sábado, 4 de abril de 2015

EL SUICIDIO POR AMOR (IV): UNA MUJER MARCADA




Una mujer marcada

Por Federico Bello Landrove

     Cuántas veces no hemos oído aquello de que nada hay más variado y fantástico que la vida real. Este relato es uno de los mejores ejemplos que conozco de ello. Al mantener los nombres de algunos de los personajes y aludir al espléndido Nocturno a Rosario, pocas cosas relevantes quedarán en la sombra, aunque la narradora se empeñe en trasladar a España lo que, en realidad, sucedió en Méjico. Que los lectores aztecas se lo perdonen.




1.      Ha muerto un poeta

     Aquel inspector de Policía, todavía joven, acababa de llegar a la ciudad, con la poco favorable carta de presentación de haberla pifiado como escolta de Sagasta. Al parecer, estando de servicio para el ilustre político riojano, su compañero de vigilancia se había ausentado momentáneamente a comprar el periódico, cuando hizo imprevista aparición la esposa de don Práxedes en el portal de su casa, con la intención de oír misa en los Jerónimos. Nuestro joven inspector se adelantó para prevenir al cochero, mientras la señora aguardaba en el zaguán, con tan mala fortuna que un ratero que pasaba por la calle le arrancó de la mano el precioso misal y dio con la dama en el suelo. La señorita de compañía alertó a gritos al agente pero fue en vano: el descuidero había desaparecido como por encanto. Ni el hurto ni el susto fueron perdonados y los dos agentes –sin reparar en la responsabilidad de cada uno- fueron destituidos y enviados a despabilarse lejos de Madrid.

     Tal vez fuera para probarlo o quizá por la falta de prejuicios que se supone al forastero. El hecho es que el comisario lo llamó a su despacho, a propósito del caso que ocupaba un modesto recuadro en la página dos de El Noticiero, bajo el siguiente titular: Hallado muerto el joven poeta Manuel Vicuña. El jefe de Policía tendió al inspector un ejemplar del diario, abierto por la susodicha página, señalándole la noticia. Y, una vez leída:

-          Ya ve, Céspedes, parece que volvemos a los estragos del Romanticismo –el comisario, sin duda, abusaba del sarcasmo-.

-          Si, ya veo. Aunque el periodista no se haya atrevido a afirmarlo, puede leerse entre líneas que se trata de un suicidio.

-          Desde luego. El forense ha dictaminado envenenamiento por cianuro potásico. Aunque el difunto no ha tenido la gentileza de dejarnos una nota de suicidio, nada induce a pensar que haya habido en ello otra mano que la suya.

-          No obstante, hay algo raro: eso de no hacerlo en su casa, sino ir a morir a la Facultad de Medicina.

-          No hay nada de extraño. El poeta estaba estudiando para médico y lo hacía como alumno interno, para aprender más y, sobre todo, costearse así parte de sus gastos.

     El comisario detalló que aquel Manuel Vicuña tenía veintidós años; procedía de familia pobre, avecindada en un pueblo lejano; todo el predicamento le venía de sus dotes de poeta, ya conocido y con obra publicada, gracias a lo cual era bien recibido en los salones más ilustres de la ciudad.

-          En fin, Casiano, no le entretengo más. Si bien el caso parece claro, quiero que lo investigue con cierto detenimiento pues el joven, aunque pobre y forastero, estaba bien relacionado. Es más, alguno de sus amigos ha ido a visitar al señor Gobernador para pedirle que no se dé carpetazo al asunto.

-          Carpetazo… ¿Es que tienen alguna sospecha de criminalidad?

-          No llegan a tanto, pero sí que les gustaría cerciorarse de las causas de la acción y, si es posible, determinar quién haya sido la provocadora moral…

-          … O el provocador.

-          Al Gobernador le han insinuado que se trata de una mujer; lo que, por otra parte, es fácil de deducir por la edad y la afición a la poesía del finado.

     Casiano Céspedes asintió y se levantó, dando por terminada la conversación. Su jefe lo despidió con este consejo:

-          Tampoco vaya a dedicarle mucho tiempo a este caso. A fin de cuentas, solo se trata de un suicidio.


     El inspector concedió. Tenía veinte años menos que su jefe, pero ya empezaba a padecer, también él, los mismos síntomas de deformación profesional.



