viernes, 4 de septiembre de 2015

CRÓNICAS DE UN CLAUSTRO (I)


Crónicas de un claustro (I)

Por Federico Bello Landrove

     La jubilación de un bedel, con el ambiente etílico y evocador que provoca, da lugar a que los asistentes al homenaje cuenten pequeñas historias –casi siempre sentimentales o picantes-, que casualmente captará en su mayor parte un alumno que andaba por allí. Más de medio siglo después, cuando esté cierto de que todos los aludidos están ya criando malvas, aquel adolescente –ahora casi tan viejo como el entonces homenajeado- las dará a conocer, con todas las reservas que el caso requiere.




1.      El catedrático y la dependienta

     Don Orencio Ramírez de Acuña no era un profesor corriente; no, señor. Además de los méritos indiscutibles que suponía su bien ganada cátedra de Ciencias Naturales, aquel docente acreditaba una oratoria fluida, que la estirpe grecolatina de muchos de los vocablos empleados elevaba hasta la ininteligibilidad; una sólida formación investigadora, de la que daban fe un doctorado universitario y varios artículos publicados en revistas de renombre, y –lo que hacía nuestras delicias- la regencia de un modesto museo del que, de vez en cuando, afloraban huesos, rocas y especímenes disecados. Semejante alarde solo se producía de Pascuas a Ramos, pues lo usual era remitirse en lo gráfico a las páginas monocromas del libro de texto, o a las vetustas láminas que colgaban de las paredes del aula al alcance del puntero.
     El viejo Esiquio no tragaba con las exigencias de don Orencio, quien más de una vez se había quejado al Director de la falta de diligencia de los bedeles a la hora de quitar el polvo a los objetos más delicados del gabinete, tarea que las limpiadoras del Instituto se negaban a realizar por carecer de medios adecuados y el temor a causar un estropicio. Tengo para mí que, entre el catedrático y el bedel, había un motivo más antiguo y profundo de desavenencia pues –según un tío mío que lo había conocido cuando la República- Esiquio había sido un proletario concienciado, aunque sin afiliación política. Yo, en aquel entonces, apenas entendí tales palabras, pero creí entrever ciertas connotaciones políticas en aquella larvada batalla del polvo entre el jefe de los bedeles –impoluto uniforme azul oscuro con botones dorados; blanquísimos bigotes colgantes- y aquel catedrático, un tanto ampuloso y pagado de sí mismo, que un día habría de llorar abrazado a su irreductible antagonista.
***
     Para eso, tuvo que producirse el inesperado fallecimiento de la esposa de don Orencio, que sumió a su viudo en una depresión de la que daban fe constantes lagunas de memoria y lo arrugado de sus trajes, que otrora fueran el orgullo de la raya diplomática y el multicuadros a lo Príncipe de Gales. Dicen que fue en esa tesitura cuando, apreciando un lamparón en la indumentaria del catedrático, el jefe de bedeles se ofreció a limpiarlo. Ese rasgo, generoso e inopinado, provocó el abrazo sollozante de aquel orgulloso oscense, ahora abandonado y vulnerable.
     Si cuento esto, aún a riesgo de que sea apócrifo, es para explicar lo que vino después. Volvió a salir el sol, a afirmarse su voz, a ser planchados los ternos; las mejillas se sonrosaron y su abdomen aumentó la curvatura. Todos lo notamos, tanto más, cuanto que venía acompañado de una actitud más apacible y un talante casi comprensivo. Esiquio, convertido de pronto en inesperado confidente, lo podría haber explicado, más o menos, de esta forma:
-          Don Orencio, desconfiando de la honradez de su asistenta, empezó a ir de compras por la tarde a aquellas tiendas que había frecuentado su esposa. En particular, acudía a Ultramarinos Santa Rita, muy cerca de su casa en el Paseo. Allí, además del matrimonio de los dueños, atendía una familiar de estos, soltera y cuarentona, de cuyas cualidades no puedo opinar, salvo por referencias. El caso es que don Orencio, entre pedidos y consultas alimenticias, empezó a tirarle los tejos,  pese a la gran diferencia de edad entre ellos: pues fíjate, más de veinte años.
-          Buena compensación para la disparidad de clase social y el porqué del catedrático.
-          ¡Oye, mocoso, que no todas las mujeres humildes se dejan pescar por el interés! Don Orencio tenía aún buena presencia y una labia que no veas. Así que...
     … Así que la pareja de tronados tortolitos empezó a salir a hurtadillas y supongo que a convivir lo poco que permitía el rigor moral de aquel tiempo. Apenas llegó a haber habladurías por el Instituto, fuera de comentarios sobre lo bien que había superado, al fin, la viudedad el señor Acuña. De mutuo acuerdo, los novios pospusieron la boda a la jubilación del profesor, celebrando esta en la intimidad.
- ¡Qué remedio! Los hijos de don Orencio se indignaron de la rijosidad paterna y de la vergonzosa infidelidad al recuerdo de su madre, negando su asistencia a la ceremonia. De sus antiguos compañeros, pocos; los dueños de Santa Rita y algunos más.
-  ¿Y a ti, Esiquio, te invitaron?
-  ¡Qué ocurrencias tienes!
-  Hombre, después de haber llorado sobre tu hombro...


