viernes, 26 de junio de 2015

EL PÁJARO QUE HABLA




El pájaro que habla

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Este no es un cuento maravilloso, pues todo el mundo sabe que la Naturaleza nos habla a través de sus criaturas, con independencia de que podamos entenderlas o las queramos escuchar. Sí es un relato alegórico sobre los últimos tiempos de una dama, a quien un humilde pájaro guiará con su presencia –y también con su ausencia- por ese camino inevitable que unos llaman  ley de vida y otros califican de bien morir.

 

 


 

     Todos los días de su estancia en aquellas tierras, tan distintas y lejanas de las de sus raíces, la vieja dama había procurado salir al jardín de la casa, sentarse en una silla blanca de forja, con cojín bordado de su mano, y dejar volar la imaginación, queriendo creer que aquellas frondas tropicales eran las del ameno Gran Parque de su ciudad natal. Eran otros los sonidos, los aromas, los colores, pero con los ojos entornados, aún creía transitar paseos enarenados de la mano de su padre, escuchar las voces infantiles de sus hijos en la rosaleda, estar sentada a la vera de él en la pérgola.  

 

     Así había sido cada mañana, mientras su hija la dejaba momentáneamente sola y partía al trabajo, con una preocupación que la dama tildaba de aprensiva. Ella se sentía todavía firme y segura de sí,  no un embeleco que privase a su maduro retoño de libertad de movimientos. Con todo, notaba día a día el declive de sus fuerzas y la agobiante tristeza de la soledad, al faltarle él. Por eso consultaba con frecuencia el reloj que regía las ausencias filiales y volvía cada vez con mayor presteza y tristura de sus viajes a lo remoto lejano.

 

     Pero un día, desde el ramaje siempre verde de un cupey de la heredad vecina, le llegó el canto en libertad de un pájaro, apenas entrevisto, pero sin duda hermoso. Era tal la belleza y armonía de sus trinos, que la señora quedó sobrecogida. Como si la canción fuese solo a ella dedicada, el ave apenas mudó de posadero y estuvo gorjeando hasta que la anciana se retiró del jardín, siguiendo su horario acostumbrado.

 

     ¡Qué bueno sería que el pájaro volviera cada mañana!, suspiró la dama, al sentarse al día siguiente en el sitio acostumbrado. Como inmediata respuesta a su deseo, le contestó un canto aún  más suave y melodioso que el día anterior, el cual así mismo duró todo el tiempo que la señora permaneció, arrobada, en el jardín.

 

     A partir de aquel momento, ni un solo día faltó el pájaro a la tierna cita, ni la dama dejó de acudir a su encuentro, aunque se encontrase indispuesta. En sus soliloquios, ella lo convertía en su confidente y, al partir, dejaba sobre el velador alguna pequeña golosina que juzgaba podía ser de su agrado. Él no se le presentaba nunca, mas, quimérica, la anciana lo vestía del polícromo ropaje de los radiantes pavones de su niñez.

 

     Día a día y sueño a sueño, el ave fue mezclando sus trinos inefables a palabras directas al corazón. Sin pasar por el oído, aquella voz casi humana respondía a sus cuidados y preguntas, convirtiéndose en el párvulo engarce con el pasado, ya triste, ya glorioso, y con la tierra y los seres queridos que había dejado atrás. ¿Cómo lo sabes?, preguntaba; y él: vuelo de noche –respondía-.

 

     Notó la hija que su madre ahora aguardaba anhelosa y contenta el momento de quedarse a solas. Apreció en sus palabras conocimientos e intuiciones sorprendentes, en que se mezclaban imaginación y realidad, pero que invariablemente la dama tomaba por ciertos. Sus preguntas eran contestadas con evasivas; el pájaro se guardaba y enmudecía tan pronto no se hallaba su amiga sola en el jardín. Hubieron de ser los pequeños dones ofrendados los que la alertaran acerca del pequeño cantor. Así pues, despidiose una mañana e hizo como si marchara a la tarea, pero se quedó escondida en la casa, acechando desde los calados visillos de su dormitorio. Nada de particular observó. La madre tomó asiento y, acunada por el melodioso trino de un pájaro, se quedó traspuesta durante un buen rato. Al despertar, se encaminó a la cocina, de donde salió con un platito de uvas y moras, que posó en la mesa del jardín, junto a un vaso de agua azucarada. ¡Bah, un sopor y un jilguero!, susurró la espía, lamentando haberse retrasado en el trabajo por tan poca cosa.

 

     En vista de ello, resolvió seguirle la corriente, pensando que no tenía sentido objetar a una fantasía onírica, más o menos afortunada. Sin embargo, no dejaba de producirle zozobra que su madre estuviese tan al corriente de hechos actuales que, por la distancia y la falta de comunicación, era imposible que le llegasen por las vías racionales.