2.      Un camino demasiado trillado


     Ya que ciertos amigos del difunto habían tenido la impertinencia de ir a molestar al Gobernador –y, de paso, a la Policía-, juzgó Céspedes oportuno importunarles a ellos a su vez, tomándoles declaración en comisaría. Convocados todos a la misma y temprana hora, diríase que el poco acogedor vestíbulo de las dependencias policiales se había convertido en la antesala de Polimnia. Aunque pequeña y provinciana, la ciudad era a la sazón un vivero de prometedores poetas, émulos del gran vate romántico nacido en el mismo solar. Con el tiempo, aquel plantel de jóvenes posrománticos serían adalides de su generación literaria, aunque ninguno podría compararse a su empíreo predecesor, el laureado vate nacional, José Zorrilla.


     Uno por uno, interrogados en pie y con despacio por un funcionario deliberadamente desagradable, los encuestados fueron perdiendo el interés por la verdad que pudiera subyacer bajo el suicidio de su amigo. La voz hueca de Céspedes y el rasgueo monótono de la péñola del escribiente apenas dejaban momento para las respuestas, cada vez más entrecortadas y lacónicas, de aquellos hacedores de versos. Tan solo el más osado de ellos acertó a despedirse del policía con una larvada protesta:


-          Yo bien creí que se nos llamaba para darnos alguna información sobre este triste suceso.

-          Señor Altamirano –replicó Céspedes-, la Policía no informa, sino que busca y acopia la información. Ahora que, si usted lo desea, puede pasarse de nuevo por el Gobierno Civil dentro de un tiempo y preguntar.

-          Antes lo haría por el dentista. Con una vez ya he tenido más que suficiente.


     Neutralizada así la malévola curiosidad de los poetas, Casiano repasó sus declaraciones. En todas ellas se fijaba la atención en una tal Rosario Risco, como la ingrata a quien juzgaban determinante para la funesta resolución de Manuel Vicuña. Varios la tachaban de despectiva para con él y alguno, de casquivana. Solo Ignacio Altamirano había aportado un dato preciso, que obligaría al riguroso policía a comprobarlo:


-          La noche anterior a la muerte de Manuel, lo acompañé hasta la puerta de la casa de la señorita Risco. Yo no entré, ni lo esperé. Tampoco sé a ciencia cierta a lo que iba, pero sí que portaba unas cuartillas de versos. Me consta porque le asomaban por la faltriquera. ¡A saber si eran para ella!


     Resultaba, pues, inevitable incluir la versión de Rosario en las pesquisas, pero no de improviso, sino teniendo una información previa acerca de su vida pasada. Nada mejor para ello que recurrir a Dimas Cisnal, la antítesis de Casiano, por así decir, en lo relativo a conocimiento y experiencia de aquella ciudad. El bueno de Dimas, servicial y eficiente, tenía al cabo de una semana el pormenorizado informe que le había pedido, y a fe que resultaba llamativo por más de un concepto:


-          No he podido averiguar mucho –confesó con excesiva humildad- porque la chica ha venido a esta hace poco, procedente de Madrid, huyendo del recuerdo doloroso y opresivo de un primo suyo, muerto en un duelo. No sé si recordarás: fue hace tres años, un tal Espinosa de los Monteros.

-          ¡Arrea! Claro que me acuerdo. Pero, no obstante lo triste de una muerte tan absurda y en plena juventud, parece excesiva reacción para tratarse de un primo.

-          Es que, además de deudo, el tal don Juan Espinosa era su prometido. Ella le guardó luto varios años pero supongo que no estaría dispuesta a meterse en un convento. Así que, para rehacer su vida, se ha venido para acá, a casa de unos tíos de buena posición, que se ofrecieron a acogerla en su casa.

-          Si son familia de Espinosa, no dudo de su cultura y solvencia económica.

-          Desde luego. Son de los que se hacen querer y dejan correr el dinero. Llevan una amplia vida social y tienen un acreditado salón poético y musical, donde su sobrina ha lucido desde que llegó, siendo generalmente admirada por su belleza y saberes, así como por sus incursiones literarias.

-          Vamos, como si dijésemos, el ornato de la casa.

-          Si quieres expresarlo así… Pero no creas que la chica está ociosa. En Madrid se diplomó en la Escuela Normal Central de Maestras y, ahí donde la ves, a sus veinticuatro años, es profesora auxiliar en nuestra Normal femenina, donde imparte clases de Gramática y Lectura.

-          Veinticuatro años –calculó Céspedes-: un par de ellos más que el difunto Vicuña.

-          En fin, chico –concluyó Dimas-, es cuanto he averiguado, para que puedas ir bien prevenido. El resto habrás de hallarlo y valorarlo por ti mismo, que no quiero meterme en lo de las relaciones de la maestra y el poeta. Solo te aconsejo que vayas con cuidado. La familia es de las notables de nuestra ciudad y la chica…, en fin, no creo que merezca pasar por segunda vez un trago tan amargo.

