viernes, 18 de diciembre de 2015

EL CIELO DENTRO DE TI


El cielo dentro de ti

Por Federico Bello Landrove

     Este no es un cuento histórico, aunque algunos de los hechos y personajes lo sean. Se elabora en torno a la construcción de la maravillosa cúpula de Santa Sofía de Constantinopla, pero su objetivo es el de traer a colación esta idea de mi experiencia y mi fantasía: Que el amor y la casualidad no pueden ser ajenos a la racionalidad, ni en la ciencia ni, menos aún, en el arte.



1.      Un problema irresoluble

     Corre el mes de junio del año 535. El ingeniero Isidoro de Mileto, director de las obras de la magna basílica palatina de Santa Sofía en Constantinopla, encastillado en su improvisado habitáculo del segundo piso del templo –llamado nido de golondrinas-, está sudando la gota gorda. Y no es solo porque el calor agobie, sino que se va agotando el plazo fijado por el Emperador para culminar la gran obra, que algunos ya llaman, entre jocosos y enfadados, el sueño de Justiniano[1]. Esta es la fecha, que la coronación abovedada del magno templo brilla por su ausencia y, en su lugar, improvisados toldos cierran en parte su espacio, tratando de protegerlo de lluvias y solaneras. Isidoro recuerda…
     Imagina la escena de un día, tres años atrás, en que, acompañando al gran Antemio de Tralles, el insigne matemático y creador de belleza, fue recibido en audiencia por el gran Rey y presenció la más colosal trifulca que habría podido imaginar, cuando con  toda solemnidad Justiniano les hubo dicho:
-          Las turbas, desagradecidas e incontroladas, expoliaron y sometieron al fuego, unos meses ha, la sede de la Divina Sabiduría. Quiero, arquitecto, levantar sobre sus doloridos restos el templo que merece la Divinidad y la dignidad de quienes en él oremos. La cosa urge y es mi voluntad que te sujetes a plazos perentorios. Tendrás cuarenta días para presentarme los planos y, una vez sean estos aprobados, cinco años para llevar la obra a feliz término.
     No era persona Antemio que permitiera imposiciones absurdas en su trabajo. Mal encarado, con la indiferencia que dan los muchos años y, sobre todo, agotado e insomne por un largo viaje a uña de caballo, replicó:
-          Ni la solidez ni la belleza admiten tales plazos, fruto de la ignorancia de Su Augusta Majestad en estos temas.
     Allí fue ella. Las palabras fueron subiendo de tono y de violencia. El Emperador, iracundo, empezó a usar para sus dicterios el dialecto ilirio de su infancia, trufado de eslavismos. No se quedaba corto en las respuestas el maestro lidio, que paulatinamente iba perdiendo los estribos, hasta que Justiniano sentenció:
-          ¡Maldito bastardo, arquitecto de pacotilla! Tendrás al punto los hombres y los materiales que necesites. ¡Pero, como no cumplas los plazos, te cortaré la nariz y las orejas y echaré tus manos a los cerdos del Patriarca!
     Con afectada pomposidad, Antemio se inclinó ante el trono y, haciendo una seña al espantado Isidoro, fueron caminando de espaldas hasta embocar la puerta de la gran sala. Una vez fuera, el de Tralles sonrió al milesio y dijo:
-          No te inquietes. El Emperador no es mala persona y, habiéndose comprometido ante la Corte a no escatimar obreros ni suministros, podemos estar relativamente seguros de que hará honor a su palabra. Por ahora, preocupémonos de los planos. La Navidad de 537 está lejos todavía.
***
    Al recordar aquellos momentos, Isidoro no podía menos de reír entre dientes, mientras aliviaba el calor aplicándose un paño húmedo a las sienes. ¡Claro que habían cumplido con la cuarentena de los planos! Antemio parecía tener en la mente el magno proyecto y, donde no, aprovechaba las trazas de la hermosa iglesia arruinada por la rebelión de Niká. Isidoro se centraba en los cálculos de resistencias y los materiales a emplear. El tiempo se agotaba, sin que Antemio hubiese concluido el punto sobresaliente del abovedamiento y la cúpula del templo. Celoso de su arte hasta el extremo, dijo a Isidoro:
-          ¡Ea!, presentémosle un bosquejo de líneas, figuras y medidas que dé el pego, como si fuese la viva imagen del Cielo en la Tierra. La bóveda ya la tengo diseñada en mi cabeza, ¡pero esa cúpula!
     Isidoro asintió y, durante los últimos días de los cuarenta prepararon un embeleco muy aparente y creíble. Tuvieron la suerte de que el Emperador apenas dejó intervenir a sus consejeros, dejándose engatusar por la labia de Antemio, por una vez respetuoso y afable. No obstante, Justiniano era bastante entendido y se percató de la falta de precisión del proyecto:
-          Esta cúpula, arquitecto…
-          Será la octava maravilla del mundo, mi Señor. Ved su inmensa circunferencia. Pero el ingeniero y yo tenemos grandes proyectos para hacerla más elevada y luminosa. Presentada ahora con carácter definitivo, podría resultar pobre, comparada con lo que vamos a diseñar, gracias a un estudio de las secciones cónicas que estoy ultimando. Claro que, si Su Augusta Majestad quiere conformarse con lo que ahora podemos ofrecerle…
-          ¡De ninguna manera, arquitecto! ¡Quiero lo mejor! ¡Quiero vencer a Salomón! ¡Quiero… quiero…!
-          ¿El Cielo en la Tierra, Majestad?
-          ¡Eso mismo! ¡Y pobre de ti, trallano, como no me lo consigas!
     Verdaderamente, Antemio sabía salir airoso de casi cualquier situación.


