuelta, que bien conozco tus dudas.

     Pues bien, he aquí a nuestra pareja entrando en el gótico templo, ya en penumbra, y avanzando lentamente hasta la iglesia aneja de Santa María, llamada desde tiempo inmemorial la capilla del Rey Casto. Levemente adelantada ella, en suave escorzo que le permite mirar de soslayo a Miguel, quien porta en su mano el Nuevo Testamento azul ciano, de tejuelo rojo. La nave lateral se abre a izquierdas, con la hermosa portada gótica presidida por Cristo, Varón de Dolores, y la polícroma Virgen de la Leche, flanqueados por cuatro Apóstoles. Frente a ella, el solemne confesionario barroco, color caoba, en el que hacen doble cola no menos de dos docenas de penitentes. Cecilia y Miguel se acomodan en los bancos de la nave. Él medita sus pecados, muy otros que el hurto sacrílego: las culpas de un hombre de veintiocho años, curtido en tres de guerra, cuyo cabello empieza a encanecer y el alma a ejercitarse con el alto honor y la pesada carga del ejercicio como juez en la no lejana localidad minera de Villablino. ¡Cuánta ley, pero qué poca justicia!, se dice.

     Ella, de confesión semanal, apenas ha de hacer introspección de su alma, pero reza por la de este amigo recobrado, que otrora fue su platónico amor de adolescente, y por los niños de su escuela de El Fontán, quienes tal vez sean metáfora de los hijos que aún no tiene y vehemente desea.

     Las colas ante el Penitenciario apenas se acortan y Miguel no se decide a mantener la mentira en confesión. Se levanta bruscamente; encamínase hacia el presbiterio de la capilla, cuya reja le franquea el paso; abre el libro de su pasado por las páginas de entonces y lo deposita en la mesa del altar, a los pies de la Virgen Asunta a los Cielos. Reza en un susurro:

-          Señora, tú que subes al Cielo entre ángeles, coronada de gloria, recibe este Libro en la tierra y devuelve su Espíritu a lo alto.

    Él mismo se extraña de tanta fe y devoción, que poco o nada corresponden a sus cotidianas creencias. Espera en la portada de la Capilla a que se le una Cecilia, entre emocionada y atónita, y ambos desandan la nave catedralicia, al paso largo y vigoroso de Miguel. A los pies del templo, él la coge del brazo y suavemente la ayuda a pasar el portón, los escalones, la cancela. Ya en la plaza, Cecilia toma por un instante la mano de su amigo y deshace aquel lazo, en que hay mucho más que protección.

-          He tenido una idea –le dice Miguel-. He perdido un padre y hemos perdido el Libro. ¿Qué te parece si hiciéramos uno, nuestro, con las cartas que conservo de él y las páginas de ese diario tuyo, del que me has hablado, sin dejarme todavía hojearlo?

     Cecilia asiente apenas con el gesto. En su alma sabe que no puede negar al Espíritu lo que Miguel le pide: un mensaje para él; para quienes hayan de continuar su sangre y sus nombres; para quienes a lo largo de los años quieran beber en su fuente.

-          Hagamos ese libro, repite Miguel.
-          Pero si ya está escrito, replica ella. Solo habría que añadir y retocar unas pocas cosas.
-          Yo quiero escribirlo contigo –insiste él, como si no la hubiese escuchado-.

     Cecilia lo mira. En sus ojos adivina que algo más tiene que decirle. Y, al fin:

-          Yo quiero escribir mi vida contigo.

     Ella sonríe, con ese gesto que él ha empezado a conocer, marcando la curva de su barbilla, con un suave prognatismo. En su sonrisa envuelve a aquel loco enamorado; la pétrea cuadratura de la Plaza; el caserío desvencijado; el Campo de San Francisco, lujuriante; el terreno yermo que la Guerra devastó y bañó en sangre; la sierra del Aramo, con sus dientes de acero que cortan el horizonte. Y Cecilia supo que no podría responderle hasta que pasara la noche de angustiado insomnio y llegase la aurora. Solo entonces, acodada en el poyo de la terraza, mirando al sol naciente, trataría de encontrar la respuesta, al fuego del amanecer.