-          Descuida, iré con tiento; por más que el susto de que se presente en su casa un policía no se lo va a quitar nadie.

-          O sí –rebatió Cisnal con sorna-. Te he allanado el camino. La tal Rosario termina sus clases los jueves a la una. Podrías hacerte el encontradizo con cualquier pretexto…

-          ¡Qué casualidad, hoy es jueves! Si me apresuro, puedo esperarla aún a la puerta de la Normal de Maestras. Gracias, Dimas, te debo una.

-          Anda, anda. Y, por si te sirve de algo, en la plaza de San Miguel, camino de su casa, sirven unos merengues y unos sorbetes que saben a gloria.



3.      Nocturno en diez estrofas


     La Normal de Maestras ocupaba parte de aquel viejo caserón a espaldas de Capitanía, que el vulgo todavía llamaba el convento de San Diego, advocación que sigue dando nombre a la calle donde un día se abrió, aún pasadas cuatro décadas de su exclaustración obligada. Por aquellos días, llevaba veinte años al servicio de la formación de las nuevas maestras que, en número de unas cincuenta jovencitas, alegraban sus muros caducos, a los que en otro tiempo el Duque de Lerma tomó bajo su munificente protección.


     No le fue fácil a Casiano identificar a la juvenil profesora entre sus casi coetáneas alumnas. Hubo de preguntar a un grupito de estas, que le señalaron una solitaria silueta a punto de perderse de vista por la calle del León. Avivó nuestro inspector la marcha y, todavía a unos pasos, la llamó por su nombre alzando la voz. La interpelada se detuvo y giró la cabeza, sorprendida. Era el momento en que Céspedes tenía que verter todo el torrente de consideración y prudencia, que poco antes había pergeñado.


-          Doña Rosario, permítame la intromisión y que me presente. Soy Casiano Céspedes, inspector de Policía. Me han encargado un caso muy sensible que, a no dudar, usted conoce y me puede esclarecer.


     La joven comprendió y se puso en guardia:


-          ¿No debería esperar a que llegue a mi casa? Es embarazoso tratar de algunas cosas en plena calle.

-          Tiene razón, pero he pensado que sería preferible no alarmar a su familia con ciertas habladurías triviales y un punto malintencionadas.


     Rosario juzgó acertado el motivo y transigió. Acomodó su paso menudo y vivaz a la zancada elástica del policía y se puso a su disposición. En aquél momento estaban llegando a la dulcería ponderada por Dimas, lo que Céspedes aprovechó:


-          Agradecido a su condescendencia, pero convengo con usted en que la calle no es lugar… Mire, precisamente ahí tenemos un salón muy tranquilo en que, dada la hora, podríamos reponer fuerzas.


     La profesora iba a rehusar, cuando su acompañante reaccionó a la desesperada:


-          ¡Qué coincidencias tiene la vida! Precisamente yo intervine en otro caso muy triste de un pariente suyo: la muerte en duelo de don Juan Espinosa.


     La señorita Vicuña palideció intensamente y quedó pasmada. Cuando pudo reaccionar, ya estaban sentados a una mesa, con una bandeja de merengues ante ellos y sendos vasos de agua azucarada; el de Rosario, con inconfundible olor a azahar. Oyó que el inspector le decía:


-          Beba, beba, y reponga fuerzas con estos pastelillos. No hay ninguna prisa.


     Comprendió que era inútil resistírsele en esto, como en otras muchas cosas. Así que, cualquiera que hubiese sido su inicial designio, decidió sincerarse plenamente. Eso sí, discrepó en un aspecto:


-          Algo de prisa sí que tengo. Mis tíos me esperan para comer. Así que le ruego que abreviemos todo lo posible.




***


     De forma sencilla, Rosario confirmó lo apuntado por Altamirano en su declaración: La noche anterior a su fallecimiento, Manuel Vicuña había llamado a su casa, con la pretensión de ser recibido por ella, aunque ya estaban a punto de dar las diez. Como es natural, la criada lo había despedido y, a su parecer, el importuno estaba algo achispado. Se marchó rezongando algo así como, pues no he de volver más; frase típica de enfado, a la que lo sucedido después dotó de un significado fatal.


-          ¿No dejó Vicuña algo para usted, antes de retirarse?, inquirió Céspedes.


     La maestrita recobró de golpe el rubor de sus mejillas. Guardó silencio durante unos momentos y, finalmente, concedió:


-          En efecto, unas cuartillas garabateadas, con unos versos lamentosos de no mala factura; por lo que colijo que los habría escrito antes de pasarse por la taberna.

