viernes, 27 de noviembre de 2015

LAS TRES EDADES DE EVA, O EL REGRESO DE ADÁN



Las tres edades de Eva, o el regreso de Adán

Por Federico Bello Landrove

     Es un tópico el de las diversas clases de amor, según las distintas edades a las que se siente. En este relato, una estereotipada Eva lo ejemplifica, con una sorprendente peculiaridad que da sentido a la narración y nos permite llegar a una consecuencia, tan real como desatendida: que muchas veces deberíamos haber acabado por/en el principio.


 1.   Una esquela llamativa

     Mi amiga Eva habría sido una mujer bastante normal, a no ser por dos cualidades difíciles de sobrellevar: es una persona muy independiente y casi nunca ha sabido controlar debidamente sus ramalazos sentimentales. Como ahora frisa la setentena, podríamos pensar que dichas actitudes estén muy disminuidas, sobre todo, porque se ha fracturado la cadera y no ha tenido más remedio que aposentarse por algún tiempo en la planta baja de su chalet, cuidada por una enfermera, además de su sirvienta habitual. Un tormento para ella, estoy seguro. Por eso, no me ha extrañado que me telefonee esta mañana, como viene haciendo con cierta frecuencia para pedirme libros, o contarme entre gruñidos sus cuitas de persona dependiente. Pero no; esta vez no van por ahí los tiros.

-          Toma, lee, me dice, tendiéndome un periódico atrasado de nuestra ciudad natal, de los que le envían de vez en cuando las amistades que aún tiene por allí.

     El diario está abierto por una de sus últimas páginas, que comparten los anuncios inmobiliarios con las esquelas y notas necrológicas. Lo ojeo y, con cierta perplejidad, comento:

-          ¡Uf! Hay que ver lo caros que están los pisos en Castellar.
-          ¡Qué pisos ni que gaitas! –me reprende-. Quiero que te fijes en la esquela de más abajo.

     Un tanto corrido, leo con detalle el breve texto: Don José Manuel García González, profesor que fue del Colegio Pinciano,  falleció en Puerto de la Cruz (Tenerife) el 26 de junio de 2010.-  El Claustro de Profesores y la Asociación de Antiguos Alumnos comunican tan sensible pérdida e informan de que en la capilla del Centro se oficiará el próximo día 27 de septiembre, a las 19 horas, una Misa por el eterno descanso de su alma.

-          ¿Qué te parece?, me pregunta Eva. ¿Lo conocías?
-          No sé, chica. Con esos apellidos tan corrientes y sin referencias a la familia… Además, los años pasan tan veloces… Ahí donde lo ves, ya llevo veinte años lejos de la patria chica.
-          ¡Toma! Más de cuarenta hace que la dejé yo. Si todavía vivieran mis padres… Ellos sí que conocían a casi todo el mundo.
-          Ahora que lo pienso, mi sobrino Juan fue a ese Colegio. Tal vez el tal don José Manuel le diera clase. ¿Qué quieres saber en concreto de él?
-          Pues confirmar lo poco que sé de un muchacho al que conocí de chiquilla y que pudiera ser el mismo. Entonces vivía en la calle Expósitos. Tenía dos hermanas y su padre era profesor de Contabilidad en la Escuela de Comercio. A  él también le daba por las Matemáticas. Cuando le perdí la pista, estudiaba el curso Selectivo de Ciencias.
-          ¡Hum!, me da que esos datos van a ser demasiado antiguos y personales para que los conocieran sus alumnos de  hace solo veinte años. No obstante, si quieres…
-          Quiero, y te agradecería que no me hicieras preguntas sobre el porqué de mi curiosidad.
-          Querida, después de muchos años de amistad, eres para mí un libro abierto. Tan es así que estoy por asegurar que esa fotografía serviría a la indagación de mi sobrino, más que todos los datos prehistóricos que acabas de proporcionarme.

     Acompaño mi última frase con un ademán hacia el aparador a mi derecha, desde donde una Eva de indumentaria vaporosa, que ni de lejos aparenta sus años, se apoya sonriente en el brazo de un sujeto enjuto y casi calvo, que viste estridente niqui a rayas, con un fondo de escollos volcánicos de Garachico. Eva enrojece levemente y, entre bromas y veras, replica a mi ironía:

-          Si supieras leer este libro abierto, sabrías la razón de mi interés por conocer si Jose y ese profesor de Castellar son la misma persona. La verdad, amigo mío, es que yo estoy lejos de ser una mujer expansiva –lo reconozco- y tú, de ser tan perspicaz como te crees. Y, por supuesto, esta fotografía se quedará donde está y pobre de ti, si se te ocurre captarla con el móvil.
-          De acuerdo, de acuerdo. La investigación se hará a tu modo, es decir, a lo Sherlock Holmes. Pondré un correo a Juan y te haré saber el resultado.