 

***

 

     Cierta tarde de otoño, el vecino taló el cupey, para combatir el comején que lo había enfermado. La dama pasó la noche en vela, preocupada por el destino del pájaro, rogando a Dios que no tuviera en aquel árbol su nido. Por la mañana, se cumplieron los funestos presagios. En vano aguardó la anciana la aparición de su cantor; en vano trató de atraerlo con regalos y reclamos; inútilmente salió en su busca por los alrededores de la casa. Los días pasaron y su confidente no volvió. Trató de recuperar el sosegado descanso de antaño, pero la recobrada soledad embotaba los recuerdos y la música extinguida helaba el conocimiento y el sentido del presente. Al fin, vino en comprender y aceptar que la caída del árbol era el anuncio de su muerte inminente y resolvió no salir más al jardín, recluyéndose en su habitación. Allí se recogió con sus recuerdos y su conciencia, preparándose para bien morir, y rehusando cortésmente la compañía y los cuidados médicos que por piedad se le ofrecían.

 

     Día tras día, al atardecer, un cuervo venía a posarse sobre el alféizar de su ventana, a contraluz del mar y del sol poniente. El animal picoteaba el cristal y la dama, por toda respuesta, abría el postigo y posaba a su lado un vaso de lágrimas, con el llanto vertido durante el día, de arrepentimiento y penitencia. El cuervo probaba el agua doliente y emprendía el vuelo, reapareciendo a la siguiente tarde.

 

     Un buen día, la señora apreció con sorpresa que se le había secado la fuente del llanto, venturoso presagio de impasibilidad y perdón. Aquella tarde, al aparecer el alado mensajero, la anciana le presentó el vaso vacío y dijo: estoy presta. El cuervo graznó, mañana.

 

     En efecto, al día siguiente se encontraba tan exhausta, que no podía levantarse del lecho. Desde él, mantenía sus ojos vidriosos fijos en la ventana, aguardando paciente y serena la llegada del cuervo, mientras su hija velaba con compungida solicitud la agonía. Pero quien apareció al caer la tarde fue el humilde y colorido pájaro de antaño que, con su mejor melodía, cantó: es hora. Venciendo su flaqueza, la dama se levantó y llegó hasta la ventana, la abrió, tomó al jilguero en sus manos y lo besó.

 

     Su hija, que por un momento había abandonado la vigilancia y salido al jardín para despejarse, miró a lo alto y vio volar juntos un pajarillo finamente colorido y una tórtola blanca. Cuando regresó a la habitación de la madre, esta yacía en el suelo, junto a la ventana, con los ojos cerrados y una dulce sonrisa en los labios.

 
 

 

viernes, 19 de junio de 2015

EL RETRATO DE YERG NAIROD




El retrato de Yerg Nairod



Por Federico Bello Landrove


     Nunca he sabido bien lo que es un cuento gótico, pero tal vez este lo sea, dado que arranca de un conocidísimo relato de este tipo, que primero fue cuento y luego, novela. A partir de esa fuente de inspiración, discurre por derroteros originales, entre otras cosas, porque son dos personas –mujer y hombre- quienes deciden hacer de la literatura el opio de su espíritu. Y claro, como en la mayoría de esos casos, la cosa no acaba bien para ellos (espero que sí para mis amables lectores).




1.  Autobiografía imaginaria


     La conocí una de esas interminables noches de hospital, cuando el velador se cansa de escrutar el gotero y escuchar la respiración ronca del familiar enfermo. Salí al pasillo y comencé a recorrerlo cansinamente, alargando cada vez más el radio del paseo. Y así, como sin querer, me hallé en la salita de estar, apenas amueblada con un par de mesas, unas sillas minimalistas y un sofá de tres plazas; ¡ah!, y con una estantería para colocar dos docenas de libros, una pila de revistas y los trebejos y el tablero de ajedrez. En alto, una televisión muda con subtítulos pasaba una película de Howard Hawks.


