lunes, 30 de mayo de 2016

VIUDAS DE GUERRA


Viudas de guerra
Por Federico Bello Landrove

     Tres viudas de nuestra Guerra Civil, cuentan su vida a un periodista. Casos y personajes son reales en lo sustancial, pero no deseando hacer biografía sino, si acaso, tipología, me he permitido cuantas licencias y fantasías me ha parecido oportuno, sin llegar a alterar radicalmente peripecias ni personajes.




1.      La soledad y el amor

-          Me casé a los diecinueve años con Zósimo, que iba a cumplir por entonces los veintiséis. Nos habíamos conocido dos años antes en casa de mis tíos, que ejercían sobre mí la tutela, al haber quedado huérfana de padre y madre con catorce años. Me pareció un señor muy viril y bien parecido. Fíjese usted, lo conceptué un señor: siete años, a esa edad, es todo un mundo y, además, yo era una pipiola que acababa de terminar el bachiller en un colegio de monjas, mientras que él era ya un abogado bastante famoso, que andaba metido en política, por lo que me dijo mi tío. Yo luego me fui un año entero a Francia, para ampliar estudios y perfeccionar el idioma. Me valió de mucho como experiencia. Por allí estaban bastante más adelantados que en España; no digamos las mujeres.
-          Demasiado adelantadas tal vez, ¿no cree?
-          ¡Je! No sabría decirle, pues yo estaba interna en el colegio y apenas me relacionaba con nadie más que mis compañeras y algunas de sus familias, que tenían a bien invitarme. Pero bastaba con leer los periódicos, ir al cine o darse una vuelta por los bulevares parisinos, para comprender que allí las mujeres contaban; trataban con los hombres de igual a igual y estudiaban para ejercer luego como profesionales. Un mundo muy distinto, vamos. No digo que mejor ni peor, aunque opino que un término medio habría sido lo más adecuado.
-          Claro, usted compara la Francia de los años veinte con la España de la misma época; pero justamente un par de años después advino la II República y todo cambió.
-          Demasiado rápido y, en general, para peor. Yo me casé un par de meses antes del catorce de abril y, cuando me quise dar cuenta, tenía tres hijos que criar, y casi sola, porque mi marido…
-          … Empezó a significarse mucho y a tener problemas serios.
-          Sí, en efecto. Cuando el golpe fallido de Sanjurjo tuvo que exiliarse el Portugal, de donde regresó al cabo de año y medio. Luego, ya se sabe, el activismo político, el periódico que dirigía, la labor sindical y jurídica y, finalmente, la cárcel. Ya me dirá qué ayuda podía prestarme en casa. Aunque no crea, era muy cariñoso y un padre ejemplar. Desde luego, influyó muchísimo en mí; me marcó para siempre.
-          Pero para usted, enamorada y madre, no sería plato de gusto pasarse la vida de zozobra en zozobra: amenazas, manos armadas, la prisión…
-          Eran malos tiempos, pero inevitables. Zósimo estaba muy lejos de ser violento por naturaleza. ¿Para qué, si era culto, inteligente, gran orador, buen abogado? En los atentados y la guerra que se veía venir, no podía sino perder. Pero no había otro remedio: eso, o la sumisión a la Unión Soviética, y las purgas y servidumbre mísera que vendrían después.
-          Ya veo que usted compartía el ideario y la conducta de su marido. Pero no es de eso de lo que querría que habláramos. Si acaso, dos palabras sobre la muerte de su esposo en acción de guerra.
-          Fue en los primeros días de la contienda. Unos lo han llamado asesinato, pues lo remataron ya herido y a sangre fría. Otros lo consideran un desafortunado encuentro con fuerza enemiga, en momentos sin estabilidad del frente. Yo -no sé si debo decirlo-…
-          Mujer, eso ya es historia. Relate su impresión como le venga a la boca y luego la matizaremos, antes de publicarla.
-          Tiene razón, a estas alturas… Bien, escriba literalmente: En aquellos terribles y violentos días, eran muchas las rencillas y las ambiciones. Alguien pudo irse de la lengua o dar un chivatazo al enemigo. Lo cierto es que pareció preparado, como una emboscada. En fin, es un misterio, que el tiempo no ha logrado desvelar.
-          Sería terrible para usted. De hecho, tengo oído que de la impresión perdió el hijo que esperaba.
-          Así fue… La verdad es que la muerte ha perseguido a mi familia sañudamente. Mi padre y mi madre murieron jóvenes. Aborté de mi primer hijo. Luego, lo de mi esposo y el segundo aborto a que usted alude. Más tarde, el fallecimiento de mi único hijo varón, de un cáncer en plena adolescencia. Aquí acabó mi vida pública o política, podría decirse. Era demasiado sufrir.
-          Verdaderamente, todos la consideran una mujer enérgica y fuerte. Si me lo permite, no lo compagino con esa imagen en las fotos de la época, de mujer sufriente, enlutada de pies a cabeza, con velo, como un alma en pena.
-          Tenía veinticinco años cuando me quedé viuda, con tres criaturas. Mi dolor fue inmenso, se puede figurar. Además, los lutos eran así entonces y no le ocultaré que lo llevé más a rajatabla, para dar ejemplo y respeto ante tantos camaradas y gente corriente, que idolatraban a Zósimo. Inmediatamente me volqué con la acción benéfica y social, que usted conoce y está suficientemente descrita, aunque no reconocida. Dolor y luto no fueron contradictorios con un agotador trabajo. Digamos que, gracias a este, superé aquellos con mayor resignación.
-           Lo comprendo. Además, aquí es donde entra la relación con Manuel, su segundo marido.
-          No exactamente. Manuel ya era entusiasta y colaborador, incluso secretario, de Zósimo. Nos conocíamos desde el año treinta y uno en que él, con apenas diecisiete de edad, vino a estudiar Derecho a Castellar. También conocíamos a su familia, que vivía en el Norte. Así pues, su colaboración estrecha y fiel en mis iniciativas benéficas fue lógica y casi diría que inevitable.
-          Por lo que me indica sobre edades, don Manuel debía ser más joven que usted.
-          Dos años y pico. Con todo, tenía una excelente formación como político y abogado, así como experiencia en Alemania sobre proyectos similares a los que iniciábamos entonces en España.
-          Estoy seguro de que esta será la pregunta del millón para los lectores de El Noticiero: ¿Cuándo se enamoraron ustedes? ¿Cuándo se produjo su petición de mano?
-          Lamento no poder contestar a la pregunta millonaria pues el amor entre muy buenos amigos y compañeros no nace, sino que se transforma o trasciende. Yo me daba cuenta de que Manuel me iba queriendo cada vez más íntimamente, según colaborábamos y estábamos más tiempo juntos, pero ambos íbamos con pies de plomo, por temor al qué dirán y a echar a perder nuestros afanes sociales por un imprudente sentimiento egoísta. Y no crea usted que el obstáculo principal fuera la memoria de Zósimo.
-          ¿No?
-          En absoluto. Tenía su vida tan amenazada, que más de una vez me animó a pasar a segundas nupcias, caso de quedarme viuda. Figúrese, sola y con tres niños. Yo hacía como si me enfadara ante la sugerencia y, muy femenina, le preguntaba: ¿Quién iba a querer casarse conmigo y con tres criaturas? A lo que Zósimo, levantaba la mano en el gesto de juntar las yemas de los dedos y replicaba: ¡Así los tendrías! Yo lo tomaba como un elogio a mi carácter y atractivo, como mujer joven y no fea, aunque también podría entenderse como el interés malsano que despertaría la viuda famosa y bien situada de un héroe de guerra.
-          Entiendo. Así que el romance se fue gestando poco a poco. Pero supongo que en algún momento concreto le pediría relaciones don Manuel, o se declararía…
-          Así es, y es curioso lo que tiene el cariño. Fíjese que durante dos años trabajamos codo con codo, muchas veces solos y en mi casa. Sin embargo, se produjo en el momento en que le ofrecieron un importante cargo político y hubo de marchar a Burgos. Fueron apenas tres meses, pero nos extrañamos tanto -sobre todo, él, que yo estaba acompañada por mis hijos-, que, al volver a vernos en Barcelona, cuando su liberación, le faltó tiempo para declararme su amor y pedirme en matrimonio.
-          Y usted, ¿qué le respondió?
-          Pues que era una locura, que le iba a parecer muy mal a casi todo el mundo, por lo que mi anterior marido había simbolizado en una guerra que aún estaba por finalizar. Él insistía. Y yo: fíjate que tengo tres hijos. Pero nada: Que eran hijos de Zósimo y que nada le gustaría más que ayudarme a sacarlos adelante. En fin, le prometí pensarlo, cosa que ya era decir bastante, dadas las circunstancias.
-          ¿Tardó mucho en decidirse?
-          La verdad es que no. Tenía veintiocho años y me sentía terriblemente sola como mujer, a pesar de los niños y del trabajo. Sentí que, después de tres años de viudez, había llegado el momento de ordenar definitivamente mi vida. Me ayudó mucho la cariñosa reacción de sus padres, que bien podrían haber puesto el grito en el cielo, porque él era más joven y podía aspirar a una muchacha sin pasado y sin compromisos. Por lo demás, yo era, y soy, muy independiente y temía no ser comprendida. Quiero decir que lo consulté con mi confesor y pocos más. Finalmente, le di el sí de una forma que siempre me hace sonreír. Le dije: Manuel, he pensado que podríamos comprar una casa junto al mar. Yo sabía que era su ilusión desde niño. Era como cumplir su sueño, entrar a formar parte de él.
-          Tengo entendido que se casaron en el otoño del treinta y nueve.
-          Así es, en la capilla del palacio arzobispal, en la más estricta intimidad, como suele decirse. No nos escondíamos, pero tampoco nos gustaba hacer fiesta u ostentación de algo tan personal y que cayó como una bomba entre mucha gente.
-          Gente que les haría saber su disgusto por la boda…
-          No crea. Dar la cara, pocos, pero el vacío y los comentarios fueron de órdago. Conmigo se atrevieron menos: Quizá se comprendía entonces mejor la debilidad en la mujer, o temían la acritud de mis desplantes. Además, yo podía vivir de mis tierras, sin necesidad de regalos ni pensiones, y a fe que lo hice. Pero Manuel…
-          Se cebaron con él, según tengo entendido.
-          De la noche a la mañana perdió sus cargos y el trabajo que se había agenciado con su talento como escritor; así, sin una explicación, por grosera que fuese. Se quedó en la calle. Como quien dice, tuve que alimentar cuatro bocas, en vez de tres. Por poco tiempo, claro, pues él era muy inteligente y con iniciativa. Pronto se colocó como periodista, empezó a escribir ensayos y novelas; hasta llegó a hacer el guión de una película sobre toros. Bueno, eso fue poco a poco, con los años, cuando al público ya no le decía nada el apellido Fernández de Echániz.
-          De todas formas, doña Dolores, alguien estaría a favor de ustedes, los apoyaría.
-          Tiene razón. Hasta es posible que buena parte de las diatribas tuvieran origen en la pequeña política y en la envidia hacía nuestras personas. Vieron en la boda la oportunidad de desembarazarse de nosotros y de la originalidad de las ideas sociales y femeninas que llevamos a la práctica. Pero también hubo mucho de lo otro. Como ha escrito mi viejo amigo Patricio Antruejo, hicieron de mí un mito y de mi segundo matrimonio, un escándalo, algo así como una violación. Suena muy fuerte, pero creo que está en lo cierto.
-          Vamos terminando ya, que no quiero cansarla. Con la perspectiva que dan los años y fallecido hace poco don Manuel, ¿cree usted que su decisión fue acertada?
-          Desde luego, no pudimos actuar mejor. Tuvimos un hijo y no iba ahora a renegar en público de mi matrimonio, pero puede creerme. Fuimos enormemente felices, sin olvidar para nada a Zósimo y su legado personal. Eso nos mantuvo firmes y es el mayor mentís para quienes quisieron convertirme en estatua de un mausoleo. Manuel y yo seguimos la senda y la tarea del Héroe. Son otros, que antaño se rasgaron las vestiduras, quienes con el tiempo lo olvidaron o traicionaron. Pero esa ya es otra historia.
-          En efecto, y que podría irritar y dividir a muchos castellarenses. Dejemos las confidencias en el plano, digamos, sentimental. Ese es el sentido de nuestra serie de reportajes sobre viudas de guerra. Muchas gracias, doña Dolores, y muy honrados porque aceptara protagonizar la primera entrega.
-          Ha sido una satisfacción. A los ochenta y tantos años, que se acuerden de una y la escuchen es muy de agradecer.