-          O no –replicó el inspector-. El vino a veces aguza el ingenio… Pero tiene razón en este caso: Me consta que ya los llevaba cuando se juntó con otro amigo para pasar la velada.

-          Es usted un demonio –exclamó Rosario, admirada-. A lo mejor, hasta conoce el texto del poema.

-          En lo esencial, no resulta difícil –sonrió el demonio-. No obstante, será indispensable que me permita consultar el manuscrito. Solo así podré sacar conclusiones e informar de ello a mis superiores.

-          ¿Resulta indispensable? Si ya viene habiendo habladurías, como usted sabe, qué no va a suceder con mi fama si se publica ese monumento a la adoración no merecida ni deseada, entregado a deshora y poco antes de morir.

-          Haré una cosa. Me da a leer el poema y yo juzgaré si puede, o no, perjudicarla. Sacaré las consecuencias para mi investigación y usted decidirá si me deja copiarlo textualmente, o hacerlo llegar al comisario, que será tanto como publicarlo en la Plaza. ¿Le parece bien?


     La joven suspiró, apenas aliviada. Ante lo inevitable, preguntó:


-          ¿Cómo y cuándo se lo puedo hacer llegar?

-          ¿A qué hora acaba mañana las clases?

-          A mediodía.

-          Pues la espero en esta misma plaza. Usted me entrega lo escrito por Vicuña, yo lo repaso pausadamente y el próximo lunes, si le parece bien, se lo devuelvo y hablamos.


     Por el momento, parecía estar todo dicho. Casiano insistió en que, antes de marchar, Rosario hiciera los honores a los famosos pasteles del Salón Rialto. Ella engulló de dos bocados un merengue de fresa y se levantó a toda prisa.


     ¿No quiere que la acompañe?, dijo el policía. No hubo otra contestación que el vaivén quejumbroso de la puerta de cristales, impulsada por aquella joven que, apremiada por lo avanzado de la hora, se iba perdiendo de vista por la calle de la Misericordia.



***


     Casiano tenía en poca estima la poesía lírica, desde que le había birlado la novia un cantamañanas con chalina, cuyas mayores habilidades eran la rima consonante y el baile de salón. No obstante, hubo de admitir que este Nocturno tenía su aquel. Había repasado varias veces sus cien versos, memorizado las estrofas más conflictivas y desmenuzado hipérboles y antítesis, analizado apóstrofes y metáforas. Sus conclusiones tenían, cuando menos, el valor de la convicción:


-          Mi estimada amiga –comenzó solemne-, no voy a negar que el poema evidencia una admiración y hasta un amor por usted, que los malpensados relacionarán con el suicidio, en la medida en que no era correspondido. Pero, para mí, lo verdaderamente importante es que no hay una sola referencia a que le diese esperanzas, o se mostrase con él dura o ligera. Eso desmiente a la caterva de amigos de trova de Vicuña y deja en el lugar que merece su dignidad y comportamiento para con él. Nadie puede pretender que hubiera de quererlo solo porque fuese un buen poeta, o se sintiese solo y desgraciado. ¡Hasta ahí podríamos llegar! ¡Si nos fuésemos a suicidar todos cuantos alguna vez hemos sido rechazados…!

-          Entonces, su consejo es…

-          Sin dudar, que lo haga público. Es lo mejor para limpiar su buen nombre, si me permite imaginar que lo puedan manchar las habladurías y el qué dirán. Para empezar, déjeme que manifieste su existencia y contenido al comisario. Pero yo aún haría más…

-          ¿Y es?

-          Con el permiso de sus tíos, léalo en público en su salón literario, o haga entrega de él a alguno de los amigos más influyentes de Vicuña, para que no sigan propalando obscenidades. Quizás a Altamirano.

-          ¡Ni hablar; a ese envidioso engreído, no! Mejor a Ignacio Ramírez. Es el más notable de ellos y tiene mejor corazón.

-          Pues a Ramírez. Y verá cómo vuelven las aguas a su cauce y, al tiempo que rendimos tributo a la verdad, ponemos a cada cual en su sitio ante la sociedad y ante la Historia.