 2.  Geografía e Historia

     En la segunda época de Esiquio –que fue también la mía-  la coeducación era un crimen de lesa pedagogía. Ello puede explicar que cada sexo tuviese puntual conocimiento de sus cojeras y tendencias desviadas pero, al propio tiempo, desconociese a tope las peculiaridades análogas del sexo opuesto. Es una obviedad, cuya referencia hallará explicación en lo que sigue.
     Ambas andaban por los treinta y tantos y se repartían las dos mitades de una misma asignatura. Geografía era alta, esbelta, de hermosos ojos verdes, expresión imperativa y constantemente vestida de oscuro. Historia era menuda, morena, suave de voz y apagada de genio, aunque de carácter firme. Probablemente habían llegado al liceo en la misma época, en concepto de profesoras adjuntas –que mantenían- y se conservaban solteras y sin aparente interés por dejar de serlo.
     Una reciente desgracia familiar dio lugar a que un sobrino de Geografía trasladase su matrícula a nuestro Instituto, mediado el bachiller de entonces –es decir, cuando andábamos por los trece o catorce años-. Los enterados, tan abundantes en una pequeña ciudad, comentaban que acababa de fallecer el padre de aquel sobrinísimo, y su tía profesora lo había acogido bajo su amparo. Y empleo el superlativo precedente con precisión y cierta malicia: Aquel muchachote, a quien llamaré Antonio, algo mayor que nosotros y con una estatura prócer, era intelectualmente torpe y poco aficionado al estudio, viéndose doña Geografía obligada a dedicarle una atención en clase, que el resto de los alumnos juzgábamos enchufe y el afectado, insoportable tutela.
     A partir de aquí, la narración se oscurece, pese a la colaboración de Esiquio y a retazos tomados aquí y allá de rumores y confidencias. En lo que todos coincidían era en que Geografía, muy preocupada por el bajo rendimiento de Antonio, había pedido a otros profesores que le diesen algunas clases particulares en sus domicilios, siendo Historia una de las solicitadas.
-          Pero, Esiquio, ¿qué sentido tenía que le pidiera tal cosa a la señorita Historia? ¿No podía darle clase su tía de esa asignatura?
-          Puedes pensar lo que quieras, pero así fue. Sus razones tendrían.
     Sus razones tendrían…, muy en especial el mozo, que adelantó tanto en Historia, que algunos creen no pudo ser más. Otros dicen que solo llegó al sobresaliente.
     Vuelve a caer la niebla sobre el escenario. Cuando se levantó, a principios del siguiente curso, ni la señorita Geografía, ni su sobrino Antonio aparecieron por el Instituto. La mayoría del alumnado apenas se preguntó por la ausencia. Tuve que ser yo, admirador precoz del color esmeralda, quien trajese a colación el tema, con la oportunidad que ha solido caracterizarme:
-          Esiquio, ¿qué ha sido de la señorita Geografía? Aunque seria y exigente, era una buena profesora. A mí me caía bien.
-          Se trasladó a otro Instituto. No siempre la Geografía casa bien con la Historia.
     Cuando, haciendo valer esta información, lo expuse así ante un grupo de condiscípulos, Antolín Recio, el Abuelo -¡nos llevaba cuatro años!- se echó a reír y me espetó:
-          ¡Todo lo contrario, chaval! Lo que se llevaban era demasiado bien.
     Gracias, en parte, a la lejanía académica del sexo femenino, tardé algún tiempo en comprender perfectamente lo sugerido por el Abuelo. Para entonces, la señorita Historia era solo un grato recuerdo en la corta nómina de mis maestros. Tanto mejor.

