sábado, 7 de noviembre de 2015

LA CÓLERA DE LOS HOMBRES (II): LUTO EN EL ALMA


La cólera de los hombres (II)

Luto en el alma

Por Federico Bello Landrove

     
     Continuando esta serie de relatos dedicados a injertar a heroínas clásicas en el mundo del terrorismo moderno, se aborda la figura de Electra, con numerosas licencias. Mas el núcleo sigue siendo el mismo: Aunque a veces se le parezca, la venganza no es justicia y no solo trae desgracias a quienes la sufren, sino también  la ruina moral (el luto en el alma) a quien se deja dominar por ella.




     En la primera plana del Diario Nacional podía leerse el titular siguiente: Discrepancias políticas acaban en sangriento ajuste de cuentas. En el texto figuraba lo que sigue:

     La ruptura de la organización terrorista Lucha Armada Popular, producida hace dos años por discrepancias estratégicas entre sus dirigentes, tuvo en la tarde de ayer en el pueblo de Villachica un trágico final. David Reparaz y Luis Diéguez, jefes de la facción partidaria de abrir negociaciones con el Gobierno, fueron tiroteados por dos individuos que circulaban en una motocicleta, cuando habían detenido su vehículo para repostar en la gasolinera del Puerto. Reparaz falleció en el acto y Diéguez al ingresar en el Hospital de la Cruz Roja, al que fue trasladado en estado crítico. También fue herido por los disparos R.T.V., empleado de la gasolinera, siendo su pronóstico grave.

     A última hora de ayer la Sección Militar de la L.A.P. emitió un comunicado de repulsa, distanciándose del atentado y culpando del mismo a paramilitares pagados por el Estado. Sin embargo, la opinión general se inclina por entenderlo como un ajuste de cuentas entre las dos facciones que se han venido disputando el control de la Organización terrorista desde la llamada Asamblea Refundacional, celebrada clandestinamente en abril de 1980. Por su parte, las Autoridades no han hecho hasta ahora declaración alguna a este respecto.

     A falta de comunicados oficiales, nos puede resultar ilustrativo un fragmento de conversación entre dos policías, al leer la noticia:

-         -  Mientras se maten entre ellos…

-     - Hombre, yo tenía alguna esperanza en que la ruptura los debilitara y acabaran todos por adoptar actitudes menos radicales.

-         - No seas panoli. Como dijo no sé quien, no hay más terroristas buenos que los que están muertos. Así que, si ellos mismos nos hacen el trabajo, mejor que mejor.

     Baste lo transcrito, para llegar a una conclusión evidente. Si los agentes estaban bien informados, era obvio que la Policía no había asesinado a Reparaz y Diéguez. La misma opinión tenía alguien mucho más próximo a ellos: Albertina, la hija mayor de Luis Diéguez. El tiempo acabaría dándoles a los policías y a ella la razón.

***
     Tina había mamado aquel ambiente violento e impiadoso, en que la vida de una persona no valía nada. Su propio padre había ascendido hasta la cúpula de la Organización –como la llamaban sus integrantes- a base de golpear duro al enemigo exterior, pero también, de mostrarse astuto e inflexible con sus compañeros. Más de una vez había dialogado con ella a propósito de la necesidad de estar siempre alerta y no fiarse de nadie. Precisamente por eso había tenido de pasar solo la frontera, cuando sus hijos eran niños, ante la infiltración de policías entre los militantes y la consiguiente caída en masa de casi todos los dirigentes. Al otro lado de la raya, Diéguez se había ablandado, en opinión de los jóvenes cachorros que habían rehecho la L.A.P. en el interior. Los mal pensados achacaban su nueva actitud a la vida más tranquila y placentera que había llevado en el país vecino, la cual había incluido el formar una nueva familia, con la que siguió relacionándose con cariño y generosidad al volver de su precautorio destierro. ¡Qué diferentes habían sido las cosas para ella, su madre y sus hermanos, que solo habían podido salir adelante en ausencia de Luis, abandonando los estudios y trabajando duro! Bueno, y gracias al apoyo de Bariego, el intelectual de la Organización, que había sido en tiempos novio de su madre, embelesado –se decía-, más que por sus prendas personales, por el respeto que despertaba su apellido, heredado de un héroe nacionalista de la guerra civil, quien falleció en el exilio de miseria y de dolor.