***
     Pues bien, los dos años transcurridos desde aquella decisiva cuarentena, puede decirse que habían sido bien aprovechados. El Emperador, cada vez más poderoso y rico, había cumplido con creces la promesa hecha a Antemio. Sus dominios y los reinos vecinos habían volcado sus tesoros sobre aquél rincón del Cuerno de Oro: pórfidos y basalto, mármoles y vidrio, nácar y ébano, oro y bronce, habían ido conformando la espléndida estructura, hasta levantar ciento veinte pies del suelo. Diez mil operarios habían entregado su trabajo para convertir aquellas montañas de sillares y ladrillos, aquellas inmensas balsas de mortero, en la espléndida construcción que habría de sostener el Cielo de Justiniano. Isidoro había bajado a los infiernos de la cimentación y se había ceñido los lomos como un capataz más para dirigir la erección del ciclópeo zócalo de piedra caliza, que dotaría al edificio con el don de la eternidad. Y luego, coser y cantar: hiladas de grandes ladrillos, como soldados en formación, unidos y revocados por el cemento rojizo de cientos de artesas. Arriba, arriba; más alto, siempre hacia el cielo, sin pausa ni descanso, con la rapidez creciente de la experiencia y la premura. Múltiples vanos, como un sutil tejido de luz, hacían cada vez menos necesaria la tarea rutinaria de los albañiles y más perentorio el cálculo y el lujo de los maestros de obras y los artesanos. Todo avanzaba según lo previsto y, sin embargo…
     Sin embargo, Antemio, cada vez más irascible y achacoso, no acababa de dar con la fórmula esencial para resolver el problema de aquella cúpula gigantesca de cien pies de diámetro, que habría de flotar en el espacio como las esferas que soportan las estrellas. Sí, con la ayuda de su ingenio y la de su inseparable Isidoro, había resuelto el problema de la aparente levedad, gravitando sobre cuatro esbeltísimos pilares centrales, que trasladaban casi todo el peso a los contrafuertes de los muros exteriores, mediante el juego de los arcos de las naves laterales. También había brotado de su mente la maravilla de las exedras y cupulinas en disminución, que hacían el milagro técnico de servir a la esbeltez y belleza de la cúpula madre, cual hijos dichosos de contribuir meramente a la gloria de su progenitora.
     Isidoro había ideado los materiales ligeros que permitirían a la hemiesfera celestial elevarse como nunca se había visto, y recibir la luz del astro rey por decenas de ventanas, como estrellas que irradiasen los mil y un matices filtrados por vidrios polícromos, fusionados al interior del templo en la claridad iridiscente o ambarina con que se dice que los Santos desfilan ante el Cordero.
     Sí pero… todo eso estaba tan solo en la imaginación de los artistas. El tiempo pasaba y Antemio, soberbio y aislado en su habitáculo de tablas y cuerdas, no superaba el escollo mayor, aquel que impedía el progreso de toda la bóveda y reducía lo ya realizado a la magia inútil y soberbia de la Torre de Babel. Isidoro daba mil vueltas al problema, sin atreverse a preguntar al Gran Maestro, gruñidor y achacoso, cuya respiración era un silbido y su paso un arrastrado desliz. Ya no bajaba nunca a tierra; se hacía servir en las alturas el sustento y dormía reclinado entre cojines, en una improvisada yacija adosada a un pilar central, como si quisiera recibir la vida y la belleza por contacto con el broncíneo collarín de la columna. Siempre las mismas dudas, los mismos errores, las horas perdidas encorvado sobre los planos. ¿Cómo posar la cúpula femenina y celeste, con su curvatura perfecta, sobre las líneas rectas, a escuadra, masculinas? ¿Cómo convertir el espacio cuadrado en una corona imperial? ¿Cómo, en fin, alcanzar el éxtasis de la perfección esférica, descansando sobre la rutinaria técnica del cuadro?
    Así estaban las cosas cuando, una mañana de otoño de 534, Antemio amaneció muerto. La cúpula preciosa y obscena, como una amante caprichosa y exigente, le había negado sus favores y dejado morir en la miseria moral. Era la hora de Isidoro. Él lo sabía y un emisario de Palacio se lo confirmó. El nuevo arquitecto jefe se dijo:
-          El Cielo ahora está dentro de mí.


 2.  La Leuca

     Quedamos, amigo lector, a comienzos del verano de 535, a falta de dos años para que se cumpla el plazo del Emperador. Siete meses ha que Isidoro es el maestro principal de la construcción y esta no ha dejado de crecer desde donde la hubo dejado el difunto Antemio de Tralles. Los ciento veinte pies de altura de los muros han pasado a ser treinta más. Las bellezas del templo se multiplican, al ritmo del lujo y el buen gusto. Cientos de artesanos colorean las piezas que, cortadas luego en minúsculas teselas y cubiertas de oro, formarán los sacros mosaicos, orgullo de los artífices bizantinos. Los pintores bosquejan ya las escenas que se convertirán en frescos murales, a mayor gloria de los Santos del cielo y de los optimates de la tierra. Todo onece, sí…, pero Isidoro sigue empantanado con esa maldita media naranja inflada, sin la cual todo el magno edificio es pasión inútil. Ha sucedido a su viejo antecesor en el nido de golondrinas, pero tan solo para sufrir y envejecer como él. Tiene cumplidos los cincuenta años y apenas encuentra fuerzas más que para pensar en términos de transformación armoniosa del cuadrado en círculo, con la misma gracia que el mar besa la arena, o el sol transforma en sangre el zafiro sombrío de la noche.
-          Dos años… ¡Qué va! Dos meses, o dos semanas, días tal vez. Muchos obreros han sido retirados por falta de trabajo, y la lenta y laboriosa transformación del la fría arquitectura en asombroso decorado no permite ya más demora. ¡Ahora o nunca!  
     Afortunadamente su sobrino, Isidoro el Joven, ha aprendido ya lo bastante como para dirigir las tareas allá abajo, liberando a su angustiado tío de lo que despectivamente llama maestría de obras e intendencia rutinaria. Precisamente de allá abajo ascienden los ecos de alguna trifulca de las que periódicamente protagonizan los obreros por ebriedad, encontronazos o hurtos. ¿Qué será esta vez? Se asoma por entre las cuerdas que sostienen su nido y acierta a divisar un grupo de operarios que zarandean y empujan a otro de ellos. Los gritos más penetrantes denotan, por su agudeza, la voz de una mujer. El Joven, casualmente junto a su tío, hace un gesto de resignación y dice:
-          En fin, voy a ver…
     Pronto el griterío cesa y el grupo airado se disuelve. Frente a frente quedan el arquitecto novel, la mujer y el capataz:
-          Así que eres una leuca[2], asevera el Joven. ¿Cómo se te ocurre venir a trabajar aquí, trayéndonos el riesgo del contagio?
-          No estoy leprosa. Llevo conmigo estas manchas desde hace años y no he tenido el menor síntoma de laceria.
-          Entonces –terció el capataz-, ¿Por qué ocultabas las manchas de tus manos? ¿Por qué no te presentaste a un protomédico que certificase tu limpieza?
-          No preciso de ello.
-          ¿Conque no, eh? Esta miserable fregona se siente por encima de las normas que nos obligan a todos.
-          ¿Qué patente aduces para exonerarte del reconocimiento?, inquirió el arquitecto.
-          Esta, señor. Yo no vengo de la calle, sino de la mansión del general Belisario. Soy…, fui amiga y luego criada de su esposa, Antonina. Ella me colocó aquí.
     El Joven la miró a los ojos. Además de hermosos, parecían sinceros. Algo había en el porte de aquella fregona de pórfido y pulidora de bronce, que no se compadecía con la ropa holgada y miserable que la cubría. Está bien: Había invocado a Antonina y eso era como clamar en nombre de Teodora, la Emperatriz. La cosa podía resultar complicada y no dejaba de ser curiosa. Resolvió tajante:
-          Capataz, vuelve a tu puesto y tranquiliza a los obreros a tu cargo. Y tú, mujer, ven conmigo. Expondrás tu caso al arquitecto jefe.  