2.      Apuesta contra la miseria

-          Debió de ser algo así como lo que noveló Arniches en La Señorita de Trevélez… ¿Que no la ha leído? Al menos habrá visto Calle Mayor, que es su versión cinematográfica.
-          ¡Ah, sí! -respondo-. Esa película que rodaron en Palencia. Era de Berlanga, ¿no?
-          De Bardem, hombre, de Bardem.
     Son los inconvenientes de ser demasiado joven y no muy instruido. Pero a lo que vamos. Ahora entiendo por qué la señora Lafuente me ha citado en la cafetería del Casino para la entrevista sobre Viudas de Guerra. Su madre hace treinta años que murió y es ella -profesora de Lengua en el Instituto Marsilla, a punto de jubilarse- quien se ha ofrecido a darme su versión del calvario por el que pasó doña Práxedes, su mamá, en los primeros años de viudedad.
-          Toda la ciudad quedó sobrecogida por la ejecución de mi padre. Era un hombre extraordinario y, como alcalde, nadie lo había hecho mejor; pero, sobre todo, se trataba de una persona equilibrada y noble, abierto a todos y muy caritativo. Eso que no nos sobraba el dinero. Antes los políticos vivían de su profesión y lo poco que cobraban por la función pública iba a parar a las arcas de su Partido. Es el pecado capital de los politicastros de ahora: abandonan su trabajo para vivir a cuerpo de rey, a costa del presupuesto.
     Doña Carmen se embala, si se la deja. Pero no es de política comparada de lo que hemos venido a tratar.
-          Son otros tiempos -apostillo ambiguamente-. Pero hábleme de esa apuesta.
-          Nos lo contaron muchos años más tarde de haberse cruzado. Fue en una tertulia de las muchas de la Pecera -ya sabe, la gran cafetería del Casino, con amplias vistas encristaladas a la calle-. El tal don Veremundo comentaría que la viuda del difunto alcalde estaba en vías de alquilar una de sus muchas casas y tal vez hiciese algún comentario procaz sobre las prendas físicas de mi madre. Sí, seguro que así empezó todo.
-          ¿De qué edades estaríamos hablando?
-          Mi madre tendría… cuarenta años. En cuanto al sinvergüenza, pongamos unos diez años más. No sé. En El Noticiero andará su esquela, a toda página desde luego. Murió en el cincuenta y tantos.
-          ¿Tiene usted algún retrato de su madre?
-          Desde luego, pero no aquí. Si me lo dice por lo de las prendas, le resumo: No era guapa, pero sí alta, bien plantada, algo metida en carnes. Era un tipo de mujer que se llevaba entonces mucho más que ahora. De todos modos, estoy segura de que tan inmoral envite no tuvo su origen en el deseo, sino en las ganas de apuntarse un tanto a costa de una persona famosa en la ciudad, y muy necesitada.
-          ¿Y que apostaron?
-          Una nadería para ellos: un año de alquiler. Así no sale de tu bolsillo la rebaja, si cae la viuda, parece que dijeron los apostadores a favor de mi madre, como si dijéramos.
-          Explíquese, por favor, para que nuestros lectores lo comprendan.
-          Voy a ello. Con la muerte de mi padre, nos quedamos en la calle de la noche a la mañana, pues ocupábamos una vivienda de empresa de La Unión y El Fénix, amplia y céntrica. Éramos seis de familia: mi madre, sus tres hijos menores -yo, todavía una niña-, un tío soltero y la criada de toda la vida. Nos habían dado un mes para abandonar la casa, que se logró prorrogar por otro más. Ya se figurará a mi madre, buscando piso como un alma en pena, sin apenas dinero y dándole con la puerta en las narices por motivos políticos, sobre todo miedo. Finalmente, aunque sus casas tenían mala fama de calidad, fue a ver a don Veremundo. Muy taimado él, le dio el pésame, encareció en voz muy baja los méritos de mi padre y le ofreció un auténtico tabuco, aunque muy céntrico, por un alquiler razonable, aunque todavía alto para nuestros medios. Mi madre le pidió unos días para decidir y él no puso inconveniente; incluso le insinuó que, negociando algunos puntos, podría rebajar un poco el precio.
-          ¿Seguro que empleó ya esa frase en el primer momento?
-          Si lo sabré yo, que fui con ella. No habían empezado todavía las clases y es posible que mamá tratara de inspirar compasión, acompañándose de una niña.
-          Entiendo. Y, entre la primera visita y la siguiente, sería cuando se gestó la apuesta.
-          Me gusta eso de se gestó. No le habrá dado yo clase… Perdone, es una broma de profesional. Pues seguramente tendrá usted razón. El caso es que mi madre estaba muy interesada en aquel piso. No era solo por tener dónde meterse, sino porque, al estar en pleno centro, era lo indicado para lo que ella tenía ya en el magín para ganarse la vida: montar un taller de costura. En fin, fue a la segunda entrevista con don Veremundo -esta vez, sola- y vino bastante emocionada. Aquel sujeto, por consideración a mi padre, rebajaba un poco lo apuntado la primera vez. A todo esto -fíjese cómo estaban las cosas entonces-, no conocíamos a fondo la casa, más allá de lo que el dueño nos había expuesto. Así que este se ofreció para enseñársela al día siguiente, a primera hora de la noche, a fin de pasar desapercibidos a los vecinos y curiosos. La disculpa no era dudosa, por lo que le llevo dicho. ¡Ah!, en la misma línea el granuja encareció a mi madre que acudiese sola. Yo la esperaré con mi empleada Angelines, para redactar y firmar el contrato, si todo estuviere a su satisfacción.
-          ¡Vaya!, no se lo montó mal el tal Veremundo, con promesa de carabina y todo.
-          Una promesa que, como comprenderá, estaba muy lejos de cumplir… El caso es que mi madre acudió y pasó lo que puede usted figurarse. El tipo se la insinuó de modo insistente y, por último, apagó la luz y la abrazó con lasciva intención. La cosa no fue a mayores porque mi madre era fuerte y supongo que gritaría para alertar a los vecinos…
-          Ha dicho que supone. ¿No se lo contó ella?
-          A mí, no, desde luego, ni a nadie en aquellos momentos. Como tantas veces sucede, sufre mayor vergüenza la mujer solicitada que el macho acometedor. Andando el tiempo, mi hermana mayor -que era muy parecida a ella en carácter y apariencia- tuvo cumplido conocimiento de lo acaecido. Yo, ni me atreví a preguntar, ni mi madre me habló nunca de ello. Lo único de lo que me enteré es de que aquel piso no se alquiló y que tuvimos que pasar un par de meses recogidos en casas de los parientes de mi madre, en el pueblo del que era natural. Al cabo de ese tiempo, con la ayuda de un concejal de derechas de la época de mi padre, logramos hacernos con una vivienda, así mismo céntrica y, según mi madre, un poco mejor y más grande que la de don Veremundo. Allí montamos el taller familiar y fuimos saliendo adelante como Dios quiso, si es que se puede meter a Dios en sucesos tan lamentables.
-          Según eso, Veremundo perdió la apuesta. ¿Qué es lo que tuvo que pagar a sus contrarios?
-          Una cena a todo meter, aquí en el Casino. Según un camarero que conocimos, se habló de la mariscada durante mucho tiempo. Figúrese, langosta en tiempos de guerra. Pero no fue eso lo único que perdió aquel Don Juan de pacotilla. Su hijo pequeño cayó en la Batalla del Ebro y él mismo sufrió de entonces a poco un atropello y perdió una pierna. Son cosas que pasan, pero a mí me consuela el pensar que fueron el justo castigo de su perversidad, como suele decirse.
-          Entonces, doña Carmen, ¿qué podríamos destacar a nuestros lectores? En todo esto veo abuso, desprecio, aprovecharse de la triste situación de una viuda de guerra…
-          También algo más profundo. Es posible que don Veremundo fuese un sátiro o que persiguiera cualquier cosa con faldas, pero también pudo suceder que se encaprichase de una mujer mártir, de alguien que tenía el prestigio intangible de la moralidad, el sufrimiento y - ¿por qué no decirlo? – del respeto de la buena gente. Todo eso, amigo mío, también atrae, bien para poseerlo, bien para profanarlo, o para ambas cosas. ¿Quién sabe?
-          Bueno, muchas gracias por haber compartido sus recuerdos. No sé si quiere decir algo más.
-          Acabo de aludir a la buena gente. No dudo de que la hubiera entonces, como la hay ahora; pero, ¡qué difícil nos fue encontrarla! Solo muchos años después han ido saliendo de sus conchas, como los caracoles cuando cesa el aguacero. Pero lo que es cuando los necesitamos… En fin, don Veremundo pecó por acción, como otros muchos; el resto lo hizo por omisión, incluso algunos que ahora ponen el nombre de mi padre en libros, calles y monumentos… Por cierto, ¿estás seguro -permíteme el tuteo- de que no te he dado clase? ¿No será que suspendiste y no quieres ni recordarlo?



