viernes, 30 de octubre de 2015

LA CÓLERA DE LOS HOMBRES (I). LA PAZ DE LOS MUERTOS


La cólera de los hombres (I)
La paz de los muertos

Por Federico Bello Landrove
    
     En los submundos violentos, regidos por normas radicales y unilaterales, siguen latiendo los mismos sinos y las mismas terribles consecuencias que en las tragedias clásicas. Tomando el ejemplo de una organización terrorista y el modelo de cuatro heroínas muy conocidas, se construye esta serie de relatos. Este, primero de la secuencia, se inspira en el personaje de Antígona.


-          Entonces, ¿estás dispuesto a publicar todo lo que te cuente?
-          Mujer, si tú vas a jugártela, es de razón que yo también corra algún riesgo. Eso sí, con datos y pruebas, para que tú y yo cumplamos con el objetivo propuesto.

     Estábamos sentados en un recodo de la recepción del hotel Miramar, procurando eludir la vista desde el mostrador y la puerta de entrada, como dos malhechores que preparasen un golpe delictivo. Con todo, yo no podía apartar mi mirada de aquel rostro, que había adorado en su adolescencia, ni de su cuerpo, macizo y firme, forjado en las marchas por el monte y los largos entrenos de natación. Cierto, los años no pasan en balde: había ganado peso y las primeras arrugas surcaban su cara. Yo también perdía pelo a ojos vistas y mis ojos –según ella- se habían vuelto tristes. Pude responderle que tal vez por sus desdenes, pero me contuve.

-          ¿Cuántos años que no nos vemos, diez quizás?
-          Doce, querida. Estábamos en tercero de Carrera; así que echa la cuenta.
-          ¡Cómo pasa el tiempo! Pero, al menos, tú lo has aprovechado bien: casado, con dos hijos y redactor de El Correo de la Capital.
-          Tampoco tú has estado ociosa: doctorado, adjunta de Universidad… En cuanto a lo otro, será porque no hayas querido.

     Nieves no entró a mi sugerencia y permaneció en silencio. Yo insistí sobre lo mismo:

-          ¿Sigues con Antonio?

     Hizo un gesto vago de asentimiento. Seguidamente, retiró de su cuello el fular negro con estampado malva, bebió un sorbo de café y enlazó un tema con otro:

-          A mi instancia, él hizo todo lo posible por evitar la muerte de mi padre, pero…

***

     Les pondré al corriente de lo que Nieves y yo sabemos y que, en definitiva, tiene la culpa de que yo me halle hoy aquí, procurando no ser engullido por el pasado y, no obstante, comprometiéndome por él en algo de lo que me he de arrepentir. Lo explicaré hasta donde me sea posible, pues en este maldito mundo del terrorismo hace mucho que prescindí de matices y explicaciones, más allá de quiénes son los que matan y cuáles los que mueren. Vamos allá.

     El padre de Nieves era uno de esos empresarios que –como blasonan- se han hecho a sí mismos. Yo nunca me he fiado de tan llamativa capacidad, pero lo cierto es que, cuando empecé a tontear con su hija y a dejarme caer por la piscina de su casa en verano, era el gerente de una de las fábricas más importantes de la comarca. Verdad es que, detrás de su apellido, figuraban las siglas S.L., significativas de que algunas personas de su familia y amistades habían suscrito participaciones de capital para iniciar la empresa. Tanto daba, pues don Fermín gobernaba su industria de manera omnímoda y, de necesitar orientación o ayuda, las buscaba en sus técnicos, o en personal asesor externo, no en otros socios que pudieran hacerle sombra.

     No tardé en marchar a la Capital a terminar la carrera, feliz de abandonar la ratonera en que se había convertido aquella hermosa región para quienes descendíamos de familias venidas de fuera, en busca de trabajo, y no estuviésemos dispuestos a hacernos perdonar tomando la senda armada. Además, mi romance con Nieves se había venido abajo, a golpe de clasismo y de discusiones políticas, habiéndome sustituido en su corazón el tal Antonio, con sus rimbombantes apellidos autóctonos y su compromiso con la causa nacionalista, no sé hasta qué punto profundo y sincero.

     El resto de la historia, pues, hubo de resumírmelo mi padre, tan dado a mandar afuera a sus hijos, como incapaz de desarraigarse de aquella tierra hostil:

-          Ya sabes cómo era Fermín, sin otro dios que su fábrica, ni mayor objetivo que el de engrandecerla y ganar dinero. En la medida de lo necesario, contemporizaba con estos asesinos: colocaba en buenos puestos a sus paniaguados y supongo que pagaría las cantidades que le pidiesen. Pero, en el fondo, estaba hasta el gorro de sus exigencias y acabó por despedir a algunos de ellos; a tu amigo Antonio, por ejemplo.
-          ¡No me digas! Así que también él pasaba factura por sus servicios políticos. Se ve que no le bastaba con intentar casarse con la hija del patrón.
-          Pues sí, uno de tantos: Sacar el título de ingeniero técnico y entrar de jefe de equipo fue todo uno. Pero a lo que íbamos. La fábrica de Fermín empezó a hacer pupa a otras de la competencia, que formaban parte de la cooperativa La Acción, que, como sabes, controlan los terroristas y les sirve para blanquear dinero y colocar a sus adeptos. Se desató la guerra entre Fermín y el sindicato nacionalista: manifestaciones, huelgas, amenazas… Y así, hasta que pasó lo que pasó.
-          ¿Entonces no hay nada de cierto en las disculpas que dieron los terroristas para eliminarlo?
-          Hombre, si a un tipo tan duro como Fermín le ponen en el disparadero, es lógico que se defienda como pueda. Se dice que él, a su vez, amenazó a algunos que estaban detrás de las maniobras para descabalgarlo de la gerencia y comprarle a bajo precio la industria, para incorporarla al grupo de empresas de La Acción. Se buscó guardaespaldas que procedían de ambientes policiacos. Se fue de la lengua –supongo que deliberadamente- sobre lo bien que vivían los jefes de los violentos, sin otra tarea productiva que mandar a los jóvenes al matadero. En fin, todos sabíamos que, más pronto que tarde, acabaría con una bomba bajo el coche o con un tiro en la nuca.