     Eché mano a un fatigado ejemplar en rústica de El enamorado de la Osa Mayor[1] y me marché con él hasta la puerta de la habitación doble en que yacía mi madre. Preocupada por molestar lo menos posible, allegué el sillón a la entrada, de modo que me diera en la falda la luz de neón del corredor, y comencé una desatenta lectura, tan preocupada de controlar a mamá, como de seguir las peripecias de Władek. Y supongo que fue tan original apostadero el que llamó la atención de aquella enferma cuarentona, maciza y de buen ver, que venía pasillo adelante empujando el gotero con una mano y llevando en la otra recado de escribir. Nuestras miradas se cruzaron –ella, centrándose en mi novela, momentáneamente cerrada, con el índice por marca-páginas;  yo, llevando la vista, de su mañanita fucsia de volantes, a su diario rojigualda con grabados geométricos y cierre metálico- y esbozamos un sonreído saludo de buenas noches. Ella siguió el recto sendero hasta la salita y yo acudí a la vera de mamá, alarmada por el agudo silbido amortiguado, que brotaba del cardiógrafo. Y, más o menos así, pasó una hora. Harta de interrumpir la lectura, me dirigí también al minúsculo cuarto de estar, para devolver a su lugar el libro. Allí, arrellanada en el sofá, con el dietario sobre las piernas, la escritora repasaba su contenido, con una cara tal de fruición, que no pude menos de detenerme un instante a contemplarla, antes de continuar con mi propósito. En eso estaba, cuando me sobresalté al escuchar una voz a mi espalda:


-          ¿Qué tal va pasando su madre la noche?

     Su timbre era melodioso, levemente nasal. Contesté:

-          No va mal..., pero ¡qué largo se hace el tiempo!

-          Y que lo diga. Eso que, con la lectura, se siente una más acompañada.

-          Me cuesta trabajo concentrarme en ella. Me va mejor con la música –dije, asomando el pequeño aparato de radio por el bolsillo del chaquetón-.


     Hizo un leve ademán, señalando el asiento a su lado. Acepté y, por unos momentos, no encontramos qué decirnos. Al fin, rompí el silencio:


-          Por lo que veo, a usted le da por la escritura... y en un primoroso libro, además.

-          ¿Le gusta? Lo compré en España, hace un montón de años.


     Me lo ofreció, tras cerrarlo, de modo que lo único que pude husmear es que llevaba escrita bastante más de la mitad, como acreditaban la textura y coloración de su corte. En tanto lo contemplaba, añadió, burlona:


-          Con una encuadernación así, ¿quién se resistiría a llenarlo de palabras?


     Por lo pronto eso fue lo único que supe de ella: enferma, española –su acento también lo delataba- y circunstancial escritora. Me despedí con afecto y retorné con mi madre. De soslayo, al salir, observé que reanudaba la escritura y sus ojos recobraban aquel brillo extático que había sorprendido al entrar.




***


     Como un sobrentendido, volvimos a coincidir todas las noches que duró su convalecencia. De mañana, huía yo de aquel inhóspito hospital, para atender a mi marido e hijos y dormir una larga siesta, que compensara el duermevela nocturno. Ella, entre tanto, se recuperaba de la cirugía e iniciaba el inmisericorde tratamiento que había de complementarla. Según mi hermana Marisa –que hacía la guardia diurna-, recibía frecuentes visitas de tarde, de esas de piedad o de compromiso, pero ninguna de permanencia, ni presuntamente familiar. Es inmigrante y tal vez soltera -me decía-; la frecuentaré por la noche, mientras sigamos por acá.


     No me fue difícil. Todas las noches, cuando descabezábamos el primer sueño, acudíamos a la salita de costumbre y, quien con el libro, quien con el diario, nos hacíamos compañía durante un buen rato. Por respetar su intimidad, empecé sentándome a una mesa para que ella disfrutase del sofá, sin riesgo de que le ojease lo escrito, pero pronto insistió en que me sentase a su lado,  para mayor comodidad. Decía:


-          Es una cosa intranscendente, lo primero que escribo; para mí, por supuesto. En algo hay que entretener el insomnio.

-          Pues mucho debes disfrutar, porque pones cara de arrobamiento.


     Se echó a reír de la hipérbole, pero lo acabó reconociendo:


-          Razón tienes, pues combato la soledad y el dolor echando a volar la imaginación por un mundo maravilloso, lleno de amor y felicidad. ¡Nada!, cuanto peor haya sido el día, mejor será lo que escriba de noche; tanto más felices las páginas, cuanto más desdichada haya sido la realidad.

-          ¿Sabes que me parece una buena terapia?

-          No muy distinta de la utilizada por el autor de tu libro, que escribió en la cárcel ese hermoso testimonio de vanagloria y libertad.

-          No lo sabía. A partir de ahora, tendré en mayor estima este texto.


     Por entonces nada más hablamos sobre el tema. Ahora, tantos años transcurridos, he llegado a conocer el secreto de aquel nocturno contrastante. Su contenido está al alcance de todos: ya va –si no me equivoco- por la tercera edición. El trasfondo me fue dado a conocer por una testigo excepcional de la vida panameña de Esperanza Valdés. He aquí sus claves.



***


-          Por las fechas que indicas –me dijo Adela Cifuentes, bibliotecaria de la Facultad de Biología-, tuvo que tratarse de su primera operación.