     Quiere decirse que Tina, ni mantenía relaciones amorosas con su padre, ni habría tenido mucho que decir sobre su asesinato, si el mismo se hubiese producido en el fragor de la ruptura de la L.A.P. Es más, su modesta opinión al respecto era la de que su padre era un iluso, si pretendía dar una de cal y otra de arena, vale decir, tender una mano al Estado opresor, mientras empuñaba la pistola con la otra. Era lo mismo que opinaba Gabriel, el mejor amigo de la joven, pariente y secretario particular de Bariego, cuando le decía:

-          El peor error que puede cometer un líder es basarse en ideas preconcebidas, al margen de la opinión dominante. En la L.A.P. dominan férreamente los radicales y él no tiene nada que hacer, desde el momento en que no ha podido hacerse con todo el poder y ha forzado la ruptura de la Organización. Ahora, nadando entre dos aguas, será un traidor para los de la Sección Militar y una marioneta desechable en manos del Gobierno. Si hubiera logrado llevar a Bariego a su terreno…; pero, claro, eso era del todo imposible.

-          ¿Por qué, Gabriel? Bariego es un intelectual y un propagandista. No lo veo poniendo bombas ni disparando.

-          No, pero induce a los que lo hacen y no se les enfrenta jamás. El problema, de todas formas, no es solo de táctica, sino de que nunca ha podido tragar a tu padre, desde que le levantó la novia.

-          ¿A mi madre? Pero si de eso hace una eternidad… Además, también él tiene su propia familia.

-          Cree lo que te digo, Tina. Bien haría tu padre en cuidarse de Bariego y en recabar su apoyo para que no lo tiroteen a la vuelta de cualquier esquina.

-          ¡Huy!, no conoces a mi padre. No puede verlo ni en pintura. Dice que comprende el furor y la imprevisión de los jóvenes, pero no la cobardía de los veteranos que, como Bariego, fomentan las pasiones, en vez de refrenarlas.

***

     Con ese preámbulo, no es de extrañar que a Tina se le hicieran los dedos huéspedes, al notar que Bariego empezaba a frecuentar su casa, a poco de la muerte de su padre. Viejos y borrosos recuerdos de niña volvían a su mente, recordando al veterano ideólogo sentado de noche en la sala de su casa o, de mañana, escribiendo a máquina en la galería cubierta que daba al patio. Todo ello, claro, mientras su padre permanecía desterrado, aunque llevando una vida algo alegre, como hemos visto. Con todo, la joven no se atrevía a interpelar a su madre a este respecto, de una parte, por deferencia y de otra, porque nada había sorprendido que le hiciese sospechar una nefanda intimidad.

     Bariego, perspicaz como muy pocos, se sentía malquisto y observado de Tina, por lo que resolvió –quién sabe si con el beneplácito de la madre- quitarla de delante mediante un matrimonio de conveniencia. Pensó primero en su fiel secretario Gabriel, ya conocido de nosotros. Luego, como si quisiera retroceder en el tiempo, resolvió proponer la candidatura de su propio hijo Vicente, virulento profesor de la Universidad, cuya fealdad y artería multiplicaban las de su progenitor. Por una vez, el hijo llevó la contraria al padre, con bastante buen criterio:

-          ¿Qué se me ha perdido a mí con esa Albertina? Seguro que está amargada por la muerte de su padre y lo paga conmigo, como hijo tuyo que soy.

-          Ella no sabe nada de eso. Es una chica guapa y nada violenta, que se merece algo mejor que llegar a ser la compañera de un pistolero de comando.

-          Pues encasquétasela a Gabriel, que la conoce desde siempre. A mí deja de emparejarme con una pueblerina inculta, por muy amigo que seas de su madre.