     Eva se relaja y pasa a comentarme, con su solvencia de profesora de Literatura, El viaje del elefante, de Saramago, que le llevé quince días atrás. La lectura no es mi fuerte y me abstraigo en la contemplación de los trabajos de poda del jardinero, al otro lado del gran ventanal entreabierto. Eva concluye su lección y le suelto lo primero que se me ocurre:

-          ¿Cuándo te van a dar el alta?
-          Tengo para mes y medio todavía y, luego, la rehabilitación.
-          O sea, que te pierdes el viaje navideño a Castellar.

     He metido la pata. Ese viaje tradicional lo ha perdonado desde que faltan sus padres y tuvo no sé qué quimera con los hermanos a propósito de la herencia. Eva me disculpa la indelicadeza y, con la mirada perdida en el techo, responde:

-          ¿Sabes, Cebrián? Creo que, en el fondo, nunca me he ido de allá.


 2.   La tercera edad

     Jose cayó en Tenerife como llovido del cielo. Quiero decir que apareció de sopetón, tímido, reservado, sin referencias de familia ni amigos. Alquiló un chalé adosado paredaño con el de Eva y todos dimos por sentado que era un peninsular más que, al jubilarse, venía en busca de sol, mar y buena temperatura. Por aquel entonces, su profesora vecina agotaba los últimos cursos de docencia, sin prisa por retirarse, aunque preocupada por la salud de los padres, que se resistían a abandonar Castellar –lo que les sugería su hija- y venirse junto a ella a aquel paraíso en la Tierra, como Eva tan exageradamente les ponderaba. El hombre me parecía anodino en todos los sentidos, desde la desvaída conversación, hasta su indumentaria, anticuada para aquella zona turística. Pero se hacía querer, por sus muchos favores y pequeños detalles, tan necesarios para una mujer mayor y sola, que detestaba dedicar al mercado o al jardín el tiempo que pudiera entregar a sus alumnos y a la escritura. Yo, un pelín envidioso –la verdad-, pese a la diferencia de edad y a mi estado matrimonial, la embromaba con malicia:

-          Jose está por tus huesos, Eva. No es normal tanta cortesía entre vecinos.
-          Calla, hombre; ni se me pasa por la imaginación. Y seguro que a él tampoco. Lo que sucede es que no tiene nada que hacer en todo el día.
-          ¿Cuánto te apuestas a que te regala flores por tu santo?

     Eva sonrió:

-          No sería la primera vez, dijo.

     Lo que siguió se me escapa un poco. Ya saben lo mucho que puede un hombre constante y tranquilo, que se va haciendo costumbre para una mujer sola y sin compromiso. Eva, empero, se encontraba, según ella, muy a gusto como estaba. Por otra parte, su soledad era fruto de la independencia, más que del aislamiento. Aunque la salud no la acompañara, no dejaba de alternar con sus colegas de claustro y del mundo de las letras, y viajaba con cierta frecuencia a la Península y el Caribe, para simposios y conferencias. Estoy por asegurar –y que Dios me perdone la indiscreción- que la profesora, siempre inteligente y todavía atractiva, se había dado más de una alegría sexual, al margen de cualquier pretensión de seriedad y permanencia. Todo, menos volver a las andadas, como definía su fracasada relación sentimental, de la que más adelante tendremos noticia. Por eso, digo, algo raro tuvo que producirse para que pasase lo que pasó. Formularé como más probable la siguiente hipótesis:

     A poco de quedar viuda, la madre de Eva volvió a pisar la Isla, después de varios años de ausencia. Jose fue para ella, desde que lo conoció, su asiduo acompañante, todo el tiempo que Eva pasaba en la Universidad lagunera. Ella me lo contaba, entre sorprendida y suspicaz.

-          Con lo callado que se muestra conmigo, y lo locuaz y hasta dicharachero que es con mi madre. Le hace de confidente, de cicerone, de taxista. Pero, sobre todo, se la ha ganado con el interés y conocimiento que muestra sobre las cosas de Castellar y de la Guerra Civil. Chico, ni que lo hubiera vivido. Y ya sabes lo obsesionada que está mi pobre madre con ese tema.
-          Se lo habrá empollado para resultarle simpático y tener un buen tema de conversación, apunté.
-          Claro, claro. Conmigo nunca abrió la boca de esos rollos. En fin, es de agradecer su dedicación. Lo cierto es que mi madre está encantada con él…; demasiado encantada.

