viernes, 3 de julio de 2015

EL NÚMERO 250, O LAS REFLEXIONES DE UN GRAFÓMANO


 

El número 250, o las reflexiones de un grafómano

Por Federico Bello Landrove

 

     Haber llegado a publicar 250 cuentos en este blog, en tan solo cinco años escasos, lleva a preguntarme –y a preguntarles- qué es lo que puede mover a un aficionado a tan hercúlea tarea. Pero no se inquieten, pues no voy a hacer introspección: Este cuento se etiqueta como literario y acabará parodiando un retazo de Las mil y una noches. Así pues, ¿pretexto o parábola? Juzguen de ello los lectores.

 
 

1.      Introducción

 

     He aquí el cuento número doscientos cincuenta de este blog, gestados todos ellos en poco más de seis años y publicados en él en menos de cinco. Semejante productividad me convierte –no hay duda- en un grafómano; tanto más, cuanto que mis relatos entran por lo general en la categoría de extensos. Es, pues, el momento de preguntarse –preguntarme- qué motivos pueden llevar a una persona corriente a convertirse en un maniático de la escritura. ¿Existe un porqué, o varios? Otros podrían escribir un sesudo estudio psicológico o sociológico sobre el tema. Pero yo, como buen cuentista (que no es lo mismo que cuentista bueno), prefiero convertir la respuesta en un relato fantástico, aunque sea de tesis. Vamos con ello.

 

 

2.      Historia del cadí de Shiraz y el cuervo

 

     En tiempos del Califa Al Mutasim, ejerció en la ciudad de Shiraz un cadí llamado Abú Hassán, famoso por su rigor y probidad. Llegada, junto con la ancianidad, la hora del retiro, aquel señalado juez en las cosas ajenas volvió la mirada hacía sí mismo y se dijo:

-          Hasta llegar al día de hoy, he vivido las dos primeras fases de mi vida, de manera que fuesen coherentes y fructíferas. En mi infancia y adolescencia, dediqué casi todo el tiempo a la lectura de cuantos buenos libros pude conseguir, gracias a lo cual adquirí una notable cultura, así como la sabiduría precisa para ejercer dignamente mi profesión. Durante mi juventud y madurez, me ocupé en viajar y trabajar, adquiriendo la mayor experiencia posible sobre las tierras y los hombres que las habitan. Ahora, llegado a la edad de la vejez, ¿qué cosa mejor podría hacer que escribir, para trasladar todo mi saber a la posteridad y, al mismo tiempo, mantener despiertas y lúcidas mis facultades mentales?

     Dicho y hecho. Durante diez años, el cadí  se encerró en su casa y escribió y escribió, hasta dejar constancia pormenorizada de su vida y obras. Las amplias estancias de su morada se fueron llenando con pliegos y rollos de su menuda y regular escritura y de la de los amanuenses, a los que hubo de contratar para que lo ayudasen en su ímproba tarea. Los mejores ebanistas de la ciudad confeccionaron las estanterías en que los escritos fueron colocados ordenadamente, con marbetes alusivos a su data y contenido. Al fin, el autor se dijo:

-          Allah ha sido misericordioso conmigo, al concederme una larga vida. He podido concluir la tarea asignada a la tercera etapa de ella. A partir de ahora, los años que su bondad quiera otorgarme los ocuparé en repasar cuanto he leído, escrito y hecho durante mi existencia. Así recordaré todo lo pasado y será como volver a vivirlo.

     Mas no era ese el designio del Todopoderoso, pues la senilidad alcanzó al cadí tan pronto hubo tomado tal decisión, bien porque fuese lo propio de su avanzada edad, bien porque Allah juzgase pretenciosa la idea de de revivir un dichoso pasado en vez de afrontar el incierto porvenir. El hecho es que Abú Hassán constató día a día que su memoria era más flaca y su entendimiento menor. Los libros que había leído en su primera época eran en su cabeza poco más que títulos y retazos inconexos. Olvidaba las leyes que había aplicado, ya en sus palabras, ya en su recta intención y sentido. Los casos en que había intervenido se mezclaban unos con otros de forma inextricable para su mente. Entristecido, se decía:

-          Al menos, cuanto he escrito ha quedado grabado para siempre. Lo leeré y ello despertará los recuerdos. ¡Tal vez los avive, hasta el punto de hacerme recuperar la memoria!

