viernes, 30 de octubre de 2015

LA CÓLERA DE LOS HOMBRES (I). LA PAZ DE LOS MUERTOS


La cólera de los hombres (I)
La paz de los muertos

Por Federico Bello Landrove
    
     En los submundos violentos, regidos por normas radicales y unilaterales, siguen latiendo los mismos sinos y las mismas terribles consecuencias que en las tragedias clásicas. Tomando el ejemplo de una organización terrorista y el modelo de cuatro heroínas muy conocidas, se construye esta serie de relatos. Este, primero de la secuencia, se inspira en el personaje de Antígona.


-          Entonces, ¿estás dispuesto a publicar todo lo que te cuente?
-          Mujer, si tú vas a jugártela, es de razón que yo también corra algún riesgo. Eso sí, con datos y pruebas, para que tú y yo cumplamos con el objetivo propuesto.

     Estábamos sentados en un recodo de la recepción del hotel Miramar, procurando eludir la vista desde el mostrador y la puerta de entrada, como dos malhechores que preparasen un golpe delictivo. Con todo, yo no podía apartar mi mirada de aquel rostro, que había adorado en su adolescencia, ni de su cuerpo, macizo y firme, forjado en las marchas por el monte y los largos entrenos de natación. Cierto, los años no pasan en balde: había ganado peso y las primeras arrugas surcaban su cara. Yo también perdía pelo a ojos vistas y mis ojos –según ella- se habían vuelto tristes. Pude responderle que tal vez por sus desdenes, pero me contuve.

-          ¿Cuántos años que no nos vemos, diez quizás?
-          Doce, querida. Estábamos en tercero de Carrera; así que echa la cuenta.
-          ¡Cómo pasa el tiempo! Pero, al menos, tú lo has aprovechado bien: casado, con dos hijos y redactor de El Correo de la Capital.
-          Tampoco tú has estado ociosa: doctorado, adjunta de Universidad… En cuanto a lo otro, será porque no hayas querido.

     Nieves no entró a mi sugerencia y permaneció en silencio. Yo insistí sobre lo mismo:

-          ¿Sigues con Antonio?

     Hizo un gesto vago de asentimiento. Seguidamente, retiró de su cuello el fular negro con estampado malva, bebió un sorbo de café y enlazó un tema con otro:

-          A mi instancia, él hizo todo lo posible por evitar la muerte de mi padre, pero…

***

     Les pondré al corriente de lo que Nieves y yo sabemos y que, en definitiva, tiene la culpa de que yo me halle hoy aquí, procurando no ser engullido por el pasado y, no obstante, comprometiéndome por él en algo de lo que me he de arrepentir. Lo explicaré hasta donde me sea posible, pues en este maldito mundo del terrorismo hace mucho que prescindí de matices y explicaciones, más allá de quiénes son los que matan y cuáles los que mueren. Vamos allá.

     El padre de Nieves era uno de esos empresarios que –como blasonan- se han hecho a sí mismos. Yo nunca me he fiado de tan llamativa capacidad, pero lo cierto es que, cuando empecé a tontear con su hija y a dejarme caer por la piscina de su casa en verano, era el gerente de una de las fábricas más importantes de la comarca. Verdad es que, detrás de su apellido, figuraban las siglas S.L., significativas de que algunas personas de su familia y amistades habían suscrito participaciones de capital para iniciar la empresa. Tanto daba, pues don Fermín gobernaba su industria de manera omnímoda y, de necesitar orientación o ayuda, las buscaba en sus técnicos, o en personal asesor externo, no en otros socios que pudieran hacerle sombra.

     No tardé en marchar a la Capital a terminar la carrera, feliz de abandonar la ratonera en que se había convertido aquella hermosa región para quienes descendíamos de familias venidas de fuera, en busca de trabajo, y no estuviésemos dispuestos a hacernos perdonar tomando la senda armada. Además, mi romance con Nieves se había venido abajo, a golpe de clasismo y de discusiones políticas, habiéndome sustituido en su corazón el tal Antonio, con sus rimbombantes apellidos autóctonos y su compromiso con la causa nacionalista, no sé hasta qué punto profundo y sincero.