[1] El magistrado don Miguel Cáceres dio a este prólogo un carácter explicativo bastante prolijo, pensando en que sus páginas fueran leídas tanto por españoles, como por extranjeros (nota del editor)

viernes, 17 de junio de 2016

SIN CARNÉ


Sin carné

Por Federico Bello Landrove

     Este relato puede parecer un mero pretexto para presentar unos lugares ideales y una película inmortal. Con todo, espero que los personajes resulten gratos y no desmerezcan mucho del escenario. Y hasta es posible que tengan algo interesante que decirnos, si nos decidimos a escucharlos con cierta atención.





1.      Los personajes


     Emma podía sobrellevar trabajo, enfermedad, problemas familiares, dificultades económicas. Incluso era capaz a duras penas de soportarlo todo junto. Un chute de pintura moderna, una ración de karaoke, un fin de semana triscando en la montaña, era suficiente para soltar congojas y cargar pilas. Cuando la cosa se ponía peliaguda, llegaba el momento de llamar a los padres o a los amigos de verdad, de hablar con las estrellas o de arrancarse por gregoriano. En último extremo, estaba el mar, su mayor consolador y más fiel consejero. Pero, en casi todo ello andaba por medio su amado monovolumen, con el que, mal que bien, llegaba a todas partes desde su coqueto chalé, perdido en la campiña, fruto de una decisión tomada en otra época más juvenil y venturosa, pero conservado contra viento y marea por razones -como ella- más apasionadas que prácticas.
     Figúrense, pues, su gesto y su lenguaje cuando una tarde de mayo, al regresar a su nido desde el lejano lugar de trabajo, encontró una carta oficial que, en resumidas cuentas, decía:
Habiendo sido sancionada en el plazo de un año por tres infracciones graves de tráfico, con sendas multas de 200 euros y pérdida de cuatro puntos del permiso de conducir, ha sido usted privada de este por un plazo de seis meses. Sírvase personarse en esta dependencia en el término de ocho días a contar desde la recepción de esta notificación, para entregar el citado permiso, quedándole prohibido conducir vehículos de motor hasta que, pasado dicho semestre, obtenga la pertinente rehabilitación de conductores para recuperar tal derecho.
     ¿Ya han imaginado vívidamente la reacción de Emma? Pues sigamos adelante y acompañémosla de modo discreto en su aislamiento campestre; en los periplos en autobús, previa espera literaria o folclórica en las estaciones; en las costosas carreras de taxi y las broncas de sus hijos, por llegar tarde a sus citas; en los te debo una a los vecinos piadosos y una miajita sarcásticos… Y así, día tras día, semana tras semana, sin otra luz en aquel horizonte más que semestral que el mes de vacaciones, con proyectada estancia semanal en la Ribeira Sacra, viaje iniciático a un mundo de desfiladeros, iglesias románicas y eremítica espiritualidad. Un viaje pensado como itinerario, con el coche como compañero indispensable, dado lo abrupto y despoblado del periplo. Y ahora, una misiva sancionadora lo reducía a cenizas, a un imposible, a la nada. Pero Emma tenía coraje y una fértil inventiva:
-            -    ¿Qué me voy a quedar sin viaje? ¡Ni hablar! Lo necesito y nadie va a privarme de él. ¿No dicen que en el Parador de mis sueños hay un estupendo spa y que el edificio en sí es enorme y artístico? Pues no se hable más. ¡A la porra las iglesias y los miradores! Me recluiré como una monja, con el agua por hábito y el aceite de oliva por cilicio.
     Con un deje de coquetería, se mira de soslayo en la gran luna del salón, que le devuelve la imagen bella y cuidada de casi siempre, aún con el arrebol del enfado. Una vanidad sin malicia le viene a la boca, mientras yergue el busto y recompone manualmente el peinado. Susurra:
-          Seguro que hay por allí caballeros motorizados tan galantes, como para ofrecerme una plaza de acompañante en sus escapadas. Y no seré yo quien haga melindres a servirles de ilustrada guía, a cambio de transporte y yantar.
     Sonríe con tan solo pensar en tal idea. Concluye:
-               -      A ver si el viaje va a resultar más divertido de lo que, en principio, esperaba.

