viernes, 18 de diciembre de 2015

EL CIELO DENTRO DE TI


El cielo dentro de ti

Por Federico Bello Landrove

     Este no es un cuento histórico, aunque algunos de los hechos y personajes lo sean. Se elabora en torno a la construcción de la maravillosa cúpula de Santa Sofía de Constantinopla, pero su objetivo es el de traer a colación esta idea de mi experiencia y mi fantasía: Que el amor y la casualidad no pueden ser ajenos a la racionalidad, ni en la ciencia ni, menos aún, en el arte.



1.      Un problema irresoluble

     Corre el mes de junio del año 535. El ingeniero Isidoro de Mileto, director de las obras de la magna basílica palatina de Santa Sofía en Constantinopla, encastillado en su improvisado habitáculo del segundo piso del templo –llamado nido de golondrinas-, está sudando la gota gorda. Y no es solo porque el calor agobie, sino que se va agotando el plazo fijado por el Emperador para culminar la gran obra, que algunos ya llaman, entre jocosos y enfadados, el sueño de Justiniano[1]. Esta es la fecha, que la coronación abovedada del magno templo brilla por su ausencia y, en su lugar, improvisados toldos cierran en parte su espacio, tratando de protegerlo de lluvias y solaneras. Isidoro recuerda…
     Imagina la escena de un día, tres años atrás, en que, acompañando al gran Antemio de Tralles, el insigne matemático y creador de belleza, fue recibido en audiencia por el gran Rey y presenció la más colosal trifulca que habría podido imaginar, cuando con  toda solemnidad Justiniano les hubo dicho:
-          Las turbas, desagradecidas e incontroladas, expoliaron y sometieron al fuego, unos meses ha, la sede de la Divina Sabiduría. Quiero, arquitecto, levantar sobre sus doloridos restos el templo que merece la Divinidad y la dignidad de quienes en él oremos. La cosa urge y es mi voluntad que te sujetes a plazos perentorios. Tendrás cuarenta días para presentarme los planos y, una vez sean estos aprobados, cinco años para llevar la obra a feliz término.
     No era persona Antemio que permitiera imposiciones absurdas en su trabajo. Mal encarado, con la indiferencia que dan los muchos años y, sobre todo, agotado e insomne por un largo viaje a uña de caballo, replicó:
-          Ni la solidez ni la belleza admiten tales plazos, fruto de la ignorancia de Su Augusta Majestad en estos temas.
     Allí fue ella. Las palabras fueron subiendo de tono y de violencia. El Emperador, iracundo, empezó a usar para sus dicterios el dialecto ilirio de su infancia, trufado de eslavismos. No se quedaba corto en las respuestas el maestro lidio, que paulatinamente iba perdiendo los estribos, hasta que Justiniano sentenció:
-          ¡Maldito bastardo, arquitecto de pacotilla! Tendrás al punto los hombres y los materiales que necesites. ¡Pero, como no cumplas los plazos, te cortaré la nariz y las orejas y echaré tus manos a los cerdos del Patriarca!
     Con afectada pomposidad, Antemio se inclinó ante el trono y, haciendo una seña al espantado Isidoro, fueron caminando de espaldas hasta embocar la puerta de la gran sala. Una vez fuera, el de Tralles sonrió al milesio y dijo:
-          No te inquietes. El Emperador no es mala persona y, habiéndose comprometido ante la Corte a no escatimar obreros ni suministros, podemos estar relativamente seguros de que hará honor a su palabra. Por ahora, preocupémonos de los planos. La Navidad de 537 está lejos todavía.
***
    Al recordar aquellos momentos, Isidoro no podía menos de reír entre dientes, mientras aliviaba el calor aplicándose un paño húmedo a las sienes. ¡Claro que habían cumplido con la cuarentena de los planos! Antemio parecía tener en la mente el magno proyecto y, donde no, aprovechaba las trazas de la hermosa iglesia arruinada por la rebelión de Niká. Isidoro se centraba en los cálculos de resistencias y los materiales a emplear. El tiempo se agotaba, sin que Antemio hubiese concluido el punto sobresaliente del abovedamiento y la cúpula del templo. Celoso de su arte hasta el extremo, dijo a Isidoro:
-          ¡Ea!, presentémosle un bosquejo de líneas, figuras y medidas que dé el pego, como si fuese la viva imagen del Cielo en la Tierra. La bóveda ya la tengo diseñada en mi cabeza, ¡pero esa cúpula!
     Isidoro asintió y, durante los últimos días de los cuarenta prepararon un embeleco muy aparente y creíble. Tuvieron la suerte de que el Emperador apenas dejó intervenir a sus consejeros, dejándose engatusar por la labia de Antemio, por una vez respetuoso y afable. No obstante, Justiniano era bastante entendido y se percató de la falta de precisión del proyecto:
-          Esta cúpula, arquitecto…
-          Será la octava maravilla del mundo, mi Señor. Ved su inmensa circunferencia. Pero el ingeniero y yo tenemos grandes proyectos para hacerla más elevada y luminosa. Presentada ahora con carácter definitivo, podría resultar pobre, comparada con lo que vamos a diseñar, gracias a un estudio de las secciones cónicas que estoy ultimando. Claro que, si Su Augusta Majestad quiere conformarse con lo que ahora podemos ofrecerle…
-          ¡De ninguna manera, arquitecto! ¡Quiero lo mejor! ¡Quiero vencer a Salomón! ¡Quiero… quiero…!
-          ¿El Cielo en la Tierra, Majestad?
-          ¡Eso mismo! ¡Y pobre de ti, trallano, como no me lo consigas!
     Verdaderamente, Antemio sabía salir airoso de casi cualquier situación.