3.      La réproba

     Quedo citado con doña Jacinta en el reservado del Café Suizo y me la encuentro muy bien acompañada de otras tres amigas, más o menos de su edad, muy atildadas, tomando café y jugando a las cartas. Una de ellas, al acercarme, bromea:
-          Aquí tienes a tu pretendiente, Jaci. ¡Qué callado te lo tenías!
     Otra me dice:
-          No le haga mucho caso, que últimamente se le olvida hasta cantar las cuarenta.
     Nos apartamos a una mesa aislada, al otro lado del saloncito, y un poco corrida por las pullas de sus amigas, me pone en antecedentes:
-          No vaya a creer que ha sido así toda mi vida, jugar y tomar café. Saqué adelante con esfuerzo a mis dos hijos y he tenido que lidiar con dos maridos. Ahora, gracias a Dios, aquí me tiene, otra vez viuda, con una salud de la que no puedo quejarme, dada mi edad, y una pensión con la que voy tirando, gracias a que la casa es propia. En fin, usted dirá. No sé muy bien de qué quiere que hablemos.
-          Pues, para empezar, cuénteme algo sobre su primer marido. Decía usted que tuvo que lidiar con él. ¿A qué se refería exactamente?
-          ¡Jesús!, es una manera de hablar. Quería decir que tenía mucho carácter y le gustaban las cosas muy en su punto, no como ahora, que veo a mis nietas repartiendo las tareas de la casa con sus esposos y dejando el fregadero hasta el día siguiente, si se tercia. Mi primer marido, Francisco, era apoderado de la Azucarera, todo un cargazo para su juventud. No sabe lo que le tocó pelear con los obreros, que miraban mal todo lo que hacía la empresa por aquello de que era un monopolio, según decían. Yo creo que eso fue lo que le marcó en lo político, pues él era hijo de ferroviario y todo se lo había ganado como becario y con su esfuerzo. Los de la UGT se la tenían jurada; así que gracias a Dios que en Castellar se impusieron las derechas, que si no…
-          Para cuando estalló la Guerra, ya tenían los dos hijos de que antes me hablaba...
-          Sí, claro. Vivíamos en una casa de la calle de la Estación: nosotros en el segundo y mis suegros en el primero, con sus hijos solteros. Era una distribución muy conveniente; hacíamos nuestra vida, pero nos ayudaban en todo. Idolatraban a los nietos, sobre todo, a la niña. En fin, de la noche a la mañana todo se puso patas arriba. A mi suegro lo llevaron detenido por frecuentar la Casa del Pueblo, pero intervino mi marido, movió influencias, y lo dejaron tranquilo. Eso fue poco antes de que le diese la ventolera y nos sorprendiera con que se iba voluntario al frente.
-          ¿Es que no le correspondía por la edad?
-          Claro que no. Había cumplido ya los veintinueve. Con esa edad y dos hijos al cargo, habría podido pasarse tranquilamente en casa toda la guerra.
-          ¿Y que lo llevaría a tomar una decisión así?
-          Yo creo que lo que pasaba con su familia. Los hermanos, solteros y más jóvenes, eran llamados al frente por obligación. Luego, los favores que le hicieron cuando lo de su padre. También, que era simpatizante de Falange. A poco de empezar la contienda, se hizo del Movimiento y no era persona para estar emboscado, como tantos otros. El caso es que, pasada la Navidad del treinta y seis, apareció por casa vestido de soldado y me soltó la andanada: que se iba al frente. No te preocupes -me dijo-, por mi edad y preparación, me han reclutado en Intendencia. Lo mismo me dan un destino de retaguardia. ¡Bien sabía él que no iba a ser así, pero a todos nos doró la píldora!
-          Entonces, no le respetaron el compromiso…
-          Sí, sí; a Intendencia lo mandaron, pero con los camiones del frente de Madrid. Y allí se estuvo los seis meses que le quedaban de vida. En julio del treinta y siete se dio la sangrienta batalla de Brunete, como usted sabrá y, precisamente el día 18, aniversario del Movimiento, fue a caer mi Francisco en Quijorna, un pueblo perdido de la provincia de Madrid. Una bomba de la aviación cayó sobre su convoy y murió en el acto.
-          Sería un golpe tremendo para todos ustedes.
-          Figúrese, a mis veintisiete años, viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños. Solo tenía una luz de esperanza: la de que la familia de mi difunto esposo siguiera tan unida a mí como hasta entonces. Y, en un principio, así fue, no voy a negarlo.
-          Y usted, ¿no tenía familia?
-          Eran gente pobre, que vivía en un pueblo muy lejos. Yo preferí seguir como hasta entonces, en Castellar. Eso sí, tenía algunos estudios y aprendí mecanografía. En la Azucarera me dieron trabajo, en memoria de mi Francisco.
-          Trabajo y una pensión, me figuro.
-          Pues se figura mal. Él llevaba pocos años trabajando y la muerte había sido en acción de guerra. El subsidio tenía que venir del Gobierno y mi marido había sido un simple soldado. Así que me despacharon con cuatro perras, ni para el alquiler. Eso sí, me ofrecieron plaza para los niños en un colegio de Auxilio Social en Medina. ¡Lo que faltaba!; que me llevaran a las pobres criaturas a una especie de orfanato, como si también les faltase yo. El caso es que, de mutuo acuerdo, mis suegros y yo decidimos juntarnos y tirar para adelante, compartiendo la pena y la penuria. 
-          Hasta ahí, doña Jacinta, todo normal, dentro de lo que cabe. ¿Qué pasó, para que todo cambiase a peor, al poco tiempo?
-          Pues que empezó a pretenderme un compañero de oficina, soltero, bastante mayor que yo. A mí, la verdad, me extrañó porque andaba por los cuarenta, tenía tierras en Navarra y fama de buen vividor. No parecía lo más lógico que tirara los tejos a una viuda pobre y con dos hijos. Además estaba el hecho poco respetuoso de que no hubiera pasado ni un año desde la muerte de Francisco. Yo era muy franca; así que decidí aclarar las cosas, no fuera a ir él en plan de aventura, y tuvimos una conversación en serio. El hombre se explicó a plena satisfacción mía: que me quería como esposa; que les tenía afecto a mis hijos y no pretendía tener otros conmigo; y que, por supuesto, el matrimonio nos sacaría de la pobreza y empezaríamos una nueva vida en Pamplona, tan pronto acabara la guerra, pues su estancia en Castellar no le estaba resultando grata y menos lo sería para nosotros, a la vera de la familia de mi marido.
-          Veo que ya se olía la tostada el aspirante…
-          Cierto, joven. No en vano era una persona con experiencia. El caso es que yo decidí, de acuerdo con él, no adelantar las noticias a mis suegros y esconder también nuestra relación a los compañeros de la oficina, algo más fácil de decir que de hacer. Como él no era fogoso ni yo estaba realmente enamorada, conseguimos seguir haciendo la misma vida de antes, hasta concluir la guerra. ¡No vea cómo se puso la familia de Francisco por no haberlos informado a su debido tiempo, como decían! Me cerraron las puertas de su casa -los niños bajaban solos a visitarlos, pese a lo pequeños que eran-. No volví a ver una peseta suya, si bien tengo que reconocer que siguieron atendiendo y obsequiando a sus nietos, pero siempre en especie. En fin, cuando al fin nos casamos, no vinieron a la boda y me retiraron la palabra. Así que fue una bendición el marchar para Navarra y no volverlos a ver. Por algunos amigos comunes, me consta que me llamaban falsa, ligera, vendida y no sé cuántas lindezas más. Allá ellos.
-          ¿Y así siguieron las cosas hasta el final?
-          Conmigo y con mi Serafín, desde luego. Mis hijos, cuando estuvieron en edad de viajar, venían con cierta frecuencia por acá, dado que yo siempre procuré que mantuvieran las relaciones; pero llegó un momento que se dieron cuenta de la inquina que me tenían sus tíos y abuelos, y ellos mismos fueron espaciando las visitas. Más tarde, mi hija se casó con un castellarense y trabaja aquí en una inmobiliaria; yo, al morir Serafín, hice de tripas corazón y seguí sus pasos; y en esta ciudad me tiene desde hace casi diez años.
-          Tengo que preguntarle dos cosas para acabar, doña Jacinta. La primera, si no habría cierto antagonismo político de su segundo marido con la familia del primero. Sabido es que, en casos así, el nuevo matrimonio solía ser visto como una especie de traición al difunto.
-          Sí, conozco casos, pero el mío no fue de esos. No veo otra razón para su inquina que el que pretendiesen que yo siguiera viuda por los siglos de los siglos. Ya sabe la mentalidad que había entonces: Los padres eran los guardadores de la memoria de sus hijos y las mujeres, unas casquivanas que, tan pronto se las dejaba a su aire, se liaban con otro por liviandad o por dinero.
-          No sé, usted sabrá. Yo no viví aquellos tiempos… Bien, la segunda pregunta -que hago a todas las entrevistadas de la serie, por curiosidad de los lectores-: ¿Qué tal le fue en su segundo matrimonio?
-          Muy bien, tanto a mí, como a mis hijos. Es usted muy joven todavía, pero algún día aprenderá que una buena receta para la felicidad conyugal puede ser la de ayudarse, respetarse y quererse, sin llegar a enamorarse perdidamente. A nosotros nos fue muy bien hasta el final.
-          Entiendo: equilibrio entre el corazón y la cabeza.
-          Me ha comprendido perfectamente… Así que el reportaje saldrá en el suplemento del próximo domingo… Anda que no van a echar bilis los pocos que quedan de la familia de Francisco de aquellos tiempos… ¡Que se fastidien, por lo mucho que me hicieron sufrir a mí!






viernes, 20 de mayo de 2016

LA FUERZA DE LAS PALABRAS


La fuerza de las palabras

Por Federico Bello Landrove

     La lectura de la novela La ladrona de libros, de Markus Zusak, me retrotrae a uno de mis temas favoritos (la fuerza y las debilidades de las palabras escritas) y me anima a revisitarlo en el ámbito de la Alemania nazi, si bien con preferencia de la época prebélica. El encanto de las ciudades de Weimar y Salzburgo espero influya para hacer este relato (a mitad de camino entre la realidad y la fantasía) un poco más atrayente.