    
 3.  Los ministros del Señor

     Nunca recibí mayor muestra de afecto y respeto por parte de Esiquio, que cuando me fue a buscar al patio de recreo y me llevó a su legendaria vivienda en la torre derecha del edificio –fue su último ocupante, felizmente consentido aún después de la jubilación-. Apenas me permitió traspasar el umbral, pero la intimidad era suficiente para lo que tenía que decirme:
-          Delgado, le tengo calado a usted: es un alumno estudioso pero muy inexperto en las cosas de la vida... ¿Tiene buena voz?
     Me quedé de piedra, entre otras cosas porque nunca había calibrado mi calidad vocal.
-          Pues no sé –respondí-. Fuera de tocar la guitarra de oído, no tengo mayor inclinación por la música.
     Esiquio me miró fijamente durante unos momentos. Luego, agregó:
-          Le voy a dar un buen consejo. Cuando don Filomelo le haga la prueba para el coro, desafine cuanto pueda.
     El tal Filomelo era sacerdote, uno de los profesores de Religión del Centro y buen conocedor de las técnicas del armonio y la música coral.
     El bedel-jefe concluyó:
-          Ea, ya está todo dicho. Hágame caso y, si tiene alguna duda, no lo comente con nadie de aquí: Hable con sus padres, que todavía se acuerdan de mí.
     Esta vez, no necesité de mayores aclaraciones. Don Filomelo empezaba a ser famoso por los pellizcos en los mofletes y los paseos con el brazo echado al cuello. Personalmente, lo rehuía, pues me desagradaban su voz meliflua y sus perdigones salivares. Por otra parte, no tenía interés alguno en perder el tiempo –así opinaba- cantando Con flores a María o Adiós con el corazón. De modo que hice la prueba y fui reprobado, sin gran esfuerzo por mi parte. Todos mis compañeros más queridos también fracasaron. Se ve que no estábamos unidos por la voz ni por el oído, sino por el corazón.
     No duró mucho más la estancia de aquel director de coro en el Instituto. Tal vez se trasladase a uno femenino, cuyas voces fueran de mejor afinación. Alterando un poco el conocido verso del Ariosto,
Forse altra canterà con miglior tatto[1]
***
     La jubilación de Esiquio casi coincidió con la promoción de otro de los profesores de Religión a uno de los cargos directivos del Centro. Este docente, así mismo sacerdote, era persona de talante progresista, formación en parte francesa y, que se sepa, no le daba por el toque musical, como a otros. Por lo demás, era tan laborioso y competente, como para ser merecedor del cargo. Y, sin embargo:
-          ¿Qué te parece Manolín –diminutivo nada irrespetuoso por el que lo llamábamos-, cómo va sacando los pies del tiesto?, preguntó uno de los profesores. Mucha bicicleta y mucha prédica obrera pero, al final, todos se agarran a la ubre.
-          Hombre -respondió el de Filosofía-, no ha quitado a nadie el puesto, que estaba vacante por jubilación.
-          Ya, ya –insistió el primero-, pero por algo se empieza. Que si son tan profesores como todos; que si ganan menos que las limpiadoras. Al final, aún sin oposición, nos merendarán a los demás, solo porque llevan sotana.
-          Pues este, de vez en cuando, va de clergyman, precisó la señorita Historia, tratando de evitar una discusión.
-          Fíate de los curas progres –intervino otro-. Apenas nombrado para el cargo, creo que ha propuesto al Director hacer obligatoria la asistencia a Misa. Y bien sabes tú cómo las gasta cuando nota que a alguien no le gustan sus homilías.
     La señorita Historia enrojeció. Había sido la interpelada por Manolín a la salida de Misa, por habérsele escapado un gesto de desagrado durante su prédica.
     Por fin, el Director –algo mosca con las críticas, pues él había propuesto el discutido nombramiento- terció contemporizando:
-          Señores, no exageremos. El puesto de Jefe de Estudios no lo quería nadie, que bien que lo ofrecí antes de encasquetárselo a don Manuel. Y lo de la Misa, ya se verá. Por de pronto, los padres algo tendrán que decir al respecto.
     Allí fue Troya. Galdós, el represaliado adjunto de Matemáticas, rugió:
-          ¡Los padres, los padres...! ¿Quién va a atreverse a dar un paso en este País? ¡Lo que hay que decirle a ese cura es que, si se encuentra la capilla vacía, se pregunte por los motivos!
-          Quizá sea la hora. Estos chicos no están acostumbrados a madrugar, a diferencia de los aprendices y dependientes de su edad. De modo y manera que habrá que robustecer su hombría. Eso forma parte de nuestro deber como educadores.