     Pese a tan tajante rechazo, Bariego planteó la cuestión a Tina, como si lo hiciese de parte de su hijo. La chica, sorprendida, se mostró reacia, así como disgustada de que, a esas alturas, un pretendiente mandara a su padre con el encarguito, en vez de dar la cara personalmente. Luego, en la intimidad de su cuarto, fue alimentando una violenta indignación, al sentirse moneda de cambio de una alianza familiar, o de una pacificación política, cuando aún estaba caliente el cadáver de su padre. Habló con su madre, a la que encontró sospechosamente contemporizadora:

-          No es que sea una joya de muchacho –concedió-, pero yo que tú me pensaría la respuesta. Desde que mataron a tu padre, la gente nos van dejando, como a apestados.  Si no fuera por Bariego…

-          Pues a mí no me ha servido de nada. Me han despedido de la farmacia, sin darme una explicación convincente.

-          Pues a eso me refiero, hija. Vicente tiene una posición.

-          ¡Antes que venderme, me marcho a servir a la Capital!

     Con razón o sin ella, Tina empezó a volcar sobre su madre parte de la inquina que sentía por Bariego. El tiempo que le sobraba por estar cesante lo empleaba en maquinar ideas de perjuicio para los dos, en quienes iba fijando la razón de su desgracia. Las palabras de Gabriel martilleaban en sus oídos, como explicación de aquella cadena de hechos funestos: ¡Cuídate de Bariego!; a lo que ella añadía de su cosecha: y de mi madre, la novia de Bariego.

     Una noche de viernes, aceptó la invitación de Gabriel para ir a cenar en la capital de la provincia. El joven escogió para el evento el restaurante del hotel Miramar e insistió en dar un largo paseo por el malecón para abrir el apetito, aunque Tina sospechó sin fundamento que trataba de declarársele, o de hacer alguna importante confidencia. El hecho es que, cuando entraron en el salón, eran más de las once y las mesas estaban ocupadas. Se quedaron por un momento en la puerta, contemplando la panorámica de los comensales y, de pronto, Gabriel preguntó:

-          ¿No son aquellos Bariego y tu madre? Últimamente estoy perdiendo vista.

     ¡Claro que lo eran! A Tina le faltó tiempo de salir velozmente a la calle para no ser vista, seguida de su acompañante. Dijo a este:

-          Volvamos al pueblo. Tomaremos algo de camino.

     Apenas cruzaron una palabra durante el resto del viaje. Y, aunque el resultado fuera de esperar, Tina pasó toda la noche en vela, acechando la llegada a casa de su madre, la que no se produjo hasta bien entrada la mañana siguiente. Podría haberse ahorrado la vela, de saber por Gabriel que este había reservado habitación en el hotel Miramar, por encargo de su principal.

     ¿Qué pudo llevar al secretario –ahora infiel- a preparar aquel infame descubrimiento? No tardaría en revelárselo a Tina, como pronto veremos.


***
     No necesitó más Albertina para concluir que, más allá de la represalia política, había sido el adulterio de su madre con Bariego lo que había llevado al tiroteo de la gasolinera del puerto. El propio Gabriel lo había dado a entender: la enemistad inmemorial con su padre; el ascendiente que el ideólogo tenía sobre los jóvenes pistoleros; la desfachatez con que cortejaba a la viuda. Todos los cabos quedaban atados para conformar aquella estructura de desvergüenza y muerte, que habían pretendido incluso culminar con su boda con el hijo del asesino de su padre. ¡Cómo no iban a despreciarla y apartarse de ella las viejas amistades! No era por el triste papel político que a su padre había tocado representar, no. Era la fetidez de la traición a los votos más sagrados, que emanaba de aquella casa e impregnaba a todos sus moradores. De pronto, como en un brillante caleidoscopio, las ideas de su padre se recomponían ante sus ojos y, donde hasta entonces había percibido debilidad y candidez, imaginaba ahora un mundo geométrico y colorista en que armonizaban los contrarios de aquella tierra atormentada. Todo el esfuerzo de Luis Diéguez se había venido abajo por un amor criminal y lascivo, que teñía el horizonte de sangre y de luto por los siglos de los siglos.

     Espoleada por la actitud reveladora de Gabriel en el día de la invitación, Tina decidió utilizarlo para tener la completa certeza de que Bariego había estado detrás del homicidio de su padre. La joven, entre curiosa y pícara, comenzó preguntándole:

-          ¿Por qué quisiste meterme por las narices que Bariego y mi madre eran amantes?