     No hubo tal. Pasaba los ojos por los textos y no encontraba en ellos la huella de su paso. Era como si hubiesen sido obra de personas desconocidas, que narraran episodios de otras vidas y otros mundos. Y, si tan extraños resultaban para él, ¡qué no serían para quienes, en el porvenir, lo ignorasen todo acerca de su vida y su persona! Desazonado por tan tristes pensamientos, salió de su casa y, por primera vez en muchos años, recorrió las principales calles de Shiraz y se sentó en los parques más amenos. Lo que allí vio solo sirvió para acrecentar su tristeza. Los niños jugaban; estudiaban y se solazaban los jóvenes; los adultos comerciaban, se afanaban en los talleres o salían para los campos. ¿Qué quedaba por hacer a los ancianos? Los vio torpes, descuidados, distraídos, claudicantes. Frecuentó a sus amigos coetáneos y los halló encerrados en sí mismos, agriados, sin ternura hacia lo pasado ni interés por el porvenir. Anunció su visita a los cadíes y ulemas del día, pero todos se excusaron de atenderlo, pretextando imperiosos deberes forenses. Finalmente, acudió a sus familiares más propincuos, mas estos eran -¡ay!- mucho más jóvenes que él y desecharon atenderlo, ya que los medios económicos de un cadí jubilado se consideraban suficientes para poder recibir cuidados y compañía de sirvientas y criados.

     Volvió, pues, a sus libros –cada vez menos inteligibles para él- y a sus paseos por amenos jardines. En uno de ellos, encontró a un mendigo, que pedía limosna, y lo atendió con su generosidad acostumbrada y con un afecto del que nunca usó cuando era más joven y afortunado. El mendigo besó las monedas, lo miró hasta ver su alma y dijo:

-          Llegados a tu estado, unos se dejan morir y otros se limitan a ver pasar la vida a su lado. No seas como ellos.

     El cadí se extrañó de recibir consejo de un patán andrajoso:

-          ¿Y eso lo predicas tú que, no solo te sientas a la vera del camino, sino que pasas la vergüenza de mendigar?

-          No desdeñes la verdad, aunque la oigas de labios de un miserable –fue la respuesta del viejo pordiosero-.

     Durante toda la mañana rumió Abú Hassán las palabras de aquel indigente filósofo. Al llegar a su casa, ya tenía tomada la resolución pertinente:

-          Viviré en el presente y adaptaré mis quehaceres a las facultades que Allah quiera respetarme en cada momento.
 
***

     Mas la voluntad de Allah no es sencilla de captar salvo –si acaso- para los santones y los mendigos. Esperando su divina inspiración, el cadí pasaba las horas y los días devanándose los sesos, sobre cómo interpretar las palabras del limosnero. Cotidianamente, recorría calles y parques, con la esperanza de reencontrarlo y pedirle mayor precisión en su consejo, pero era vana su búsqueda. Finalmente, se sentaba junto a alguna fuente buscando aliviar el calor y el agotamiento; adormecido por el rumor del agua, dejaba vagar su pensamiento, que inevitablemente volaba a los tiempos de su infancia. El cadí se decía:

-          ¿Será que, en verdad, los viejos acabamos volviéndonos niños?

     En cierto modo, era así. Falto de fuerzas y de memoria, el anciano Abú Hassán estaba cada vez más en manos de sus criados, que habían de satisfacer hasta sus necesidades primarias y acompañarlo a todas partes, por temor a que se perdiese o lo asaltaran los ladrones. El fiel Nureddín –casi tan viejo como su señor- rezongaba cada mañana cuando el cadí le ordenaba vestirlo para salir a la calle y que lo siguiera:

-          Mi pobre amo –susurraba- de mañana recorre la ciudad como un mercader ambulante y, por las tardes, se encierra en su biblioteca hasta la noche, intentando escribir sus memorias. Vano intento de seguir siendo el que era. Tan solo conseguirá sudar el turbante y perder el seso.

     Un día, el cadí tomó asiento junto a una madre que entretenía a sus dos hijos pequeños contándoles historias. Cerró los ojos y abrió los oídos al relato, pero la voz de la mujer fue perdiéndose en su sopor, como desaparecen las gotas de lluvia entre las arenas del desierto. Pasado un rato, volvió del sueño con la caricia de una brisa fresca, viento rumoroso en cuyas alas le llegaba otra voz femenina y, con ella, confusamente, el recuerdo de un caso penal, fallado en los primeros tiempos de su actuación como juez itinerante. Abú Hassán antaño había tratado de olvidarlo. En los registros de la ciudad de Sarvestán se hallan los autos, cuyo contenido no siempre coincide con la memoria de los hechos que todavía conservan quienes los conocieron.