***

     Dicho esto, ya podemos proseguir con la conversación en el Miramar. La habíamos dejado en el punto en que Nieves se decía convencida de que Antonio había hecho todo lo posible por evitar la muerte de su padre. Yo me permití ponerlo en duda:

-          No creo que pudiera haber hecho mucho pero, sea como fuere, me han dicho que se había colocado bien en la fábrica gracias a sus influencias políticas y ya se sabe que casi ningún perro muerde la mano que le da de comer.
-          Te equivocas, Ramón, fui yo quien se lo pidió a mi padre, con la esperanza de alejarlo de la violencia y que se tomase en serio nuestra relación. La cosa no resultó y hasta mi padre acabó echándolo. Todavía no sé si fue así porque no estuviera verdaderamente enamorado, o por no emparentar con una familia que empezaba a estar mal vista por sus amigos radicales.
-          A ello vamos y te pido que seas totalmente sincera, si quieres la ayuda de mi periódico. ¿Qué había de cierto en las disculpas que dieron para haber matado a tu padre?
-          Absolutamente nada, como no sea denigrarlo hasta el punto de hacerlo repulsivo para el mundo nacionalista. Obviamente, no era un traga obreros, ni un capitalista brutal que persiguiera a los sindicalistas. Tú lo sabes, como cualquiera de por acá. Podía ser exigente, duro y hasta un dictador, pero respetaba a los buenos trabajadores, asumía sus derechos y pagaba bien.
-          Estoy seguro de que tampoco habrá nada cierto en lo de que se financiara con dinero procedente del mundo de la droga, prestado a bajo precio por los traficantes. Pero está el tema de que se hubiese convertido en un confidente de la Policía.
-          ¿Y qué si lo hubiese sido? ¿Acaso los terroristas no son unos criminales y la Policía el brazo armado de la ley?



     Me quedé estupefacto, no tanto por la realidad de unos hechos, como por la fría confesión de los mismos por la hija de su autor. Nieves prosiguió:

-          Todavía me acuerdo de cuando me echabas en cara el confundir nacionalismo y patriotismo. Yo entonces lo veía como una disculpa de tu falta de compromiso político. Ahora comprendo la razón que tenías. Nada hay más cívico y honesto que despreciar a los delincuentes, cualquiera que sea la túnica política que vistan, y ponerse del lado de las víctimas, hablen el idioma que hablen.
-          Entonces…
-          Entonces no te estoy asegurando que mi padre fuese un traidor a su pueblo, en el sentido inmoral que esos desalmados utilizan. Afirmo que, si ello hubiese sido cierto, tanto mejor: lo consideraría más digno y más valiente.

     Todavía me atreví a objetar, aun estando sustancialmente de acuerdo:

-           ¡Qué quieres que te diga, Nieves! Yo habría apreciado más esa dignidad y valentía, si las hubiese hecho valer a favor de los indefensos que le precedieron. Reaccionando en su exclusivo interés, parece como si sacrificara sus antiguos ideales en el altar de la riqueza y el egoísmo.
-          Hablas como Antonio –me replicó desdeñosamente-. Acabarás por calificar a mi padre de traidor a la patria. A fin de cuentas, aunque así fuera, ¿justifica tal cosa aquel crimen? ¿O es que, como hija, no tengo el derecho, y hasta el deber, de honrar su memoria? Ellos no se conforman con matar los cuerpos, sino que con sus difamaciones y calumnias destruyen las almas, los recuerdos, las conciencias.

     La miré fijamente mientras hablaba, cada vez más alto y lento, no dando ya importancia a que algunos de los presentes empezasen a fijarse en nosotros. Comprendí que no se trataba tanto de honrar la verdad, cuanto de salvar su propia dignidad y fama. Ese enfoque, queriéndola, me pareció irresistible.

-          ¿Sabes a lo que te expones, verdad?
-          Lo sé y estoy dispuesta a afrontar las consecuencias.
-          Puedo protegerte, ayudarte. Tengo buenos amigos, incluso en el extranjero.
-          Gracias –sonrió-, pero pretendo justo lo contrario. No quiero ser una mártir, ni me agradaría morir tan joven y con tanto por hacer, pero no voy a escapar a mi destino, como si hubiese cometido una fechoría o temiese seguir la senda de mi padre. No soy mejor que él.
-          Hazlo por tu familia. Ya es bastante con una muerte… O por mí, que sigo considerándote mi amiga más querida.
-          Es inútil, Ramón, no insistas. O adelante, o atrás: No hay medias tintas. Y preocúpate más bien por ti, que seguro que te la guardan, si me ayudas.
-          Ya procuraré cubrirme todo lo que pueda. No tengo madera de héroe.

     Abrí el bloc que hasta entonces había descansado sobre el velador. Apuré la taza de café, del todo frío, y dije:

-          Vamos, pues, con los detalles.