***


     De la carta que Rosario Risco dirigió a Casiano Céspedes, tres meses después de la precedente conversación y del levantamiento del velo del Nocturno a Rosario:


     … Lejos de servir para limpiar mi buen nombre –como usted piadosamente imaginó-, la publicación del Nocturno, que todos llaman de Rosario, ha acabado por convertirme ante el vulgo en la mujer voluble y sin sentimientos, que los amigos de Vicuña habían imaginado sin motivo y a quienes ahora se les ha dado la prueba documentada, en forma de un poema tan apasionado y hermoso –dicen-, que solo pudo brotar de un alma en pena, de un hombre cordial, llevado hasta los límites del suicidio por una mujer que no supo, ni comprenderlo, ni estimarlo…


     … Mucho me temo, inspector, que usted y yo pasamos por alto algunas cosas al imaginar las consecuencias de hacer público el poema. Me atribuiré la responsabilidad de la primera, pues una profesora ilustrada, una amante de la poesía, no puede desdeñar la mefítica influencia de su  belleza y  profundidad de sentimientos en quienes la acogen al pie de la letra, ingenuamente. Pero hay algo que debería haber presentido quien, como usted, sirve a la verdad y atesora toda la experiencia de la vida. Me refiero a la inferioridad con que somos tratadas las mujeres, siempre culpables de las barbaridades que puedan hacer los hombres al no ser por ellas correspondidos…


     … En fin, hace bien pocos años me tocó sufrir lo indecible porque un hombre a quien amaba olvidó su deber para conmigo y murió en un lance de varones, de los que llaman de honor. Ha llegado la hora de que apure las heces del cáliz de la amargura porque he cometido el crimen nefando de no rendirme al amor de un hombre, olvidando al parecer mis deberes como mujer…


     … Tal vez no le habría importunado con mis cuitas, si no fuera porque un buen amigo –poeta también él- me ha asegurado tener datos concluyentes de que Vicuña llevaba una doble vida, que puede explicar su trágica decisión, mucho mejor que el amor reflejado en el Nocturno. Bajo ningún concepto he de revelarle el nombre de mi confidente, pero sí pondré en sus manos el cabo del hilo que puede llevarle hasta el ovillo, si es que todavía tiene interés en desvelar el suceso y, de paso, prestarme algún servicio. Pregunte en el Hospital de la Resurrección por una lavandera, llamada Lupe. Ella le dirá…


4.      Desovillando el caso


     Puede que quienes leyeren estas páginas piensen, como el comisario jefe de Céspedes, que, en llegando aquí, ya está todo dicho y resuelto. Como dicen en Italia, se non è vero, è ben trovato. Pero Casiano no era así, y más después de recibir la carta de Rosario. Aunque fuese a título personal y oficioso, se sentía obligado a seguir el hilo que aquella Ariadna le mostraba. Y, para no tener que significarse en exceso ante el grupúsculo de poetas a los que meses atrás había zaherido, logró a regañadientes la inestimable cooperación de su colega Cisnal. Ambos se repartieron los sucesivos pasos de la indagación, que había de durar unos meses, con un resultado del que dejaré constancia en lo que sigue.


***


     Para dar con Lupe, la lavandera, bastaba con acudir al último domicilio de Manuel Vicuña y, en su caso, al Hospital de la Resurrección, al que este se había acogido como alumno interno. Lo primero resultó baldío, como gráficamente resumió la inquilina que le había realquilado una ruinosa buhardilla en la calle del Tinte:


-          ¿Lavandera, dice usted? Si no pagaba la renta y comía malamente, a buenas horas iba a tener quien le lavase la ropa. Por más que –la verdad sea dicha- últimamente se le veía más aseado y mejor vestido. De todas sus cosas se hizo almoneda cuando murió y se sacaron cuatro perras.


     Estaba claro, por consiguiente, que había que buscar a Lupe en otra parte. Casiano encaminó sus pesquisas al Hospital. El administrador le mostró que estaba en lo cierto:


-          En puridad, las lavanderas del Hospital se limitan a la ropa de cama y las batas del personal médico, pero por unas monedas tienen ciertos detalles. Nada impide que un interno use de sus servicios. ¿Cómo dice que se llamaba el alumno?

-          No se lo he dicho –respondió secamente Céspedes-, ni viene al caso. Basta con que me ponga usted en comunicación con una tal Lupe, o me diga en dónde puedo encontrarla.

-          Lupe, Lupe... Espere un momento; preguntaré a la gobernanta.


     Media hora más tarde, el inspector tenía ante si a una chica morena, de rostro simpático, metida en carnes y, por lo visto, dispuesta a hablar de lo divino y lo humano, gárrula y atropelladamente. Casiano hizo salir de la pieza al administrador y, una vez a solas, explicó a Lupe escuetamente el objeto de su visita.