1.      La expulsión de Micol

     El 25 de abril de 1933, el Gobierno alemán impuso un cupo máximo del uno y medio por ciento de estudiantes no arios en las escuelas y universidades públicas de todo el país, para evitar la saturación de tales centros docentes. A la letra, lo que tal norma imponía era un límite a la admisión de nuevos discentes pero claro está, en la parda Turingia[1] -otrora verde-, la ley fue interpretada con el rigor que caracterizaba a su Gauleiter, Fritz Sauckel, y que le haría merecedor del epíteto de modélico por el mismísimo Hitler[2]. Días antes de la promulgación, los inspectores educativos habían sido convocados a su despacho, para recibir la siguiente consigna:
-          ¡Aplicación inmediata y sin excepciones! La presencia de esos estudiantes en los centros docentes es motivo de escándalo y posible alteración del orden. Que se vayan a sus casas y empiecen a buscar colegio privado para el próximo curso.
-          ¿No podría tenerse alguna tolerancia en Weimar? -se atrevió a sugerir el inspector jefe de esta ciudad-. Ya sabe usted que el número de alumnos judíos es aquí muy reducido.
-          ¡Esta es una ley de aplicación nacional! No podemos andar con reservas y, menos aún, en nuestra Capital.
     En consecuencia, la orden fue transmitida personalmente por los inspectores a todos los centros docentes weimarianos, incluido el simbólico Gimnasio Goethe de la Amalienstrasse. Su director objetó:
-          Bien podría esperarse a concluir el curso. Total, un par de meses…
-          Órdenes son órdenes, replicó el inspector. Eso sí, en su mano queda permitirles que hagan los exámenes finales, dado que el Gauleiter no ha excluido expresamente tal posibilidad.
     En sexto curso, la expulsión por motivos raciales afectó tan solo a una alumna, Micol Auerbach, hija del contable de los almacenes Sacks&Berlowitz. Era una mocita de dieciséis años, de apariencia vulgar, introvertida y estudiosa. Cuando, por indicación del profesor de Historia, recogió todas sus cosas, lo hizo en silencio y tragándose las lágrimas. Una vez la judía fuera del aula, el docente se atrevió a explicar:
-          Por razones legales, vuestra compañera no volverá por clase, hasta que se celebren los exámenes finales. En vosotros está el prestarle alguna ayuda con las explicaciones y apuntes de los próximos dos meses.
     Los compañeros se miraron unos a otros, entre la perplejidad y el recelo. Uno de ellos se atrevió a preguntar:
-          ¿Por qué la echan del Gimnasio?
-          Porque está sobrecargado de alumnado no ario, contestó con ironía el historiador, usando el eufemismo legal.
     Pese al tecnicismo, los muchachos comprendieron y lo trasladaron a sus padres. Casi todos lamentaron lo sucedido, pero se dijeron que Micol era lo bastante inteligente, como para aprobar los exámenes con la mera ayuda de los libros de texto. En último extremo -como dijo su amiga Helga- ya pediría ayuda en caso de necesitarla.
     Para los padres de Micol, era el segundo golpe duro en el mismo mes. El día 1 de abril, Sacks&Berlowitz había sufrido -como el resto de los negocios de propiedad judía en toda Alemania- el boicot coactivo por parte de los paramilitares nazis. Lucie Berlowitz, con su acostumbrado vigor, había minimizado la trascendencia del evento, pero Rudolf Auerbach, su contable, había sacado sus propias conclusiones:
-          Quien me mandaría hacer caso al señor Pinthus y dejar Erfurt para venirme a esta pretenciosa miniatura, que es Weimar. Aquí nos conocen a todos por el nombre. Y, por si fuera poco, ni sinagoga tenemos. Solo falta que ahora venga a menos el negocio y me rebajen el sueldo. Todo por hacer favores, para que los hermanos Berlowitz tuviesen un contable de plena confianza. Veremos si no me cuesta perder el trabajo. En fin, menos mal que Rebeca no me dio más hijos que Micol. Con los aires que corren por Alemania, me alegro de no haber tenido una progenie más numerosa.
     Y, ahora, su hija única era expulsada del prestigioso Gimnasio Goethe para evitar la insoportable sobreabundancia de estudiantado no ario. El señor Auerbach se sulfuraba:
-          Según los últimos datos de la Centralverein, somos en todo Weimar cuarenta y tres familias judías, con un total de ciento nueve miembros. ¿Cuántos niños y adolescentes podremos contar, diez o doce tal vez?
-          Lo ignoro, papá, repuso Micol. En mi Gimnasio nos han echado a dos; es todo lo que puedo decirte.
-          ¿Y dices que te dejarán hacer los exámenes de fin de curso?
-          Eso me ha asegurado el Director, aunque todo depende de que no reciban órdenes en contrario.
-          Que las recibirán -pronosticó su padre-. Y, en todo caso, con dos meses sin poder ir a clase, no creo que vayas a aprobar.
-          Ya me las arreglaré, no te preocupes. Alguna compañera me ayudará.
     Un poco lejos de allí, en la Bahnstrasse, al pie de la Wasserturm, se desarrollaba una conversación similar, entre padre e hijo. El maquinista de primera, Andreas Fleischer, platicaba con su hijo Lutz, acerca de la peregrina ocurrencia que este había tenido:
-          No voy a negar que estoy en contra de estos abusos -reconocía el padre-; pero no puedes olvidar que, si estás estudiando, es con una beca concedida por el Gobierno de Turingia. Bastará con que te desmandes un poco y la perderás e irás a ejercer de guardagujas o fogonero, en el mejor de los casos. ¿Es que esa chica no tiene compañeras que sean amigas y le echen una mano?
-          Pues pasan los días y nadie se decide. El profesor de Historia lo ha recordado un par de veces y que si quieres. Hay mucho miedo. Ya lo sabes por experiencia propia.
-          ¡Oye, oye, que yo voy siempre por derecho y todavía no me habrás visto levantar el brazo! Pero tu caso es distinto. Eres un chaval y tienes que labrarte un buen porvenir. ¿Vas a tirar por la borda todo lo que llevas aprendido?
-          Claro que no, pero seré prudente y, en todo caso, es cosa de mes y medio.
-          Está bien -gruñó Andreas-, pero no vayas a su casa. Podéis veros en la biblioteca pública, o en algún parque.