***

     Luis, encargado de la sección de videoteca y libros de los grandes almacenes La Unión -sucursal de la calle Arapiles-, acababa de salir del traumatólogo, con el sobre de pruebas diagnósticas bajo el brazo. La voz del médico todavía resonaba en sus oídos:
-               -    Tiene la segunda vértebra lumbar severamente desviada. No le extrañen los dolores de espalda que viene padeciendo. De hecho, irán a más y hasta pueden degenerar en incapacidad funcional. Mi consejo es que se opere, antes de que los nervios sufran un daño irreparable.
-                 -      Y la cirugía, ¿qué expectativas tiene?
-             -  No voy a engañarle, Luis. Digamos que en su caso hay como un sesenta por ciento de probabilidades de éxito, frente a un veinticinco de simple mejoría y un quince de no servir para nada o dar lugar a un resultado negativo.
-               -      Entonces, doctor, ¿no sería mejor un tratamiento paliativo?
-              -      Por ahora, tendría posibilidades de aliviarlo; pero, a medio plazo, la cosa irá a peor…, a mucho peor.
     No muy convencido, Luis se había apuntado a la lista de espera quirúrgica para la clínica en que el doctor operaba. Lo habían dejado para septiembre, como los profesores en sus tiempos juveniles. No le había importado la demora:
-              -     A ver si con el calor y la sequedad del verano mejoro; y las vacaciones seguro que me vienen bien. Sobre todo, esa estancia en Galicia: Me va a costar un pico, pero dicen que el relax y el tratamiento hacen maravillas. ¡A la porra la operación! Hay que agotar primero todas las demás posibilidades.
     No le apetecía regresar a los almacenes. Se encaminó, pues, a la redacción de la revista Cultura y Ocio, de la que era cronista cinematográfico, pomposa forma de definir su colaboración con las reseñas de los estrenos, a cien euros cada una. Era una forma de aplicar sus conocimientos para sacar un sobresueldo, que bien le venía para pagar ochocientos euros mensuales de pensión para su ex y los chicos, sin dejar por ello de comer y disfrutar de algún honesto esparcimiento, como decía su madre. Al llegar a la Revista, lo abordó Julita, con la maliciosa impertinencia de siempre:
-             -       ¿Qué noticias nos traes, Luisito? ¿Te vas a quedar en silla de ruedas?
     El interpelado resopló y procedió a explicar a su colega de moda femenina lo mucho que acababa de aprender sobre el tratamiento de la espondilolistesis. Julita, un tanto aburrida de la perorata, volvió a las andadas:
-              -      ¿Y no te vendría bien una faja? Yo la llevo en la estación fría. Precisamente me la quité hace una semana. Tal vez te hayas dado cuenta…
     El bueno de Luis comprendió que tenía un motivo más para no perdonar la estancia gallega, aunque se dejara en ella todos sus ahorros. Se imponía perder de vista a ciertas personas. Y, si aprovechaba bien el tiempo, era posible que pudiese acabar su interminable proyecto de libro sobre El cine francés, de los orígenes hasta la Nouvelle Vague. ¡Hasta era posible que se lo prologase Félix Alday si, al fin, acababa su trabajo antes de que falleciera aquel veterano y sabio periodista! Fiel a su costumbre de siempre, empezó a tachar en el calendario los días que faltaban para el ansiado 15 de julio, en que empezaría las vacaciones. Y, cosa curiosa, pareció mejorar de sus dolores, incluso cuando cogía el coche para ir y venir al trabajo, pese a la expresa prohibición del galeno. En eso, Luis era inflexible:
-              -      Iré y volveré de Santo Estevo en mi Laguna[1], parando cuando me apetezca. Y, una vez allí, tranquilidad y a escribir.
     Para ir haciendo boca, preparaba con tiempo y delectación el equipaje de una maleta, dedicada en exclusiva a libros, revistas y vídeos de cine galo. Pienso que no era mala forma de anticipar la felicidad y hacer tangible la esperanza.