     Quien así había hablado era el ínclito Manolín, que se había incorporado tardíamente al ágape y acercado sigilosamente al corro de los discutidores. Estos, aún rezongando, callaron o desviaron la conversación. Todavía escuché una coda entre el Director y su flamante Jefe de Estudios, contra cuya resolución habría de revolverme días después, con toda la decidida fiereza de un tímido de dieciséis años:
-          Don Manuel –decía el Dire-, todos los alumnos serían demasiados para los bancos de la capilla. Tal vez, si lo hiciésemos por turno de los distintos cursos…
-          Bueno. Podemos empezar por eso y luego, más adelante, tal vez…
     No hubo un más adelante. O, tal vez, sí: Cincuenta y tantos años después, cuando escribo estas letras, todavía seguimos en España mareando la perdiz de la legalidad y el estatus de la enseñanza de la Religión y de sus profesores. Pocos de ellos, desde luego, tan buenos y controvertidos como Manolín, el cura del ciclomotor desvencijado y la Misa de las ocho y media, de los Ejercicios Espirituales y las excursiones de bajo presupuesto. ¡Todo un hito en la formación de nuestro carácter!
***
     Con el tercer personaje sacerdotal, Esiquio nada tuvo que ver, pues vivió y ejerció en lejanas tierras. Con todo, bebo la anécdota en fuentes tan limpias y frescas como las de mi entrañable bedel; de manera que pueden creerme, si no rechazan la verdad, aunque la hallen en un cuento.
     Don Benedicto Sobrino era toda una autoridad en el mundo académico de aquella provincia. Lo de sacerdote, por así decir, era en él lo de menos. Doctor universitario, catedrático de Latín, inspector –no sé si Jefe- de Enseñanzas Medias, carácter severo y genio endemoniado, tenía todas las cualidades para imponer su criterio y voluntad en el profesorado público. No digamos en el de los Centros privados, tan dependientes de sus decisiones, avaladas en el caso de los religiosos por la sotana del ilustre dómine.
    Un buen día, hubo que llevar documentación de un Colegio o Instituto rural hasta la Inspección de la capital. Asumió la tarea doña Angelita, señora metida en años y en carnes, todavía de buen ver, que apenas conocía al gran Benedicto de las visitas de inspección y algunos actos oficiales. Llegada a las oficinas de destino, se hizo anunciar al inspector y guardó antesala durante una media hora. Durante este intervalo, el visitado se asomó a la puerta del despacho, echó una mirada envolvente a la profesora y, con su mejor sonrisa, le aseguró:
-          Solo un momentito, hija.
     Aunque el momentito valiese diez minutos más, Angelita esperó ya más conforme. Al cabo, don Benedicto volvió a salir, la invitó a entrar y cerró tras ambos la puerta de acceso. Seguidamente, en lugar de tomar asiento a un lado y otro del buró, el inspector se arrellanó en el sofá de las visitas distinguidas y señaló un sillón del mismo tresillo, para que lo ocupase la profesora.
-          Angelita, ¿verdad? Pues bien, Angelita, ve ordenando las actas por orden cronológico y de asignaturas… No te apures, que tenemos tiempo.
     Mientras la señora se concentraba en la ordenación sugerida, don Benedicto se levantó, desplazó su humanidad hasta quedar a espaldas de Angelita y, acto seguido levantó la faldamenta de su sotana y desabrochó la bragueta del pantalón. Y así, volvió a tomar asiento en el sofá, cogió de la mano a su visitante y trató de llevarla a sus partes pudendas, acompañando el ademán de estas –o parecidas- palabras:
-          Hija, no sabes el bien que puedes hacerme; y tú, al fin y al cabo, no pierdes nada.
     La profesora, atónita y horrorizada, liberó su mano, se puso en pie de un salto y salió del despacho como alma que lleva el diablo, tras abrir la puerta con la llave que había dejado echada el prudente inspector. Atrás quedaban como mudo testigo las actas de marras, bastante menos ordenadas de lo que don Benedicto había aconsejado.
***
     Por muy vergonzosa que fuese Angelita y por mucho que necesitase su empleo, no se privó de alertar a las compañeras, tan pronto regresó a su colegio. Para su sorpresa, todas la creyeron, se sorprendieron pocas y hasta algunas retozaron de risa:
-          Angelita, mujer, pero ¿no sabes como llaman a don Benedicto abreviadamente?... Pues don Pene.