***
     Pues bien, los dos años transcurridos desde aquella decisiva cuarentena, puede decirse que habían sido bien aprovechados. El Emperador, cada vez más poderoso y rico, había cumplido con creces la promesa hecha a Antemio. Sus dominios y los reinos vecinos habían volcado sus tesoros sobre aquél rincón del Cuerno de Oro: pórfidos y basalto, mármoles y vidrio, nácar y ébano, oro y bronce, habían ido conformando la espléndida estructura, hasta levantar ciento veinte pies del suelo. Diez mil operarios habían entregado su trabajo para convertir aquellas montañas de sillares y ladrillos, aquellas inmensas balsas de mortero, en la espléndida construcción que habría de sostener el Cielo de Justiniano. Isidoro había bajado a los infiernos de la cimentación y se había ceñido los lomos como un capataz más para dirigir la erección del ciclópeo zócalo de piedra caliza, que dotaría al edificio con el don de la eternidad. Y luego, coser y cantar: hiladas de grandes ladrillos, como soldados en formación, unidos y revocados por el cemento rojizo de cientos de artesas. Arriba, arriba; más alto, siempre hacia el cielo, sin pausa ni descanso, con la rapidez creciente de la experiencia y la premura. Múltiples vanos, como un sutil tejido de luz, hacían cada vez menos necesaria la tarea rutinaria de los albañiles y más perentorio el cálculo y el lujo de los maestros de obras y los artesanos. Todo avanzaba según lo previsto y, sin embargo…
     Sin embargo, Antemio, cada vez más irascible y achacoso, no acababa de dar con la fórmula esencial para resolver el problema de aquella cúpula gigantesca de cien pies de diámetro, que habría de flotar en el espacio como las esferas que soportan las estrellas. Sí, con la ayuda de su ingenio y la de su inseparable Isidoro, había resuelto el problema de la aparente levedad, gravitando sobre cuatro esbeltísimos pilares centrales, que trasladaban casi todo el peso a los contrafuertes de los muros exteriores, mediante el juego de los arcos de las naves laterales. También había brotado de su mente la maravilla de las exedras y cupulinas en disminución, que hacían el milagro técnico de servir a la esbeltez y belleza de la cúpula madre, cual hijos dichosos de contribuir meramente a la gloria de su progenitora.
     Isidoro había ideado los materiales ligeros que permitirían a la hemiesfera celestial elevarse como nunca se había visto, y recibir la luz del astro rey por decenas de ventanas, como estrellas que irradiasen los mil y un matices filtrados por vidrios polícromos, fusionados al interior del templo en la claridad iridiscente o ambarina con que se dice que los Santos desfilan ante el Cordero.
     Sí pero… todo eso estaba tan solo en la imaginación de los artistas. El tiempo pasaba y Antemio, soberbio y aislado en su habitáculo de tablas y cuerdas, no superaba el escollo mayor, aquel que impedía el progreso de toda la bóveda y reducía lo ya realizado a la magia inútil y soberbia de la Torre de Babel. Isidoro daba mil vueltas al problema, sin atreverse a preguntar al Gran Maestro, gruñidor y achacoso, cuya respiración era un silbido y su paso un arrastrado desliz. Ya no bajaba nunca a tierra; se hacía servir en las alturas el sustento y dormía reclinado entre cojines, en una improvisada yacija adosada a un pilar central, como si quisiera recibir la vida y la belleza por contacto con el broncíneo collarín de la columna. Siempre las mismas dudas, los mismos errores, las horas perdidas encorvado sobre los planos. ¿Cómo posar la cúpula femenina y celeste, con su curvatura perfecta, sobre las líneas rectas, a escuadra, masculinas? ¿Cómo convertir el espacio cuadrado en una corona imperial? ¿Cómo, en fin, alcanzar el éxtasis de la perfección esférica, descansando sobre la rutinaria técnica del cuadro?
    Así estaban las cosas cuando, una mañana de otoño de 534, Antemio amaneció muerto. La cúpula preciosa y obscena, como una amante caprichosa y exigente, le había negado sus favores y dejado morir en la miseria moral. Era la hora de Isidoro. Él lo sabía y un emisario de Palacio se lo confirmó. El nuevo arquitecto jefe se dijo:
-          El Cielo ahora está dentro de mí.