***
     El arquitecto jefe escuchó su relato:
-          Yo, señor, me llamo Anastasia y soy hija de una familia de carpinteros de ribera próxima a Tesalónica. Habiendo recibido la belleza por toda herencia, mis padres me enviaron a esta Ciudad, recomendada a nuestra amiga Antonina, para ser como ella actriz y suplicante en el Hipódromo. En verdad, con el pretexto de aprender el oficio, vine a parar en “El oso azul”, donde tuve de pagar como meretriz las lecciones teatrales que allí se me daban, las cuales tienen el contenido erótico y lascivo que Su Excelencia, sin duda conoce.
     El Joven iba a reprender su atrevimiento, pero Isidoro lo contuvo con el gesto. La mujer, con su bella voz grave de acento tesalio, aspirado y sibilante, prosiguió:
-          San Narciso hubo de protegerme pues, no solo no tuve ninguna de esas repugnantes afecciones que se contraen por do más pequé, sino que di por fin el paso hacia la representación y la danza. Dios me fulmine si miento, pero llegué a ser telonera de la Emperatriz Teodora. Yo representaba el Nacimiento de Venus, inmediatamente antes de que ella embelesara al auditorio con su famoso número de la Posesión de Leda[3].
     Esta vez no pudo el tío contener la vehemente interrupción del sobrino:
-          Si tan brillante era tu carrera, infame descocada, como para rozarte con nuestra Señora, ¿cómo es que has acabado fregando el suelo y cubierta de manchas?
-          Prosperé –continuó Anastasia, sin inmutarse-, pero no hasta el punto de verme libre de la violencia y lascivia de mis empresarios. Y cuando creí que surgía el arco iris sobre la lluvia de mis lágrimas, he aquí que mi amado resultó ser el peor de todos porque, siendo igual a ellos, pudo lograr lo que ninguno antes: romperme el corazón.
-          No es el corazón, muchacha, lo que te veo dañado, aunque a fe que lo lamente –intervino Isidoro-, sino esas manos manchadas, que alarman a quienes se te acercan.
-          Lo uno trajo lo otro –repuso la mujer-. Maltratos y desengaños brotaron en mi piel y llegaron a extenderse tanto que, no pudiendo ocultarlo por más tiempo, fui expulsada de aquel negocio y rechazada por quien fue mi mayor tormento.
     Dicho esto, Anastasia se remangó y abrió la pechera de su oscuro sobretodo, dejando ver cómo las decoloraciones de su epidermis se prolongaban y extendían por otras zonas de su cuerpo. Se dejó contemplar por unos momentos, y dijo:
-          Abandonada y mísera, me atreví a acudir a Antonina, quien ínterin había mudado tanto su fortuna, que era la esposa del gran Belisario y vivía en palacios de ensueño. Compadecida, me dio trabajo como limpiadora en su casa. Luego, tal vez temerosa de un contagio, me despachó con su recomendación para esta santa obra, con el pretexto de que aquí ganaría más, siempre que ocultase mi tara. Eso hice hasta el día de hoy y es cuanto tengo que decir a Su Excelencia.
     Isidoro suspiró. Desde sus ya lejanos tiempos de estudiante en Mileto, tenía horror a las decisiones comprometidas; pero no era menos cierto que su espíritu era sensible. De otro modo, ¿cómo habría podido aspirar a la belleza en su arte? Reflexionó durante unos momentos, miró con fijeza a Anastasia y dijo:
-          En todas partes se puede limpiar y pulir. Cuidarás del orden y el aseo de este habitáculo; sacarás brillo a los bronces de mi pilar hasta que reluzcan como la espada de un arcángel, y procurarás que en mi jarra haya siempre agua fresca y en mi plato, nueces e higos secos. Esa será tu tarea, hasta…, -susurró- hasta que el Emperador ordene que me corten las manos y la lengua. Pero, ¿qué haces ahí parada? ¡Ve abajo por lo que necesites! Di que yo te lo he ordenado.
     La mujer inclinó con respeto la cabeza y se deslizó veloz por la escala. El Joven miró a su tío de hito en hito, con cara de enfado. Este se sintió forzado a justificarse de manera algo airada:
-          ¿Qué quieres que haga? Los obreros no la aceptan y Antonina no consentiría que la echara. Al menos, me hará menos desagradable la estancia en esta maldita tela de araña.