***

     En su día, no había tenido oportunidad ni ganas de asistir al entierro de don Fermín. Aquella tarde de noviembre, por el contrario, no habría dejado de acudir a las exequias de Nieves, ni por todo el oro –el miedo- del mundo. Me acompañaban mis padres, tomándome del brazo y escrutando en derredor, como si temiesen que, al modo de la Mafia, funerales hiciesen funerales. Al salir de la iglesia, intenté acompañar el cortejo fúnebre hasta el cementerio, pero tiraron de mí con tal fuerza hacia nuestra casa, que decidí ceder y no dar el espectáculo. Una vez allí, papá insistió, tajante:

-          Come algo y, sin más demora, llamas un taxi y te marchas para el aeropuerto, a coger el avión de la noche.
-          Pero…
-          No hay pero que valga. ¿O es que te crees que, aunque el reportaje fuese anónimo, no habrán atado cabos sobre quién ayudó a la pobre chica, para redactarlo y publicarlo?
-          Estoy seguro de ello, pero no creo que les interese dar una campanada tan gorda, cual la de ir a por un periodista bastante conocido. Ya han lavado la afrenta con la sangre de Nieves.
-          ¡Y buena que ha sido! –terció mi madre-. Las tornas se han vuelto contra ellos y ahora mucha gente está que trina con las mentiras y los manejos de esa gentuza.
-          Tiene gracia –apostillé-: se les da un ardite el matar y calumniar a las víctimas, pero no quieren que se descubran sus negocios sucios y su vida regalada.
-          Como que eso no lo tapa la bandera nacionalista y les hace perder el macabro prestigio moral que les autoriza a impartir torturas y muerte -concluyó mi padre-.

     Esperando el taxi, nos dio por hacer un recuento de los conocidos que habían faltado al funeral. Me vino en seguida a la memoria:

-          Otro que no estaba era Antonio, el eterno novio.
-          Dicen que su padre fue quien preparó el atentado, como responsable de la banda en la comarca. Desde que se produjo el crimen, no ha vuelto a verse por aquí al chico.

     De vuelta en la Capital, a las pocas semanas, se descubrió el cadáver de Antonio en un bosque cercano al pueblo, con un tiro en la cabeza. Mi padre escribía al respecto:

     El teniente De Andrés me ha dicho que, aunque lo más lógico es que sea un suicidio, no se descarta que los terroristas lo hayan eliminado, pues andaba por ahí muy excitado por la muerte de Nieves y amagando con delatar a los asesinos. Dice tu madre que lo más probable es que estuviera desesperado por no haber podido salvar a su novia, a pesar de la influencia que tenía con su padre y con otros cabecillas de la banda. Así que, ya ves, al final va a resultar que el tipo se mató por amor. ¡Y nosotros que lo teníamos por un aprovechado!

     Me pareció una blasfemia relacionar aquel presunto suicidio con un amor verdadero. Luego, reflexionando, di en pensar si yo no habría matado en cierto modo a Nieves, por amor. También pudo ser que ella muriese de amor, a su padre, a la verdad, a la justicia, a lo que fuese. Y los asesinos, naturalmente, la mataron por amor a la patria y a su empresa. Va a resultar que pocas cosas hay más letales que un amor desaforado.



    


viernes, 23 de octubre de 2015

UN TROJ ABIERTO A TODOS

Un troj abierto a todos

Por Federico Bello Landrove


     ¿Es un milagro la multiplicación de los panes? Yo no lo creo así, si una de las condiciones de los prodigios es la de ser raros o extraordinarios. Mi experiencia personal en esta tardía vocación, que quizá pueda llamarse literaria, sirve de refutación para quienes crean que el pan del espíritu precisa de algo más maravilloso que el trabajo y la generosidad humanos.




     Lo recuerdo vívidamente, con su maciza anatomía, desfondada por los años; su cara cuadrada, enmarcada por una blanca y tupida cabellera, rebelde aún al peine; el habla campanuda y ceceante, envuelta en la ironía de sus ojillos maliciosos, y los arabescos de su mano en el aire acompasados con los bucles de humo de su veguero, casi siempre apagado. El terno, oscuro y un tanto raído, moteado de ceniza; el bastón, más ornato que necesidad, apoyado en la cátedra su mango de carey; el sombrero posado sobre la mesa, indiferente al bullir  del labrantío.

     Sí, ahora me percato –solo ahora, tan mayor, tan tarde-  de que aquel plantel de cuerpos y mentes, escalonado en bancales, apenas aricado, infértil por sequedad, fuimos nosotros, entregados sin preparación ni esfuerzo a la sementera de aquél poeta maltratado y cansino, que nunca tenía prisa y predicaba con el ejemplo. Un ejemplo que, paradójicamente, en él era palabra clara, bella, amable. Esa era su semilla, sembrada a los cuatro vientos, llamada a morir para fructificar con el tiempo, en silencio, en libertad.

     Como aquel que planta árboles en su ocaso, como el visionario de utopías, el maestro murió demasiado pronto, sin sentirse amado ni recoger los frutos. Es el sino de los más afortunados, por desprendidos: aquellos que no pierden el tiempo levantando graneros en esta vida, ni llevan cuentas de la recompensa que les espera en la otra.

***

     Otra aula, similares estrados, los mismos rostros, ahora más angulosos y barbados. Diríase que hasta el maestro se parece: fornido, cabellera canosa, palabra recalcada, un cierto desaliño. Pero no, la similitud es superficial. Todo aquí está en un tono menor. La clase es más pequeña; el profesor, más joven; su voz suena ronca; la dicción no es bella; los alumnos somos menos y, lejos de bullir, dormitamos. ¿Dónde está, pues, la analogía que me ha llevado a relacionarlos? Sin duda, en la función, el talante, la entrega generosa. Algo insólito en aquella Facultad de repetidores y de pasantes, en la primera acepción del diccionario.

     Ahora, la palabra no es bella, sensible, creadora, pero sí exacta, poderosa, decisoria. De los juegos florales, a las lides forenses; de la emoción, a la interpretación. El labrador esparce equilibrio, buen sentido, objetividad: En una palabra, justicia. Supone que el terreno está ya desbrozado y abierto, como cumple a alevines de juristas, a profesionales en ciernes. Con todo, no fía solo en la fecundidad de la gleba, sino que la esponja, escarda y riega, con insistencia y mimo.