-          ¡No me digas que se le reprodujo el tumor!

-          Nada tuvo de extraño. Esperanza era muy reacia a ir al médico y, por otro lado, los tratamientos eran mucho menos eficaces que hoy día.


     Esas eran razones poderosas para una recidiva, pero había otras que Adela pasaba por alto, como el elevado coste de un tratamiento puntero y el temor de que una larga ausencia la privase de una cátedra recién ocupada. Mi informadora proseguía:


-          Fue un calvario: extirpaciones, efectos secundarios, recaídas. Sufrió hasta tres intervenciones, por no hablar de una grave fractura de fémur, seguramente debida a la osteoporosis por radiación. No sé de dónde sacó fuerzas para todo aquello. Menos mal que la Universidad se portó generosamente, pues la mantuvo en su plaza y pudo avalar un fuerte préstamo bancario con sus sueldos futuros y la hipoteca de su apartamento.

-          ¿Y su familia? ¿No la ayudó?

-          Los de acá se portaron fatal. Acababa de divorciarse de su marido, abogado, quien no quiso saber nada de ella. Tenían un hijo, que continuó viviendo con él y rompió toda relación con su madre, hasta muchos años después. Y, en lo que respecta a los de España, no quiso informarles de nada y nos prohibió a sus amigos que lo hiciésemos. ¡Menuda era! Nos decía: No les pedí permiso para marchar y vaya si les hice sufrir con mi partida. No es justo que ahora, ya mayores, les haga pechar con las consecuencias.

-          Con razón no venía ningún familiar a verla...

-          ... Ni familiares, ni otros tales. Ella era inteligente y atractiva –como sabes- y no le faltaron amantes; pero lo que se dice pretendientes, solo supe de uno. Era compañero suyo en la Facultad y estuvo enamoradísima de él... El caso es que, a raíz de la enfermedad y todo lo que vino después, la dejó tirada como a una colilla. Yo creo que tan inesperado desengaño la marcó todavía más que el fiasco de su matrimonio.

-          Vaya, vaya. Ya voy viendo que muy rosa tenía que ser la novela que contrarrestase tal cúmulo de desgracias.

-          ¿Novela, dices?  ¡Ah, ya!, te refieres al que ella llamaba mi diario imaginado. Apareció póstumamente y ha tenido mucho éxito, para lo que se estila en este país nuestro. En realidad, la protagonista es ella misma y la peripecia, lo que supone habría acaecido de seguir en España, rodeada de su familia y sus conocidos. Vamos, una continuación lógica y amorosa de cuanto vivió, hasta que conoció allá a su futuro marido panameño, que había ido a estudiar en Salamanca.

-          De modo que paliaba su dolor real, imaginando una vida feliz para ella y los suyos.

-          Bueno, no tan feliz ni edulcorada. Al superar lo peor de sus sufrimientos, fue dejando de escribir el diario y dedicándose a disfrutar de verdad –así decía-. Pero le había entrado el gusanillo de la escritura y creía tener un deber de gratitud hacia aquel hijo espiritual, que tantas horas le había entretenido. Dedicó años a matizarlo, pulirlo y gestionar una edición de postín, ilustrada y todo. Lo que ha resultado está lejos de ser una simple novela romanticona..., pero ¿por qué no lo lees y juzgas por ti misma? Tenemos varios ejemplares aquí, en la Biblioteca.

-          Lo compraré hoy mismo –repliqué-. Considero un deber contribuir a su éxito. Solo lamento que no pueda dedicármelo.

-          Claro. No obstante, lee el ofrecimiento general –concluyó Adela-.


     Tenía razón. El libro era ofrendado a mis compañeros de la noche. Quiero creer que me incluye.


2.  Sorpresa de cumpleaños


-          Como aquel año su aniversario cayó en jueves, decidimos celebrarlo dos días más tarde, para disfrutar de asueto –empezó su relato Adela-. Creo que cumplía cincuenta y cinco pero, en todo caso, fue un periodo de relativa felicidad para ella, con el cáncer controlado, refrenado el corazón y con aquella famosa investigación en marcha. Ya sabes, un estudio sobre los crotópteros[2], que le confió la Universidad Católica.

-          No tenía ni idea, confesé.

-          Fue un trabajo providencial, que le dio fama, dinero y, sobre todo, viajes y contacto con la Naturaleza, tan conveniente para su salud y el olvido de sus cuitas. En fin, a lo que iba; el sábado muy de mañana apareció por mi casa, con su famosa cartera de la mano. Le pregunté en broma si había olvidado que era día festivo pero ella, muy misteriosa, tiró pasillo adelante y no paró hasta dejar sobre la mesa del saloncito un paquete ya abierto, que contenía un montón de folios escritos a máquina, de las de toda la vida. Venían sin título, ni referencia de autor, remitidos por una persona anónima de Madrid, con una escueta nota: Cumpliendo la última voluntad del autor, remito a Vd. el contenido de este paquete. Vamos, que lo único claro era la villa de procedencia y que se trataba del legado de una persona, seguramente recién fallecida.