     Dos veces más volvió por Tenerife la vieja señora. Suficiente para percatarse del vacío amoroso de su hija; de la soledad, que más pronto o más tarde la esperaba, y, seguramente, del cariño y la dedicación que le profesaba su vecino. La última vez que hizo el viaje, doña María estaba ya muy delicada de salud y hasta hubo de pasar por el hospital un par de veces –con la consiguiente disponibilidad absoluta por parte de Jose-. Las consecuencias de todo ello se dejaron sentir. Me lo contó Rosarito, la criada de la casa, en la que había entrado para cuidar de Eva, cuando lo del cáncer. Y que conste que no era una chismosa, sino que la conversación se le quedó grabada con profunda impresión:

-          Fue en la habitación de doña María. Ella estaba echada la siesta, como le habían recomendado los médicos. Empecé a oír desde la cocina como discutir a la señora Eva, pero apenas se oía la voz de su madre. Era una cosa muy rara que disputaran ellas dos; así que me acerqué hasta el arranque de la escalera y escuché con atención. La madre le decía algo así como hazlo por mí, hija, y estate segura de que es un buen hombre. Doña Eva contestaba que ni hablar, que no lo quería y que no sé qué de la soledad de dos en compañía. Finalmente, exclamó que no se metiera en sus asuntos, que ya era mayorcita para equivocarse por su cuenta, y salió de la habitación dando un portazo. Doña María no bajó en lo que quedaba del día y no quiso cenar. La hija salió al jardín y no hacía más que pasear a un lado y a otro, hablando a veces consigo misma. Apenas probó bocado y tenía los ojos llorosos. Me avergoncé de mi anterior curioseo e hice como si no me diera cuenta de su disgusto. Luego, las cosas se fueron calmando y, desde luego, no volví a presenciar o escuchar ninguna discusión. Días después, doña María, ya repuesta, volvió a la Península, acompañada en el viaje por su hija. Al despedirse como siempre, me dio un beso y deslizó en mi mano un sobre con una propina para tus niños. Esa vez agregó literalmente: Cuida de ella y no la dejes mientras viva. Fíjese, don Cebrián, como si yo fuera una chiquilla y estuviese segura de que habría de sobrevivir a la señora. ¡Cualquiera sabe quién irá primero!

***

     No sé ustedes, pero yo opino que aquella última voluntad de su madre, seguida de su muerte a los pocos meses, tuvo que impresionar mucho a Eva, por más que su proverbial independencia la hubiese llevado a mandarla a paseo en un primer momento. El fallecimiento de doña María era, de alguna forma, un vigoroso recordatorio de que la vida agotaba un capítulo esencial. La jubilación fue el siguiente, y no quiero decirles el disgustazo que se tragó Eva, cuando su hijo declinó cortesmente asistir al evento. La Profesora estaba madura para uno de esos ramalazos de ternura, decididos e irresistibles, que compensaban de tanto en tanto su habitual sequedad. Yo lo vi venir y le aconsejé una larga estancia en la Península, planteándose incluso la posibilidad de abandonar las Islas Afortunadas, en cuya sociedad nunca había llegado a integrarse –como también era mi caso, pese a estar casado con una canaria-. Pero Eva lo rechazó tajante:

-          Eso es como ingresar en una residencia para ancianos. De repente todas mis raíces, o habrán desaparecido, o se habrán convertido en carcamales.
-          Mujer, están tu hijo y tus nietos.
-          Sí, en Barcelona. A buenas horas me meto en una gran ciudad, sin conocer más que a ellos, y tan mayores ya, que malamente llegaríamos a congeniar de verdad.
-          Estarías más cerca de todo, con un aeropuerto al lado para volar a donde te diese la gana.
-          Pero Cebrián, ¿crees que a mi edad me quedan ganas de andar haciendo el halcón peregrino? Además, una vez jubilada, los colegas seguro que ni se acordarán de invitarme.
-          Ya veo –concluí con ironía-. Algo o alguien te ata a Tenerife y creo saber quién es.
-          Pues claro, tonto: tú. ¿Acaso dudas de que me eres imprescindible?

     Y se echó a reír de tan buena gana, que me contagió.

     La continuación de esta crónica de una intimidad anunciada me llegó por medio de Rosarito, suspicaz y poco amistosa desde siempre con Jose, lo que la impulsaba a hacer frente común conmigo, para quien el vecino de al lado tampoco era santo de devoción.

-          Don Cebrián, ¿no sabe la noticia?, preguntó formulariamente.
-         
-          Pues que doña Eva y el vecinito llevan unas cuantas veces pasando la noche juntos.
-          ¡Caramba, chica! ¿Solo la noche?
-          Solo, por ahora. Como se meta en casa, me despido.
-          Mujer –bromeé-, tómalo con calma. A lo mejor es ella la que se va a vivir en su casa y te quedas de ama de esta mansión.
-          No se ría de mí, señor, que son muchos años en esta casa, cuidando de doña Eva como si fuera mi madre.