 2.  La Leuca

     Quedamos, amigo lector, a comienzos del verano de 535, a falta de dos años para que se cumpla el plazo del Emperador. Siete meses ha que Isidoro es el maestro principal de la construcción y esta no ha dejado de crecer desde donde la hubo dejado el difunto Antemio de Tralles. Los ciento veinte pies de altura de los muros han pasado a ser treinta más. Las bellezas del templo se multiplican, al ritmo del lujo y el buen gusto. Cientos de artesanos colorean las piezas que, cortadas luego en minúsculas teselas y cubiertas de oro, formarán los sacros mosaicos, orgullo de los artífices bizantinos. Los pintores bosquejan ya las escenas que se convertirán en frescos murales, a mayor gloria de los Santos del cielo y de los optimates de la tierra. Todo onece, sí…, pero Isidoro sigue empantanado con esa maldita media naranja inflada, sin la cual todo el magno edificio es pasión inútil. Ha sucedido a su viejo antecesor en el nido de golondrinas, pero tan solo para sufrir y envejecer como él. Tiene cumplidos los cincuenta años y apenas encuentra fuerzas más que para pensar en términos de transformación armoniosa del cuadrado en círculo, con la misma gracia que el mar besa la arena, o el sol transforma en sangre el zafiro sombrío de la noche.
-          Dos años… ¡Qué va! Dos meses, o dos semanas, días tal vez. Muchos obreros han sido retirados por falta de trabajo, y la lenta y laboriosa transformación del la fría arquitectura en asombroso decorado no permite ya más demora. ¡Ahora o nunca!  
     Afortunadamente su sobrino, Isidoro el Joven, ha aprendido ya lo bastante como para dirigir las tareas allá abajo, liberando a su angustiado tío de lo que despectivamente llama maestría de obras e intendencia rutinaria. Precisamente de allá abajo ascienden los ecos de alguna trifulca de las que periódicamente protagonizan los obreros por ebriedad, encontronazos o hurtos. ¿Qué será esta vez? Se asoma por entre las cuerdas que sostienen su nido y acierta a divisar un grupo de operarios que zarandean y empujan a otro de ellos. Los gritos más penetrantes denotan, por su agudeza, la voz de una mujer. El Joven, casualmente junto a su tío, hace un gesto de resignación y dice:
-          En fin, voy a ver…
     Pronto el griterío cesa y el grupo airado se disuelve. Frente a frente quedan el arquitecto novel, la mujer y el capataz:
-          Así que eres una leuca[2], asevera el Joven. ¿Cómo se te ocurre venir a trabajar aquí, trayéndonos el riesgo del contagio?
-          No estoy leprosa. Llevo conmigo estas manchas desde hace años y no he tenido el menor síntoma de laceria.
-          Entonces –terció el capataz-, ¿Por qué ocultabas las manchas de tus manos? ¿Por qué no te presentaste a un protomédico que certificase tu limpieza?
-          No preciso de ello.
-          ¿Conque no, eh? Esta miserable fregona se siente por encima de las normas que nos obligan a todos.
-          ¿Qué patente aduces para exonerarte del reconocimiento?, inquirió el arquitecto.
-          Esta, señor. Yo no vengo de la calle, sino de la mansión del general Belisario. Soy…, fui amiga y luego criada de su esposa, Antonina. Ella me colocó aquí.
     El Joven la miró a los ojos. Además de hermosos, parecían sinceros. Algo había en el porte de aquella fregona de pórfido y pulidora de bronce, que no se compadecía con la ropa holgada y miserable que la cubría. Está bien: Había invocado a Antonina y eso era como clamar en nombre de Teodora, la Emperatriz. La cosa podía resultar complicada y no dejaba de ser curiosa. Resolvió tajante:
-          Capataz, vuelve a tu puesto y tranquiliza a los obreros a tu cargo. Y tú, mujer, ven conmigo. Expondrás tu caso al arquitecto jefe.  