-          Podría negar que lo hice a propósito, pero no te voy a engañar. Trataba de ponerte de manifiesto el contubernio entre ellos, del que sin duda formaba parte la pretensión de casarte con Vicente. Sabiendo bien el terreno que pisabas, podrías reaccionar en consecuencia.

-          Vamos, que velabas por mi futura felicidad matrimonial. ¿Y qué se te daba a ti en ello? ¿Acaso no me basto sola para saber si un pretendiente me conviene?

     Gabriel callaba y sonreía. Ante la reiteración de la pregunta, acabó por contestar escuetamente:

-          Ya que el hijo es del todo inapropiado, tal vez pueda interesarte el secretario.

-          Pues mira, no lo había pensado –replicó Tina con el mismo tono humorístico-. Pero la chica vale mucho y hay que merecerla.

     El joven captó inmediatamente por donde iba su amiga:

-          ¿Qué se te ofrece? ¿Tal vez algo que tenga que ver con lo de aquella noche?

-          Precisamente. No sabes lo difícil que me es vivir con esa vergüenza y con la terrible sospecha de que mi padre pudo morir para dejar el camino libre a ese par de inmorales.

-          Pierde cuidado, Tina. Tu padre fue ejecutado porque los de la Sección Militar habían decidido poner fin a la escisión que él y Reparaz encabezaban. Otra cosa es que un golpe así tuvo que acordarse colectivamente, entre los jefes, y Bariego se encontraba entre ellos.

-          Pero, ¿votó a favor o no?

-          Yo no estaba allí. Sin embargo, a juzgar por el valor de su opinión y por lo que he oído a unos y otros, estuvo de acuerdo con el asesinato.

-          Y siendo así, ¿aún dices que no le movió el propósito de que mi madre quedase viuda, a su arbitrio?

-          ¿Quién sabe lo que pasaría por su cabeza cuando suscribió la ejecución? Lo que es seguro es que la cosa venía desde antiguo. ¿Acaso no sabes que, mientras estuvo en el país vecino, tu madre ya tuvo que ver con Bariego? ¿No? Pues me ha contado mi padre que era la comidilla del pueblo. Claro, hace años y con el marido fuera por motivos políticos, aquello estuvo muy mal visto. Si no llega a ser Bariego un jefe de la L.A.P., no habría vivido para contarlo.

     La cabeza de Tina era un avispero, cuyo zumbido dominante era la duda de si su padre habría sabido de la infidelidad de su mujer. Sí, en efecto, él también había vivido su vida, pero estaba desterrado, perseguido, solo. En cambio, Bariego tuvo acceso con su madre aprovechándose de su necesidad, y esta prefirió mancillar su honra antes que vender la casa o seguir a su marido al exilio. Y, ya en estos días, ¿no podía imaginar, con lo lista que era, lo que su hija había comprendido desde el primer momento: que estaba compartiendo el lecho con uno de los ejecutores de su esposo?

     De pronto, la trajo de vuelta a la vida real Gabriel, alzando la voz. Quién sabe cuántas cosas le habría estado diciendo sin ella escucharlas.

-          ¡Tina!, te decía que, si aceptas mi proposición, yo estaría dispuesto a dejar mi trabajo y marchar juntos lejos de aquí. Estoy seguro de que sería lo mejor para los dos.

-          ¿Proposición? ¡Ah!, ya caigo. Podría ser una buena idea, pero dame tiempo. Tengo que resolver algunas cosas inexcusables. Y tal vez tenga que pedirte algún favor más.
     Gabriel asintió:

-          Por supuesto. Esperaré lo que sea preciso, pero mira por tu bien que la demora sea corta.

-          Ni un día más de lo necesario. Pierde cuidado.