     ¿De qué está llena su cartera de colegial, viejo arcón que lo acompaña a todas partes, biblioteca portátil, bolsa de la compra, maletín de viajante? ¿A dónde iba cuando nos despedimos por última vez, con los ojos cansados de ver y el corazón fatigado de sentir? Ni aún así apeó el usted, al enhebrar con precipitación los prudentes consejos de labriego experimentado y socarrón.

     Entonces maduraban las espigas, pero no plugo al cielo que segara la mies con el acero de su rigor, ni que trillara con las aristas de la ironía. Ahora, buena o mala, la cosecha ya es historia. El grano devino en pan y quiero creer que el hambre es hoy menos acuciante que ayer.

     Tu trabajo dio su fruto pero ¡qué pocos se acuerdan de ti!

***

     Llegó de lejanas tierras, rasgando su silencio. Apoyada en mi brazo, tendía un puente al pasado, rendía tributo a la constancia. Sembradora de ciencia y de sueños, su voz llegaba a mis oídos hecha tan solo de recuerdos. ¿Estará el mañana en el ayer escrito? Su respuesta volvió a ser la callada, que todo lo sugiere, acrecienta y enardece.  De igual modo partió –quién sabe si para siempre-, con la complaciente indiferencia del señor que visita su heredad y la encuentra madura para una siega, que solo aguarda su licencia.

     ¿Qué palabra pronunciaste para despertar las mías, rompiendo las cadenas de la rutina? ¿Por qué creí escuchar en un susurro imperioso tu levántate y anda? ¡Ah, el ejemplo; siempre el ejemplo! Ese modelo, capaz de disipar el polvo, de emular las notas y –tal vez- de unir a pesar de la distancia. El hecho es que la tierra dio su fruto congruo. La mies ha sido recogida y nadie conoce ni se pregunta el motivo. Pero yo sé, con el poeta, que se bañó en el agua clara de tus lágrimas y que los planetas que orientaron tu viaje en la noche fueron los mismos que velaron mi sueño.

***

     Si algo afirmo es que lo recolectado año a año no es mío. No es mía la tierra, ni la semilla, ni el agua. Acaso me pertenezca una parte del trabajo, unido al de tantos para mí. Quiero sentir que, cuanto más amor ponga en él y más fortuna, tanto menos habrá de permanecer oculto o volverse venal. Que tome lo que quiera quien sienta interés o necesidad. La puerta está abierta y, sobre su dintel, la leyenda: Dad gratis lo que de balde recibisteis.

     Yo no me vendo. No preciso intermediarios. Me honro de mi labor, sin verterla en moldes de prestigio. Si alguno es tan puntilloso que no quiera ser mi deudor, que me pague con su afecto, o con la misma moneda. Entre tanto, mi semilla la lleva el viento y mi herencia se esparce por mares de ámbar. Mas, en el fondo, como el marinero del romance:

Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.

     La digo a vosotros, padres, maestros, enamoradas, amigos. A vosotros, pues soy obra vuestra. A vosotros, que me amasteis sin razones y cuidasteis sin reservas,

¡conmigo vais, mi corazón os lleva!



viernes, 16 de octubre de 2015

DOS AMIGAS


Las dos amigas

Por Federico Bello Landrove

     La compleja filosofía literaria amorosa del gran escritor austriaco Robert Musil (1880-1942)[1] sirve de base a este cuento, entre dramático y festivo, acerca de dos amigas adolescentes que juraron amor eterno, con las diversas consecuencias que sabrá quien lo leyere.



 1.   El juramento

     Indudablemente, eran otros tiempos y otras costumbres. No creo, sin embargo, que las cosas fuesen distintas. Hoy como ayer, la experiencia es subjetiva; las cosas, simplemente, pasan[2] y ciertos hechos niegan la posibilidad de un conocimiento racional. Como el amor.

***

     Tenían catorce años y se sentían enamoradas y correspondidas. Desde la inocencia del primer amor, lo imaginaban eterno; desde su gozosa plenitud, apenas eran capaces de guardarlo en el seno, sin descubrir al mundo su felicidad. En el colegio, todo acababa sabiéndose y así pasó con su sentimiento. En las floridas preces de mayo, el capellán cantaba la pureza del amor verdadero y animaba a ponerlo a los pies de Dios, su providente origen y dispensador. Algunas compañeras cuchichearon y se oyeron risitas. Ellas se sintieron aludidas y bajaron la cabeza, ruborizadas. Y el Padre: Hay mucha envidiosilla entre vosotras. Felices aquellas que sean bendecidas por un amor sin final. Pedid a Dios y a la Virgen por ello.

     Aquella tarde, regresaron a casa juntas. Antes de separarse en la esquina de costumbre, notaron que la iglesia de San Daniel ya estaba abierta. Se miraron en silencio y entraron. La penumbra envolvía el enorme recinto. Estaban practicamente solas. Se sentaron a los pies del templo y rezaron de modo mecánico alguna oración. Luego:

-          ¿Quieres que hagamos lo que nos dijo el Padre?

     El altar mayor quedaba muy lejos. Miraron en torno y coincidieron en levantarse, dirigiéndose a un retablo lateral, presidido por la Piedad. Se arrodillaron en sendos reclinatorios. Pilar inició en un susurro la súplica:

-          Señor, te pedimos que nos des fuerzas…, que nuestro cariño sea…

     Carmen, más vehemente y mejor oradora, lanzó un vibrante desafío al mundo y al tiempo:

-          Te juramos que los querremos siempre y que nunca dejaremos que acabe nuestro amor.

     Pilar se sobrecogió, pero compartía plenamente los votos y su amiga aguardaba su adhesión con mirada interrogante.