***
     El arquitecto jefe escuchó su relato:
-          Yo, señor, me llamo Anastasia y soy hija de una familia de carpinteros de ribera próxima a Tesalónica. Habiendo recibido la belleza por toda herencia, mis padres me enviaron a esta Ciudad, recomendada a nuestra amiga Antonina, para ser como ella actriz y suplicante en el Hipódromo. En verdad, con el pretexto de aprender el oficio, vine a parar en “El oso azul”, donde tuve de pagar como meretriz las lecciones teatrales que allí se me daban, las cuales tienen el contenido erótico y lascivo que Su Excelencia, sin duda conoce.
     El Joven iba a reprender su atrevimiento, pero Isidoro lo contuvo con el gesto. La mujer, con su bella voz grave de acento tesalio, aspirado y sibilante, prosiguió:
-          San Narciso hubo de protegerme pues, no solo no tuve ninguna de esas repugnantes afecciones que se contraen por do más pequé, sino que di por fin el paso hacia la representación y la danza. Dios me fulmine si miento, pero llegué a ser telonera de la Emperatriz Teodora. Yo representaba el Nacimiento de Venus, inmediatamente antes de que ella embelesara al auditorio con su famoso número de la Posesión de Leda[3].
     Esta vez no pudo el tío contener la vehemente interrupción del sobrino:
-          Si tan brillante era tu carrera, infame descocada, como para rozarte con nuestra Señora, ¿cómo es que has acabado fregando el suelo y cubierta de manchas?
-          Prosperé –continuó Anastasia, sin inmutarse-, pero no hasta el punto de verme libre de la violencia y lascivia de mis empresarios. Y cuando creí que surgía el arco iris sobre la lluvia de mis lágrimas, he aquí que mi amado resultó ser el peor de todos porque, siendo igual a ellos, pudo lograr lo que ninguno antes: romperme el corazón.
-          No es el corazón, muchacha, lo que te veo dañado, aunque a fe que lo lamente –intervino Isidoro-, sino esas manos manchadas, que alarman a quienes se te acercan.
-          Lo uno trajo lo otro –repuso la mujer-. Maltratos y desengaños brotaron en mi piel y llegaron a extenderse tanto que, no pudiendo ocultarlo por más tiempo, fui expulsada de aquel negocio y rechazada por quien fue mi mayor tormento.
     Dicho esto, Anastasia se remangó y abrió la pechera de su oscuro sobretodo, dejando ver cómo las decoloraciones de su epidermis se prolongaban y extendían por otras zonas de su cuerpo. Se dejó contemplar por unos momentos, y dijo:
-          Abandonada y mísera, me atreví a acudir a Antonina, quien ínterin había mudado tanto su fortuna, que era la esposa del gran Belisario y vivía en palacios de ensueño. Compadecida, me dio trabajo como limpiadora en su casa. Luego, tal vez temerosa de un contagio, me despachó con su recomendación para esta santa obra, con el pretexto de que aquí ganaría más, siempre que ocultase mi tara. Eso hice hasta el día de hoy y es cuanto tengo que decir a Su Excelencia.
     Isidoro suspiró. Desde sus ya lejanos tiempos de estudiante en Mileto, tenía horror a las decisiones comprometidas; pero no era menos cierto que su espíritu era sensible. De otro modo, ¿cómo habría podido aspirar a la belleza en su arte? Reflexionó durante unos momentos, miró con fijeza a Anastasia y dijo:
-          En todas partes se puede limpiar y pulir. Cuidarás del orden y el aseo de este habitáculo; sacarás brillo a los bronces de mi pilar hasta que reluzcan como la espada de un arcángel, y procurarás que en mi jarra haya siempre agua fresca y en mi plato, nueces e higos secos. Esa será tu tarea, hasta…, -susurró- hasta que el Emperador ordene que me corten las manos y la lengua. Pero, ¿qué haces ahí parada? ¡Ve abajo por lo que necesites! Di que yo te lo he ordenado.
     La mujer inclinó con respeto la cabeza y se deslizó veloz por la escala. El Joven miró a su tío de hito en hito, con cara de enfado. Este se sintió forzado a justificarse de manera algo airada:
-          ¿Qué quieres que haga? Los obreros no la aceptan y Antonina no consentiría que la echara. Al menos, me hará menos desagradable la estancia en esta maldita tela de araña.