***

     Era Faribá una joven campesina de familia pobre, que hacía honor a su nombre[1]. Hermosa e inteligente, cautivó los sentidos de Amir, rico comerciante a quien su padre debía cien dinares de oro. Hubo, pues, boda y pronto el marido reveló la maldad de su corazón. Sospechando injustamente que su esposa habría de serle infiel, toda vez que él era mayor y poco agraciado, la encerró en casa, rodeada de criadas encargadas de espiarla. Dicen que una de ellas, por envidia hacia Faribá o por hacerse valer ante Amir, la denunció por tener comercio carnal con un joven eunuco etíope de la servidumbre. Amir ordenó inmediatamente arrojar al eunuco al pozo. Todas las noches privaba a su mujer de la cena y, antes de dormir, le propinaba veinte azotes. Faribá, siempre bondadosa, preguntaba antes de retirarse a su aposento, afligida y doliente:

-          ¿Me dirá hoy mi señor el motivo de su enojo?

     A lo que Amir respondía:

       -      Busca mis razones en el pozo.

     Faribá, ignorante de lo acaecido con el eunuco, se sentaba todas las mañanas en el brocal y se desojaba buscando en lo hondo la explicación al enfado de su marido. Cierto día, se posó en el arco de la polea un cuervo sediento y la joven, apiadada, le dio de beber. Agradecida, el ave, graznó de forma inteligible para su bienhechora:

-          En tu bondad, has saciado mi sed y salvado mi vida. Pídeme a cambio lo que quieras.
 
     Faribá aprovechó la ocasión:

-          Dime, ¿qué hay en el pozo que pueda explicar el maltrato de mi marido?

     Bien sabía el cuervo lo que en el fondo yacía, pero resolvió no ser cruel con Faribá, sino solo benéfico.

-          Lo que Amir desea que comprendas no se halla dentro del pozo, sino en torno de él. Mira a tu alrededor y dale lo que encuentres, sin que él se percate.

     Faribá contempló en derredor del pozo un corro de bellas adormideras de hojas garzas y grandes flores blancas. El cuervo prosiguió:

-          Todas las noches, después de la cena, ofrecerás a tu esposo una copa de vino con unas gotas de la virtud de estas plantas. ¡Recuerda!, solo unas pocas gotas. Y bajo ningún concepto reveles a nadie que he sido yo quien te lo he aconsejado, o esa indiscreción tendrá para ti funestas consecuencias.

     Así lo hizo la joven y, hasta el momento en que la poción hacía efecto en su marido, le contaba toda o parte de una de las leyendas del Hazar afsana[2], por ella bien conocidas, pero ignoradas de su esposo, nada dado hasta entonces a perder su valioso tiempo con cuentos y consejas. Y, de esa suerte, Amir, no solo dejó de golpearla en castigo de su supuesta infidelidad, sino que se tornó con ella mucho menos adusto y avaro. Mas toda fortuna, favorable o adversa, llega a su fin y la de Faribá llegó al cabo de tres años, al agotar el millar de relatos que contenía aquel bendito texto. De modo que, agotadas las leyendas, la compungida mujer se dijo:

-          No puedo resistir el retorno a la desgracia. Antes prefiero morir. ¿Qué haré para no volver a incurrir en la violenta cólera de mi esposo? He de hallar algún remedio antes de que llegue la noche.

     Olvidando la advertencia del cuervo, Faribá optó por la solución más fácil. Así pues, administró a su marido doble ración de opio en el vino generoso de la sobremesa, con el fin de que se durmiese al punto, sin necesidad de entretenerle la velada con historias. En efecto, Amir cayó de modo instantáneo en un sopor, del que no se recobró, falleciendo a las pocas horas.

     Al nacer el siguiente día, se apareció el cuervo de antaño a la ya viuda, que sollozaba en su cámara presa de la culpa y del temor, y le dijo:

-          Mal cumpliste, mujer, mi primera advertencia, de administrar con parsimonia el licor de la adormidera. Con todo, tendré piedad de ti por lo mucho que te hizo  sufrir en vida tu marido. Pero recuerda la segunda: bajo ningún concepto reveles que fui yo quien te aconsejó que le administrases el opio que ha acabado por llevarle a la muerte. No he de perdonarte una segunda desobediencia y, de producirse, ella te llevará a la perdición.