-          ¡Caramba! Pues sí que era un regalo sorpresa, aunque un poco macabro.

-          Simplemente, mortuorio. Esperanza se empeñó en que lo leyese cuanto antes, pero me puso en antecedentes de manera muy escueta. Recordarás –me dijo- que tengo entre manos, a punto de publicación, mi diario al revés. Pues bien, mira tú por dónde alguien se ha empeñado en que no olvide la triste realidad. He aquí la otra cara de la moneda, mi cruz, por así decir.

-          Supongo que lo leerías de un tirón. ¿Qué impresión sacaste?

-          Me quedé tan asombrada como ya lo estaba mi amiga. El narrador –siempre en tercera persona-, aunque de manera afectuosa hacia la protagonista, contaba su vida panameña con toda suerte de detalles, sin olvidar uno solo de sus sufrimientos y desamores. La técnica –si me permites usar una palabra tan poco adecuada para este caso- era en cierto modo la de una balanza en busca de equilibrio. Cuanto más bajaba el platillo del dolor y la desgracia, más subía el de la personalidad y los logros, y así hasta nivelarse. Cuando la aguja quedaba fija en el fiel, al final del texto, Esperanza –a quien se llamaba en él Elpidia[3]- había sufrido lo que nadie sabe y, por lo mismo, se había transfigurado en una mujer fuerte, plena, superior, capaz de dar cima a una gran labor docente y de alcanzar tal fortaleza y autoestima, que sin las pruebas sufridas habrían resultado imposibles.

-          Y el autor, ¿se limitaba meramente a narrar, o asomaba la oreja de algún modo?

-          Eso, querida, es lo que trató de descubrir Esperanza, como pronto te contaré. Desde luego, se quedaba en un discreto segundo plano y hacía gala de una aparente imparcialidad. Por lo demás, como novela, no era nada del otro mundo, pero para su protagonista tenía el superlativo interés de reflejar la realidad de modo preciso y con tal finura psicológica, que inducía a suponer un conocimiento personal del personaje central.

-          Supongo que Esperanza tendría algún sospechoso de ser el autor de su real biografía.

-          En efecto. Aunque más por alusiones que por indicios racionales, se inclinaba por una persona en particular.

-          ¿Por alusiones? ¿Qué quieres decir con eso?

-          Pues que ella, al elegir el protagonista masculino de su diario al revés, se inclinó por el chico español que había sido su amor primero. Total, como ella decía, no había sido más que un relámpago, cálido y brillante, pero efímero. No obstante, puesta a imaginar una vida normal y corriente en su Castellar nativo, pensó en él y lo construyó literariamente como marido afectuoso y un tanto anodino, que se hacía simpático al lector por su grata insignificancia. Yo le decía a Esperanza que el tal Gabriel era un mero catalizador literario, casi casi un Mac Guffin[4], de muy poco empaque para darle la réplica; pero ella respondía: ¿Y qué quieres que haga, si apenas me acuerdo  de cómo era él físicamente?

-          Ya. Ahora entiendo lo de las alusiones. Esperanza lo creó y él se despachó escribiendo presuntamente su biografía real. La cuestión respondida nos lleva, empero, a otra pregunta: ¿Cómo estaba tan al tanto de la vida y milagros de su esposa imaginaria?

-          A ello voy, pero dejemos por el momento a nuestra bióloga en el aeropuerto de Tocumen[5] y vayamos a tomar algo. Tanto hablar me ha despertado el apetito.




***


-          Al llegar las vacaciones de verano –prosiguió Adela-, Esperanza hacía lo posible por pasar un mes con sus padres en Castellar, su ciudad natal. Al principio, era cada dos años, junto a su marido e hijo. Hubo un año en que viajó con el pretendiente oficial del que antes te hablé. Si no podía por motivos de salud, ponía cualquier pretexto plausible y trataba de visitarlos en Navidades. En fin, aquel año de sus cincuenta y cinco, tenía un objetivo adicional. Metió el original anónimo en la maleta y voló con el designio de averiguar la identidad de su celado autor.

-          No creo que le fuese difícil dar con él –comenté-, sabiendo tanto de ella. Por lo que me cuentas, es imposible que un escritor de poca monta pueda meterse en el fondo de una vida tan intensa y trágica como la de Esperanza, por meras habladurías o referencias aisladas de terceros.