     Según pasaban las semanas, fue quedando claro que aquella relación iba a ser ocasional y sin convivencia permanente. La verdad es que no se notaba nada de particular, no siendo el evidente bienestar de Eva, al haber llevado a plenitud una convivencia que sentía cada vez más íntima y necesaria. En cuanto a él, nada hacía pensar que hubiese pasado, de abnegado vecino, a amante y adlátere de una activa y juvenil pensionista, con ganas de vivir y de relacionarse. Eso sí, nada de viajar, pues Jose aducía problemas de corazón, que hacían desaconsejables los viajes en avión y todo lo que supusiera rebasar los quinientos metros de altura. Yo, que siempre he sido mal pensado, llamaba a ese mal de altura familifobia; vamos, deseo de pasar desapercibido para los deudos de Eva, como lo venía estando para los suyos, que no habían aparecido por Tenerife –que yo supiera- desde que él se había guarecido a la sombra del Teide.

     De todas  maneras, poco tiempo tuve para lucubrar acerca de aquel hombre que, pese a la relativa fama de Eva como escritora y a la gloria de su conquista, seguía manteniéndose en segundo plano, circunspecto, callado, como expectante. Al fin, resultó que todas sus aprensiones resultaron ser ciertas y su corazón, tan frágil como amable. La muerte vino a visitarlo repentinamente, mientras dormía en su propia casa, solo. Fue su penúltimo rasgo de prudencia. El último resultó el colmo de la previsión y el deseo de no molestar: Tan pronto se supo del deceso, se presentaron en el chalé un albacea y dos empleados de una funeraria próxima quienes, esgrimiendo la última voluntad de Jose, se hicieron cargo de todos los trámites para incinerar sus restos y arrojar las cenizas desde el Mirador de Humboldt, no comunicando la defunción a sus familiares hasta que hubiera concluido la sencilla ceremonia fúnebre, a la que se empeñó Eva en asistir en solitario. Al regreso, mi mujer y yo la visitamos, encontrándola especialmente locuaz y con lo que mi esposa definió acertadamente como plácida beatitud. Al despedirnos, nos abrazó con firmeza y aún recuerdo al pie de la letra sus palabras:

-          Perded cuidado: estoy muy tranquila. Es la ventaja de no haberme llegado a enamorar esta vez, pese a mi irrefrenable inclinación a ello –sonrió-. Aunque, a decir verdad, ha sido lo más parecido a la felicidad que he conocido en mi ya larga vida.

     Esta es mi Eva, equilibrada, práctica, condescendiente. Hubo otras antes, a las que yo solo conocí de oídas. Con esa salvedad, he aquí su historia.




 3.   La segunda edad

     Hablo de lo meramente oído, pues de aquella segunda Eva, ardiente y entregada, en la plenitud de su edad y capacidades, solo acerté a conocer –y recoger, como quien dice- sus rescoldos, aún dolientes y rencorosos. En medio de una fuerte polémica, acudió a mi Instituto para presentar su última novela, trasunto apenas enmascarado de su tórrida relación con Alejandro Benayas, el Poeta tinerfeño por antonomasia. La obra, poco elaborada aunque bien escrita, era un valiente ajuste de cuentas a aquel hombre, torrencial y poderoso, que la había dejado tirada cuando supo que había contraído un cáncer probablemente letal.

     ¡No era nadie, el tal Alejandro, casi veinte años atrás! Casado con la hija de un magnate del tabaco, paseaba su palmito y su cultura por todos los salones y cenáculos del Archipiélago, ya se tratara de las sedes de la intelectualidad, ya de los ámbitos de la buena sociedad. Verdad es que resultaba un tanto presuntuoso y pagado de sí mismo, pero ¿cómo reprocharle en aquel mundo, reducido y envidioso, que dejase siempre constancia de lo que valía, o de lo que creía valer?

     En su novela biográfica, Eva no revelaba el modo en que ella y el Poeta se habían conocido. Era una omisión extraña, para un relato tan crudo de lo sucedido entre ellos. Mucho más tarde, cuando ya éramos amigos, la autora me lo confió:

-          Yo daba clase en la Facultad a una hija de Alejandro. Era una alumna notable, fiel anotadora de mis explicaciones. Un día hice no sé que comentario sobre Quinta del 42 de Hierro, del que me confesó que su padre había discrepado radicalmente. Yo insistí en mi punto de vista y él –ya sabes lo orgulloso que era- apareció sin avisar un día, al acabar la clase, presto a la polémica. Su hija, avergonzada y nerviosa, me lo presentó y tuvimos una discusión subida de tono, como si se tratara de política o de fútbol. El caballero se marchó muy ofendido de mi irreductibilidad, o eso creí yo. El caso es que, una semana más tarde, recibí una invitación con nota manuscrita, invitándome a un cóctel-presentación de su primera obra teatral y así empezó todo, de manera tan casual y tan sencilla. Solo que no me pareció correcto sacar en el relato a Luchi, máxime habiendo sido la única de su familia que no me crucificó después y llegó a interesarse y a visitarme cuando mi enfermedad.