***

     La muerte tan repentina de Amir, todavía en buena edad, no despertó empero las sospechas de las buenas gentes de la aldea, ni nadie pudo imaginar que una esposa tan bondadosa y fiel como Faribá tuviese nada que ver con el triste suceso. No participaba de semejante ingenuidad Golpar, la malvada sirvienta que calumnió a Faribá ante Amir, la cual recogió la copa en la que este bebió por última vez y, tan pronto se hubieron celebrado su entierro y exequias, se presentó con ella ante el alcalde del pueblo y formuló una denuncia contra Faribá, por ser la autora de la muerte de su marido.

     Correspondió el conocimiento del asunto al cadí Abú Hassán, quien comprobó sin lugar a dudas que la copa conservaba posos donde el vino aparecía mezclado con opio. Seguidamente, sin advertencia previa a la sospechosa, practicó un registro de sus pertenencias y halló entre ellas un pomo de vidrio que contenía también el jugo refinado de la adormidera. Comoquiera que los médicos declararan que la muerte de Amir presentaba los síntomas propios de la intoxicación que se denunciaba, el cadí abrió juicio público ante todo el pueblo, que presidió en unión de los ulemas consejeros.

     Como era de esperar de sus virtudes, Faribá no negó haber suministrado el narcótico a su marido, si bien expuso con toda suerte de detalles los maltratos que había sufrido de él y cómo había acudido a tan extremo remedio, como forma de evitarlos. Igualmente, expuso el valor casi mágico de los cuentos para distraer de la crueldad a Amir y el error accidental que desdichadamente sufrió, al administrarle por primera vez una dosis mayor de la pócima.

     La sinceridad y las desgracias de Faribá movieron a piedad a casi todos los asistentes. Algunos de ellos declararon espontáneamente, confirmando cuanto la muchacha había reprochado de su esposo. El propio Abú-Hassán, entonces joven y sensible, no dejaba de sentirse atraído por la belleza e inteligencia que mostraba aquella campesina, cuya desgracia primera había sido la de ser vendida por su familia a un hombre mayor, rico pero malvado.

     Concluyeron las pruebas y estaba a punto de levantarse la sesión para dictar una sentencia benévola, cuando uno de los ulemas bisbisó al oído del cadí unas palabras. Éste se hizo eco de ellas y preguntó a Faribá:

-          Dinos, mujer, si eras tan inocente y respetuosa de tu marido, ¿cómo se te ocurrió la idea de administrarle opio y cómo te hiciste con esa droga? ¿No había tribunales en Sarvestán, que pudieran haberte protegido y autorizado para repudiar a tu esposo?

     Faribá, muy poco ducha en mentir y creyendo que su respuesta hallaría favor ante los jueces, respondió:

-          Un cuervo mágico, a quien yo había auxiliado, se apiadó de mí, me mostró el lugar donde florecían las adormideras y me aconsejó usar su jugo con Amir, así como la forma y dosis para ello.

     Tras unos momentos de silencio, el público estalló en una gran carcajada, seguida de una rechifla general. Los ulemas enrojecieron y cubrieron sus rostros, para no ser partícipes de aquel atentado contra el honor del tribunal y de la sagrada Sharia que aplicaban. Abú-Hassán se puso en pie, ordenó a los alguaciles que aplacasen la hilaridad de la multitud y, hecho por fin el silencio, ordenó tajante:

-          Por el crimen hacia tu marido y por la ofensa gravísima a nosotros, tus jueces, el tribunal te condena a ser lapidada. Cúmplase la sentencia mañana a mediodía, junto al pozo donde –según tú- se te apareció el cuervo que te mal aconsejó.

     Así se cumplió lo fallado, según consta en los registros oficiales. Algunos de los que presenciaron la ejecución, o participaron en ella, sostienen, bajando la voz y la mirada, que, al morir Faribá, vino por el oriente un cuervo tan grande como nunca se había visto; se posó sobre el cadáver, bebió de su sangre y remontó el vuelo, tras emitir un espantoso graznido.
 