 3.  Las golondrinas en el nido


     El verano declina. En el Nido de golondrinas todo continúa igual. Isidoro cavila de manera incesante acerca del cáliz –su cáliz de dolor, como lo llama- del que debe brotar la etérea corola, cuyo perfume llegará hasta el trono de Dios. Más de una vez ha pensado en vender su alma, ensayando fórmulas mediocres que puedan salvarle de la mutilación, pero no de la vergüenza. De su parte, Anastasia sube y baja para que su señor beba siempre el agua fresca y tenga las mejores nueces –esas que se abren como cerebros disecados o batracios a punto de saltar- y los higos más dulces  – corazones de arrope, como los que ella habría dado su vida por encontrar-. Todo igual: el calor sofocante, la presencia autoritaria del Joven, el ascenso mural hasta las nubes… y ese sol justiciero que, insinuándose por entre los huecos de los toldos, parece burlarse de la inutilidad de tan colosal esfuerzo.
     Todo continúa igual. ¿Es así? Aparentemente. Pero cuando la mujer asciende con el cántaro, no solo escancia el agua en la copa, sino que llena con ella una pequeña jofaina; enjuga el sudor de la frente del arquitecto y mojando un paño blanco, enfría sus sienes y sus muñecas. Es un pequeño gesto. Como lo es que, cuando Anastasia ciñe sus ropas para pulir el bronce o restregar el suelo, Isidoro levante la vista de los planos y siga con la mirada su vaivén o su cimbreo. Ella se ha percatado, como también de que, al refrescarlo, reclina suavemente la cabeza sobre su pecho, con sutil predilección. Isidoro es un hombre mayor, serio, acomodado, que se siente desdichado por un motivo que ella no acierta a comprender. Es seguro –piensa- que, si se fija un poco en ella, es por deseo; un deseo -ella lo sabe muy bien-, que nace como suave céfiro en la mañana, estalla cual huracán a mediodía y se agota en la brisa con que declina la tarde. ¡Bah!, toda su cortesía y su respeto valen lo que los afectos de cualquiera de los hombres; todos diversos en su apariencia pero iguales en egoísmo y dureza. ¡Si lo sabrá ella, que lleva en el alma el sello del desprecio y en su cuerpo los estigmas del horror sufrido!
     ¡Malditos, malditos sean! ¡Cuánto habría dado por ser como Teodora y Antonina, cortesanas astutas, lascivas, promiscuas, manipuladoras de hombres! ¡Ay, si sus llagas hubiesen sido las enfermedades del sexo, con las que contagiarles el dolor, al mismo tiempo que saciaban el fuego del deseo!
     Y sin embargo… ¿Será posible que él no sea así?; ¿que vea, a través de su cuerpo, latir de su alma?; ¿que se haya empapado de la majestad de los ángeles, a los que construye esta casa? Sonríe y se declara estúpida. Así ha empezado siempre, confundiendo realidad y deseo, la apariencia con el fondo, las palabras con las obras. Sí, es cierto. Y sin embargo.
     “Sin embargo, ayer me excedí al mostrarle mi cuerpo y él lo percibió. No son solo manchas de aurora las que surgen en mi piel. Pústulas y llagas se extienden por mis brazos y mi vientre, con comezón irresistible, que arraso hasta hacerme sangre y que me deprime hasta el llanto imposible de contener. ¡Tengo psora[4]! Mi cuerpo va envolviéndose en una funda de cera y mis coyunturas –antaño propias de una bailarina- se hinchan y entumecen, hasta el punto de dificultarme el trabajo más sencillo. Pues bien, Isidoro lo percibió, me atrajo hacia sí, me quitó el cepillo de pulimentar y tocó suavemente mis pústulas, como acaricia un sanador. Solo dijo una palabra: ¿Sufres?
     “No respondí, pero así con fuerza su mano y lloré como siempre y como nunca; como todas las noches y como cuando era niña. Lágrimas ardientes, hondas, profusas, que se ofrecen al amigo pidiendo comprensión y piedad. Él no dijo nada. Dulcemente, me sentó en su silla de arquitecto y, con esa su voz nasal y cálida, me mostró las trazas del templo y me explicó los detalles de la obra, sus emociones, sus dificultades, su dolor cupular. ¿Entiendes, alma mía? Me dio lo mejor de sí: su ilusión, su trabajo, sus fracasos, sus sueños… Y, al caer la tarde, cuando todos abandonan el tajo, aún estuvo un buen rato susurrando consuelos y atusándome el cabello. Y, ¿sabes lo que más me conmovió? Que, a solas con él, escotada, abandonada a su voz y a sus brazos, ni siquiera una vez observé que mirara mi pecho.
     “En la oscuridad de mi cuarto, en el calor insoportable del lecho, solo tengo ojos para su imagen y una obsesión martillea mi mente: ¿Qué puedo hacer por él? ¿Cómo tornaré placentera su ansiedad? En el fondo, ya estoy pensando como un mercader, en pagarle su ternura. Él no pide nada de mí, es cierto. ¡Pero soy yo quien quiere dar sentido a mi vida, entregándole algo de mí que le haga feliz!”   
***
     Amanece, incluso en aquel cuartucho en el que Anastasia pernocta. Ya tiene la decisión tomada, después de no haber pegado ojo durante la noche. Del baúl que guarda todas sus pertenencias saca un frasquito de perfume de nardo y una pequeña prenda dorada. Lava su cuerpo con agua salada; lo unge con lo que queda del perfume; cela sus pechos regulares y firmes en aquella tela sutil, recuerdo de sus tiempos de comediante de burdel; finalmente revístese de la basta y oscura túnica de obrera. Un mínimo espejo le devuelve su rostro, moreno y triste, el cual va orlando con sus trenzas de azabache, que podrían servir de guirnalda a la diosa Diana. Sonríe. En otra ocasión se habría dicho parezco una ternera preparada para el sacrificio. Hoy se siente una cordera que se entrega fielmente a la firme voluntad de su corazón.
     El día pasa, lento, monótono, bochornoso. A media tarde, la calígine estalla en un mar de lluvia, mientras los relámpagos rasgan el cielo y los truenos parece harán caer aquel nido tejido en la cima del templo. Es el momento. Isidoro, regla en mano, ajeno a todo, escudriña los planos.
     Anastasia se acerca, abre su vestido hasta la cintura, toma la mano del arquitecto y la posa sobre la curva tibia y vital de uno de sus senos. Isidoro, aunque sorprendido, deja hacer. La mira con ternura, acaricia la turgencia y, como un niño hambriento y amoroso, deposita un beso en su cumbre oscura, que resalta tras la tenue, casi transparente, sarga de seda dorada, tachonada de conchas color turquí.
     La mujer echa las manos a la espalda, presta a desanudar el hilo de oro que separa su pecho del la boca del amado. Mas, en ese mismo instante, al echarse levemente hacia atrás para ayudarla en su empeño, su grito inesperado paraliza a ambos. A la luz, violenta y azulada de un relámpago, Isidoro ha visto al fin todo el esplendor de Anastasia. Los dos triángulos isósceles, dorados y planos, transformados en dos perfectas curvas convexas, que cantan en la tormenta las glorias de Eva, la tentadora reina de la Creación.
     El arquitecto se pone en pie y, tomando entre sus manos el rostro de la joven, besa su frente. Luego, levantando los ojos, se enfrasca por unos instantes en la contemplación del lugar donde habría de posarse la cúpula de sus desvelos. Anastasia, corrida, cubre de nuevo el busto y no sabe qué hacer. Al punto, los ojos de Isidoro vuelven a fijarse en ella y, tomando su mano, pronuncia estas sibilinas palabras, antes de volver a la mesa de los cálculos:
-          Querida muchacha, el Cielo está dentro de ti.
     Ella, mecánicamente, toma el cántaro y, poco a poco, desciende la escala, sabiendo cada vez con mayor certeza que nunca más la volverá a subir.
***
     Unos dejan morir el amor; otros ignoran que lo han provocado. Quienes lo ocultan jugando a la confusión; quienes lo llevan hasta el país eterno de lo imposible. Quizá todos, alguna vez, han buscado afanosamente lo que por gracia se les daba. Quizá todos, alguna vez, lo han hallado sin esperar. O, tal vez, todos somos, al mismo tiempo, juguetes del Amor, que no admite reglas, ni tácticas, ni raciocinios. Tal vez…
     … Tal vez, Anastasia, esa misma tarde, tomó la resolución de retornar a Tesalónica con su familia, en las orillas del mar que besaba la playa, a la que su madre tantas veces la llevó. Entre dientes, canturrea la canción que ambas entonaban cuando sus pies hollaban la arena blanda o dejaban que los besara la espuma de las olas. Recitaba su madre:
Dime, mi bien, qué tiene el mar,
que te llama cual padre en la mañana,
que te mece en la cuna de los sueños,
que te acoge con brazos de titán.
     Y la niña, ahora mujer, enferma y firme, enuncia la conocida letanía de gozos y dones del piélago amigo:
Consejero en la brisa,
rumoroso consuelo,
rugiente fortaleza,
undosa eternidad…
     Anastasia deja atrás la Polis, la Ciudad por antonomasia y busca cura en las aguas, ya oscuras, del mar.


 4.  Epílogo



     Diciembre de 537. El gran Justiniano acaba de visitar la basílica de la Santa Sabiduría de Dios, convertida en un ascua de oro, con la cúpula como ornato celestial. Entre los esbeltos pilares oblongos y la semiesfera estrellada, los insólitos y armoniosos triángulos esféricos, que un día descubrió Isidoro en el pecho de alguien que lo amaba y por eso se le ofreció. El Emperador está exultante. Bajo la cúpula grita:
- ¡Salomón, te he vencido!
     Abraza con entusiasmo al arquitecto. Le pregunta:
-         Hermosos soportes los de la cúpula. ¿Cómo los llamaremos?
-         Pechinas, Majestad.
-         ¡Cierto! Parecen conchas.
-         En efecto, Señor, conchas de Venus.
-         ¿Cómo que de Venus?, tercia Menas, el Patriarca.
-         Muchas formas y caminos tiene el amor de Dios, sentencia Isidoro. No nos cerremos a la infinita Sabiduría Divina en esta su sede santa.
***
     En vísperas de la Natividad de aquel año de gracia, el arquitecto Isidoro de Mileto encargó una lámpara votiva de bronce para colocar ante el altar de la Epifanía. Era su modesto homenaje a la mujer que le había salvado vida y honor. El metalista le preguntó qué leyenda habría de grabar. Isidoro recordó aquellas pústulas que tanto le habían unido a Anastasia, y cómo esta las curaba con agua salada. La voz se le entrecortó cuando pronunció la palabra de la dedicación:
-         Zálassa –el mar-.
     Y, como olas que no refrena la arena, las lágrimas corrieron por el rostro, curtido y ajado, del viejo ingeniero, sabio y fiel al fin.



  



[1]  Rindo tributo con esas palabras a la notable novela histórica de Salvador Felip, El sueño de Justiniano, publicada por Ediciones B, siendo su primera edición del año 2010.
[2]  Literalmente, una blanca, en alusión a la pérdida de melanóforos en la piel de quienes padecen la enfermedad ahora llamada vitíligo. El mal puede considerarse leve y no contagioso, aunque produzca un notable daño estético.
[3]  Dicho número, que hizo famoso la luego Emperatriz Teodora, simulaba la mitológica fecundación de Leda por Zeus, convertido en cisne. Teodora lo representaba muy ligera de ropa, empleando ocas en lugar del cisne y fomentando el picoteo de dichas anátidas en lugares recónditos de su cuerpo, a base de ocultar en ellos semillas atractivas para aquellas.
[4]  Psora es palabra griega con la que se designaba la sarna y, por extensión cualquier enfermedad que cursara con fuerte picazón. Por el relato de Anastasia, es de suponer que padeciese psoriasis, una enfermedad de la piel susceptible de producir artrosis y graves complicaciones hepáticas y digestivas.

viernes, 11 de diciembre de 2015

EL RELOJ PARADO


El reloj parado

Por Federico Bello Landrove
     

     Hay relatos que apenas necesitan de presentación. Creo que este es uno de ellos, pues el tema es un clásico, un tópico: El de la persona cuya vida parece haberse ido con la del ser amado. ¿Solo lo parece?



