viernes, 11 de diciembre de 2015

EL RELOJ PARADO


El reloj parado

Por Federico Bello Landrove
     

     Hay relatos que apenas necesitan de presentación. Creo que este es uno de ellos, pues el tema es un clásico, un tópico: El de la persona cuya vida parece haberse ido con la del ser amado. ¿Solo lo parece?



     La Naturaleza no es justa, sino sabia y, casi siempre, inexorable. Es una meditación que me acompaña cuando pienso en la tragedia estética que supone envejecer para quienes han sido paradigma de belleza. Como mi amiga Estela, por ejemplo. No es cosa de detallar la ruina estética: ustedes pueden imaginársela por experiencia. Tampoco es el tema de este cuento. No me inspiran las arrugas, las inflamaciones, las formas caídas. Para glosarlas no me hace falta escribir: tan solo mirarme al espejo.

     De lo que quiero tratar es de algo más sutil y más profundo. También, menos ineluctable. En todo caso, suficientemente conocido. Me refiero al dolor que produce la muerte del amado, cuando la unión con él ha sido estrechísima. Sufrimiento que encarcela al sobreviviente en los recuerdos y le impide llevar una vida minimamente personal, no alienada. Lógico, sin duda. Frecuente, según dicen. Objetivamente injusto, me parece, pues trasmuta un amor casi perfecto en lo más parecido a una muerte en vida.

     Mi amiga me recibe como siempre. Nuestros lazos se remontan más de medio siglo atrás, enriquecidos por intensas vivencias comunes, potenciados con familiares y amigos compartidos. Nos vemos con cierta frecuencia y la he telefoneado, avisándola de mi visita. Era de suponer que la encontrase bien vestida, sonriente, hasta acicalada. No siempre se sale a cenar con un amigo entrañable, en ocasión muy señalada. Pero no es así. Me abre con semblante de circunstancias y me dice:

-          Entra y pisa donde puedas, que tengo la sala manga por hombro.

     En efecto, numerosos folios escritos a máquina se desperdigan por el tresillo, la alfombra, el parqué. Las carpetas de cartón y gomas que debieron servirles de albergue durante muchos años yacen vacías, desinfladas, sobre dos mesas y un sillón. Siguiendo el camino sincopado de baldosas blancas, llego hasta la mesa de despacho y me siento en el confidente. Estela toma asiento frente a mí. Me explica que está ordenando –una vez más- los papeles de su difunto Ángel, aquellos que con amorosa dedicación mi amiga convirtió en publicaciones editadas y sufragadas por ella.

-          Ahora, me dice, no tiene sentido guardar fotocopias y originales mecanografiados, de algo que ya se imprimió. ¿No te parece?

-          ¡Mujer!, si hay alguno con correcciones manuscritas, podrías conservarlo –respondo condescendiente-.

-          ¡Bah!, ni aún así –replica muy valentona-. Nada, nada; más tarde lo recogeré todo y lo tiraré.

     ¿Adónde irán esos papeles añejos, marchitos, inservibles, que fueron el fruto de una dedicación intelectual y amorosa? ¿A la basura? No lo creo: es un destino demasiado bajo. ¿Reciclados? ¿Triturados a máquina, tal vez? La veo perpleja. Apunto:

-          Tal vez, a alguno de tus hijos puedan interesarle por motivos sentimentales… O a tu nieta Alicia, tan unida a vosotros.

-          ¡Quia! Si apenas pusieron interés cuando me quemé las pestañas ordenando los materiales, corrigiendo pruebas, pagando de mi bolsillo la impresión… Si fuese ahora, con la ayuda de la moderna informática…

     En ese momento, me llaman al móvil. Le pido un lápiz bien tajado, o un bolígrafo que escriba, para tomar nota de una dirección. Imposible. Al fin, encuentra un lapicero de mina apenas saliente y garabateo algo medianamente visible. Lo único que parece funcionar de aquel buró es una buena lupa, que mi pobre Estela utiliza para releer, pese a su miopía, las notas y correcciones de mano angélica, de letra tan pequeña y enrevesada, como grande y noblote era su autor.

***

     Se está haciendo tarde. Estela se excusa y toma el camino de su cámara para completar el vestuario.

-          Aquí te dejo –me dice-. Echa un vistazo a las fotografías. Seguro que conoces a la mayoría de los que en ellas salen.

     En efecto. Los conozco a casi todos. Conozco, incluso, las instantáneas, de tantos años como las alejan del presente. Ellos dos por doquier, en cualquier parte, preferiblemente muchos años atrás. Hijos en abundancia. Nietos. ¡Ay, nuestros amigos y familiares comunes! Me empieza a doler el corazón y a formárseme el inevitable nudo en la garganta. Levanto la vista a los cuadros que cuelgan, coloristas y cándidos, reproducciones, de la mano firme y geométrica de Ángel. Ángel, siempre Ángel, hoy como ayer.

-          Siete años, ya –Estela reaparece-. Es duro. Y eso que para él fue lo mejor; así, de repente, lo que todos desearíamos.

     Y añade:

-          Pero tan solo, sin una ayuda, sin que nadie lo oyese, sin poder fijar en una cara amiga su última mirada…

     Cambio de tema, casi con brusquedad:

-          He reconocido a casi todos los fotografiados, salvo aquella señora del marquito dorado.

-          ¡Pero si es tu madrina! Claro, todavía joven.

-          Yo la conocí de unos setenta y cinco años. Bueno, de lo anterior no conservo recuerdo.

-          Mira, mira esta –insiste-. Mi padre y tu madre de niños. ¡Siempre me encantó! Esa niñera fornida que lleva en sus brazos a la niña, con la muñequita colgando del cinturón, como una limosnera figurativa.

     Pongo cara de circunstancias, pero en el fondo siento deseos de besar el cristal, de abrazar a Estela, de huir de este presente casi invernal y retornar al cálido pasado en que era una minúscula célula en germen de aquella niña, ahora muerta. Pero mi amiga interpreta mi posición estatuaria como una invitación a seguir hundiendo su estilete en mi llaga:

  -         Vamos para el cuarto del fondo. Tengo un montón de álbumes…

-          Mejor otro día, Estela. Se nos va a hacer tarde para cenar.

-          Tienes razón. Me pongo el echarpe y estoy lista.

     Al salir, miro el reloj del vestíbulo, que me recuerda al pequeño pendular de caja, que teníamos en casa. Marca las nueve, casi como la hora que efectivamente es. Pero, ¿de qué día? El péndulo no oscila. El reloj está parado. Como el corazón de Estela, aunque siga latiendo.    


      

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