2.      La donna immobile



     Se habían avistado al día siguiente de su llegada, contemplando el contradictorio espectáculo de una boda de punta en blanco, en medio de la Naturaleza sencilla y silenciosa. Aprovechando que la iglesia estaba generosamente florida e iluminada, Emma y Luis se colaron entre los invitados y acabaron coincidiendo ante el retablo de los Apóstoles. No cruzaron una palabra pero, por su indumentaria, ambos supusieron que compartían alojamiento en el Parador. Al día siguiente, se repitió la coincidencia en la recepción del hotel, pidiendo información sobre los recorridos en catamarán por los cañones del Sil. Y esta vez, Emma sí aprovechó la oportunidad que se le brindaba.
-              -    ¡Qué pena! -comentó-. Nada menos que a ocho kilómetros de aquí. Y yo que no he traído el coche, creyendo que habría un embarcadero justo aquí abajo…
     Luis se dio por aludido:
-          -     Yo sí he traído coche, pero dicen que la carretera de acceso es espeluznante y el médico me ha aconsejado no conducir. Tal vez se podría ir andando.
-               -   Ni se les ocurra, dijo el recepcionista. Tendrían que ir por la orilla del río y las sendas están tupidas por la maleza.
-             -      ¿Y si contratásemos un taxi? Si le parece bien…
-             -  Sí, podemos ir juntos -concedió Emma, más por compromiso que por desear una dudosa compañía-.
     Con todo, la excursión resultó grata. Luis era un aceptable conocedor de las especies de flora y fauna, además de buen conversador en materia de libros y de cine. Emma aprovechaba su buena base de bellas artes, para describir las iglesias y ermitas que se insinuaban entre la floresta, según avanzaba la embarcación por aguas del Sil. Él parecía feliz con solo disfrutar de la compañía de aquella mujer tan agraciada y buena conversadora, pero ella, en forma de preguntas y juicios discutibles, ponía sutilmente a prueba el fondo y la cultura de su acompañante, tan sincero como poco locuaz. El examen no resultó desfavorable, a juzgar por la despedida, tras continuar durante la cena el coloquio, ya enfocado más bien a aspectos de trabajo y familiares.
-         -     Estoy pensando, Emma -dijo Luis, de forma que parecía esperar una negativa-, si podríamos ir mañana al spa a la misma hora. ¡Es tan aburrido esperar turno y hacer el circuito, sin conocer a nadie!
-            - ¡Huy, lo que sobra es con quien hablar! En estos sitios todo el mundo conversa e interpela al prójimo, sin necesidad de haber sido presentados.
     Luis intuyó que Emma trataba de quitárselo de encima por algún motivo relacionado con los trajes de baño y la insinuante promiscuidad de la sauna y el jacuzzi.  Se apresuró a explicar:
-              -     Me duele bastante la espalda, con los masajes que me dan. Me apetecería más el tratamiento junto a una persona amiga.
     Emma no quería ser descortés; de modo que aceptó, con cierta sorna:
-              -     ¡Ah, ya veo! Lo que quieres es una enfermera a tu lado. Haré lo que pueda por mitigar tus dolores.
     Mientras subían la escalera monumental rumbo a sus habitaciones pensó que había hecho un pan como unas tortas. Le habría venido fenomenal un caballero con un buen coche disponible y, en su lugar, estaba quedando con un individuo anodino, que no podía conducir por prescripción facultativa. De todas formas, aún quedaban varios días y se prometió que, de forma educada, tendría que cambiar de acompañante. Mejor dicho, habría de evitar que, como tantas veces antes, se le pegara un tipo completamente inadecuado para sus propósitos. Sí, mañana mismo, en la sala de relajación, hablaría con Luis.