     Así empezó todo. Pero, ¿qué es todo? En mi opinión, la novela es mucho menos detallada en su primera parte de amor y felicidad, que cuando entra a narrar la enfermedad y la ruptura. Esa es la razón por la que siempre me ha parecido sesgada, aunque no injusta. Con todo, está claro que Eva, durante unos años, creyó haber encontrado en su Adán al hombre superior por todos los conceptos, tanto en lo sexual y físico, como en lo mental. Qué descubrió él en Eva, tan completa y sólida, como prudente y nada espectacular, nunca lo sabremos, si no se decide el Poeta a salir del silencio con el que hasta ahora ha respondido a las tres ediciones que lleva el relato que hizo de él su evidente y poco agraciado protagonista.

     Dejemos volar la imaginación. Eva tenía ya entonces el carácter firme y la pluma ágil, que hacían de ella una profesora exigente y una feminista destacada. Pocas veces se habría encontrado Alejandro con una mujer tan poco proclive a prosternarse ante él, ni siquiera a bailarle el agua. Seguramente estaría harto de verse en compañía de ricachonas de cuarenta y hermosas veinteañeras sin seso. ¡Qué demonios, busquemos un término medio!, se diría el galán. Y aquella elección equilibrada resultó ser la Profesora, algo más joven que él, inteligente, de buen ver y copartícipe en actividades literarias. Ella escribió que sus primeros encuentros echaron chispas y los siguientes, tórrida pasión. Sin llegar a creérmelo del todo, he de concluir que hubo un mutuo deslumbramiento, más sorprendente en él –que parecía tener, y haber disfrutado, todo-, que en ella, apenas salida del infierno de su matrimonio y luchando por encontrar un nuevo camino vital.

     Tampoco cabe duda –ahí están los periódicos para probarlo- de que Alejandro y Eva llevaron su relación cada vez con menos rebozo y mayores expectativas. Él tenía muchos años de casado en plan acomodaticio, manteniendo ciertas formas por aquello de la potencia económica de su mujer y la convivencia con los hijos, cercanos ya a la mayoría de edad. Ella, una de las primeras divorciadas de la Isla, arrastraba aún conflictivas secuelas de la ruptura, con su ex haciéndole todo el daño que podía y el hijo, mozalbete, jugando al chantaje emocional con ambos progenitores. Y, sin embargo, por un momento pareció que la pareja de escritores iba a mandar todo a la porra, con tal de estar juntos. Lo cuenta ella, en el capítulo XIV de su autobiografía, con el que se cierra la Primera Parte, y que –como ustedes, sin duda, saben- figura como narración independiente en la Antología de relatos amatorios de la década de los ochenta de la Editorial Revelación. Les recuerdo la sinopsis:

     Una pareja viaja en tren por la Meseta castellana, camino de las raíces de ella. Por las ventanas del vagón y de sus recuerdos, va hilvanando datos, exposiciones, personas, que él acoge en respetuoso silencio –piensa entonces la narradora- o con lacónica indiferencia –sabría ella a posteriori-. Pero nada le importa la pasividad de Alejandro –Álvaro en el libro- pues, por primera vez en su vida, aquellos paisajes están encarnándose en su ser y, al revelarlos al amado, adquieren el valor y el sabor que los hará, para siempre, perfectos e inolvidables.

***

     A diferencia de Eva, yo seré muy escueto al narrar la segunda parte de aquel fallido romance. También lo recuerdan –seguro-, pues ha adquirido cierta notoriedad como terapia psicológica frente a la terrible enfermedad de las seis letras malditas. El mal aparece de repente en la existencia de Eva, tan extendido y ominoso, que hace temer seriamente por su vida y exige urgentemente un tratamiento doloroso y agresivo. Es demasiado para aquel perfecto vende cucos, aquel acoquinado poeta de salón –es Eva quien lo escribe-, que, incapaz de arrostrar la prueba, la abandona, dejando dos sobres: uno, con la carta de despedida –cuyo contenido nos ahorra la autora-, y otro, con una cierta cantidad de dinero, para sufragar parcialmente los gastos de hospital. Eva, no teniendo más remedio que aceptar por el momento, lo califica de la bofetada más dolorosa recibida nunca por mi rostro, que por momentos hube de transmutar en pedernal.  

     Luego, la corriente se remansa. Eva sale con bien de la terrible prueba, restituye a Alejandro la limosna y lo manda a paseo cuando –por conducto telefónico y a través de Luchi, su hija- trata de hacerse perdonar y volver. Así que Adán hace mutis por el foro y se cierra la segunda gran aventura amorosa de mi amiga, cuando nada me hacía suponer todavía que yo trabaría conocimiento y amistad con tan asendereada gran mujer.


 4.   La primera edad

     ¿Por qué la misma Eva vengativa, que sacó a público escarnio a Alejandro Benayas, evitó el ludibrio de Carlos Ríos, su marido y amor de su primera edad? Siempre me he hecho esta pregunta, pues motivos –lo que se dice motivos- tenía más para escarnecer a Carlos que a Alejandro, o eso me parece. Se los voy a narrar, contando con la ayuda inestimable de doña María, la madre de Eva, que se explayó conmigo sobre el tema, contra la costumbre –y, tal vez, las indicaciones- de su hija.