 4.  El matrimonio tardío

     Tampoco esta historia tiene nada que ver con la jubilación de Esiquio, ni con el Instituto de Castellar. Una vez más, retornamos a esa provincia norteña de cuyo nombre no quiero acordarme, donde no ha mucho vivía una pareja de profesores de lo más dispar. Él, temido y un tanto adocenado catedrático de Física –y Química-, era conocido por su sonoro apellido gallego, Vilaboa, y su recalcitrante soltería nada había tenido que ver con el apartamiento del sexo opuesto, sino todo lo contrario. Ella, modesta, laboriosa y exigente adjunta de Matemáticas, era generalmente llamada Lucita, y su celibato sí tenía bastante relación con haber frecuentado al sexo masculino en plan estrictamente profesional. Añádase, aunque poco o nada tenga que ver con el relato, que Lucita había conseguido notoriedad y una pequeña fortuna como regente de una academia de clases particulares, remedio casi infalible para sus alumnos del suspenso y la supuesta aridez de las Ciencias Exactas.
     A lo largo de su ya dilatada vida académica, Vilaboa y Lucita habían coincidido en más de un Instituto y se decía que en tales encuentros habían fermentado sentimientos heterogéneos y confusos, fruto de caracteres fuertes, inclinaciones muy dispares y espíritus independientes. Las amigas de ella –a quienes yo frecuenté- acababan por reconocer que Lucita había estado enamorada de Vilaboa, pero el orgullo despectivo y la ligereza de cascos del galán habían apagado el fuego, hasta límites de mero rescoldo. Lo cierto era que, en los últimos años, ambos profesores habían evitado coincidir en el mismo Centro o, dicho de otro modo, esta no es una crónica de un claustro, sino de dos.
     Pero los años no pasan en balde y aquél catedrático fue perdiendo fuerzas y atractivo, hasta ese punto en que muchos galanes se estremecen al mirar hacia el futuro. Tampoco habían pasado de balde para Lucita las hojas del calendario, pero ella lo llevaba mucho mejor, incluso físicamente. He aquí un perfecto caldo de cultivo para aproximar posturas y rememorar los días pasados. Eso hubo de pensar Vilaboa, cuyo renacido interés por Lucita fue bien recibido de esta, hasta el extremo de que, pasando por alto edad, mañas y buenos consejos, la pareja tomó –sin pasión pero sin pausa- la senda de la vicaría.
     Todo marchaba viento en popa, cuando de pronto la prometida pareció empalidecer. Las compañeras y amigas, aunque pesimistas acerca del futuro de la pareja, se compadecieron de Lucita y decidieron, individualmente o de consuno, echarle una mano con el problema, cualquiera que fuese. Mas, en llegados a este punto, la novia sonreía de medio lado, quitaba importancia, cambiaba de conversación, o meramente reconocía la existencia de ciertas cosillas y daba las gracias por el interés. Vamos, todo menos cantar la gallina, como drásticamente le exigió Ana, su bragada compañera de Literatura, soltera como ella.