-          Yo también te lo juro, Señor.

     Carmen agregó amén y ambas se santiguaron.

     Permanecieron arrodilladas todavía unos momentos, contemplando la belleza sobrecogedora del altar y meditando su decisión irrevocable. Luego, salieron a la calle, muy despacio, se besaron y despidiéronse.

     Cosa curiosa: La gente con la que se tropezaban no parecía percatarse de que aquel era un día muy, pero que muy, especial.



 2.  La rebeldía y el deseo

     La pareja de recién casados ocupa sus asientos en el avión. No se trata de iniciar el viaje de novios, sino de establecer definitivamente su hogar al otro lado del océano, una vez concluidos los estudios universitarios de él en España. Carmen constata –como antaño- que nadie parece darse cuenta de lo especial de este día. La verdad es que ella tiene que echar muchas cuentas para entenderlo así. Y no es que no lo quiera profundamente, ni que le asalte remordimiento alguno, como no sea el de separarse de su padre. Tampoco tiene razones para dudar de su ya inmodificable decisión, aunque, como recién casada, se formule una y otra vez la tópica pregunta, sin posible respuesta de presente: ¿habré acertado?

     No le importa el que muchos de sus conocidos contestarían negativamente a tal interrogante, pues ella es una rebelde sin remedio. Basta que surja una dificultad, para que se lance a superarla; recibir un consejo, para sentirse agredida en su libertad y tentada a resolver lo contrario. Por tanto, no es eso, no. Es la mera e inevitable necesidad de hacerse la pregunta. Y es que, si dudar en lo mental es de sabios, en lo sentimental parece propio de inseguros. ¡Ah, si la persona que tuviese ahora a su lado fuese Alfredo, tal como era –o ella lo percibía- en los tiempos del juramento!

     ¿Qué pudo ir apartándola de él, sensible, traumática, irremediablemente? Las familias, la torpeza, los estudios, las cosas. También eso está claro: Cuando hay muchas causas, es que existe confusión, o que tomamos por aquellas los detalles y los pretextos. Pero, de cierto, Carmen solo encontraba una: Alfredo era un intelectual, poco mayor que ella, que le había entrado solo por los ojos del alma. Manuel –quien ocupaba la plaza a su lado- era un hombre hecho y derecho cuando lo conoció, experimentado, pasional, físico. Tal vez una niña pueda conformarse con bellas palabras y el roce de una mano. La Carmen en que entonces se estaba convirtiendo necesitaba mirar con los ojos del cuerpo, experimentar la pasión y el frenesí.

     Carmen sonríe al pronunciar entre dientes esta palabra, que suena a bolero tropical. El caso es que Alfredo no supo estar a la altura; ya se sabe, tan poco vehemente, tan tímido ante la dificultad, tan inconstante. Se lo tiene merecido, concluye Carmen, poniéndose a la defensiva, pues el juramento parece querer colarse por la ventanilla del avión que ya inicia el despegue. Ella no podía hacerlo todo, si él no ponía nada de su parte. Y, a fin de cuentas, no se ha quedado de brazos cruzados y corazón compungido, que lo ha visto con otras chicas, aunque fuera dando tumbos, como le dijo su tía, metiéndose una vez más donde no la llamaban.

     ¡Ah, la rebeldía! Non serviam, que podía leerse en el quebrado gallardete del Diablo en el retablo de la capilla colegial. Por cierto –sonríe la recién casada-, menos mal que la boda fue en Santa María. Así, ni Pilar, ni ella tuvieron que mirar para otro lado, al pasar junto al altar de la Piedad.

     La aceleración de los motores y la posición tan inclinada llevan la intranquilidad a su ánimo. Toma con suavidad la mano de su marido –aún no se acostumbra a esta palabra-, quien se la aprieta con fuerza, tal vez excesiva. Manuel tiene los ojos cerrados y parece dormitar, pero su mente está bien despierta. Cada kilómetro recorrido le acerca a su mundo, a su casa, a su familia. Carmen, aquella mujer tan por encima de sus expectativas y merecimientos –se dice- allí va a ser suya; total y definitivamente suya.  


                                                                                  
 3.   Un marido muy laborioso

     Quince años atrás, algunas amigas y ciertos vejestorios de la familia le habían reprochado que se casara un quince de diciembre, con el frío y las nieblas de aquella gélida ciudad en invierno. Pilar había sido inflexible: A Luciano le apetecía pasar la luna de miel en La Molina y ver los abetos de Navidad iluminados en medio de la nieve. Podía ser una cabezonada pero ella no iba a poner objeciones, como de hecho casi nunca se las había planteado a aquel mozo, simpático y listo hasta decir basta. Por lo demás, la boda era suya y ellos decidían; como lo había hecho ella, en lo relativo al ramo de novia:

-          Nada de llevarlo a la Virgen del Rosario de mi antiguo colegio: ¡A la Piedad de San Daniel!
-          Pero la madre Teodosia se va a molestar.
-          Pues que rabie si quiere, mamá. Tengo mis buenas razones.