     Lutz era obstinado, pero también prudente. De todas formas, no tenía teléfono y de alguna manera tenía que quedar la primera vez. Así que, no sin cierta excitación, acudió a la dirección que le había facilitado el susodicho profesor, en la Marienstrasse.
-          Micol, sal que ha venido para hablar contigo tu compañero Ludwig Fleischer.
     La chica, atónita, acudió a la llamada de su madre, atusándose el cabello y alisando la falda, por el largo pasillo. En efecto, en la habitación de los libros, la esperaba el becario -como todos lo llamaban en clase-. Se puso en pie y le espetó, mientras echaba mano a un cartapacio de hule:
-          Te traigo los apuntes de estos días. Toma nota lo antes que puedas y me los devuelves… Pero no en casa. Vivo lejos. Mejor quedamos en algún sitio…
     Micol calculó por el tamaño del mazo de cuadernos y sugirió:
-          ¿Te parece bien pasado mañana a esta misma hora? Escoge tú un lugar que te venga bien.
-          En el Puente Stern. ¿Qué te parece a las cuatro?
-          Perfecto. Allí estaré. Y muchas gracias.
     El de nada sonó junto a la puerta de entrada. No puede decirse que el muchacho no siguiese en lo posible las cautas indicaciones de su padre.  



2.      La ardiente despedida

     El 21 de junio de 1933, miércoles, los alumnos de sexto curso del Gimnasio Goethe de Weimar realizaron su último examen final, el de Latín. Micol, aparentemente contenta por su desempeño, esperó junto a la verja la salida de Ludwig, cambiando apenas unas palabras con él en voz baja, que cerró con la siguiente frase:
-          Nos vemos a las cinco donde siempre. Tengo que decirte algo importante.
     Donde siempre era el Puente Stern, donde la pareja quedaba todos los días que intercambiaban apuntes o estudiaban juntos las cuestiones más abstrusas. Desde allí, aprovechando las largas tardes de primavera, se encaminaban invariablemente a la Piedra de Dessau, en lo profundo del Parque, donde ambos esperaban pasar inadvertidos. Pero, pese a su prudencia, eran varios los compañeros que estaban al corriente de sus encuentros y empezaba a cundir el rumor de que el becario y la judía se habían hecho novios. El profesor de Historia llamó aparte al muchacho y lo advirtió:
-          Es encomiable su ayuda a la señorita Auerbach, pero no menudeen sus encuentros. Empiezan a ser la comidilla de los más maliciosos y ya sabe usted cómo están las cosas de la Política.
     Lutz, por lo pronto, se preocupó, pero pudo más su amor propio y el deseo de no ceder ante sujetos a los que menospreciaba. Por otra parte, pronto acabaría el curso y, con él, el encargo de Herr Schulz. A partir de ahí, ya se vería si entre ellos -como él empezaba a creer- había surgido algo más que altruismo y camaradería intelectual. ¿Qué pensaría a este respecto la firme y reservada Micol, tan celosa de sus sentimientos, pese a la confianza y gratitud que le demostraba? Tal vez esa tarde -la primera del verano- sería un buen momento para preguntárselo.
     La primera sorpresa para el joven es que su camarada se presentó con una amplia mochila de piel a la espalda que, a juzgar por su volumen, iba atiborrada. En broma, le comentó:
-          Mucha comida traes para solo dos personas.
     Ella pareció no entender. Su semblante estaba más serio que de costumbre. Lutz trató de trasladar la carga a sus espaldas, pero Micol no se lo permitió. Caminaron hombro con hombro hasta la Piedra, sin hablar apenas. Una vez allí, la muchacha descargó el fardo, se sentó en las piedras de travertino y esperó a que Lutz hiciera lo propio. Luego, de forma lenta y emocionada, dijo:
-          Tal vez sea esta la última tarde que pasemos juntos. Hasta es posible que no nos veamos más… Las cosas están para nosotros tan negras, que mis padres han decidido sacarme de Alemania, para que pueda continuar con los estudios… y mi vida pacífica y regular.
     Lutz no quería interrumpirla, pero se sintió obligado a rebajar el dramatismo de su amiga, minimizando los riesgos de la situación y admitiendo la posibilidad de un cambio a mejor, en vista de la reacción contraria de la mayoría de la gente. Micol sonrió con amargura y contestó:
-          La gente… ¿Cuántos, además de ti, han movido un dedo por ayudarme? ¿O crees que no es doloroso para mí separarme de lo que hasta ahora ha sido mi vida? No, Lutz, las cosas no van a cambiar para bien, sino a peor. Mira, si no, lo que preparan para esta noche, y seguro que tu gente acude como a un divertido espectáculo.
-          ¿Un espectáculo esta noche? ¿Alguna Sommerfest, tal vez?
-          Algo así… Una magna quema de libros contrarios al espíritu alemán. Ya sabes, como se viene haciendo en tantas otras ciudades desde hace meses. La capital de Turingia no podía quedarse atrás.
     Lutz permaneció callado. El bibliocausto no era cosa que le afectase directamente, en vista de la penuria absoluta de textos literarios o filosóficos en su casa. Micol levantó penosamente la mochila del suelo y se la entregó con estas palabras:
-          Toma, quédate con ellos… No temas, no son de los prohibidos. Simplemente es una selección de los libros que más me han influido o emocionado. Algunos hasta los tengo anotados o comentados al margen. Yo no me los puedo llevar a Austria y he pensado que nadie más digno que tú de conservar lo que tanto he amado.
     La chica estaba a punto de sollozar, pero Lutz se fijó en lo que, por el momento, más le interesaba:
-          Así que te vas a Austria. ¿Sabes ya a dónde?
-          Todavía no lo hemos decidido. Ha sido todo tan rápido que probablemente no lo sepa hasta que esté de camino. Cuando tenga señas estables, te lo haré saber.
     El muchacho, sin saber bien qué decir, abrió la mochila, con el propósito de examinar los libros. Micol le puso la mano sobre el brazo, para disuadirlo:
-          No, aquí no -dijo-. Cuando estés en casa, los hojeas con tranquilidad.
     La joven se levantó, desasosegada, y tomó el camino de la Casa Romana. Lutz cargó el hato de libros y la siguió, ligeramente retrasado. Pero pronto ella se detuvo, lo miró y esbozó una forzada sonrisa:
-          Perdona -dijo-, no me estoy comportando como debiera con un amigo querido, en los últimos momentos de estar juntos… Ven -agregó, tomándolo de la mano-, tenemos mucho que decirnos, pues estaremos separados largo tiempo.