     En los años de ocaso del franquismo no era insólito que los canarios pudientes mandasen a sus retoños a estudiar a la Península, generalmente, a Madrid. Insólito resulta, por el contrario, que lo hiciese un becario de pocos posibles, como lo era Carlos, y camino de Castellar, cuya Universidad no era lo que se dice una luminaria del saber. El caso es que aquel aspirante de abogado recaló por la pensión castellarense que regentaban doña María y su hermana en la calle Zúñiga, como sucesoras de su difunta madre quien, a causa de las miserias de la posguerra, no había tenido otra salida que pasarse al hospedaje, aprovechando su mayor fortuna: una casa muy grande y una mano estupenda para la cocina.

     Pero escuchemos a doña María, tal y como ella se explicaba:

-          Cuando Carlos se aposentó con nosotras era ya un mozo de veinte años, pues había empezado tarde sus estudios de bachiller, por circunstancias económicas. No lo calificaré de guapo ni de feo. De estatura media y no agraciado de rostro, era en cambio fornido y muy deportista. Su deje canario nos resultaba simpático y hasta divertido; de manera que él no se privaba de ostentarlo. De carácter, respetuoso y más bien reservado. Estudiaba lo justo para sacar una media de notable, que le permitiese mantener la beca, pero tampoco era salidero ni juerguista, tal vez por falta de dinero. Eso sí, pagaba bien o, mejor dicho, era siempre puntual la transferencia de sus padres, que debían de administrarle la bolsa.
-          Entonces, ¿cuándo empezó a interesarse por Eva?
-          ¡Jesús!, ella era muy niña, cinco años más joven que él, lo que a esa edad es un mundo. Y se notaba más aún en sus maneras, pues él ya estaba bastante trotado y mi hija era entonces una pava. Lo cierto es que me daba cuenta de que Carlos se fijaba bastante en ella, pero al principio Eva, o no se daba cuenta, o no le hacía ni caso.
-          No me extraña, conociendo al personaje.
-          Bah, ya sabes cómo eran las chicas entonces: poco experimentadas y a la espera de que los muchachos tomasen la iniciativa. Lo decía mi marido, todas caen: solo es cosa de insistir. No sé; algo tuvo que pasar pues, de manera bastante repentina, Eva empezó a prestarle atención. Para entonces ella era ya una mujercita en flor y Carlos acababa de licenciarse. De hecho, resolvió hacer el doctorado para darse tiempo y conquistar a mi hija.
-          La tenía bien a mano, viviendo en la misma casa.
-          ¡Huy, no todo eran facilidades! A nadie en la familia nos agradaba el pretendiente, sobre todo, a mi hermana. Así que resolvimos ponerlo en la calle, con el pretexto de que había habido habladurías sobre aquella proximidad tan poco pertinente. La verdad es que él lo tomó a bien, aunque haciéndose un poco el mártir. La que echó los pies por alto fue Eva.
-          Me lo figuro. ¡Buena es ella para que le lleven la contraria!
-          Eso mismo. A veces pienso que, si lo aceptó, fue por rebeldía hacia nosotros. El hecho es que fue marcharse Carlos a un Colegio Mayor, y convertirse ella en su novia. ¡Jesús, y qué noviazgo! Mi pobre Andrés lo llamaba la volcánica pasión. Estaban juntos a todas horas y en todas partes. Es lo que solía pasar con las chicas en aquel entonces, que pasaban de la represión y las limitaciones, a la mayor relajación, sin experiencia y sin término medio. En fin, que hubimos de ceder y aceptar aquel matrimonio, siendo todavía Eva menor de edad y sin haber terminado sus estudios de Letras.
-          ¿No tendría todo principio en algún desengaño? No veo a Eva cayendo en brazos de un individuo poco valioso, por el mero hecho de que la asediara pacientemente; ni siquiera contando con la involuntaria cooperación de la oposición de ustedes.
-          No sé, hijo. Eva no ha querido hablar nunca de ello, ni dar explicaciones. Se encierra en decir que se casó muy enamorada y que la culpa de aquella boda desgraciada, si la tiene alguien, es solo de ella. Con todo, yo tengo una espina atravesada en la conciencia.
-          Deseche los remordimientos, doña María, que si alguna parte tuvo en ese matrimonio, fue involuntaria y bien que la ha penado ya.
-          No te quepa duda; yo y todos. A mi marido le costó la vida.