     La Naturaleza no es justa, sino sabia y, casi siempre, inexorable. Es una meditación que me acompaña cuando pienso en la tragedia estética que supone envejecer para quienes han sido paradigma de belleza. Como mi amiga Estela, por ejemplo. No es cosa de detallar la ruina estética: ustedes pueden imaginársela por experiencia. Tampoco es el tema de este cuento. No me inspiran las arrugas, las inflamaciones, las formas caídas. Para glosarlas no me hace falta escribir: tan solo mirarme al espejo.

     De lo que quiero tratar es de algo más sutil y más profundo. También, menos ineluctable. En todo caso, suficientemente conocido. Me refiero al dolor que produce la muerte del amado, cuando la unión con él ha sido estrechísima. Sufrimiento que encarcela al sobreviviente en los recuerdos y le impide llevar una vida minimamente personal, no alienada. Lógico, sin duda. Frecuente, según dicen. Objetivamente injusto, me parece, pues trasmuta un amor casi perfecto en lo más parecido a una muerte en vida.

     Mi amiga me recibe como siempre. Nuestros lazos se remontan más de medio siglo atrás, enriquecidos por intensas vivencias comunes, potenciados con familiares y amigos compartidos. Nos vemos con cierta frecuencia y la he telefoneado, avisándola de mi visita. Era de suponer que la encontrase bien vestida, sonriente, hasta acicalada. No siempre se sale a cenar con un amigo entrañable, en ocasión muy señalada. Pero no es así. Me abre con semblante de circunstancias y me dice:

-          Entra y pisa donde puedas, que tengo la sala manga por hombro.

     En efecto, numerosos folios escritos a máquina se desperdigan por el tresillo, la alfombra, el parqué. Las carpetas de cartón y gomas que debieron servirles de albergue durante muchos años yacen vacías, desinfladas, sobre dos mesas y un sillón. Siguiendo el camino sincopado de baldosas blancas, llego hasta la mesa de despacho y me siento en el confidente. Estela toma asiento frente a mí. Me explica que está ordenando –una vez más- los papeles de su difunto Ángel, aquellos que con amorosa dedicación mi amiga convirtió en publicaciones editadas y sufragadas por ella.

-          Ahora, me dice, no tiene sentido guardar fotocopias y originales mecanografiados, de algo que ya se imprimió. ¿No te parece?

-          ¡Mujer!, si hay alguno con correcciones manuscritas, podrías conservarlo –respondo condescendiente-.

-          ¡Bah!, ni aún así –replica muy valentona-. Nada, nada; más tarde lo recogeré todo y lo tiraré.

     ¿Adónde irán esos papeles añejos, marchitos, inservibles, que fueron el fruto de una dedicación intelectual y amorosa? ¿A la basura? No lo creo: es un destino demasiado bajo. ¿Reciclados? ¿Triturados a máquina, tal vez? La veo perpleja. Apunto:

-          Tal vez, a alguno de tus hijos puedan interesarle por motivos sentimentales… O a tu nieta Alicia, tan unida a vosotros.

-          ¡Quia! Si apenas pusieron interés cuando me quemé las pestañas ordenando los materiales, corrigiendo pruebas, pagando de mi bolsillo la impresión… Si fuese ahora, con la ayuda de la moderna informática…

     En ese momento, me llaman al móvil. Le pido un lápiz bien tajado, o un bolígrafo que escriba, para tomar nota de una dirección. Imposible. Al fin, encuentra un lapicero de mina apenas saliente y garabateo algo medianamente visible. Lo único que parece funcionar de aquel buró es una buena lupa, que mi pobre Estela utiliza para releer, pese a su miopía, las notas y correcciones de mano angélica, de letra tan pequeña y enrevesada, como grande y noblote era su autor.

***

     Se está haciendo tarde. Estela se excusa y toma el camino de su cámara para completar el vestuario.

-          Aquí te dejo –me dice-. Echa un vistazo a las fotografías. Seguro que conoces a la mayoría de los que en ellas salen.

     En efecto. Los conozco a casi todos. Conozco, incluso, las instantáneas, de tantos años como las alejan del presente. Ellos dos por doquier, en cualquier parte, preferiblemente muchos años atrás. Hijos en abundancia. Nietos. ¡Ay, nuestros amigos y familiares comunes! Me empieza a doler el corazón y a formárseme el inevitable nudo en la garganta. Levanto la vista a los cuadros que cuelgan, coloristas y cándidos, reproducciones, de la mano firme y geométrica de Ángel. Ángel, siempre Ángel, hoy como ayer.

-          Siete años, ya –Estela reaparece-. Es duro. Y eso que para él fue lo mejor; así, de repente, lo que todos desearíamos.

     Y añade:

-          Pero tan solo, sin una ayuda, sin que nadie lo oyese, sin poder fijar en una cara amiga su última mirada…

     Cambio de tema, casi con brusquedad:

-          He reconocido a casi todos los fotografiados, salvo aquella señora del marquito dorado.

-          ¡Pero si es tu madrina! Claro, todavía joven.

-          Yo la conocí de unos setenta y cinco años. Bueno, de lo anterior no conservo recuerdo.

-          Mira, mira esta –insiste-. Mi padre y tu madre de niños. ¡Siempre me encantó! Esa niñera fornida que lleva en sus brazos a la niña, con la muñequita colgando del cinturón, como una limosnera figurativa.

     Pongo cara de circunstancias, pero en el fondo siento deseos de besar el cristal, de abrazar a Estela, de huir de este presente casi invernal y retornar al cálido pasado en que era una minúscula célula en germen de aquella niña, ahora muerta. Pero mi amiga interpreta mi posición estatuaria como una invitación a seguir hundiendo su estilete en mi llaga:

  -         Vamos para el cuarto del fondo. Tengo un montón de álbumes…

-          Mejor otro día, Estela. Se nos va a hacer tarde para cenar.

-          Tienes razón. Me pongo el echarpe y estoy lista.

     Al salir, miro el reloj del vestíbulo, que me recuerda al pequeño pendular de caja, que teníamos en casa. Marca las nueve, casi como la hora que efectivamente es. Pero, ¿de qué día? El péndulo no oscila. El reloj está parado. Como el corazón de Estela, aunque siga latiendo.    


      

viernes, 4 de diciembre de 2015

DESPACIO, DESPACIO

Despacio, despacio

Por Federico Bello Landrove

     La notable película Deprisa, deprisa[1] tiene un final abierto para su protagonista femenina. Arrancando de su guión y personajes, he ensayado esta continuación, a modo de relato policiaco, que dedico respetuosamente a los guionistas del film[2]. Si mi trabajo tiene algún sentido es el de confirmar que el amor muchas veces, en vez de redimir, condena.