***
     Fue la última tarde de su adolescencia; al menos, ella la recordaba así. Regresaron cuando el sol se ponía en las colinas. Micol insistió en despedirse junto a la Escuela de Música Liszt, donde Lutz había tenido la oportunidad de escucharla, pocos días antes, en el concierto de fin de curso. Asociando ideas, él intentó animarla:
-          No dejes de llevarte el violín. Seguro que en Austria encuentras academias mejores que esta.
     Apenas le dejó acabar la frase. Lo besó furtivamente en la mejilla y se echó a correr hacia su casa, sin volver la vista atrás. Lutz se quedó parado, con los ojos fijos en su falda amarilla, hasta que la silueta se perdió en la Plaza Wieland. Luego, lentamente, como sonámbulo, recorrió el largo trayecto que lo separaba de su morada. La noche ya había caído y su callejeo era someramente iluminado por las farolas. Al cruzar el Graben, grupos de individuos, dominantemente jóvenes, voceaban consignas y cantaban aires de talante antisemítico, portando banderas y pancartas, y arrastrando carretas llenas de libros apilados. Dos de ellos, con uniforme de las Juventudes Hitlerianas, interpelaron a Lutz:
-          ¿Qué llevas ahí?
-          Libros, por supuesto.
-          Pues ya sabes en dónde vamos a quemarlos.
-          Claro, pero aún tengo que ir por más.
     Con esa disculpa, siguió su camino, procurando en lo sucesivo evitar las calles más concurridas. No diremos que el chico no estuviera inquieto, pero dominaba en él la idea de salvar el depósito espiritual que Micol le había confiado. Algo le hacía imaginar que lo mejor de ella se quedaba con él, en Weimar. Seguramente esa creencia habría quedado reforzada, de conocer el contenido de la carta que, ya en casa, salió de entre los libros, según los iba colocando sobre la cómoda:
     Querido Lutz:
     Si hay algo que me hace particularmente difícil abandonar Alemania es dejar de verte y vivir días tan hermosos, como los que han quedado atrás. Eso me duele, pero también me reconforta, al comprobar que hay personas dispuestas a ayudar y compartir, simplemente porque es de justicia y se lo pide el corazón. Pase lo que pase, pues, nunca te olvidaré y soñaré con el regalo de volver a verte y recorrer juntos de la mano -como habremos hecho esta tarde- las verdes praderas junto al Ilm.
     Espero que los libros que ahora tienes bajo tus ojos te abran la mente y te recuerden a esta joven judía, que todo lo puede sufrir, incluso el dolor de haberte conocido de verdad, para perderte tan poco tiempo después.
     No dejes de merecer nunca el ser  Ludovicus Weimarus Princeps meus[3].
     Queda contigo,
     Micol


3.      El alegre represaliado

     Viernes, 3 de julio de 1936. Weimar es un hervidero de gentes uniformadas, un bosque de estandartes, una nube de banderas y gallardetes. El Führer visita la ciudad, en memoria del Congreso Nacional del Partido nazi, celebrado allí diez años antes. Como es natural, el día es festivo y edificios oficiales y comercios permanecen cerrados. Lejos de la Plaza del Mercado, preparada para el magno desfile, y de la explanada donde Hitler se dirigirá al pueblo, el profesor de Historia, Herr Schulz y el recién graduado, Ludwig Fleischer, mantienen una animada conversación, ayudada por sendas jarras de cerveza bien fría, aunque el día no sea especialmente caluroso. Escuchémoslos sin que lo noten:
-          Bien, Fleischer, el Gimnasio c’est fini. No crea, hubo momentos en que temí que no lo lograras: Toda esa campaña en tu contra, como amigo de los judíos, y tu rechazo a ingresar en las Juventudes Hitlerianas… Y, en este último curso, la pérdida de la beca por el 5 con que te obsequió nuestra patriótica latinista[4]… El caso es que me sentía responsable, por haberte animado a ayudar a Micol, desencadenando con ello las represalias.
     Lutz se encogió de hombros y repuso:
-          ¡Bah!, nunca me sentí a gusto estudiando en el Gimnasio. Eso es para intelectuales o chicos de muy buena cabeza. Lo mío habría sido la Realschule[5] e ingresar luego en un centro formativo para ferroviarios, pero mi padre se empeñó y ya ve. Al final, ha tenido que echar mano de sus ahorros para que terminase mis estudios. Total, ¿para qué? Ni pensar en ir a la Universidad, y no tengo formación básica como obrero. Así que, por lo menos, me largaré de esta ciudad y perderé de vista a mis amables camaradas del saludo la romana.
-          ¿Ya has pensado lo que vas a hacer?
-          Por de pronto, cumplir con el Trabajo Voluntario[6]. Aunque aún no tengo los diecinueve, presenté la solicitud tan pronto aprobé el último examen y acaban de comunicarme el destino a Anklam, no sé si para desecar lagunas o construir carreteras. Como lo resista bien, estoy dispuesto a pedir continuación, pasado el semestre de rigor.
-          No te desmoralices, amigo Ludwig. En los últimos cursos he notado en ti una clara mejora en cultura y expresión. No descartes seguir estudiando. Si no lo haces así, nos defraudarías a tu padre y a mí…, así como a otra persona que muestra por ti un interés muy especial.
     El joven comprendió al punto de quién podía tratarse, aunque no se explicaba el conocimiento de su mente que el profesor evidenciaba. Pese a ese interés muy especial y a su compromiso al partir, Micol no le había hecho llegar sus señas en Austria, ni le había sido posible conseguirlas de sus padres, pese a su insistencia:
-          Lo lamento, muchacho -le había respondido Herr Auerbach-. Micol corre serio peligro si llega a saberse aquí su paradero, pues ya sabes cómo está la situación. Sé que te interesas sinceramente por ella. En consecuencia, no le busques complicaciones. Y me consta que ella opina lo mismo.
     En base a lo expuesto, Lutz dudaba de que el profesor fuese sincero, cuando decía conocer los sentimientos de Micol. Se quedó mirando a Schulz dubitativo y este aclaró:
-          Tu amiga, con gran esfuerzo personal, ha seguido su formación en Austria. Falta de medios y de orientación, acudió a mí por intermedio de su padre y yo le he estado mandando material y consejos a la dirección que me indicaron: un apartado de correos… ¡Qué demonios!, no creo que porque tú la escribas vaya a hundirse el mundo. Eso sí, prométeme que lo harás de tarde en tarde y que no insistirás, si ella te pide que no sigas haciéndolo.
-          Tiene usted mi palabra.
     El profesor tomó una servilleta de papel y escribió el número de un apartado de Salzburgo. La entregó a su ya ex alumno y concluyó:
-          A juzgar por tu evolución en estos últimos años, no me cabe duda de que Micol ha sido para ti una excelente influencia, aunque no sé exactamente cómo. Procura serlo también tú para ella: No le detalles las muchas cosas tristes y violentas que nos toca vivir y muéstrate optimista acerca del futuro. Y, si pones un poquito de corazón en el empeño, creo que ambos saldréis ganando.
     Se despidieron y Ludwig, apenas hubo salido del café, sacó del bolsillo la nota, leyendo y memorizando: Apartado de Correos 127. Salzburgo. Le dio en pesar si con eso bastaría, o habría de violar el conveniente anonimato. Tenía la Wasserturm ya a la vista cuando dio finalmente con la idea de emplear dos sobres, haciendo constar en el interior las iniciales M.A. de la destinataria. Incluso resolvió emplear para el remite un seudónimo que ella descifraría: Franziskus Dessauer[7].
     Hacía mucho tiempo que no entraba tan veloz y alegre en su casa. La primera carta tenía que empezarla esa misma tarde, aunque el envío tendría que esperar al lunes. ¡Qué menos que tres días de fiesta merecía el gran orador que, en esos mismos momentos, comenzaba su discurso, del que ha quedado constancia para la Historia!:
Mi querido Gauleiter Sauckel, querido Ministro Presidente Marschler…[8]
     Diez minutos después, la arenga concluía. Diez minutos después, la carta a Micol comenzaba.