-          ¡Huy, Manolito! Menuda pieza, aunque me esté mal el decirlo, ahora que el pobre... Ha dado Su Señoría con la persona indicada: nadie le dirá de él más ni mejor que yo. Aunque, no crea, yo, de su muerte, ni pum. Aquel día libraba o, por mejor decir, andaba sirviendo para el señor administrador, muy buena persona, no vaya a creer, pero que barre para su casa, como suele decirse. ¡Pero qué digo! La que barre para su casa soy yo, ¡ja, ja!, y de balde, que hay que tenerlo contento.

-          Verá, joven –le cortó, aburrido, el policía-, lo sabemos todo de la muerte del señor Vicuña y no nos importan nada las interioridades de este Hospital. Lo que quiero es que me haga un resumen de sus relaciones con el difunto, en especial, sobre aquello que pueda explicar los motivos de su suicidio.

-          Pues a eso voy –replicó la imparable Lupe-. Nos conocimos hace un par de años, aquí mismo. Me pidió que le lavase la ropa y, poco a poco, fuimos intimando. Yo soy muy decente, no se vaya a creer, pero me encariñé con él y eso que el pobre tenía poco que gustar a primera vista: muy feo –mire usted-, más pobre que las ratas y bastante faldero, que no fui yo la primera a quien tiró los tejos en el Hospital; pero, cuando se le conocía, todo cambiaba: era muy apasionado, muy bueno y muy ilustrado. Hablaba como los ángeles y te recitaba unos versos que te caías de espaldas.

-          Ya voy viendo, Lupe, que acabaron ustedes... ennoviados.

-          ¡Huy, ennoviados! Y encamados también, si me permite la expresión. Él quería llevarlo un poco en secreto, pero nuestros conocidos bien lo sabían. Fuimos amantes durante un año, hasta que llegó una lagarta muy finolis y me lo quitó. Estaba de Dios que no había de quedarme nada de él, más que el recuerdo.


     La chica rompió en llanto y, no obstante su histrionismo, Casiano comprendió que había gato encerrado, como suele decirse. La sonsacó:


-          Pues, ¿que quería que le dejara, si era tan pobre?

-          No me refiero a eso, que no soy nada egoísta. Me refiero al hijo suyo que perdí, estando de cuatro meses. En el huerto del Hospital lo enterramos, por San Eleuterio hará dos años.

-          ¿No se provocaría el aborto? Mire que eso es un delito muy gordo.

-          Quia, no señor. El embarazo me vino complicado y yo, entre que necesitaba el parné y que no quería dar tres cuartos al pregonero, pues seguí trabajando como una burra y eso es lo que tiene. Puede preguntar a mi madre, si no me cree.

-          No es necesario. Me conformo con que me de algún dato más de la lagarta, como usted la llama. ¿Dónde puedo encontrarla?

-          Vive en la calle de Cantarranas y es estudiante. Nada más sé de ella.


     Céspedes puso con esto fin a la entrevista. La chica, por otra parte, parecía fatigada de tanta cháchara. El policía tenía buen corazón:


-          Tome, que los duelos con pan lo son menos, le dijo, deslizando una peseta en su mano.

-          Gracias, señorito –respondió Lupe-. Y, si tiene algo para lavar, no tiene más que decírmelo.



5.      Entre vates anda el juego



     El  paso siguiente lo dio Dimas, a poco de saber por Casiano cuanto le había referido Lupe.


-          De lo de la lavandera y el hijo frustrado parece que nadie sabe nada –dijo el primero-. O la chica ha exagerado la relación o, lo que es más probable, Vicuña se tenía muy callada tan desigual coyunda.

-          ¿Entonces?

-          Entonces, mi concienzudo colega, de lo que hablan en cuanto se les aprieta es de la estudiante de la calle Cantarranas y a fe que vas a llevarte más de una sorpresa.

-          Pero, ¿lo sabes de buena tinta? Mira que entre los poetas abundan las envidias y maledicencias.

-          Pierde cuidado. Elegí como confidente a un tal Carlos Martín, un cubano desterrado en esta por motivos políticos, que no se atrevería a engañar a la Policía, por la cuenta que le tiene. Además, aunque aficionado a la poesía, lleva poco tiempo por aquí y no le duelen prendas a la hora de poner a caldo a los ripiosos consagrados. Es estudiante de Derecho y bebe los vientos por Rosario Risco.

-          Bien, bien. ¿Qué has sacado en limpio?

-          Presta atención, que la cosa tiene lo suyo. Hace un par de años, Vicuña coincidió –no me digas cómo- con una pollita llamada Laura, que ahora anda por los veinte abriles y que, en efecto, vive en Cantarranas. La chica, romántica y con pretensiones líricas, se convirtió pronto en amante del tal Manuel, quien se dice que la dejó embarazada y que...