***

     No tenía el viejo cadí un recuerdo tan fresco y preciso del caso como los registros judiciales. No obstante, del hondón de su memoria, afloraba cada vez más vívida la imagen y la voz de aquella mujer que él envió al foso[3] en un rapto de indignada racionalidad. De hecho, llevaba siempre consigo un amuleto de ónix, tan negro y brillante como el plumaje de aquel pajarraco fantasmal. Así pues, se levantó del banco del parque acariciado por el viento y se encaminó lentamente hacia su casa, rumiando la idea que iba apoderándose de su pensamiento:

-          Un cadí adulto no podía dar oídos a lo fantástico, pero ¿por qué no un anciano que vuelve a la infancia? ¡Tal vez sea esa la voluntad de Allah!     

     Esa misma tarde se encerró en la biblioteca con su amanuense y, acariciando constantemente el negro talismán, fue dictando la historia del imponente y perverso marido y la valiente y astuta esposa, que lo entretenía con sus relatos y sus encantos. Pero su imaginación –altiva y pudorosa- trasladó a los personajes del cuento a un mundo áulico y le dio un final feliz. Cuando fue llegada la noche, su tarea estaba conclusa. El cadí despidió al escribiente y guardó celosamente el manuscrito en una disimulada oquedad del muro, no juzgando sensato que ficción y realidad se rozaran. Satisfecho de sí mismo, cenó imaginando mil nuevas historias, cuyos protagonistas todavía lo asaltaban en el dormitorio, antes de que lograra penosamente conciliar el sueño. Su último pensamiento fue para la madre que en el parque entretenía a sus pequeños con fragmentos del Hazar afsana. Musitó:

-          Mañana reuniré en torno a mí a todos los niños del jardín y les recitaré mi cuento... Y, por la tarde, dejaré volar nuevamente la imaginación por cima de las nevadas cumbres de los Zagros y aún más allá.

     Pero la mañana no llegó para el cadí Abú Hassán. Allah recibió su alma y el fiel Nureddín recogió el talismán de cuentas de ónice, que el difunto tenía en la mano derecha cuando entró en su último sueño.

***

     Los herederos de Abú Hassán vendieron su casa con cuanto contenía a un rico mercader, que hizo almoneda de todos los libros y rollos acopiados o escritos por el cadí y convirtió las grandes estancias librescas en almacén de granos. Por casualidad, en los trabajos de acomodación a su nuevo destino, los albañiles hallaron el manuscrito con la historia inspirada en la de Faribá y el alarife, hombre culto y aficionado a los cuentos, lo leyó con fruición e hízolo llegar a un conocido, llamado Al-Gahshigar[4], de quien sabía por su madre que recorría el país recopilando leyendas y tradiciones.

     Congratulose sobremanera el destinatario de aquel obsequio, pues su cosecha literaria iba ya muy avanzada, pero le faltaba un hilo conductor que enlazase todo el acervo de sus historias. Cambió, pues, algún nombre, retocó ciertos detalles y, finalmente, el cuento del cadí de Shiraz y el cuervo se convirtió en el relato de Shariar y Sherezada, origen y núcleo de toda la recopilación. Habían nacido Las mil y una noches, tal y como las conocemos hoy en las tierras por donde se pone el Sol.

     Y así, aquel cadí, sin piedad y sin memoria, sigue viviendo entre nosotros, a través de Faribá, su víctima, de quien acabó haciendo el dechado de las mejores virtudes de la mujer –imaginación, talento, atractivo- o, por mejor decir, de cualquier persona.

 


 
3.  Reflexión final del grafómano


     Amigos lectores, ¿les ha sido posible deducir de esta historia los motivos por los que escribo, incansable, vehementemente? Si su respuesta es negativa, no me importará lo más mínimo: El cuento doscientos cincuenta ha nacido y espero haya sido de su agrado. Pero si me dicen que sí, que han comprendido el apólogo, les confesaré que lo pongo en duda pues yo, a diferencia del cadí Abú Hassán, no me limito a afeitar la realidad que me atañe, sino que directamente la escondo.

 

    

      

 

 

 

    

 

 

 



[1]  Los conocedores del persa o farsi, traducen el nombre por encantadora, atractiva o seductora.
[2]  Colección así llamada (Las mil leyendas), recopilada en Persia, a más tardar, en el siglo IX.
[3]  Usualmente, la persona a lapidar era semienterrada o, al menos, arrojada a un hondón del terreno, para facilitar la ejecución y evitar la posible huida.
[4]  Abu Abd-Allah Muhammad el-Gahshigar, personaje real pero de vida muy poco conocida, que vivió hacia el siglo IX, a cuya labor se atribuye la traducción al árabe de las fuentes floklóricas, que darían origen con el tiempo a Las mil y una noches.