 1.   Un atracador con bigote

     Aquel atraco bancario no pasó desapercibido en el Madrid de 1980. Aunque su botín de unos cinco millones de pesetas no era extraordinario, sí resultaba tal el que hubiese generado tres víctimas mortales y una herida grave. Uno de los fallecidos era empleado de la sucursal asaltada, que se había destacado plantando cara a los ladrones. Los otros eran dos de los cuatro atracadores: uno, caído in situ durante el tiroteo con la Policía; otro, igualmente por disparos de los Agentes, mientras se dedicaba a quemar el vehículo utilizado en el robo, unas horas antes. No era mala cosecha, pero el comisario Manzanares –encargado del caso- no podía estar satisfecho. Así lo reflejaba en unas breves declaraciones a la prensa, dos días después:

-          Los delincuentes fallecidos formaban parte de una banda de jóvenes atracadores a mano armada, formada por un grupo de amigos de Villaverde Alto. Al menos uno de ellos participó también el pasado otoño en el atraco a una empresa cementera próxima a Pinto. Y se sospecha fundadamente que los dos formaran parte de la cuadrilla que hace dos meses asaltó en la carretera de Arganda y asesinó a un vigilante de una empresa de seguridad que transportaba una importante cantidad de dinero. Como ven, individuos jóvenes, pero expertos y muy peligrosos.
-          Los testigos dicen que fueron cuatro los atracadores: los tres que entraron en el banco y el conductor, que esperaba fuera. ¿Se sabe algo de los otros dos?
-          Estamos sobre su pista y esperamos conseguir resultados muy pronto. Me perdonarán que no les dé más detalles, para no perjudicar la investigación.

     Como bien sabía el comisario, la suerte se alía a veces con quien la busca y merece. A la semana de las precedentes declaraciones, una llamada a la Policía Municipal advirtió de que un fuerte olor a podrido salía de un piso de las viviendas protegidas Las Gardenias, en el barrio de Santa Eugenia. Al descerrajar la puerta, se encontraron en el dormitorio con el cadáver de un joven, alcanzado por dos disparos en el vientre, cuyo estado de descomposición denotaba que llevaba unos diez días muerto. El finado resultó ser Pablo V.G., de veinticuatro años de edad, amigo de los dos atracadores muertos, y considerado el jefe de ese grupo criminal. Como es natural, la casa fue registrada a fondo, hallándose una pistola Star del nueve corto y un fajo de cien billetes de mil pesetas, parte evidente del botín bancario. Luego les daré algunos detalles más, para no convertirme ahora en un narrador sabelotodo y dejar que sea el policía Manzanares quien lleve el orden de los acontecimientos y la lógica de su investigación.  

***

     Una de las cosas que más llamó la atención del comisario fue encontrar el mazo de talegos[3] dentro de un compartimento de una cartera de sanitario. Una deducción era clara: Alguien había pedido asistencia clínica para el atracador herido y había negociado la compra del silencio con dinero del delito, por más que aquella cantidad parecía demasiado módica. Así se lo comentaba al inspector Cirujeda, pensando a la par que hablaba:

-          Está claro que el matasanos no pudo hacer nada por el moribundo, pero la autopsia reveló que había tratado de taponarle el boquete, para parar la hemorragia. También está claro que se marchó precipitadamente, sin la cartera de primeros auxilios que traía, y que el sinvergüenza de él no nos llamó para denunciar el caso, como era de ley.
-          Podríamos examinar la cartera, por si hay huellas.
-          Ya lo he ordenado y, según era de esperar, se han encontrado varias aprovechables, pero de un individuo sin antecedentes.
-          ¿Y cotejarlas con las de los DNI?
-          Eso es complicado, pues habría que analizar millones y millones de fichas, archivadas en todas las comisarías autorizadas para expenderlos. Nos va a llevar meses y, para entonces, a  saber dónde habrá ido a parar el cuarto atracador.
-          Sería más fácil preguntar en todas las clínicas y hospitales de Madrid, empezando por los más próximos a la casa. No sale un médico a prestar un servicio de urgencia a domicilio, sin que haya una constancia telefónica o documental.
-          ¡Qué ingenuo eres, Ciru! Seguro que esta gente llamó a algún médico privado de su confianza. De todas formas, encárgate de peinar todos los Centros médicos madrileños, por si suena la flauta.

     Por lo pronto, la búsqueda del galeno desaprensivo resultó infructuosa. En cambio, las declaraciones de los vecinos del atracador en Santa Eugenia resultaron muy reveladoras. El tal Pablo había vivido todo el tiempo con una chica muy joven, de complexión media, morenita y agraciada, de quien nadie sabía mucho más. La moza era muy reservada y ni siquiera estaban seguros de su nombre. Sorprendentemente, los detalles vinieron a través del banco en que la muchacha había concertado la hipoteca para comprar el pisito protegido. Se trataba de Ángela S.Z., de diecisiete años de edad, natural de Villanueva de la Serena, quien había pagado a tocateja la mitad del precio, contratando para el resto una hipoteca a diez años. Como era menor de edad, la había apoyado su padre, pero poca duda cabía de que el dinero no procedía de este –pobre y cargado de hijos-, sino de los golpes anteriores del tal Pablo y sus compañeros. Al menos, esa es la impresión que sacaron Manzanares y Cirujeda, tras entrevistarse con los empleados bancarios, quienes no recordaban si, además del padre y la hija, había aparecido por la sucursal el novio de esta, que para nada figuraba en la operación.

     Así las cosas, la empresa de seguridad para la que había trabajado el vigilante tiroteado en el asalto de la carretera de Arganda, informada de que ninguna de las armas de los atracadores fallecidos era la disparada por el homicida de marras, decidió tomar una iniciativa, que sorprendió a los policías que llevaban la investigación. Sigamos una parte de la rueda de prensa de don Salustiano de la Red, presidente de la compañía La Acorazada:

-          Ofrecemos un millón de pesetas a quien facilite decisivamente la identificación y detención del asesino.
-          ¿No le parece una medida fuera de lo común?
-          También lo fue ese crimen. Lo mataron a sangre fría, por la espalda, cuando huía a campo traviesa, una vez agotada la munición de su pistola.
-          ¿Y si la Policía o la Guardia Civil dan con el criminal sin ayuda de nadie de fuera?
-          Pues el premio sería para los agentes. Lo tendrían bien merecido por los esfuerzos que vienen haciendo para resolver el caso.

     De modo que, si nuestros policías hubiesen necesitado un acicate especial, se les ofrecía uno estupendo. Sin embargo, Manzanares rezongaba:

-          Me revienta que me primen, como si fuese un vago que precisa que lo espoleen. Además, no veas la de falsas pistas que tendremos que comprobar.