 3.  Las golondrinas en el nido


     El verano declina. En el Nido de golondrinas todo continúa igual. Isidoro cavila de manera incesante acerca del cáliz –su cáliz de dolor, como lo llama- del que debe brotar la etérea corola, cuyo perfume llegará hasta el trono de Dios. Más de una vez ha pensado en vender su alma, ensayando fórmulas mediocres que puedan salvarle de la mutilación, pero no de la vergüenza. De su parte, Anastasia sube y baja para que su señor beba siempre el agua fresca y tenga las mejores nueces –esas que se abren como cerebros disecados o batracios a punto de saltar- y los higos más dulces  – corazones de arrope, como los que ella habría dado su vida por encontrar-. Todo igual: el calor sofocante, la presencia autoritaria del Joven, el ascenso mural hasta las nubes… y ese sol justiciero que, insinuándose por entre los huecos de los toldos, parece burlarse de la inutilidad de tan colosal esfuerzo.
     Todo continúa igual. ¿Es así? Aparentemente. Pero cuando la mujer asciende con el cántaro, no solo escancia el agua en la copa, sino que llena con ella una pequeña jofaina; enjuga el sudor de la frente del arquitecto y mojando un paño blanco, enfría sus sienes y sus muñecas. Es un pequeño gesto. Como lo es que, cuando Anastasia ciñe sus ropas para pulir el bronce o restregar el suelo, Isidoro levante la vista de los planos y siga con la mirada su vaivén o su cimbreo. Ella se ha percatado, como también de que, al refrescarlo, reclina suavemente la cabeza sobre su pecho, con sutil predilección. Isidoro es un hombre mayor, serio, acomodado, que se siente desdichado por un motivo que ella no acierta a comprender. Es seguro –piensa- que, si se fija un poco en ella, es por deseo; un deseo -ella lo sabe muy bien-, que nace como suave céfiro en la mañana, estalla cual huracán a mediodía y se agota en la brisa con que declina la tarde. ¡Bah!, toda su cortesía y su respeto valen lo que los afectos de cualquiera de los hombres; todos diversos en su apariencia pero iguales en egoísmo y dureza. ¡Si lo sabrá ella, que lleva en el alma el sello del desprecio y en su cuerpo los estigmas del horror sufrido!
     ¡Malditos, malditos sean! ¡Cuánto habría dado por ser como Teodora y Antonina, cortesanas astutas, lascivas, promiscuas, manipuladoras de hombres! ¡Ay, si sus llagas hubiesen sido las enfermedades del sexo, con las que contagiarles el dolor, al mismo tiempo que saciaban el fuego del deseo!
     Y sin embargo… ¿Será posible que él no sea así?; ¿que vea, a través de su cuerpo, latir de su alma?; ¿que se haya empapado de la majestad de los ángeles, a los que construye esta casa? Sonríe y se declara estúpida. Así ha empezado siempre, confundiendo realidad y deseo, la apariencia con el fondo, las palabras con las obras. Sí, es cierto. Y sin embargo.
     “Sin embargo, ayer me excedí al mostrarle mi cuerpo y él lo percibió. No son solo manchas de aurora las que surgen en mi piel. Pústulas y llagas se extienden por mis brazos y mi vientre, con comezón irresistible, que arraso hasta hacerme sangre y que me deprime hasta el llanto imposible de contener. ¡Tengo psora[4]! Mi cuerpo va envolviéndose en una funda de cera y mis coyunturas –antaño propias de una bailarina- se hinchan y entumecen, hasta el punto de dificultarme el trabajo más sencillo. Pues bien, Isidoro lo percibió, me atrajo hacia sí, me quitó el cepillo de pulimentar y tocó suavemente mis pústulas, como acaricia un sanador. Solo dijo una palabra: ¿Sufres?
     “No respondí, pero así con fuerza su mano y lloré como siempre y como nunca; como todas las noches y como cuando era niña. Lágrimas ardientes, hondas, profusas, que se ofrecen al amigo pidiendo comprensión y piedad. Él no dijo nada. Dulcemente, me sentó en su silla de arquitecto y, con esa su voz nasal y cálida, me mostró las trazas del templo y me explicó los detalles de la obra, sus emociones, sus dificultades, su dolor cupular. ¿Entiendes, alma mía? Me dio lo mejor de sí: su ilusión, su trabajo, sus fracasos, sus sueños… Y, al caer la tarde, cuando todos abandonan el tajo, aún estuvo un buen rato susurrando consuelos y atusándome el cabello. Y, ¿sabes lo que más me conmovió? Que, a solas con él, escotada, abandonada a su voz y a sus brazos, ni siquiera una vez observé que mirara mi pecho.