4.      El nido vacío

     … Y ya sabes, mi querido amigo, que, si vienes por esta hermosa ciudad, te estaré esperando.
     Esas habían sido las últimas palabras de la única carta que Micol le había escrito, años atrás, en contestación a su primera, fechada -como dijimos- en el Día de Hitler en Weimar. Después había habido muchas más de Ludwig, desde su trabajo voluntario en Pomerania; en sus tiempos de modesto fogonero y aprendiz de maquinista en Leipzig y en Dortmund y, finalmente, desde Wasserburg am Inn, donde estaba haciendo el servicio militar en un regimiento de tanques -quien maneja una locomotora domina cualquier otra máquina, había sentenciado su padre-. Muchas cartas -decimos- de Lutz a Micol, pero solo una de esta a aquel. Ya se lo había advertido la joven: Tenía que ser muy cauta, pues Austria se estaba volviendo casi tan nazi como Alemania y los judíos estaban tan mal vistos aquí como allá.
     Y ahora, el 12 de marzo de 1938, había llegado el momento de que el cabo Fleischer rindiese por fin visita a su judía favorita; una visita muy especial, como ustedes sin duda imaginarán por la fecha. En la tarde anterior, después de unos días de concentración en el cuartel, la unidad acorazada recibió la orden de ponerse en marcha hasta la ciudad fronteriza de Burghausen, como trámite previo a la invasión de Austria. Durante el trayecto, Ludwig no hacía otra cosa que pensar en la dulce Micol; naturalmente, tal como era cinco años atrás, cuando la vio por última vez. Sus cartas volvían a la memoria y recordaba con orgullo su promesa cumplida al profesor Schulz. Podían haber flaqueado sus fuerzas, sus valores, sus sentimientos, pero en aquellas misivas él se había mostrado como era o, mejor aún, como querría haber sido: alegre, decidor, ocurrente, cariñoso, detallista. Tal vez se hubiera excedido un poco, como cuando le decía mil finezas o hacía planes con ella para un futuro mejor. Es verdad que la joven ya solo era -y no es poco- un recuerdo hecho de paseos por el Parque y notas con letra menuda en los márgenes de los libros, que había leído cien veces. Con todo, esas lecturas habían conformado su personalidad y marcado indeleblemente sus decisiones. Incluso le habían enseñado a amar a otras chicas, que siempre se parecían a Micol, aunque en el tono menor que tiene la realidad ante la fantasía: Esta tenía peor silueta; aquella ceceaba al hablar; la otra no sabía tocar el violín; la de más allá tenía mal carácter. No quería reconocerlo, pero su personalidad se había desdoblado: Por aquí el amor; por allí el sexo; durante la mañana, el penoso trabajo; en la noche, soñar y escribir; en sociedad, la cara superficial y disciplinada; en soledad, su alma reflexiva y crítica. En las cartas había intentado mostrar sus mejores facetas, pero seguro que a Micol no había podido engañarla. A fin de cuentas, ¿qué podían significar palabras sobre un papel, sin presencia y sin respuesta?
     En la madrugada de aquel sábado recibieron la orden de arranque de los panzer[9], con la tranquilidad que daba el que, finalmente, no habría resistencia por parte de los invadidos. El comandante del escuadrón montó en el tanque que conducía nuestro cabo Fleischer y dijo eufórico:
-          Y ahora, muchachos, ¡a Salzburgo!
     Ludwig se dijo que era el momento de poner fin a la presunta espera de Micol, por más que desconociese su dirección. Salzburgo era una ciudad de mediano tamaño y no le sería difícil dar con su amiga, de un modo u otro. El caso es que le concedieran unas horas para hacer gestiones. No sería difícil si su Unidad permanecía acantonada hasta el siguiente día, por lo menos.
     Hicieron el recorrido en poco más de una hora, sin otro obstáculo que el júbilo popular, que desbordaba los límites de la carretera. Al entrar en Salzburgo, la mayor parte del convoy fue desviado hacia explanadas de las afueras, pero el regimiento acorazado de Ludwig avanzó, en son de potente espectáculo, hasta la Domplatz, que apenas podía contener tanto blindado. Una vez allí, el cabo conductor le echó atrevimiento y solicitó permiso para ausentarse unos minutos, a fin de llamar por teléfono. El comandante se lo concedió, bromeando:
-          ¿Qué?, ¿vas a contar a tus padres los duros combates que hemos librado para llegar hasta aquí?
     No era eso, desde luego, lo que Lutz pretendía. Entró en el primer café que encontró abierto tan temprano y pidió la guía telefónica. Tuvo la suerte de cara: A nombre de alguien de apellido Auerbach figuraba un Gasthof[10] en la Linzergasse. Preguntó la distancia y el camarero sonrió:
-          Es al otro lado del río, pero en Salzburgo todo está cerca; cosa de diez minutos.
     No se atrevió a llegar hasta allí sin permiso, ni a solicitar una nueva licencia. Regresó con sus compañeros y se dijo que, de permanecer en la ciudad, tiempo habría de hacer una escapada por la tarde. Y, de no ser así, ocasión tendría de volver, ahora que el Anschluss[11] hacía de Alemania y Austria un mismo país.
***
     Comieron un rancho frío traído por la Intendencia y el sargento le informó de que, a la caída de la tarde, abandonarían la Plaza. Ludwig le pidió el favor especial de contar con tres horas, para visitar a una prima, a la que tenía mucho cariño. El suboficial se echó a reír:
-          Pues demuéstrale tu cariño a toda prisa a esa prima, porque te quiero aquí a las cuatro y media en punto.
     El joven preguntó por el trayecto más corto hasta el río Salzach y, en un cuarto de hora, se encontraba frente a la pensión deseada. Por cierto, el nombre de su titular había sido eludido, una precaución lógica en los tiempos que corrían… y en los que se avecinaban.
     Fue inútil que Lutz se presentara como amigo de Micol y lo acreditara con detalladas referencias a sus padres y a su casa en Weimar. La hospedera que lo atendió se limitó, una y otra vez, a repetir la misma cantilena:
-          La chica por la que me pregunta marchó de aquí hace meses. No tengo idea de su actual paradero.
     Ludwig se desesperaba. Inútilmente le echó en cara lo inverosímil de tal ignorancia, siendo ella y Micol parientes próximos -su tía, aventuró el muchacho-. Lo más que logró fue que ambos levantasen la voz y se asomaran al pasillo algunos huéspedes quienes, al ver el uniforme militar, se escabulleron. Pero una chica con delantal, que salió de la cocina, suavizó la tensión:
-          Deja que yo atienda al soldado, mamá. Sigue tú con el fregado.
     La señora se retiró rezongando y dijo algo al oído de la moza. Esta condujo a Lutz hasta un comedor amueblado con dos aparadores y tres mesas para cuatro plazas. Tomaron asiento y le preguntó:
-          ¿Eres tú el compañero que ayudó a Micol cuando la echaron del gimnasio?
-          Desde luego y el que no ha dejado de escribirle cartas en todos estos años.
     La joven sonrió:
-          Me consta. Es prima mía y nos llevamos muy bien… Verás, mi madre no te ha mentido. Hace un par de meses que los padres de Micol aparecieron por aquí. La situación se había puesto muy mal en Weimar para ellos y los almacenes en que trabajaba tío Rudolf estaban a punto de cerrar. Así que, entre los peligros en Alemania y el riesgo inminente de anexión de Austria, vendieron la casa y cuanto pudieron y vinieron para acá. Dos semanas más tarde, arreglado el papeleo, mi prima y sus padres marcharon con rumbo desconocido… Bueno, sabemos que llevaban visado para pasar a Suiza, pero no nos concretaron más, por razones de seguridad. Os escribiremos, prometieron, pero hasta ahora, que yo sepa, no lo han hecho.
Ludwig calló durante unos instantes. Luego dijo:
-          Me alegro de que tomasen esa decisión. Como yo falto de Weimar desde hace tiempo, no sabía que sus padres se hubieran ausentado… Y más valdrá que vosotros hagáis lo propio. No vayas a creer que Hitler tendrá consideraciones con la Marca del Este[12].
     Magda, la prima de Micol, bajó los ojos con tristeza, pero pronto se repuso y, durante un cuarto de hora largo, resumió a Ludwig los años de vida salzburguesa de aquella. Hacía hincapié en los progresos de sus estudios musicales, hasta el punto de estar en el último curso del Mozarteum. Salió unos momentos de la habitación y volvió con varias fotografías y un grueso cuaderno de pastas duras, que dejó sobre el aparador, mientras mostraba y comentaba a Ludwig las imágenes de Micol, algunas enmarcadas. Aprovechando la presencia junto a ella de otros chicos, Lutz preguntó:
-          ¿Tiene novio?
-          No exactamente, repuso Magda sonriendo. Es lo suficientemente atractiva como para que la pretendan y lo bastante tonta como para guardar ausencias. Parece como si el fondo de su vida se hubiera petrificado en vuestro Weimar… Esto te lo explicará mucho mejor que yo.
     Acompañó esta última frase con la entrega a Ludwig del voluminoso cuaderno. La joven impidió que el destinatario lo abriese, explicándole:
-          Es el diario de Micol, que reservaba para ti. De hecho, me lo confió al partir, con la ilusionada esperanza de que el Anschluss te trajera hasta esta casa, como así ha sido. No lo abras en mi presencia pues seguro que me agobiarías a preguntas. Dejemos que las palabras se expliquen por sí mismas.
     Se despidieron, deseándose suerte. Aunque la hora de reincorporación estaba próxima, le pudo la impaciencia y se acodó un par de minutos en el Staatsbrücke para leer la primera página. Era una dedicatoria que, a fuerza de repasarla, Ludwig aprendería de memoria. Decía así:
     Nuestros días de primavera hicieron de ti un príncipe a mis ojos. Tus cartas han sido mi vida y mi esperanza. No poder contestarlas ha constituido mi mayor dolor. Sirva este diario de pobre y tardía respuesta al talento y la bondad que me has demostrado. Si por suerte llegare a tus manos, Micol estará en ti, como tú estás en mí. Y todo lo que no acierte a decir con las palabras, estoy segura de que podrás sentirlo en mis silencios.