***
     ¿Qué cosas inexcusables tenía que hacer Albertina, que obligaban a aplazar su viaje con Gabriel al olvido y a la felicidad? Para empezar, digamos que la muchacha se resistía a comportarse como aquellos lotófagos de la Odisea, que lo ingerían para, a través del olvido, alcanzar la felicidad. Le parecía una actitud estúpida y, a la postre, ineficaz. Pero, sobre todo, la sangre de su padre y su propia dignidad la llamaban imperiosamente a tomar cumplida justicia. Y, si la piedad o el desprecio la hacían vacilar, bastaban las visitas de Bariego a su casa, o las ausencias finisemanales de su madre, para desechar cualquier remordimiento. Y así, toda vacilación concluyó el día en que el amante de su madre volvió a la carga con lo del casorio:

-          ¿Qué, ya lo has pensado? A todos nos haría mucha ilusión.

-          A todos, menos a mí y –por lo que veo- a Vicente, que no se ha dignado pedírmelo en persona.

-          Mujer, está muy ocupado con los exámenes y las publicaciones. Además, entre nosotros, te diré que no le gusta nada venir al pueblo. Así que, si aceptas, tú también tendrás que dejarnos.

-          Que es de lo que se trata, ¿no? Parece que la hija de mi padre molesta en esta casa.

-          Me disgusta que pienses eso. Sabes que, disparidades de opinión aparte, yo profesé por tu padre un afecto fraternal.

-          ¿Sí? Pues no sé qué haces mano a mano con quienes tramaron su muerte.

     Dijo esta última frase, con un retintín tan indignado, que Bariego comprendió al punto lo mucho que Tina sabía del hecho y el odio que le profesaba. A su vez, la joven tuvo por cierto que, a partir de entonces, tenía un enemigo mortal. Esa misma noche, decidió el momento y los detalles de lo que ella llamaba su justicia. Tal vez fuese más acertado calificarlo de venganza.

***

     Del informe que el Comisario Jefe Provincial de S. remitió al Director General de la Policía, con fecha 14 de noviembre de 1982:

     … El inspector Ricardo Céspedes, había sido vecino y compañero de estudios de Albertina Diéguez, motivo por el cual esta acudió a aquel en solicitud de colaboración para implementar su plan de acabar indirectamente con el jefe intelectual de la L.A.P. (Sección Militar), Serafín Bariego. Se trataba de hacer pasar a este sujeto por traidor a la Organización, provocando que lo ejecutaran; algo del máximo interés para nosotros, habida cuenta de la importancia de Bariego en el organigrama de la L.A.P. y la inexistencia de pruebas consistentes para ser condenado por los tribunales. El inspector Céspedes, previa consulta conmigo, preparó y entregó a la señorita Diéguez lo siguiente: 1º. Un oficio con membrete oficial, datado en 1978,  en el que se hacía constar falsamente el pago a Bariego de la cantidad de cinco mil dólares por confidencias a la Policía; adjuntando al mismo un justificante bancario de ingreso en cuenta y un extracto de esta, así mismo simulados, pero basados en la realidad de una transferencia por dicha cantidad realizada a Miami desde Caracas por una editorial afín al nacionalismo radical. 2º. Una cinta con la grabación telefónica manipulada, en la que Bariego se comprometía, año y medio atrás, a dirigir la L.A.P. Político-Militar, descabezada por la muerte de Diéguez y de Reparaz, abandonando la Sección Militar junto con todos sus incondicionales.

     … El inspector Céspedes, con una prudencia digna de encomio, controló en todo momento que el material manipulado llegase a conocimiento de alguno de los miembros de la Comisión Nacional de la L.A.P., por la vía discreta y aparentemente casual que la señorita Diéguez había sugerido, la cual implicaba la esencial cooperación de Gabriel Alomar, amigo íntimo de dicha joven y secretario particular de Serafín Bariego. Finalmente, y pese a las reticencias puestas por el tal Alomar durante unas semanas, el material suministrado por nosotros llegó, por conducto de dicho individuo, a manos del dirigente terrorista Joaquín Perdomo quien, a título personal o por encargo de la Comisión Nacional, comprobó la autenticidad del mismo, llegando a la conclusión de que era cierto. En dicho engaño jugaron un importante papel don N.N., empleado del banco en que se había hecho la transferencia de los cinco mil dólares, y el policía infiltrado, agente Topo-16; personas cuyas identidades ya conoce esa Dirección General o se le darán por un medio de máxima seguridad.