***

     Este relato me está saliendo muy extenso. Será, pues, cosa de abreviar a la hora de exponer lo acaecido entre Carlos y Eva, desde su establecimiento conyugal en Tenerife, hasta el sonado divorcio de ambos, quince años después. Nada mejor para resumir, que remitirles a mi amplia exposición del complejo de Creek a propósito del caso de la profesora americana Cynthia Johnson[1]. En resumidas cuentas, Eva tuvo que pagar un elevadísimo precio a cambio de vivir durante un breve tiempo las maravillas de la pasión erótica y de la maternidad. El tal Carlos, autoritario y absorbente, la obligó a renunciar a su autonomía personal y legítimas aspiraciones personales y profesionales. Su esposa lo soportó en la medida necesaria para poder criar a su hijo y hacerse con un porvenir profesional, acabando a trancas y barrancas sus estudios universitarios. Finalmente, tras un conflictivo proceso de divorcio –que todavía se recuerda hoy en los anales tinerfeños-, pudo alejarse de su ex, en compañía del hijo común, con su libertad recuperada y un corazón desgarrado y a la defensiva.

     Dicen los sabios que, cuando las contrariedades no matan, te hacen más fuerte. Se lo recordaba yo a Eva, poniéndole de modelo a las llamadas mujeres fuertes del Antiguo Testamento. Mi amiga sonrió y redujo al ridículo mi peligrosa comparación:

-          No es lo mismo, Cebrián. En los tiempos bíblicos, las mujeres lo tenían más fácil a la hora de salir respondonas.
-          Me extraña que valores así una época de clarísimo patriarcado.
-          ¿Tú crees, querido? ¡No sabes lo fácil que hubiese sido mi vida matrimonial si, como Judith, hubiese podido cortarle la cabeza a mi Holofernes!


 5.   Prehistoria y destino de Eva

     Regresemos al capítulo primero. Escribí a mi sobrino Juan, conforme a lo prometido y con su contestación me llevé una sorpresa. Decía así el correo electrónico de mi pariente:

     … De entrada, lo único que estaba en condiciones de confirmar era su afición a las Matemáticas, dado que era profesor de esa asignatura en mi Colegio, y bastante bueno, por cierto. Como papá tiene tertulia, entre otros, con un jubilado de la Escuela de Comercio, le trasladé tu petición y pudo confirmar, a través de él, que el padre de don José Manuel enseñó en dicho Centro hace muchos años –de hecho, falleció tiempo ha-. Pero ahora viene lo más curioso: Mi padre y su informante fueron sucesivamente yéndose de la lengua y tu indagación acabó siendo conocida de una hermana del investigado. Esta mostró curiosidad sobre el promotor último de la encuesta y, enterada de que era una profesora jubilada llamada Eva, que vivía en Canarias, se mosqueó bastante y dijo que, si quieres más datos, que la preguntes directamente a ella, cuando vengas por Castellar. Esto es todo cuanto he podido averiguar.

     Como soy muy concienzudo, decidí no revelar a Eva mi información, hasta no tenerla completa. Ello me granjeó su enfado, tildándome de desidioso y desatento, lo que me permitió colegir su interés por el tema. Aproveché, pues, mi primer viaje a la Meseta para quedar con la hermana del difunto Jose, a tomar café, haciendo las presentaciones el anciano contertulio de mi cuñado, al que Juan aludía en su carta.

     Albertina, mi interlocutora, resultó ser una señora de edad poco más o menos la de Eva, a quien dijo conocer solo de vista, allá en sus años mozos. No parecía resultarle simpática su memoria, ni se mostraba comunicativa en un principio. En consecuencia, me vi obligado a recordarle que era ella quien se había ofrecido para ilustrarme. Bien fueran estas palabras, o la estratégica retirada de nuestro intermediario, el hecho es que fue explayándose, hasta acabar de manera locuaz y muy expresiva. He aquí lo esencial de sus confidencias:

-          Ignoro en dónde se conocieron, casi de niños, Eva y Jose, pero lo cierto es que mi hermano estaba colado por ella y, como antes se decía, tontearon durante unos meses, hasta que los padres de ella empezaron a poner dificultades, motivadas por la corta edad de ambos. Por su parte, mi padre tampoco veía con buenos ojos la relación entre el hijo de un profesor y la hija de una posadera. Finalmente, la chica desapareció de Castellar durante una temporada y, a la vuelta, ninguno de los dos hizo por reencontrarse.
-          Muy típico de antaño: clasismo, imposiciones paternas y una estancia estratégica con parientes en otra ciudad.
-          En efecto; hasta ahí, todo corriente. Con todo, Jose quedó bastante marcado: Perdió la confianza en mi padre y no volvió a interesarse por las chicas ni a echarse novia durante varios años. Yo creo que había sufrido mucho con la forzosa separación y por el hecho de que Eva no hubiese hecho más por oponerse a aquella, y luego se hubiese casado con otro, sin mediar una sola palabra entre ellos. También esto resulta normal. Lo excepcional fue lo que vino después.     
-          ¿Qué fue ello?
-          Le empezaron a llegar noticias de lo mal que le iba a Eva en su matrimonio. Al punto, cambió de postura y, lo que hasta entonces había sido criticarle su desapego, fue luego reprocharse a si mismo, por no haber tomado iniciativas más francas y directas para reanudar sus relaciones. Se volvió agrio y un tanto misógino. Dejó a su chica de entonces y nunca volvió a mantener una relación seria y estable. Claro, eso no quiere decir que hiciese vida de monje –usted ya me entiende-, pero nunca se casó y, siempre que podía, andaba preguntando por la situación de Eva, incluso utilizándonos a nosotras para que curioseáramos al respecto.
-          ¿Y por qué no reapareció en la vida de Eva cuando esta se divorció? Todavía tenían buena edad y es probable que ella lo hubiera acogido de buen grado.
-          Él tenía hecha aquí su vida. Por otra parte, hizo más de un viaje a Canarias y tal vez se enterase de que ella andaba mariposeando, como su escandaloso libro puso después de manifiesto. Solo cuando supo que ella estaba desengañada y enferma, dio el paso decisivo. Se jubiló anticipadamente y, un poco de incógnito, viajó hasta Tenerife a reencontrar a su primer amor.
-          ¡Ya lo creo que de incógnito! Como que Eva nunca supo que Jose y su hermano de usted eran la misma persona. Solo cuando leyó a esquela en El Noticiero empezó a atar cabos. ¡Mucho debía haber cambiado el galán, para no reconocerlo!
-          Figúrese, cincuenta años. Era muy propio de mi hermano, que siempre fue bastante raro. Quiso entrar en su vida, ayudarla y hacerse querer sin correr el riesgo de que el pasado le jugase una mala pasada…
-          … O le ayudara en su empeño, que todo podía haber sucedido.
-          Efectivamente. En fin, logró lo que quería y, aunque tarde, me figuro que sus últimos años fueron plenos y felices. Pocos, pero le compensaron.

     Estaba ya casi todo dicho, pero yo aún tenía que meterme en terreno escabroso:

-          Veo, doña Albertina, que considera un buen final el de su hermano. Entonces, ¿con quién y por qué está usted enfadada? Bueno, eso me ha parecido.
-          ¡Cómo quiere que no lo esté! ¿Le parece bonito que Jose marchase para Tenerife sin avisar y que mi hermana mayor y yo hayamos tenido que saber de su vida y milagros, gracias a la iniciativa de Eva y a las revelaciones de usted? Y no es eso todo. Como si hubiese querido tenernos in albis por siempre, ya ve cómo montó su final: Prohibió a su albacea que nos avisase al punto de su muerte; ordenó su incineración y el lanzamiento de las cenizas en las montañas canarias y mandó destruir fotos, cartas y toda clase de objetos personales. Y, aunque no viene al caso, le diré que dejó la mitad de su herencia a Eva, en prueba de su imperecedero afecto –decía en el testamento-.
-          No creo que el afecto haya de demostrarse con dinero y, menos aún, cuando el afectuoso ha fallecido. Más bien querría ayudar al amparo de su vejez, pues la pensión que le ha quedado a Eva no es lo que se dice cuantiosa.
-          Ya, pero no deja de resultar paradójico que le deje un buen pico, después de haberle ensombrecido la vida hasta el final.

     Iba a replicarle algo sobre la irrenunciable generosidad de algunos corazones, cuando Albertina torció el gesto y se levantó bruscamente, dando por terminada nuestra entrevista. Sus últimas palabras fueron:

-          No vaya a creer que me importa el dinero. Es el daño que hizo a mi hermano lo que me la hace antipática. Que quede claro.

***

     Otra vez estamos sentados en el salón con grandes ventanales al jardín, en el que meses atrás Eva me encargó el mandado. Ahora ha abandonado la escayola, pero un vistoso bastón con puño de carey descansa apoyado en el brazo de su sillón favorito. Me temo que la dolorosa claudicación le sea ya irreversible. He acabado de rendirle cuenta de la gestión y, después de un minuto o así, todavía permanece silenciosa, con los ojos entornados, inmóvil. Solo los dedos ligeramente garfeados en la cretona esmeralda dan muestra de alguna tensión. Imagino que quiere quedarse a solas rumiando novedades y recuerdos, por lo que me levanto y, con paso quedo y sin palabras, inicio la retirada. Ya estoy a la puerta de la habitación, cuando me llega su voz, fría, firme, pausada:

-          Gracias, Cebrián, por cerrar el círculo y descubrirme que la vida de Jose y la mía han sido una pasión inútil. ¡Cuánto sufrimiento sin sentido!

     Me detengo, la escucho y reanudo la marcha, con la angustiosa sensación de haber contribuido eficaz y notablemente a confirmarlo.






[1]  Se encuentra en este mismo blog, en el relato número VIII de la serie Psicopatología de la vida sexual, bajo el título de Las relaciones asimétricas. El complejo de Creek. No teman: no se trata de una exposición científica, sino de una ilustración literaria de dicho complejo, que muchos expertos dudan en admitir.