     Ya lo creo que las tenía, como sabemos. Por otro lado, su fidelidad al juramento había obtenido hasta ahora una respuesta divina. Todo lo que había pedido le había sido otorgado. Luciano se licenció en Económicas, con premio extraordinario. En seguida había logrado colocación en el Banco N., con un sueldo que les permitió casarse antes de cumplir los veinticinco, como era su deseo. Ella no había pedido dejar de trabajar como enfermera, pero la verdad es que era agotador lo de los turnos y las guardias, y andaba muy aperreada yendo de una clínica a otra, con la comida en la boca. Además, los hijos llegaron muy pronto… En eso sí que había pedido incesantemente, con velas y todo: Que vinieran bien; que el parto fuera una horita corta; que tuviesen salud; que comieran mucho; que… Bueno, y que llegase una niña, después de los dos mayores. En todo fue complacida. Y, en cuanto al resto…

     Claro, con tres criaturas no hay tiempo para más. Luciano iba ascendiendo y pronto le nombraron director de una sucursal de barrio, con expectativa de proponerlo como apoderado, cajero, o qué se yo, en la central de su ciudad, que no era del caso tener que hacer las maletas para Logroño, como le habían sugerido años atrás. En fin, cuando llegaba a casa, estaba molido, de tantas responsabilidades y horas extras –que pocas veces le pagaban como tales-. Los niños son agotadores y el pobre Luciano bien merecido se tenía poder leer tranquilamente el periódico, o ver la televisión, o cenar cada quince días con los compañeros del banco. ¿No te animas?, preguntaba. Y ella, ¿con quién vamos a dejar a los niños, tan pequeños, hasta la una o las dos? Podríamos comprar un doberman, sugería él, tan gracioso como siempre. Y ella reía pues, en el fondo, prefería velar el sueño de sus hijos a hacer que escuchaba peroratas sobre hipotecas, fondos de inversión o extratipos.

     ¡Y hay que ver lo absorbente que estaba llegando a ser el trabajo de su marido! De las horas suplementarias y las cenas quincenales, pasó a los controles de vigilancia, las reuniones de trabajo hasta las tantas, los congresos en Madrid y los simposios de zona. Era un no parar, muchas veces sin previo aviso, sin límite horario, sin la pertinente compensación económica. Pero, Luciano, ¿no puedes decir que no?; aunque te paguen menos. Pero no, se ve que Pilar no entiende que no se puede negar; ni los ordenanzas pueden; cuanto menos él, que es el ojito derecho del Director en la provincia de Castellar. Lo peor es para Luciano, que es quien ha de comer cualquier cosa, viajar, dormir poco y, a veces, en un hotelucho. En fin, no sé de que se queja la aún joven mamá, la ya no tan joven esposa, pues tienen de sobra para el colegio de los  niños –inglés, natación y piano de la nena incluidos-, para las vacaciones en Galicia, para ese vestido que tanto le ha gustado a ella, para el reloj que a él ha enamorado. Y, además, sigue como siempre con ella –cuando está-: cariñoso, divertido, condescendiente.



     Decíamos… ¡Ah, sí!, que la feliz pareja cumple quince años de casados. ¡Y parece que fue ayer! Claro que basta con mirar a los chicos: si a Julio hasta le asoma la barba… y a ella las patas de gallo y un sinfín de canas. Vamos a San Daniel, a rezar a la Piedad y ponerle la vela consiguiente –ahora son bombillas a pilas-, con la niña, que el mayor ya no consiente en ir a la iglesia fuera de la misa dominical y el mediano imita en todo al primogénito. ¡Oye!, qué idea: quince lámparas encendidas, tantas como años de felicidad.

     ¿Qué se le habrá ocurrido a Luciano para el aniversario? Yo ya lo tengo en casa de mi madre, para que no se chafe la sorpresa. Y él, ¿qué tendrá preparado?

     No se pudo quejar. El abrigo era de lomos de visón, que quitaba el hipo… ¡vaya frío que pasaste aquél día! ¿Te acuerdas? Claro que se acuerda. ¿Dónde vamos a comer, en La Viña o en casa? No olvides avisar a tu madre. Él se amustia, le manda que se siente y, casi sin salirle las palabras del cuerpo, le suelta la andanada: una comidita rápida, en casa y sin invitados, que tiene que salir escopetado para Santander, pues acaba de descubrirse un posible desfalco y cuentan con él como auditor de cuentas. No te apures, cariño –concluye-. La Navidad está a la vuelta de la esquina y lo celebraremos todo de una vez. Va a ser sonada.

     Más sonora fue la campanada, cinco años más tarde, cuando Pilar se enteró de que Luciano llevaba la tira de tiempo engañándola con empleadas, clientas y hasta limpiadoras. El Director provincial tenía la convicción de que a muchas señoras las había camelado a costa del banco, concediéndoles préstamos de cobro dudoso, intereses preferentes, hipotecas por mayor valor que el de sus garantías inmobiliarias. Vamos, una joya, pero no daremos un escándalo. No le conviene al Banco y no se lo merece la familia. Eso sí, sáquenmelo de Castellar y que lo coloquen bien vigiladito en una sucursal de El Pozo del Tío Raimundo, pongo por ejemplo.

     Allí fue destinado el laborioso Luciano. Por supuesto, no le siguieron Pilar ni los chicos. Alguien me dijo que pronto tuvo compañía, en la persona de la hija de una amiga del matrimonio, que hacía un doctorado en Madrid. Me importa un bledo, como supongo les pasará a ustedes. En cambio, sentimos curiosidad por lo que pueda haber sido de Pilar. Algo se sabrá, si leen los capítulos siguientes.


 4.   Confidencias


     Se dieron de manos a boca en los soportales. Si no llega a ser tan de cerca, de qué iban a haberse reconocido. ¿Cuánto hacía que no se habían visto? Ni se sabe. Desde la boda de Carmen, casi treinta años. Media vida, como quien dice. Ahora van con prisa pero tienen que quedar algún día. Cuando Pilar se entera de que su condiscípula sigue viviendo en Panamá y está solo de paso, decide que algún día sea el próximo viernes.

-          ¿Nos vemos en el Salón Ideal, como antaño?
-          Va para diez años que lo cerraron. Si quieres recordar, podemos ir al Moka.
-          Hecho. A las cinco.