     Lo que el comisario no se atrevía a confesar, ni siquiera a sus colaboradores, era la corazonada que había tenido desde que casó la apariencia del cuarto atracador con la de la novia del difunto Pablo. Decían unos: El tipo era más bien menudo y bajito, moreno, con gafas oscuras y bigote, y a diferencia de sus compinches, no iba disfrazado, aunque sí llevaba un chaquetón con capucha, que impedía verle bien la cara; ¡ah!, no decía ni palabra. Y los vecinos de Santa Eugenia: una chavalita de complexión y estatura medianas, siempre con pantalones y vestimenta deportiva, pelo largo negro, ojos marrones grandes y tristes. Manzanares se decía:

-          ¿Y si lleva siempre echada la capucha para esconder el pelo largo, y gafas oscuras para  que no vean lo guapa que es de cara? La ropa holgada le disimularía las formas. No hablar puede ser para que no descubran el tono femenino de su voz. No sé, no me explico lo de reemplazar el pasamontañas o la media, por capucha y gafas oscuras, mucho menos eficaces para enmascararse. No sería el primer caso de Bonnie y Clyde a la española…

     Pero, sobre todo, estaba el bigote del que todos hablaban; ese bigotito fino y bien perfilado, tan inadecuado para pasar desapercibido, si fuese auténtico. Lo sacó de su enésima reflexión sobre el tema el comentario de Cirujeda, tan materialista como siempre:

-          Jefe, lo de las huellas en la cartera va de pena. Tenemos que ponernos las pilas y conseguir resolver el caso, antes de que se nos adelante cualquier merluzo con suerte. Ahí es nada, un millón para el Grupo.
-          ¡Cómo que para el Grupo!, bromeó el comisario. ¿No sabes que el jefe se lleva todo?


 2.   El cebo


     La localización de la chica no llevó más allá de una semana. Conocida su identidad, se enviaron reseñas a todas las comisarías de Policía y comandancias de la Guardia Civil. Un afortunado cruce de datos permitió descubrir que Ángela se había empleado en un supermercado de San José, en la zona de Cabo de Gata. Si los sabuesos hubiesen conocido a fondo su vida y su alma, habrían dicho que la movía la querencia. En efecto, después de su primer atraco en común, Pablo, el Meca y ella habían puesto tierra de por medio y habían ido a ocultarse en aquella costa almeriense, donde Ángela había conocido por vez primera el mar. Ahora, tal vez dispuesta a comenzar una nueva vida, volvía a uno de los pocos lugares en que había sido feliz por unos días.

     Manzanares respiró. Bien creía él que la muchacha, lista y con mucho dinero encima, habría pasado la frontera o andaría agenciándose una documentación falsa para escapar por vía aérea. De hecho, el botín del atraco no estaba marcado ni anotado, salvo un mazo de cien billetes de diez mil pesetas, único entre un billetaje de a mil. Eran los preferidos por gente sospechosa y el banco los tenía registrados por su número y serie. Pero ahora la chica se colocaba en un súper de zona turística, recién cumplidos los dieciocho años. Parecía adoptar la decisión de establecerse en un lugar recoleto de España, al menos, por algún tiempo…; el que tendría el comisario para lograr que la chica diese un paso en falso y se delatara; para lo que sin duda habría que ayudarla.

     Todo eso, y más, lo rumiaba Manzanares, sin atreverse aún a comentarlo con nadie, dado que no quería que se riesen de su corazonada: aquella de que la novia del finado Pablo y el atracador del bigote fueran una y la misma persona. Alguien que, mientras colocaba mercancía en los estantes de Cheaply o cobraba a los clientes chapurrando inglés, imaginaba un futuro feliz, en el Caribe o en Brasil:

-          Por ahora, tranquilita, sin mover la pasta, no sea que los billetes estén marcados o me descubran los gastos excesivos. Trabajar unos meses, máximo un año, ahorrando todo lo posible y sacando un sobresueldo de canguro algunas noches y los fines de semana.  Y después, a América, a algún lugar sin extradición y donde nuestra moneda valga más que aquí. La cambio por dólares, me largo a otro país seguro, monto un negocio y a vivir, que son dos días, como decía el pobre Sebas. Y nada de andar deprisa, siempre deprisa, sino despacito y buena letra, sin fiarme de la suerte ni cometer errores. Ya vale de muertes.

***

     Cirujeda ardía de impaciencia:

-          Vamos a ver, jefe: ¿Por qué no nos dejamos de vigilar a esa pájara y la detenemos lisa y llanamente? Seguro que guarda el botín y, con eso y el testimonio de los vecinos, tenemos más que suficiente.
-          Claro –ironizó Manzanares-, más que suficiente para empapelarla por receptación o, como mucho, de encubridora de un robo con homicidio. ¿No sabes lo que eso, tratándose de una menor entonces? Iremos bien si le caen cinco años.
-          ¡Qué le vamos a hacer! Por lo pronto irá a la cárcel y, además, recuperamos el dinero que no haya gastado todavía.
-          ¿Y te parece suficiente?... ¿No se te ha ocurrido que esa tal Ángela sea algo más que una aprovechada que, al morir todos sus amigos, esté tratando de quedarse con los millones?

     El inspector puso cara de sorpresa y no reaccionó en medio minuto. Manzanares suspiró, comprendiendo que no tendría más remedio que explicarse:

-          Mira Ciru, es una corazonada; así que, como te vayas de la lengua, te crujo. Vete atando cabos: Una chica enamorada del jefe de la banda y que vive con él durante casi un año; un atracador con bigote, que se cala la capucha y no dice ni una palabra; un arma letal que no aparece, como tampoco el dinero del atraco; una casa comprada con dinero robado, que se pone a nombre de la moza; el atracador bigotudo que desaparece sin dejar rastro… ¿Qué te sugiere todo ello?

     Cirujeda sonrió, con falsa suficiencia:

-          ¡Hombre, jefe, no he nacido ayer! También a mí se me había pasado por el magín que la Angelita fuese el cuarto hombre, pero eso no quiere decir que tengamos que esperar hasta que alguien nos guinde la recompensa. Déjamela a mí, que soy capaz de sacarle la verdad a hostias.
-          ¡Alto, alto! ¿Acaso no sabes cómo se las gastan los jueces ahora? La chica no parece precisamente una blandengue y, como la pifiemos, nos mandan a las Chafarinas.
-          Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Hasta cuándo vamos a estar esperando?
-          Por de pronto, hasta que las huellas de la cartera nos lleven al medicucho que trató de salvar a Pablo, para que nos cuente de pe a pa lo sucedido y, en su caso, identifique a la chica como encubridora de su novio. Cuando tengamos eso, será el momento de dar nuevos pasos. Y, en lo del premio de La Acorazada, pierde cuidado. Con el permiso del Jefe Superior, me he entrevistado con su presidente y le he informado de la localización de Ángela y sobre las sospechas de que sea ella la asesina del vigilante. Así que, salvo que alguien localice el arma del crimen con sus huellas, somos nosotros quienes tenemos todos los triunfos en la mano.

     El inspector pareció tranquilizarse. De todos modos, insistió:

-          Voy a meter prisa a los de huellas. Cuanto antes podamos localizar al médico ese, antes podremos pasar a la segunda parte del plan.
-          ¿Y en qué consiste esa segunda parte, si puede saberse?
-          Eso es cosa tuya. Para eso diriges la investigación, y bien despaciosamente, por cierto.

***

     El empellón de Cirujeda a los de lofoscopia dio resultado. A la semana, habían identificado las huellas de la cartera médica. Coincidían con las del DNI de un tal Matías R.S., enfermero de profesión, que ejercía en el servicio de urgencias del Hospital de Vallecas. El tipo se las había arreglado para eliminar el parte de salida de la emergencia sanitaria, aprovechando la circunstancia de que, por falta de ambulancia libre, había prestado el servicio en su Seat-124 particular. No tardó en confesarlo todo, máxime cuando el comisario Manzanares le aseguró que nada malo iba a pasarle por no haber denunciado lo acaecido:

-          Mira, Matías, en lo que a mí respecta, pasaré por alto tu falta. Todos sabemos lo peligrosos que eran esos tipos… Vamos, un estado de necesidad como un piano. ¿Verdad, inspector?
-          Que quiere que le diga –replicó Cirujeda, haciendo de poli malo-. Yo no acabo de creerme eso de que la chavala lo encañonó. Para mí que este ATS[4] se ha embolsado una pasta y se está quedando con nosotros.
-          Bueno, bueno, démosle una oportunidad. Anda, Matías, vuelve a explicarnos todo lo sucedido, a ver si esta vez convences a mi escéptico colega.