     … La susodicha operación tuvo el éxito apetecido, apenas dos meses después de entregado el material engañoso. El cuerpo sin vida de Serafín Bariego apareció en una cantera de las afueras de esta población, con evidentes señales de tortura y dos disparos en la nuca. Para nuestra sorpresa, en un bosque próximo se descubrió dos días después el cadáver de Gabriel Alomar, medio quemado y también con un disparo en la nuca; siendo la hipótesis más verosímil la de que la Organización entendiese que persona tan próxima a Bariego no podía ser ajena a los presuntos manejos traicioneros de su jefe.

     … El comisario que suscribe confía en que la eliminación de Bariego –sin aparente intervención de la Policía- contribuirá a debilitar significativamente a la L.A.P., de la que venía siendo su principal ideólogo y propagandista, casi desde los tiempos de su fundación.

***

-          Hija, ¿cómo tú por aquí? Sinceramente, no esperaba encontrarte.

-          He vuelto para recoger algunas cosas y, de paso, me he demorado para saludarte y ver cómo te encontrabas, después de haber ido a enterrar a Bariego.

-          Tú dirás; un amigo de tantos años, que nos ayudó en los momentos difíciles. ¡Y qué cobarde es la gente! Ha bastado con propalar que los jefes de la L.A.P. están detrás de su muerte y nos hemos quedado solos su familia y media docena de amigos. Por cierto, Tina, ni tus hermanos ni tú habéis actuado correctamente, no acudiendo al entierro: De bien nacidos es ser agradecidos.

-          Mira, mamá, tú ya sabes lo que pensaba de Bariego y que me he marchado de casa por no aguantarlo. En cuanto a mis hermanos, ellos sabrán sus razones.

-          Pretextos pueden ser, pero lo que es razones…

-          No quiero hablar más sobre ello. Hace una tarde de todos los demonios. Tomamos un café y me marcho.

     Tina se dirigió rauda hacia la cocina, donde ya tenía preparado el servicio. Su madre fue al dormitorio, para quitarse los zapatos y la ropa mojados por la lluvia. Al regresar al cuarto de estar, las dos tazas ya estaban llenas y colocadas frente por frente. El azucarero y un platito de pastas quedaban entre medias.

-          Gracias, hija, pero no me apetece comer nada. Con el café con leche tengo suficiente.

-          Echa un poco más de azúcar de lo habitual. Creo que lo he cargado demasiado.

     La madre espaciaba los sorbos, entreverando detalles acerca del sepelio. Tina, aunque nerviosa, soportaba el cotilleo y lo propiciaba con preguntas baladíes. Apuraron por fin las infusiones y Tina ofreció repetir, lo que rechazó la madre:

-          No quiero más, gracias. Por cierto que el café debía estar muy fuerte, pues me ha caído mal en el estómago. Parece que me mareo.

-          Será cosa de las emociones y la mojadura. En efecto, no tienes buena cara. Ve a echarte. Te acompaño por si acaso.

     Apenas les dio tiempo de llegar hasta el lecho. La madre de Tina cayó pesadamente sobre él y fue apagándose en pocos minutos. Su hija volvió a la salita, cogió del bolso una carta que, tras varios titubeos, colocó sobre el aparador, apoyada en un jarrón. Seguidamente, descolgó el teléfono y habló quedo con su interlocutor:

-          ¿Ricardo? Soy Albertina.

-          ¡Tina! ¿Dónde estás, que apenas te oigo?

-          En el pueblo. He venido a conocer al bebé de mi hermano Alfonso y ha empezado a llover a modo. ¿Podrías venir a buscarme? No hay tren hasta dentro de hora y media y tengo miedo de quedarme helada en la estación.

-          Voy para allá. ¿Me esperas en casa de tu hermano?

-          Ya sabes que no conviene que nos vean juntos. Te aguardo en el porche de la ermita del Cristo.

-          En media hora estoy ahí.

-          No corras, que la carretera estará resbaladiza.