-          Sí y no. Observa que había un dato esencial desconocido en España, cual era el de la enfermedad de Esperanza. Todo lo demás era mejor o peor conocido de sus padres y, a través de ellos, podía serlo de sus familiares y amigos; pero ¿de donde salía ese puntual conocimiento del cáncer y sus consecuencias? ¿Cómo penetrar en la personalidad de aquella mujer tan reservada, descubrir sus grandes cualidades y prever su triunfo final? Es algo que, desde un principio, yo tuve por arte diabólica y que me colocó en una sorprendente disyuntiva: O el autor era un recopilador del saber de muchas personas, panameñas inclusive, o era la propia Esperanza...

-          ¿Esperanza?

-          ... La propia Esperanza que estaba detrás de las dos versiones de su biografía  –la real y la imaginada-, escribiendo aquella por medio de un negro.

-          No veo yo a nuestra amiga chupando del sudor de otros.

-          Ni yo, pero una cosa tenía por segura, o mi experiencia como crítica literaria no me servía de nada: el léxico y la forma de escribir ambas biografías tenían poco en común. De hecho, la real y anónima contenía un fiel trasunto de la vida y la geografía panameñas, pero su vocabulario era genuinamente español.

-          Está bien. Sigamos con las indagaciones de Esperanza sobre el terreno.

-          Empezaré por el final: volvió como se fue. Resultó que el Gabriel de la biografía imaginaria hacía un montón de años que había emigrado a Sevilla y no se le conocían contactos ni relaciones como la familia y las amistades de Esperanza. El veterano galán –era un par de años mayor que ella- no había escrito una sola línea, fuera de los informes forenses que firmaba como abogado. Y, para mayor alejamiento de veleidades sentimentales, había llevado con su esposa una vida fiel y anodina, como la que mi amiga imaginó a su lado.

-          O sea, que nada que lo relacionase con el proyecto de libro...

-          ... Como no fuese la fecha de recepción del mismo, pues el abogado sevillano había fallecido justo un mes antes de que Esperanza recibiera el paquete de Madrid.

-          Hum, ese sí que es un dato relevante, pero no suficiente. Si, por lo menos, el remitente hubiese actuado desde Sevilla... En fin, ¿cómo volvió ella? ¿Abandonó las indagaciones?

-           Mal la conociste, si supones que un primer fracaso la detuviese. De regreso a Panamá, vino a visitarme y me dio el siguiente encargo, ponderando mis conocimientos e invocando nuestra íntima amistad: Adela, tengo una intuición machacante pero, para confirmarla, necesito que leas con todo cuidado el libro anónimo, suponiendo que su autor lo hubiese escrito como yo el mío, es decir, como evasión, para huir de la realidad y superar así un dolor o una culpa insuperables.

-          ¡Córcholis! ¿Y qué pecado podía haber cometido el bueno de Gabriel, que resultase tan nefando como para escribir la biografía de Esperanza?

-          Tienes razón al bromear con el caso. ¡Valiente castigo, escribir un libro como penitencia! ¡Qué sinsentido aparente el de escapar de la realidad, exponiéndola tal y como sucedió! Así pensaba yo, hasta que comprendí que la clave de la biografía no estaba en los dolores de Esperanza, sino en su gloria final; un triunfo impensable –por no decir imposible-, de haber tenido una vida cómoda a la sombra de su marido, o entre algodones en su ciudad de España, o –incluso- sin el estoicismo y la energía vital con que afrontaba una enfermedad despiadada. ¡Ahí estaba la clave! Gabriel trataba de justificar sus errores y su inacción, al modo del refrán bien está lo que bien acaba. Con él y en Castellar, Esperanza habría sido una señora, rutinaria ama de casa y mamá feliz de familia numerosa. En Panamá se había convertido en una mujer indestructible y una profesora de fama internacional.

-          ¡Pues qué bien! Por esa regla de tres, acabaremos llamando generosidad al desapego y altruismo a la inactividad. ¿Quién puede engañarse con una justificación tan mendaz?

-          Objetivamente, tienes razón. No obstante, yo inferí de su posición como narrador una faceta menos insensible, de mayor humildad. Algo así como si Gabriel dijera: Ella era una mujer superior, que yo no merecía; una heroína casi bíblica, que para nada precisaba de mi modestísimo apoyo y cooperación.

-          Con todo y eso, yo no trago, Adela. Hasta estoy por afirmar que el tal Gabriel valía tanto como Esperanza, según acredita la calidad de su libro, para ser obra de un escritor novel. Ya voy viendo por dónde fueron los tiros: Una pareja de chicos que el Destino reunió en un mismo espacio y tiempo; dos jóvenes hechos el uno para el otro, que lo tiran todo por la borda, vaya usted a saber por qué estúpidos motivos.