     Al fin, quien logró llevarse el gato matemático al agua de la confesión fue Marita, la astuta profesora de Francés, tocando la casi infalible tecla del amor propio:
-          ¡Deja de hacerte la interesante, con tantas ojeras y suspiros! Lo que pasa es que Vilaboa ha vuelto por sus fueros y te está poniendo los cuernos. ¡Si hasta me han dicho con quién! –mentira absoluta-.
-          ¡De eso nada! Más bien, todo lo contrario –replicó Lucita, un tanto confusamente-.
-          ¿Cómo, que eres tú la que se los pones? Nunca lo creí de ti.
     Y así, primero forzada y tímidamente, luego con toda suerte de detalles –que les ahorraré por razones de buen gusto-, Lucita relató lo siguiente:
     Con escasísima experiencia en materia sexual, la profesora de Ciencias Exactas había decidido ponerse al día de cuanto debe conocer al respecto una mujer casada. Adquirió el famoso Libro de López Ibor[2] y se empapó de sabiduría teórica y práctica, hasta donde pudo llegar. Entra dentro de lo probable –en esto Lucita fue muy ambigua-, que la cultura libresca fuese ampliada o, al menos, ilustrada con la cooperación de Vilaboa, a quien el famoso psiquiatra valenciano tenía poco que enseñar. Pero, poco antes de la boda y con la prometida en condiciones de sacar notable en la asignatura de educación sexual, el novio se desmandó.
-          ¡Ay, Marita, si vieses las cosas que me ha enseñado en revistas que, según él, ya se venden en los quioscos! Y lo malo es que pretende que yo le haga otro tanto. Chica, yo ya no tengo edad ni mentalidad para tanto, por no decir que algunas técnicas, como él dice, me dan náuseas.
-          ¡Claro!, el caballero tiene mucho mundo y no poco rostro. Quiere que por el día des tus clases, lo cuides a cuerpo de rey, lleves la casa y atiendas la academia y luego, por la noche… ¡juerga!
-          Mujer, creo que exageras un poco, pero lo cierto es que estoy muy preocupada. ¿Tú qué harías en mi lugar? 
-          ¿Yo? ¡Meterme monja!
***
     Me consta que Lucita desoyó tal consejo y contrajo matrimonio con Vilaboa, como estaba programado. Incluso, estoy cierto de que el novel matrimonio llevó a vivir con ellos a la anciana madre del catedrático de Física. Cualquier otro dato adicional sobre el caso tendrán ustedes que fiarlo a su fértil imaginación.


    

     








[1]  Literalmente: Quizás alguna cantará con mejor tacto. Creo que la alusión a los tocamientos lascivos o ligeros del susodicho director de coro es evidente.
[2]  El afamado psiquiatra Juan José López Ibor (1908-1991) publicó su conocido y muy reeditado El libro de la vida sexual en 1968 (editorial Danae, Barcelona). Se trataba de un texto de alrededor de 650 páginas.

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