     “En la oscuridad de mi cuarto, en el calor insoportable del lecho, solo tengo ojos para su imagen y una obsesión martillea mi mente: ¿Qué puedo hacer por él? ¿Cómo tornaré placentera su ansiedad? En el fondo, ya estoy pensando como un mercader, en pagarle su ternura. Él no pide nada de mí, es cierto. ¡Pero soy yo quien quiere dar sentido a mi vida, entregándole algo de mí que le haga feliz!”   
***
     Amanece, incluso en aquel cuartucho en el que Anastasia pernocta. Ya tiene la decisión tomada, después de no haber pegado ojo durante la noche. Del baúl que guarda todas sus pertenencias saca un frasquito de perfume de nardo y una pequeña prenda dorada. Lava su cuerpo con agua salada; lo unge con lo que queda del perfume; cela sus pechos regulares y firmes en aquella tela sutil, recuerdo de sus tiempos de comediante de burdel; finalmente revístese de la basta y oscura túnica de obrera. Un mínimo espejo le devuelve su rostro, moreno y triste, el cual va orlando con sus trenzas de azabache, que podrían servir de guirnalda a la diosa Diana. Sonríe. En otra ocasión se habría dicho parezco una ternera preparada para el sacrificio. Hoy se siente una cordera que se entrega fielmente a la firme voluntad de su corazón.
     El día pasa, lento, monótono, bochornoso. A media tarde, la calígine estalla en un mar de lluvia, mientras los relámpagos rasgan el cielo y los truenos parece harán caer aquel nido tejido en la cima del templo. Es el momento. Isidoro, regla en mano, ajeno a todo, escudriña los planos.
     Anastasia se acerca, abre su vestido hasta la cintura, toma la mano del arquitecto y la posa sobre la curva tibia y vital de uno de sus senos. Isidoro, aunque sorprendido, deja hacer. La mira con ternura, acaricia la turgencia y, como un niño hambriento y amoroso, deposita un beso en su cumbre oscura, que resalta tras la tenue, casi transparente, sarga de seda dorada, tachonada de conchas color turquí.
     La mujer echa las manos a la espalda, presta a desanudar el hilo de oro que separa su pecho del la boca del amado. Mas, en ese mismo instante, al echarse levemente hacia atrás para ayudarla en su empeño, su grito inesperado paraliza a ambos. A la luz, violenta y azulada de un relámpago, Isidoro ha visto al fin todo el esplendor de Anastasia. Los dos triángulos isósceles, dorados y planos, transformados en dos perfectas curvas convexas, que cantan en la tormenta las glorias de Eva, la tentadora reina de la Creación.
     El arquitecto se pone en pie y, tomando entre sus manos el rostro de la joven, besa su frente. Luego, levantando los ojos, se enfrasca por unos instantes en la contemplación del lugar donde habría de posarse la cúpula de sus desvelos. Anastasia, corrida, cubre de nuevo el busto y no sabe qué hacer. Al punto, los ojos de Isidoro vuelven a fijarse en ella y, tomando su mano, pronuncia estas sibilinas palabras, antes de volver a la mesa de los cálculos:
-          Querida muchacha, el Cielo está dentro de ti.
     Ella, mecánicamente, toma el cántaro y, poco a poco, desciende la escala, sabiendo cada vez con mayor certeza que nunca más la volverá a subir.
***
     Unos dejan morir el amor; otros ignoran que lo han provocado. Quienes lo ocultan jugando a la confusión; quienes lo llevan hasta el país eterno de lo imposible. Quizá todos, alguna vez, han buscado afanosamente lo que por gracia se les daba. Quizá todos, alguna vez, lo han hallado sin esperar. O, tal vez, todos somos, al mismo tiempo, juguetes del Amor, que no admite reglas, ni tácticas, ni raciocinios. Tal vez…
     … Tal vez, Anastasia, esa misma tarde, tomó la resolución de retornar a Tesalónica con su familia, en las orillas del mar que besaba la playa, a la que su madre tantas veces la llevó. Entre dientes, canturrea la canción que ambas entonaban cuando sus pies hollaban la arena blanda o dejaban que los besara la espuma de las olas. Recitaba su madre:
Dime, mi bien, qué tiene el mar,
que te llama cual padre en la mañana,
que te mece en la cuna de los sueños,
que te acoge con brazos de titán.
     Y la niña, ahora mujer, enferma y firme, enuncia la conocida letanía de gozos y dones del piélago amigo:
Consejero en la brisa,
rumoroso consuelo,
rugiente fortaleza,
undosa eternidad…
     Anastasia deja atrás la Polis, la Ciudad por antonomasia y busca cura en las aguas, ya oscuras, del mar.