***

     Van a dar las seis y Carmen no ha parado de hablar, desde que Pilar la puso al corriente de cuatro generalidades sobre ella y los chicos. Fue preguntarle ¿y tú, qué?, y se desbordó el torrente de las aventuras de una castellarense en el Caribe. Parecía una escenificación del refrán las desgracias nunca vienen solas: El marido, violento y posesivo, que trató de anonadarla y convertirla en una esclava de sus caprichos y sus celos. Su lucha por liberarse de aquel sátrapa con toga de abogado, que intentó quitarle la custodia de los hijos y de malmeterlos en su contra. La penuria económica, hasta que pudo convalidar su título de farmacéutica y conseguir de prestado el dinero preciso para hacerse con su propia oficina. Y, por si todo ello fuera poco, una tuberculosis ósea, que la había tenido traspasada de dolor durante años. Pilar, entre la compasión y las ganas de cambiar de tema, la ponderó:

-          Chica, felizmente eso es ya agua pasada. Por lo que veo, has ido superándolo todo y te encuentro estupendamente. Estás para salir a ligar por la calle Santiago.

     Carmen se echó e reír mientras atusaba mecánicamente su media melena.

-          Es lo que dice mi madre –respondió-: lo que no te mata, te hace más fuerte. En fin, tienes razón: Mejor olvidar las desgracias pasadas y vivir el día a día. Además, ahora que los chicos se han casado e ido a vivir a Estados Unidos, ya nada me ata al Trópico y me está dando vueltas en la cabeza una idea, que no sé si exponértela.
-          Cuenta, cuenta, mujer. No me dejes con la miel en los labios.
-          Verás, Pilar. Después de quince años de divorciada, puedo decir que estoy curada del desengaño matrimonial. Por supuesto, no me he vuelto a casar, pero sí he tenido mis aventuras, incluso más serias de lo que habría sido recomendable. En fin, vuelvo a estar en el mercado, con la ilusión de otro tiempo, aunque mucho más madura en todos los sentidos, como comprenderás.
-          ¡Pues claro que sí, Carmencita! Tienes una edad estupenda para dejar atrás los errores y volverte a casar, ahora que tienes el divorcio y los hijos independizados.
-          En efecto, esa es la idea, pero no va a resultar tan fácil como sugieres. He vuelto en busca de un hombre concreto y que, para mayor dificultad, está casado.

     Pilar quedó sorprendida, pero aquél he vuelto le dio la clave para intuir cuanto su amiga seguidamente explicó:

-          Te lo voy a contar desde el principio. Tantas desgracias y desengaños juntos me pusieron sobre la pista de que había errado el camino de mi vida y hasta de que fuese un castigo por algún grave pecado. ¡Ahí ves, una casi atea teniendo ideas del Antiguo Testamento! Yo no quería creerlo, pero la confirmación hubo de venirme de fuera. Solo uno de mis varios amantes fue capaz de volver a apasionarme y hacerme pensar en un segundo matrimonio; pero él tan solo me quería para tener sexo y exhibirme. Cuando se lo eché en cara, poco antes de romper, me replicó: Carmen, no hay quien te entienda. Te casaste con la persona menos afín e indicada para ti. Has negado tu mano a varios que se habrían casado contigo a cierra ojos. Y a mí, que tan solo siento deseo y ganas de pasarlo bien, me quieres aherrojar. Chiquilla, tú tienes un problema de principio; es como si anduvieras con el paso cambiado. ¿Por qué no desandas el camino y vuelves a empezar?
-          Mujer, frisamos la cincuentena. ¿No es un poco tarde para eso?
-          No me resisto a intentarlo, antes que reconocer que mi vida ha sido un completo fracaso amoroso. Además, ¿no te acuerdas del comienzo? … Pues lo iniciamos juntas.

     ¡Acabáramos! Se trataba del famoso juramento. Ahí estaba, según Carmen, el origen de sus cuitas y la justicia de su terrible penitencia. Pilar sintió que había de hacer todo lo posible para disuadir a su amiga de una iniciativa que, no solo podía romper un matrimonio feliz, sino que carecía de todo fundamento. ¡Si lo sabría ella, que había llevado sus votos a pleno y perpetuo cumplimiento, para nada!

     Estos pensamientos la abstrajeron, al punto de perder el hilo de la charla de Carmen. Cuando volvió a la conversación, esta le estaba preguntando de modo insistente:

-          … Que si sabes algo de Alfredo en los últimos años. Tengo entendido que vive en La Coruña.
-          Hace mucho que no lo veo y más aún, que no hablo con él. Creo que ya ni me reconoce. Déjame pensar cuál fue la última vez que lo vi. Debió de ser hace unos diez años, en la Plaza Mayor; iba con su mujer y dos niñas mayorcitas.
-          Bah, déjalo. No me será difícil localizarlo, sabiendo que es médico de la Seguridad Social. Según mi madre, ginecólogo. Figúrate, médico de la mujer; él, que tan poca maña se daba con ellas.

     Ambas rieron, un poco de circunstancias. Pilar intentó la disuasión:

-          Perdona que te lleve un poco la contraria. Después de más de treinta años, lo más probable es que seas para él una imagen borrosa, si no el recuerdo de un doloroso fracaso. Y luego están los compromisos morales con la mujer y las hijas. ¡No sabes bien lo doloroso que puede ser verte abandonada cuando ya no puedes rehacer tu vida!
-          Vamos por partes, Pili. Estoy de acuerdo en lo primero que me has dicho. De suyo, ni yo quiero por ahora a Alfredo, ni tengo la menor idea de cómo será en este momento. Lo mismo me manda a la porra, que nos vamos a vivir juntos y, a los seis meses, nos tiramos los trastos a la cabeza. En cuanto a lo segundo, ¡qué quieres, chica!, yo lo vi primero. No soy una mujer cualquiera, sino el primer amor de Alfredo, como él lo fue mío. No tengo por qué andar con remilgos moralistas. En él está el escoger y en ella el luchar por lo que quiere. Además, hice un juramento: ¿No es un acto religioso? ¿No es obligado cumplirlo?
-          O sea, Carmen, que vas a enmendar un pecado con otro mayor; y ahora ya no eres una chiquilla. Por otra parte, Alfredo no está ligado a tu promesa, sino a la que hizo a su mujer el día de la boda.