5.      Epílogo

     Ocho de noviembre de 1960. La orquesta de la Suisse Romande da un concierto en la Staatskapelle weimariana. La segundo violín principal, Micol Auerbach, aprovecha todo el tiempo que le dejan los ensayos para visitar sus lugares queridos, abandonados casi treinta años atrás. Deja para el final la visita a la familia de Lutz, con la que ha entrado en contacto por carta, tan pronto supo con certeza de la celebración y fecha de la audición. Atardece cuando llama a la puerta de la casita ajardinada de la Tiefurter Allee. Un muchacho la pasa a la sala, someramente amueblada en su centro, pero con varias estanterías altas en el contorno, completamente llenas de libros. En seguida aparece Frau Wallendorf, de soltera Fleischer. Micol hace por imaginársela en su juventud, pero le resulta imposible encontrar en ella rasgos comunes con su difunto hermano, como no sea la nariz aguileña. Pronto la conversación es fluida y la anfitriona, sin dejar de hacer los honores del té, le compendia, con maestría de profesora, el tiempo pasado:
-          Como ya le escribí, Lutz cayó en el frente oriental, en el verano de 1944. No había medios de repatriar su cadáver, ni hubiese tenido ningún sentido. Nos devolvieron sus pertenencias y, entre ellas, este diario, que creo que es suyo.
     A Micol le dio un vuelco el corazón, al tener en sus manos aquel amado documento, parcialmente desencuadernado, pero sorprendentemente limpio y con los colores conservados. Liesel comentó:
-          Lo llevó al frente y lo tuvo consigo hasta el final. Nos lo restituyeron envuelto en un hule protector. No he sido capaz de encontrarlo.
     La violinista lo hojeó durante unos minutos e hizo intención de dejarlo en la mesita baja. Liesel se opuso:
-          De haber vivido todavía mis padres, no le digo que no hubiesen querido conservarlo en memoria de mi hermano. Yo pienso que, fallecido él, debe volver a su autora. Seguro que es lo que Lutz habría deseado.
     Le resultaba ahora difícil a Micol centrarse en la conversación. Las manos se le iban inconscientemente al diario y los ojos al reloj. ¿Habría escrito Lutz algo en sus páginas? ¿Habría alguna última carta entre ellas? Liesel, entre tanto, hablaba y hablaba: de los tiempos de la Guerra; de los rusos y el actual Régimen comunista en Alemania Oriental; de cómo Ludwig le había inoculado el virus de las palabras, hasta convertirse en profesora de Literatura.
-          Claro que bien sabemos lo que dejó escrito Heine: Donde acaban las palabras, empieza la música. Así que usted ha elegido el mayor don.
     Micol no quería entrar en controversias: Apenas faltaba una hora para empezar el último ensayo. Rogó que le llamaran un taxi. Cuando este llegó, se fundió en un abrazo con Liesel, momento que aprovechó para una réplica final:
-          La buena poesía, como la de Heine, tiene su propia música. ¿Cómo, si no, trascenderíamos las palabras?
     Iba ya el vehículo a iniciar la marcha, cuando Liesel recordó algo. Exclamó:
-          ¡Espere un momento! No le he devuelto los libros que le dejó a Lutz cuando marchó usted a Austria.
     Micol hizo ademán al conductor de que siguiera. Se limitó a decir:
-          Habrá en taquilla dos entradas a su nombre, para el concierto. Si quiere, puede dejarme los libros allí.
     El vehículo arrancó. Micol abrazó el diario, estrechándolo contra su pecho. Cerró los ojos, sintió una opresión ahogadora y cálida y recordó:
Mein süsses Lieb, wenn du im Grab,
im dunkeln Grab wirst liegen,
dann will ich steigen zur dir hinab
und will mich an dich schmiegen. [13]

    
    

    
    
    



[1]  La región o land de Turingia es famosa por su verdor y bosques. El epíteto de parda alude al color típico de los uniformes del partido nazi. Turingia es considerada por algunos como pionera del Nazismo. Para las referencias históricas sobre Turingia en general y Weimar (su capital en la época del relato), me he valido especialmente de dos obras: Michael H. Kater, Weimar: From Enlightment to present, Yale University Press, 2014, y Dr. Steffen Rassloff, Antisemitism in Turingia, 2008, publicado en Internet.
[2]  Fritz Sauckel (1894-1946) fue Gauleiter y Reichsstatthalter de Turingia entre 1927 y 1942, en que pasó a tener competencias generales sobre la mano de obra forzada o esclavizada, motivo principal por el que fue condenado a muerte en el juicio principal de Núremberg y seguidamente ajusticiado. Hitler lo apodó Muster-Gauleiter (Gauleiter modelo), por su energía y fidelidad.
[3]  Juego de analogías con la dedicatoria latina de la Piedra de Dessau, existente en el parque an der Ilm de Weimar: Francisco Dessaviae Principi.
[4]  Bueno será recordar que las calificaciones numéricas estaban comprendidas entre 1 y 6, siendo el 1 la máxima y el 6 la mínima. Por tanto, el 5 suponía suspender la asignatura.
[5]  Alternativa educativa al Gimnasio, caracterizada por un currículo más científico y técnico.
[6]  Prestación prácticamente forzosa que en la época habían de cumplir los jóvenes alemanes, a partir de los 19 años de edad, durante un periodo medio de seis meses, en ambientes rurales. Las actividades más usuales eran las agropecuarias y las obras públicas.
[7]  Recuérdese la nota 3.
[8]  El discurso de Hitler en Weimar, el 3 de julio de 1933, puede consultarse íntegro en Internet. Un extenso resumen audiovisual se encuentra en Youtube.
[9]  Nombre general en alemán para los tanques.
[10]  Fonda, pensión o pequeño hotel.
[11]  Por antonomasia, anexión de Austria al Reich alemán, desde 1938 hasta los Tratados que pusieron fin jurídicamente a la Segunda Guerra Mundial.
[12]  Ostmark, denominación frecuente de Austria en la terminología oficial, a partir de su anexión a Alemania.
[13]  Versos de Heinrich Heine (1797-1856), traducidos así por Elisabeth Siefer: Cuando estés en la tumba, dulce amor, / en la oscura tumba, / a tu encuentro voy a descender / y a estrecharme contra ti.