-          Muy romántica te veo, a más de atrevida. ¿Por qué sostienes que ambos fueron culpables de aquel error inicial de tan funestas consecuencias? Mira que el único que ha escrito un texto de justificación es Gabriel –suponiendo que haya sido él su autor...-.

-          Te responderé en dos palabras -le dije-. No creo que la fijación de Esperanza en su primer amor fuese gratuita. Hizo de él su compañero en el diario al revés y fue la única persona en quien pensó como probable autor de su biografía verídica. No me cabe duda de que también ella se sentía responsable de la ruptura, si bien las desgracias que de ella le derivaron las juzgó suficiente penitencia. Ahí es donde sus caminos literarios divergen, hasta tomar aparentemente sentidos inversos. Ella fabulaba dichas y dulzuras para soportar el dolor, en parte provocado por sí misma, al apartarse de Gabriel y de Castellar. Él transfiguró su inútil arrepentimiento por todo lo que tuvo que sufrir Esperanza, convirtiendo a esta en una mujer excelsa, poco menos que impasible, tan inalcanzable y lejana, que solo la muerte podría reunirlos de nuevo. Tal vez por eso esperó a morir, para hacerle llegar el testimonio de su interés y reverencia.

-          No están mal tus deducciones, repuso Adela. De hecho, poco más adelanté yo, pese a haber leído el texto a fondo y recibido las confidencias de Esperanza. Nunca sabremos de fijo si fue Gabriel el autor, pero me consta que nuestra amiga estaba convencida de ello. Y pienso que esa seguridad tuvo algo que ver con el desdichado fin del libro y de ella.



3.  Holocausto en Chiriquí

-          Dicen que los de Ciencias tienden a desentenderse de las cosas inexplicables, mucho más que nosotras –prosiguió Adela-. Yo, en cambio, no hacía más que dar vueltas al tema de la autoría de aquel extenso texto anónimo y, suponiendo que fuese Gabriel, a la forma que este habría tenido de conocer la vida y milagros de Esperanza.

-          Vete a saber si lo lograría de una forma tan sencilla como Internet –repliqué-.

-          Ya lo he pensado yo también, pero he acabado por descartar ese método. Nuestra amiga era muy poco proclive a divulgar sus interioridades. Además, hablamos de sucesos acaecidos muchos años atrás, cuando dudo de que existiese la red, al menos, con la masiva información de hoy en día. En fin, fuimos dejando atrás el asunto, hasta el momento en que Esperanza decidió publicar su obra.

-          ¡Milagro que se resolviese a hacerlo! A mí me dijo en el hospital que escribía solo para sí misma.

-          Yo tuve una buena parte de culpa en ello. El diario al revés me parecía una forma excelente de animar a otros muchos como ella, para utilizar tan atractiva y eficaz terapia: Un buen prólogo explicativo pondría a muchos enfermos y desgraciados en el camino de la catarsis por la escritura. El caso es que me ofrecí a retocarle el original y corregir las pruebas. Busqué a un editor escrupuloso y de toda confianza, que nos pudiese garantizar una impresión excelente y una distribución de solvencia. Finalmente, Esperanza aceptó, con el compromiso de que el diez por ciento del montante de las ventas se destinase a una asociación de mujeres víctimas de cánceres específicamente femeninos.

-          Todo un detalle. Así me explico su decisión.

-          No creas que fue fácil el camino. Un buen día, con el trabajo en marcha, se me presentó en la biblioteca y me expuso un imprevisto dilema. Adela –me dijo-, estoy dudando entre dar a la imprenta el libro sobre mi vida imaginada, o bien, la tremenda verdad que me hicieron llegar desde España. Primero, me quedé de piedra; luego, me enfadé, pues ya tenía casi corregido su original y, por supuesto, ni pensaba en meter mi pluma en la obra de un fantasma.

-          ¿Y por qué no editar los dos?, inquirí yo. No creo que fuesen incompatibles.

-          En eso creo que llevaba razón Esperanza -me contestó Adela-. Decía que, si publicaba la cruz de su moneda, nadie se iba a creer que era la obra de un autor desconocido, sino que pensarían que ella se estaba escudando en el anonimato para poner de vuelta y media a más de uno y más de dos panameños de relumbrón. Así que dejó en mis manos la decisión de editar uno u otro, valorando su respectiva calidad, me dijo la muy cuca.

-          Ya sé cuál fue tu opción, pues nadie ha oído hablar del paquete de Madrid, mientras que la hermosa novela de Esperanza la ha leído un montón de gente.

-          En efecto, eso lo sabes de fijo. Lo que no sé si conocerás es el desastrado fin de la obra de Gabriel y su relación con la trágica muerte de Esperanza.