 4.  Epílogo



     Diciembre de 537. El gran Justiniano acaba de visitar la basílica de la Santa Sabiduría de Dios, convertida en un ascua de oro, con la cúpula como ornato celestial. Entre los esbeltos pilares oblongos y la semiesfera estrellada, los insólitos y armoniosos triángulos esféricos, que un día descubrió Isidoro en el pecho de alguien que lo amaba y por eso se le ofreció. El Emperador está exultante. Bajo la cúpula grita:
- ¡Salomón, te he vencido!
     Abraza con entusiasmo al arquitecto. Le pregunta:
-         Hermosos soportes los de la cúpula. ¿Cómo los llamaremos?
-         Pechinas, Majestad.
-         ¡Cierto! Parecen conchas.
-         En efecto, Señor, conchas de Venus.
-         ¿Cómo que de Venus?, tercia Menas, el Patriarca.
-         Muchas formas y caminos tiene el amor de Dios, sentencia Isidoro. No nos cerremos a la infinita Sabiduría Divina en esta su sede santa.
***
     En vísperas de la Natividad de aquel año de gracia, el arquitecto Isidoro de Mileto encargó una lámpara votiva de bronce para colocar ante el altar de la Epifanía. Era su modesto homenaje a la mujer que le había salvado vida y honor. El metalista le preguntó qué leyenda habría de grabar. Isidoro recordó aquellas pústulas que tanto le habían unido a Anastasia, y cómo esta las curaba con agua salada. La voz se le entrecortó cuando pronunció la palabra de la dedicación:
-         Zálassa –el mar-.
     Y, como olas que no refrena la arena, las lágrimas corrieron por el rostro, curtido y ajado, del viejo ingeniero, sabio y fiel al fin.



  



[1]  Rindo tributo con esas palabras a la notable novela histórica de Salvador Felip, El sueño de Justiniano, publicada por Ediciones B, siendo su primera edición del año 2010.
[2]  Literalmente, una blanca, en alusión a la pérdida de melanóforos en la piel de quienes padecen la enfermedad ahora llamada vitíligo. El mal puede considerarse leve y no contagioso, aunque produzca un notable daño estético.
[3]  Dicho número, que hizo famoso la luego Emperatriz Teodora, simulaba la mitológica fecundación de Leda por Zeus, convertido en cisne. Teodora lo representaba muy ligera de ropa, empleando ocas en lugar del cisne y fomentando el picoteo de dichas anátidas en lugares recónditos de su cuerpo, a base de ocultar en ellos semillas atractivas para aquellas.
[4]  Psora es palabra griega con la que se designaba la sarna y, por extensión cualquier enfermedad que cursara con fuerte picazón. Por el relato de Anastasia, es de suponer que padeciese psoriasis, una enfermedad de la piel susceptible de producir artrosis y graves complicaciones hepáticas y digestivas.

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