-          ¡Abortó!

-          No, hombre, no –sonrió Cisnal-. El niño nació sin problemas. Estos vinieron luego. La abuela materna se hizo cargo de la criatura nada más nacer y lo pasaportó con unos parientes lejanos, a fin de que le buscasen unos padres adoptivos. Se dice que podría estar por Zaragoza.

-          ¡Se dice, se dice, se dice! –tronó Céspedes-. ¿Es que no hay nada de cierto en todo este asunto?

-          Para el carro, compañero, que uno hace lo que puede. La investigación no es oficial, y hasta puede caérsenos el pelo si el comisario llega a saber de nuestras pesquisas. De todas formas, tengo datos más fidedignos. Presta atención.


     Abreviaré la exposición de los descubrimientos de Dimas Cisnal. Para empezar, los estudios de la jovencita, aludidos por Lupe, habían sido los de magisterio, por lo que llegó a ser alumna de Rosario. Actualmente, daba lecciones particulares y también las impartía en el Hospicio de la Concepción, para poder ganarse la vida. En segundo lugar, se confirmaban las penurias del difunto Vicuña quien, meses antes de morir, había tenido que huir de la ciudad, para librarse del acoso de los acreedores. Y lo más gordo era que...


-          ¡Qué verdad es que Dios nos paga con la misma moneda que nosotros usamos! El tal Vicuña, al salir escopetado y tener que dejar sola a su amada Laura, recién parida o poco menos, tuvo la ocurrencia de confiarla al cuidado y vigilancia de su mejor amigo, un tal Agustín Toledo, poeta por más señas y ¿qué dirás que pasó?... ¡Justo!, que el amigo se la pegó con la amante y, cuando Manuel regresó, se encontró con que lo único firme y fiel que tenía eran sus acreedores. ¡Menudo chasco! Si no es para morirse...


     Ante tamaña revelación, Casiano estaba exultante:


-          ¿Sigue viviendo acá la tal Laura? Podría entrevistarla y arrancarle una confesión que exonerase a Rosario de su sambenito de culpable del suicidio.

-          Eso, eso –ironizó Dimas-. Libras de la carga a Rosario y la echas sobre los hombros de Laura, más joven y menos pudiente que aquella. No me cabe duda de que la Risco te ha impresionado a modo. Estoy por recomendarte que conozcas a Laura, a ver si también te encandila.

-          Nunca creí que pudieras ser tan mezquino, protestó Casiano, ruborizándose hasta las orejas.

-          No, si estaba bromeando. No puedo recomendarte que te acerques a Laura porque está a punto de casarse con el amigo fiel de Vicuña y marcharse a Sevilla, según parece.


     El joven inspector, ya más calmado, reflexionó en voz alta:


-          Por si sí, o por si no, voy a presentar un informe de todo esto al comisario. En sus manos dejo el uso que haga de ello y las consecuencias para las afectadas. Verás, Dimas, que soy honesto e imparcial.

-          Y un poco tonto. Si esperas que nuestro jefe vaya a reabrir el caso...


***


     Como casi siempre, Dimas tenía razón. Fue en vano el que Céspedes presentase a su superior todo un extenso informe de los hechos recién descubiertos, con la pretensión de desmentir la opinión popular y mejorar la fama de Rosario. El comisario echó una ojeada al expediente y concluyó sin apelación posible:


-          ¡Cuánto esfuerzo desperdiciado y sin haberme tenido al corriente! Me da vueltas la cabeza con tanto poeta y tantas infidelidades; y, por si fuera poco, abortos e hijos ilegítimos. ¿Acaso pretende que formemos un escándalo que salpique a algunas de las personas que son la honra y prez de nuestra ciudad?

-          Desde luego que no, señor, pero esa pobre muchacha del Nocturno tiene derecho a que se sepa la verdad.

-          Pues susúrresela al oído a todos esos compañeros del difunto, a ver si los convence de que la verdad debe echar a perder el mito y la leyenda de un gran poema. El Nocturno es de Rosario y Rosario será la del Nocturno por los siglos de los siglos.



6.      Veinte años después


     En aquel tiempo, Casiano Céspedes era un joven policía, soltero y entusiasta de su profesión, quien, según hemos visto, salió escaldado de su primer caso importante en nuestra ciudad. Veinte años después, ya comisario jefe y casado con mi tía Ángela, me contó cuanto dejo escrito, con el inevitable compromiso de esperar a su muerte para publicarlo. Es que todavía viven la Rosario y la Laura de la historia. En cambio, los hombres han expirado casi todos, comentó.