     El resto de la historia, pues, hubo de resumírmelo mi padre, tan dado a mandar afuera a sus hijos, como incapaz de desarraigarse de aquella tierra hostil:

-          Ya sabes cómo era Fermín, sin otro dios que su fábrica, ni mayor objetivo que el de engrandecerla y ganar dinero. En la medida de lo necesario, contemporizaba con estos asesinos: colocaba en buenos puestos a sus paniaguados y supongo que pagaría las cantidades que le pidiesen. Pero, en el fondo, estaba hasta el gorro de sus exigencias y acabó por despedir a algunos de ellos; a tu amigo Antonio, por ejemplo.
-          ¡No me digas! Así que también él pasaba factura por sus servicios políticos. Se ve que no le bastaba con intentar casarse con la hija del patrón.
-          Pues sí, uno de tantos: Sacar el título de ingeniero técnico y entrar de jefe de equipo fue todo uno. Pero a lo que íbamos. La fábrica de Fermín empezó a hacer pupa a otras de la competencia, que formaban parte de la cooperativa La Acción, que, como sabes, controlan los terroristas y les sirve para blanquear dinero y colocar a sus adeptos. Se desató la guerra entre Fermín y el sindicato nacionalista: manifestaciones, huelgas, amenazas… Y así, hasta que pasó lo que pasó.
-          ¿Entonces no hay nada de cierto en las disculpas que dieron los terroristas para eliminarlo?
-          Hombre, si a un tipo tan duro como Fermín le ponen en el disparadero, es lógico que se defienda como pueda. Se dice que él, a su vez, amenazó a algunos que estaban detrás de las maniobras para descabalgarlo de la gerencia y comprarle a bajo precio la industria, para incorporarla al grupo de empresas de La Acción. Se buscó guardaespaldas que procedían de ambientes policiacos. Se fue de la lengua –supongo que deliberadamente- sobre lo bien que vivían los jefes de los violentos, sin otra tarea productiva que mandar a los jóvenes al matadero. En fin, todos sabíamos que, más pronto que tarde, acabaría con una bomba bajo el coche o con un tiro en la nuca.

***

     Dicho esto, ya podemos proseguir con la conversación en el Miramar. La habíamos dejado en el punto en que Nieves se decía convencida de que Antonio había hecho todo lo posible por evitar la muerte de su padre. Yo me permití ponerlo en duda:

-          No creo que pudiera haber hecho mucho pero, sea como fuere, me han dicho que se había colocado bien en la fábrica gracias a sus influencias políticas y ya se sabe que casi ningún perro muerde la mano que le da de comer.
-          Te equivocas, Ramón, fui yo quien se lo pidió a mi padre, con la esperanza de alejarlo de la violencia y que se tomase en serio nuestra relación. La cosa no resultó y hasta mi padre acabó echándolo. Todavía no sé si fue así porque no estuviera verdaderamente enamorado, o por no emparentar con una familia que empezaba a estar mal vista por sus amigos radicales.
-          A ello vamos y te pido que seas totalmente sincera, si quieres la ayuda de mi periódico. ¿Qué había de cierto en las disculpas que dieron para haber matado a tu padre?
-          Absolutamente nada, como no sea denigrarlo hasta el punto de hacerlo repulsivo para el mundo nacionalista. Obviamente, no era un traga obreros, ni un capitalista brutal que persiguiera a los sindicalistas. Tú lo sabes, como cualquiera de por acá. Podía ser exigente, duro y hasta un dictador, pero respetaba a los buenos trabajadores, asumía sus derechos y pagaba bien.
-          Estoy seguro de que tampoco habrá nada cierto en lo de que se financiara con dinero procedente del mundo de la droga, prestado a bajo precio por los traficantes. Pero está el tema de que se hubiese convertido en un confidente de la Policía.
-          ¿Y qué si lo hubiese sido? ¿Acaso los terroristas no son unos criminales y la Policía el brazo armado de la ley?



     Me quedé estupefacto, no tanto por la realidad de unos hechos, como por la fría confesión de los mismos por la hija de su autor. Nieves prosiguió:

-          Todavía me acuerdo de cuando me echabas en cara el confundir nacionalismo y patriotismo. Yo entonces lo veía como una disculpa de tu falta de compromiso político. Ahora comprendo la razón que tenías. Nada hay más cívico y honesto que despreciar a los delincuentes, cualquiera que sea la túnica política que vistan, y ponerse del lado de las víctimas, hablen el idioma que hablen.
-          Entonces…
-          Entonces no te estoy asegurando que mi padre fuese un traidor a su pueblo, en el sentido inmoral que esos desalmados utilizan. Afirmo que, si ello hubiese sido cierto, tanto mejor: lo consideraría más digno y más valiente.

     Todavía me atreví a objetar, aun estando sustancialmente de acuerdo:

-           ¡Qué quieres que te diga, Nieves! Yo habría apreciado más esa dignidad y valentía, si las hubiese hecho valer a favor de los indefensos que le precedieron. Reaccionando en su exclusivo interés, parece como si sacrificara sus antiguos ideales en el altar de la riqueza y el egoísmo.
-          Hablas como Antonio –me replicó desdeñosamente-. Acabarás por calificar a mi padre de traidor a la patria. A fin de cuentas, aunque así fuera, ¿justifica tal cosa aquel crimen? ¿O es que, como hija, no tengo el derecho, y hasta el deber, de honrar su memoria? Ellos no se conforman con matar los cuerpos, sino que con sus difamaciones y calumnias destruyen las almas, los recuerdos, las conciencias.