-          Ni idea, chica. Así que soy todo oídos.

-          Pues en este momento yo soy todo estómago. Vamos a comer en la cafetería, que me aguarda una tarde de intenso trabajo.


***


-          Esperanza se había alquilado una casita en Gualaca de Chiriquí –empezó Adela, a los postres-, al pie del Cerro Hornito. Aunque llevaba muchos años en Panamá, no se acostumbraba a nuestro perverso calor húmedo; de modo que, desdeñando las playas, buscaba las zonas altas, donde corriese el aire y refrescara por las noches.

-          Conozco superficialmente el lugar –comenté-. Hace años tomé las aguas en el balneario de Los Cangilones, un lugar paradisiaco, aunque demasiado trotado por los turistas.

-          Pues bien, acababa de entregar al editor la versión definitiva de su Biografía de esperanza (nota el juego de palabras) y, como quien se quita un gran peso de encima, se despidió de mí y partió para pasar en tierra gualaqueña un largo descanso, del que nunca volvió.

-          Conozco el triste suceso. Dicen que se adormeció con la chimenea encendida y el fuego prendió en la casa y se abrasó. ¡Qué horror, tanto luchar con la enfermedad para morir de un absurdo accidente!

-          En efecto, y mira que tuvieron que acumularse elementos contrarios: una casa alejada y llena de muebles y cachivaches; un viento helado de la montaña, que obligó a encender el fuego, y, por si fuera poco, aquel malhadado escrito de Gabriel, que hubo de emocionarla y hacerle perder la atención debida.

-          ¿El libro de Gabriel?

-          Si, hija, sí. Te expondré mi opinión, con base en lo que los bomberos encontraron, que fue un montón de folios esparcidos a todos los niveles posibles de ignición, desde las pavesas, a una quemazón incipiente. Tengo para mí que Esperanza estaba pasando la tarde releyendo la historia de su vida y echando a la hoguera las páginas, según iba rememorando los episodios narrados en cada una. Ya fuese por la emoción, ya por falta de control del fuego encendido, el caso es que este saltó al ajuar de la sala, ayudado por los folios en llamas. El resto ya lo sabes: el humo debió asfixiarla y el incendio se propagó a toda la casa y abrasó a su única moradora.




     Quedamos por un tiempo en silencio, conmovidas, recordando sin duda la imagen poderosa y trágica de nuestra amiga. No sé qué impulsó mi mente, ni cómo me atreví a llevar el pensamiento a la voz. Lo cierto es que dije:


-          Está visto que no podemos matar el pasado sin destruirnos a nosotros mismos.


     Adela se encogió de hombros antes de resumirme su propia tesis:


-          No creo que Esperanza fuese infiel a su historia. Simplemente se enfrentó con una fuerza más poderosa aún que el fuego, con una persona que la convocaba desde el Más Allá a través de sus páginas.

-          No creo que ni Gabriel, ni nadie, tenga de muerto el valor y la energía que en vida le faltó, repliqué.


     La bibliotecaria sacó de su amplio bolso un ajado ejemplar de aquel libro del que llevábamos días hablando y que yo apenas había saboreado, de tan rápida y emocionada como había sido su primera lectura. Superviviente de la primera edición, mostraba, sobre fondo sepia, la imagen fotográfica de Esperanza de busto, con el mar al fondo, tal vez al atardecer. Adela fijó su índice en el título y sus ojos en los míos, para decir con solemnidad:


-          Nadie sabe si fue un milagro, la última voluntad de Esperanza, o la obra de un editor demasiado perspicaz, o misteriosamente aconsejado. El hecho es que la Biografía de esperanza apareció en las librerías, y desde entonces así ha sido conocida, como El retrato de Yerg Nairod.




[1]  Novela del autor polaco Sergiusz Piasecki (1899-1964), aparecida en 1937. Creo que la primera edición en español data de 1955. Más adelante queda claro que su protagonista es llamado Władek.
[2]  Chrotopterus auritus, falso vampiro orejón o falso vampiro lanudo, es un murciélago relativamente grande, nativo de América Central y del Sur.
[3]  Etimológicamente, Elpidia es sinónimo de Esperanza.
[4]  Referencia a una persona u objeto carente de relevancia por sí mismo, pero que motiva a los personajes de un relato y hace avanzar el argumento. La expresión y el concepto se hicieron populares a raíz de su asunción por el cineasta Alfred Hitchcock (1899-1980).
[5]  Como en otros cuentos míos, las alusiones topográficas de este corresponden a Panamá. Ahorraré mayores precisiones, por resultar innecesarias a los efectos del relato. Los interesados pueden acudir a Internet.