-          La naturaleza es sabia –apostillé-. Ya que ellos suelen vivir mejor, que ellas, por lo menos, vivan más.


     Céspedes se arrellanó en su sillón y prosiguió, como quien hablase consigo mismo:


-          Las vueltas que da la vida. Muchas emociones me depararon aquellos sucesos pero muchos más hechos notorios han vivido sus protagonistas a lo largo de sus vidas.

-          Sigue contando, tío. Nada resulta más aleccionador y fantástico que ciertos fragmentos de la vida real.

-          Ciertamente, querida. Pero prefiero que hagas tú las indagaciones precisas. A estas alturas, las personas de quienes hablamos han adquirido una amplia notoriedad en nuestro país y no te resultará difícil conocer lo básico de sus peripecias. Ya sabes que lo que con el esfuerzo propio se aprende, tarde o nunca se olvida.


     No pude arrancarle ni una palabra más; así que me puse manos a la obra y esto es, en resumen, lo que he podido saber de Rosario, Laura y sus hombres, así como del prócer cubano Carlos Martín, del que traté en mi anterior relato[1].


·         Rosario Risco, por razones no bien conocidas pero fácilmente deducibles, marchó muy pronto de nuestra ciudad y se instaló en una propiedad campestre del Sur, donada en vida por sus padres. Hasta allí la siguió su poeta, Manuel Flores, con el que convivió sin casarse durante los once años que a este quedaban de vida. Su soledad fue definitiva a partir de los treinta y seis años de su edad: tan traumatizada e inhábil para el amor la habían dejado sus desengaños, los que ya conocemos y el que acto seguido les expondré. Con todo y con eso, me consta que la musa de aquel fecundo cenáculo literario sigue viva y activa, a sus setenta años cumplidos. Como antes decía, las mujeres vivimos más.

·         Manuel Flores llegó a ser el gran amor de Rosario, pero había contraído en su loca juventud un mal venéreo que acabó con él aún joven, tras el calvario de sufrir una parálisis general y progresiva. Al saberse portador de tal enfermedad contagiosa, eludió todo contacto sexual con Rosario, quien lo cuidó abnegadamente hasta su muerte.

·         Carlos Martín, como no podía ser de otra manera, se sintió –o creyó- perdidamente enamorado de Rosario, a quien dedicó con escasa fortuna suspiros líricos y pasiones tropicales. Hubo de ausentarse pronto de nuestra ciudad y luego, de España, no volviéndola a ver. Todos hemos podido conocer su muerte en acción de guerra en el año noventa y cinco, con una gallardía patriótica que algunos juzgan cercana al suicidio. ¿Por amor?

·         Laura Méndez maridó al fin con aquél Agustín Toledo, poeta de pro, a quien el finado Manuel Vicuña se la había confiado como a su mejor amigo. El matrimonio gozaría de más felicidad que duración. Al quedar viuda a los treinta y un años, salió de su dolor y su pobreza gracias a su pluma. Actualmente, continúa ejerciendo la literatura, el periodismo y la enseñanza con tal acierto y fortaleza que, como ha dicho un necio, su virilidad y energías femeninas podrían envidiarle muchos hombres. Amén.

·         Finalmente, Agustín Toledo murió a los treinta y cuatro años, poco después de aquel hijo natural que los abuelos maternos habían tratado de ocultar, como fruto de una relación vergonzosa. Aquí dejaba a su esposa, entre el duelo y la melancolía, de los que solo pudo redimirla su infatigable quehacer literario y educativo.


***


     He escrito finalmente, mas no he de incurrir en un injusto olvido. El protagonista inmaterial y clamoroso de este relato es el Nocturno a Rosario, como el comisario jefe de mi tío alcanzó a ver. Cuando Rosario y Laura y yo misma no seamos ya ni un recuerdo, seguirá incólume, valioso y eterno aquel poema que a un hombre a punto de matarse inspiró sin saberlo una mujer que no lo amaba. Y que fue divulgado gracias a un policía prosaico que, por lo que yo sé, nunca se lo perdonó.


Comprendo que tus besos

jamás han de ser míos,

comprendo que en tus ojos

no me he de ver jamás,

y te amo y en mis locos

y ardientes desvaríos,

bendigo tus desdenes,

adoro tus desvíos

y en vez de amarte menos

te quiero mucho más.








[1]  Se trata del cuento titulado El desterrado fiel, que lleva el ordinal III de esta serie de historias sobre El suicidio por amor (Nota del editor).

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