     La miré fijamente mientras hablaba, cada vez más alto y lento, no dando ya importancia a que algunos de los presentes empezasen a fijarse en nosotros. Comprendí que no se trataba tanto de honrar la verdad, cuanto de salvar su propia dignidad y fama. Ese enfoque, queriéndola, me pareció irresistible.

-          ¿Sabes a lo que te expones, verdad?
-          Lo sé y estoy dispuesta a afrontar las consecuencias.
-          Puedo protegerte, ayudarte. Tengo buenos amigos, incluso en el extranjero.
-          Gracias –sonrió-, pero pretendo justo lo contrario. No quiero ser una mártir, ni me agradaría morir tan joven y con tanto por hacer, pero no voy a escapar a mi destino, como si hubiese cometido una fechoría o temiese seguir la senda de mi padre. No soy mejor que él.
-          Hazlo por tu familia. Ya es bastante con una muerte… O por mí, que sigo considerándote mi amiga más querida.
-          Es inútil, Ramón, no insistas. O adelante, o atrás: No hay medias tintas. Y preocúpate más bien por ti, que seguro que te la guardan, si me ayudas.
-          Ya procuraré cubrirme todo lo que pueda. No tengo madera de héroe.

     Abrí el bloc que hasta entonces había descansado sobre el velador. Apuré la taza de café, del todo frío, y dije:

-          Vamos, pues, con los detalles.

***

     En su día, no había tenido oportunidad ni ganas de asistir al entierro de don Fermín. Aquella tarde de noviembre, por el contrario, no habría dejado de acudir a las exequias de Nieves, ni por todo el oro –el miedo- del mundo. Me acompañaban mis padres, tomándome del brazo y escrutando en derredor, como si temiesen que, al modo de la Mafia, funerales hiciesen funerales. Al salir de la iglesia, intenté acompañar el cortejo fúnebre hasta el cementerio, pero tiraron de mí con tal fuerza hacia nuestra casa, que decidí ceder y no dar el espectáculo. Una vez allí, papá insistió, tajante:

-          Come algo y, sin más demora, llamas un taxi y te marchas para el aeropuerto, a coger el avión de la noche.
-          Pero…
-          No hay pero que valga. ¿O es que te crees que, aunque el reportaje fuese anónimo, no habrán atado cabos sobre quién ayudó a la pobre chica, para redactarlo y publicarlo?
-          Estoy seguro de ello, pero no creo que les interese dar una campanada tan gorda, cual la de ir a por un periodista bastante conocido. Ya han lavado la afrenta con la sangre de Nieves.
-          ¡Y buena que ha sido! –terció mi madre-. Las tornas se han vuelto contra ellos y ahora mucha gente está que trina con las mentiras y los manejos de esa gentuza.
-          Tiene gracia –apostillé-: se les da un ardite el matar y calumniar a las víctimas, pero no quieren que se descubran sus negocios sucios y su vida regalada.
-          Como que eso no lo tapa la bandera nacionalista y les hace perder el macabro prestigio moral que les autoriza a impartir torturas y muerte -concluyó mi padre-.

     Esperando el taxi, nos dio por hacer un recuento de los conocidos que habían faltado al funeral. Me vino en seguida a la memoria:

-          Otro que no estaba era Antonio, el eterno novio.
-          Dicen que su padre fue quien preparó el atentado, como responsable de la banda en la comarca. Desde que se produjo el crimen, no ha vuelto a verse por aquí al chico.

     De vuelta en la Capital, a las pocas semanas, se descubrió el cadáver de Antonio en un bosque cercano al pueblo, con un tiro en la cabeza. Mi padre escribía al respecto:

     El teniente De Andrés me ha dicho que, aunque lo más lógico es que sea un suicidio, no se descarta que los terroristas lo hayan eliminado, pues andaba por ahí muy excitado por la muerte de Nieves y amagando con delatar a los asesinos. Dice tu madre que lo más probable es que estuviera desesperado por no haber podido salvar a su novia, a pesar de la influencia que tenía con su padre y con otros cabecillas de la banda. Así que, ya ves, al final va a resultar que el tipo se mató por amor. ¡Y nosotros que lo teníamos por un aprovechado!

     Me pareció una blasfemia relacionar aquel presunto suicidio con un amor verdadero. Luego, reflexionando, di en pensar si yo no habría matado en cierto modo a Nieves, por amor. También pudo ser que ella muriese de amor, a su padre, a la verdad, a la justicia, a lo que fuese. Y los asesinos, naturalmente, la mataron por amor a la patria y a su empresa. Va a resultar que pocas cosas hay más letales que un amor desaforado.



    


No hay comentarios:

Publicar un comentario