     Pilar estaba en su terreno, dispuesta a seguir la filípica, pero Carmen pareció no permitírselo. Miró ostensiblemente su reloj e hizo una seña al camarero, para pedir la cuenta. Añadió:

-          ¡Madre mía, las siete! Hablando y hablando, se ha hecho tardísimo.

     Su interlocutora la sujetó suavemente por el antebrazo y pidió dos cafés más. Carmen la miró con ceño. Pilar comprendió que no tenía más remedio que pagar las confidencias de su amiga con la misma moneda. Dijo con firmeza:

-          He escuchado con interés y paciencia cuanto has tenido a bien contarme. ¿Será mucho pedir que ahora hagas lo propio conmigo? No es tan tarde y seguro que lo que vas a oír te va a resultar interesante.


 5.   Las consecuencias

          Lo que Pilar relató a su amiga ya lo conocen ustedes[3].  Concluyó:

-          Así que puedes quedarte tranquila en cuanto al incumplimiento de la promesa. Yo bien que me atuve a ella y ya ves el resultado.

     Carmen quedó reflexionando durante unos momentos. Seguidamente, comentó con cierta sorna:

-          Pues buena me la has hecho, Pili. ¡Y yo que creía haber dado con el quid! Ahora resulta que no sé cómo salir del atolladero.
-          Si me pides parecer –dijo sonriendo Pilar-, de cualquier manera, menos irrumpiendo en la vida de Alfredo como un caballo en una cacharrería. Tú ya has sufrido lo tuyo: no provoques que sufran él y su familia.
-          Así que vuelta a Panamá –suspiró-, a vender aspirinas. Adiós a mi teoría, penosamente construida, de amores eternos, votos justicieros y hombres para toda la vida. No sé si abrazarte o estrangularte.
-          Ambas cosas se diferencian meramente por su fuerza –sonrió-. Yo preferiría que lo tomases por lo positivo y me lo agradecieses. No valen milagros ni tesis racionalistas. Retoma tu vida presente y vuelve a ella, dispuesta a dar guerra y a pasarlo bien; y, si tienes la suerte –buena o mala- de que algún panameño te deje patidifusa, no lo dejes escapar.
-          ¡Mira qué rica! Consejos vendo y para mí no tengo. Pues, por lo que me has dicho, no te comes una rosca, y culpa tuya será, que todavía estás de muy buen ver.
-          Mujer, no he perdido la esperanza. Ahora que estoy entre madre liberada y abuelita de baba caída, no te digo que no… Te tomaré de modelo: No dejes de escribir y contarme tus aventuras en el Istmo.

     Bien. Dejemos aquí la charla de las dos amigas y salgamos a la puerta del Moka, dispuestos a seguirlas y escrutar mágicamente sus pensamientos, en lo que se dirigen a sus respectivas casas. Con Pilar –como siempre ha sucedido- resulta fácil acceder a su mente. Casi bastaría con observar su amplia sonrisa y lo ágil y amplio de su paso.

-          Esta Carmen, tan aventada como entonces. ¡Menos mal que he podido pararle los pies! Aunque con ella, nunca se sabe. ¡Qué chica! En el fondo, he de agradecer nuestro encuentro más yo, que ella. Siempre me quedaba el regomello de lo que podría haber hecho mal, para que Luciano me dejase tirada. En el fondo, me sigue quedando la duda: masoquista que es una. Pero ahora ya sé que Dios me ha probado mucho menos que a Carmen, y con mayor resignación por mi parte. De modo que ella ha sufrido un castigo tremendo por su infidelidad y su rebeldía, mientras que yo no habré hecho tan mal las cosas, cuando mi penitencia ha sido bastante más liviana. Así que volveré a entrar en San Daniel y haré las paces con la Piedad. ¡Hasta puedo pedirle que me ilumine con los temas amorosos en el futuro! Claro que mejor me dirijo a San Antonio, que es el santo casamentero…

     Carmen retorna más pausadamente, deteniéndose a cada poco, como si mirase los escaparates. Ella es más complicada de escrutar pero, en fin, hagamos un esfuerzo:

-          ¡Pobre Pilar, que mala suerte! ¡Qué cabrón el banquero! Pero sigue igual que siempre, sosegada y moralista. ¡Anda, que no le metí miedo con lo de ir a buscar a Alfredo a Galicia! La verdad, nunca estuve convencida del todo, pero eso del juramento incumplido me tenía sorbido el seso. ¡Qué tontería! Con todo, no me ha venido mal que me contase su frustración y me diese buenos consejos. ¡Consejos! Estaré perdiendo fuelle, pues la hija de mi madre jamás los aceptó y, menos, de Pili, que nunca fue muy lista. En fin, que me vuelvo a Panamá una temporada, a pensármelo mejor y relajarme. El año que viene, Dios dirá. ¡Mecachis!, qué tontas fuimos: Teníamos que haber llevado de las orejas a nuestros novios para que también ellos se juramentasen ante la Virgen. ¡Je!, lo tendré en cuenta para mi próxima reencarnación.   







[1]   Véanse especialmente sus obras siguientes: Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), Uniones (1911) y Tres mujeres (1924).
[2]  Tomo prestado este enunciado aparentemente intrascendente, del citado Musil, en su novela Las tribulaciones del estudiante Törless.
[3]  Lo encontrarán en el capítulo 3 de esta historia, titulado Un marido muy laborioso.