***

     Las tumbonas para la recuperación, envueltas en una suave luz azulada, eran ideales para confidencias y conversaciones incómodas, con los ojos cerrados o la mirada perdida en un techo, que imitaba el cielo estrellado del anochecer. Emma, como quien no dice nada, inició así su prevista ruptura:
-             -      No sabes las ganas que tenía de venir a la Ribeira Sacra, para recorrer los pequeños monasterios y las iglesias románicas, y -mira tú por donde- he tenido que venirme sin coche.
-         -      Lamento no poderte llevar adonde quieras pero ya sabes el problema médico que tengo. De todas formas, aunque sea enojoso, podríamos llamar un taxi del pueblo más cercano, como ayer para el crucero por el río.
     Emma comprendió que no le iba a ser fácil librarse de Luis. Mientras preparaba alguna ocurrencia liberadora, hizo tiempo trayendo a colación un dato que, sorprendentemente, aún no le había referido, tal vez, por vergüenza:
-               -     Ya ves. En el momento más inoportuno me han dejado sin carné.
     Luis apenas pudo contener la risa y replicó:
-               -  Eso no es problema. A mí me sobra… Precisamente tengo cuatro en mi habitación. ¿Quieres verlos?
-              -    ¿Cómo? ¿Te dedicas a falsificar documentos?
-               -   No, mujer. Son auténticos, solo que reproducciones.
     Lo que había empezado con incredulidad y sorpresa, se estaba convirtiendo en una lucecita de esperanza. No para todo el tiempo, pero en fin, en situaciones de máximo apuro…, pensaba Emma. Decidió que, si cuidaba itinerarios y momentos, no tenía mucho que perder:
-              -    Necesitarás alguna foto mía…
-               -   Chica, tanto como necesitar…, pero sí que me gustaría tener una como recuerdo.
-              -     Tal vez tenga alguna en el bolso, aunque dudo que sea de las de carné.
-              -    Me lo figuro, pero casi preferiría alguna más personal.
     Emma estaba hecha un lío. Luis concluyó:
-              -     No hay prisa. A la hora de comer, si la encuentras, me la traes.
     En fin, la ruptura tendría que esperar.
     Durante el almuerzo, Emma volvió al tema, ante la aparente indiferencia de su compañero de mesa:
-               -   Como me temía, no he encontrado una foto adecuada. Tal vez, con el teléfono móvil…
-              -    Claro. Te la sacaré con el mío en cuanto acabemos de comer. En el claustro de los Obispos quedará superior.
     Emma lo taladraba con la mirada, tratando de llegar al fondo de aquella esperanzadora comedia:
-               -   Pero, bueno, ¿no trabajas en unos grandes almacenes?
-               -   Sí, pero también soy una especie de experto en cine.
-              -    Eso puede darte una base como fotógrafo, pero, de ahí, a facilitar carnés…
     Luis zanjó la averiguación de manera displicente y harto peligrosa:
-               -   Mira, Emma, voy a pasarme trabajando toda la tarde en un libro que estoy acabando. Ando mal de tiempo y no bajaré a cenar. Así que piénsalo y, si al fin quieres carné, sube hacia las diez a mi habitación -la 207- y te enseño.
     Como ustedes comprenderán, lo menos que supuso Emma es que el experto en cine iba a cobrarle el carné en especie. Mas la curiosidad es dudosa consejera, sobre todo, cuando tiene toda una tarde lluviosa y aburrida para crecer y crecer. Después de todo, era una mujer con redaños y el Parador tenía una ocupación del noventa y dos por ciento, según el recepcionista. Así que, a la hora señalada, Emma llamaba a la puerta de la habitación de Luis, tras haberse dado confianza con un pensamiento muy manido y no exento de riesgos imprevistos:
-               -   A fin de cuentas -se dijo-, este es un experimento con gaseosa.


3.      Del paraíso y sus niños



-       
Pasa, Emma, y ponte cómoda que, dentro de un momento, estaremos en el paraíso.
     La habitación estaba en penumbra. Apenas una lámpara de mesa iluminaba el amplio recinto, desde el lado izquierdo del televisor, que Luis procedía a encender en aquel momento.
-             -    No tenemos palomitas, pero unos anacardos nos vendrán al pelo. Tres horas y cuarto dan mucho de sí para aguantar sin comer nada… ¿Una coca-cola?
     Emma no entendía nada. Por toda explicación, Luis le señaló con una mano la cama. Ella enrojeció y se puso en guardia:
-              -    ¿Así, sin más ni más?, preguntó ásperamente.
-         -    Tienes razón. Haré la presentación, como si estuviésemos en un foro de cine… Pero siéntate aquí primero… Amiga Emma, la película que vas a ver esta noche está considerada como la mejor del cine francés, tanto por la Academia Cinematográfica de aquel país, como por el público galo. Se trata, por supuesto, de Les enfants du paradis, dirigida por Marcel Carné y estrenada en marzo de 1945…
     Sin dejar de hablar, Luis conectó el videorreproductor y tomó de sobre la cama cuatro cajas con sendos DVD. Además de la citada película, se trataba de las cintas Le quai des brumes, Thérèse Raquin y Les visiteurs du soir, todas del director Carné. Emma, al fin, comprendió.
***
     A eso de la una y media de la noche, Emma se levantó y dispuso a salir del cine. Rozó levemente el brazo de Luis y dijo:
-              -    Magnífica, gracias... Se ha hecho tardísimo y mañana podríamos levantarnos algo temprano para ir a ver Santa Cristina.
     Parecía como si Luis tuviera ganas de conversación:
-              -    ¿Con quién te has sentido más identificada, con el personaje de Arletty o con el de María Casares?
     Emma simuló un bostezo y replicó a botepronto:
-               -   Según momentos… No es fácil escoger entre el arte y la vida.
     Luis era insistente. Según abría la puerta, le preguntó:
-               -   Y de sus cuatro amadores, ¿a cuál habrías elegido tú por compañero?
-               -   Eso, amigo mío, habrás de descubrirlo por ti mismo.
     Y salió.





[1]  Conocido modelo de automóvil fabricado por Renault entre 1993 y 2015.