     Tina colgó y volvió a la alcoba. Su madre seguía en la misma posición, muy pálida, sin alentar. Apagó la luz, entornó la puerta y regresó al cuarto de estar. Cogió la carta, abrió el sobre, desdobló la cuartilla y leyó:

     Después de morir mi amante en tan tristes circunstancias, ya no tiene sentido para mí seguir viviendo. Que Dios me perdone.

     Constató, por enésima vez, el razonable parecido con la letra genuina de su madre. A fin de cuentas –pensó-, casi nadie duda de la autenticidad de una nota de suicidio. Si acaso, sus hermanos, pero ya había tenido buen cuidado de no revelarles sus sentimientos. Para lo que tenía que hacer con su madre, se bastaba ella sola. Bueno, ella y el anhídrido de arsénico que preparaban en secreto en la oficina de la farmacia, a petición de los terroristas, para dar matarile sin escándalo, o para suicidarse cuando no había más remedio y no tenían un arma a mano.

     Al salir de la casa, cerró suavemente, echó la llave y bajó hasta el portal sin dar la luz de escalera. Salió a la calle, se caló hasta los ojos la capucha del impermeable y abrió el paraguas, procurando que le ocultara el rostro.



***

      No tenía ganas de compañía, por amorosa que fuera. Así que soportó la conversación de Ricardo solo unos minutos. El chico estaba colado por ella, desde que montaron al alimón la celada a Bariego; hasta le aseguraba que la había pretendido desde el colegio, cosa que, de ser cierta, había olvidado. Todo se le volvía hacerle arrumacos y asegurarle que su futuro estaba bajo control, que ya la estaba esperando un puesto de dependienta en unos grandes almacenes de la Capital y que él la seguiría, en cuanto cumpliese el quinquenio de permanencia en la comisaría de su provincia. Es el sino de los policías que hemos tenido la desgracia de nacer aquí y conocer el idioma del pueblo, gruñía.

-          … Y nos casamos y a olvidar toda esta mierda y vivir como personas normales.

-          Está bien. Ricardo. Iré preparando el ajuar.

-          Y se acabó de estar escondiéndonos y mirando los bajos del coche.

-          Eso mismo.

-          Y con los sueldos de los dos, tan ricamente. Ni falta que nos hace el plus de peligrosidad.

-          Ya.

-          ¿Quieres que me quede? Parece que estás triste esta noche.

-           Solo estoy cansada…

-          Entonces, ¿no me quedo?

-          No. Hasta mañana, Ricardo.

     Al fin, sola. Engulle unas croquetas frías con un vaso de leche. Ya son las once y no tiene pizca de sueño. Claro, con lo que ha dejado en el pueblo esta tarde... No quiere ni pensar en ello. ¿Cuánto tardarán en descubrir el cadáver? A saber, viviendo sola y con pocas relaciones. Quizá tres días. Será absurdo, pero le dan ganas de salir huyendo. Sí, claro, tendrá que volver para el entierro en cuanto la avisen pero, no estando aquí, por lo menos se librará de los primeros trámites y quizá de verla de cuerpo presente. Nada, nada, un equipaje corto, con lo imprescindible, y mañana a la Capital; en el tren de la tarde, para que Ricardo pueda despedirla y no sospeche, por lo menos, de entrada.

     Se acerca al armario, cuya luna le devuelve una imagen fría, tensa, desaliñada. Nada que la muestre como la justiciera que se siente, ni como la criminal que sería, si la descubrieran. Nada, en fin, que no pueda remediar un buen descanso y un olvido reparador.

     Abre la pesada puerta y lo primero que aparece ante sus ojos es el vestido negro que llevó por su padre. Allí está, conspicuo, saliente, impoluto, para servir de recuerdo de una justicia pendiente. Ya ha cumplido su objetivo. Lo arranca de la percha y lo tira sobre la cama, donde queda por azar armoniosamente extendido, cubriendo casi toda la colcha, como sudario que eclipsara cualquier conato de olvido, de reposo, de anhelada felicidad. Tina aprieta los puños, rechina los dientes y grita en silencio, desgarrándose por dentro:

-          ¡Maldita sea la tierra que tiñe de sangre mis manos y me cubre de luto el alma!






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