     El bueno de Matías repitió una vez más su historia. Una voz femenina había llamado al servicio de urgencias pidiendo ayuda inmediata, ya que su marido se había caído de la escalera, haciendo una chapuza doméstica. Al llegar a la casa en su coche particular, una chavala –por la descripción, sin duda, Ángela- lo llevó al dormitorio, donde un joven estaba tumbado en la cama, inconsciente, sudoroso y quejándose. Al comprobar que se trataba de un herido grave por arma de fuego, interrumpió el reconocimiento y le dijo a la chica que su compañero estaba muy grave y que tendría que avisar al hospital, para que viniese un médico con una ambulancia preparada. Entonces la chavala había sacado del cajón de la cómoda un revólver…

-          ¡Alto ahí!, le cortaba una y otra vez Manzanares. ¿Cómo sabes que era un revólver y no una pistola?
-          ¡Toma!, pues porque tenía tambor y bien que se veían las balas cuando me la puso entre los ojos.
-          Está bien, sigue.

     Y el ATS proseguía, diciendo que, después de intimidarlo con el revólver, había sacado del mismo cajón una pequeña bolsa de deporte de colores, que abrió, mostrándole una gran cantidad de dinero. Cogió un montón de fajos de billetes, que tiró sobre la cama, diciendo que le daría un millón si curaba ahora las heridas de su amigo y otro millón, si venía a casa otras cuantas veces y lograba salvar su vida. Matías aseguraba que fue la moza quien metió el dinero prometido en uno de los compartimentos de su cartera –los policías no tragaban con ello- y que él, para salvar su vida, había hecho una pequeña cura de taponamiento y se había despedido de la muchacha, con el compromiso de ir al hospital por el instrumental y los medicamentos precisos y regresar, tan pronto pudiera escabullirse.

-          ¡Nos tomas por tontos!, bramaba Cirujeda. ¡A buenas horas te iba a dejar ir, así como así!
-          Así como así, no –repuso Matías-. Tuve que dejar en la casa la cartera con el botiquín de primeros auxilios y el dinero ofrecido. Además, la individua comprobó que nada más podía hacer por el herido con lo que allí tenía. Parecía sinceramente preocupada por salvarle la vida.

     En fin, el enfermero regresó al hospital, con la perplejidad de quien ambiciona el dinero pero también teme por su vida. Estuvo rumiando la situación durante un rato y, al final, decidió salomónicamente. No volvió, pero tampoco denunció. Es más, para curarse en salud, rellenó el parte de forma mendaz y anodina. No contento con ello, al terminar la jornada, retiró el citado documento de la carpeta de incidencias, motivo por el cual no fue detectado por la Policía. Y eso era todo, más o menos. Manzanares le autorizó a retirarse y marchar a su casa, con el consabido hasta nueva orden, no salga de Madrid y sus alrededores y esté localizable.

-          ¿Dónde crees que estarán las otras novecientas mil pesetas que no han aparecido en la cartera?, preguntó Cirujeda, incrédulo como de costumbre.
-          Pues en poder de Ángela, con los otros cuatro millones. Pienso que la chica, cuando murió Pablo o cuando se convenció de que el ATS no iba a regresar, retiró el dinero de la cartera, lo metió con el resto, cogió el revólver y se dio el piro. La moza es leal, pero no tonta. Lo que pasa es que, con las prisas, se dejaría un fajo tras ella.
-          Ya. ¿Y lo del revólver?
-          Ahí está el meollo, Ciru. Si lo encontramos, ten por seguro que habremos dado con el arma que mató al vigilante de La Acorazada. Ganaremos el millón y, de paso, se podrá acusar a Ángela de asesinato. ¿Entiendes, chato? Veinte años de cárcel no se los quita nadie.
-          ¡Bárbaro! A por el revólver y caso concluido.
-          No tan deprisa, colega. Ha llegado el momento de ser cuidadosos y preparar el cebo. Y tratándose de una chica jovencita y compungida, tendremos que poner en el anzuelo a un mozo guapo, listo y con agallas… Creo tener al tipo adecuado.

***

     El comisario Manzanares era un hombre de recursos, bastante avanzado para su tiempo. A falta de confesión a palos –como sugería Cirugeda-, estaría bien arrimarle a Ángela un agente encubierto, que la sonsacara con camelos toda la verdad de su participación criminal y, por supuesto, localizase con tiempo el dinero y el revólver aludido por Matías. Pero aquellos jueces de la Transición española padecían –en su opinión- sarampión democrático y una irrefrenable desconfianza hacia la Policía. Por tanto, el famoso cebo tendría que ser alguien tan despierto y de fiar como un subinspector, pero ajeno todavía al Cuerpo Nacional. Alguien como Serviliano Argüelles, un muchacho de veintiún años, hijo de un policía compañero de promoción de Manzanares, asesinado años atrás por los terroristas de E.T.A. El chico se estaba preparando para ingresar en la Policía Armada, algo muy probable que consiguiese, dada su preparación y la recomendación implícita que suponía el ser hijo de su padre.

     Manzanares esperó a Servi a la salida de sus clases de preparación y lo invitó a tomar una cerveza en un bar cercano.

-          Servi, yo creo que lo de policía de uniforme y porra es poco para ti. ¿Qué te parecería ingresar en el Cuerpo Superior, como tu difunto padre?
-          ¡Caramba, don Argimiro, me sorprende usted! No es que no tenga ganas y titulación académica, pero en casa no estamos sobrados de dinero y estoy dispuesto a empezar de madero [5]. Luego, ya se verá.
-          ¿Y si yo te ofreciera la seguridad de entrar de subinspector?

     El joven calló, esperando la contrapartida de la insospechada oferta de su admirado don Argimiro. Este le expuso el plan de la forma más atractiva que supo. Ustedes ya se lo figuran, por lo que abreviaré la narración:

     Se trataba de que Serviliano abandonara por unos meses la preparación de los exámenes y se trasladara a Cabo de Gata, para ejercer allí de mecánico en un concesionario de automóviles próximo al supermercado donde estaba trabajando Ángela. Haría por conocerla y camelarla, hasta poder descubrir el botín y la supuesta arma homicida, así como obtener de ella una confesión lo más completa y espontánea posible de su experiencia como atracadora. Conseguido todo ello, el puesto de subinspector lo estaría esperando y Manzanares se encargaría de que se quedase en Madrid, con su Grupo. El muchacho inquirió:

-          En lo de la mecánica no hay problema pues estuve trabajando en un taller para pagarme los estudios. Pero lo de la chica no lo tengo claro: ¿Tengo que hacerme novio formal de ella?
-          ¡Toma, y tan formal! Conviene que te vayas a vivir con ella, para que te coja total confianza y puedas registrar a fondo el piso y todas sus cosas.
-          ¿Y si me pide que nos casemos, o que tengamos un hijo?
-          Procura hacer tu tarea pronto y tomar ciertas precauciones. De todos modos, la chica dicen que es una monada. Yo que tú, me preocuparía más de tu integridad física que de la moral. La tal Ángela es lista y de armas tomar.
-          ¿Tendré cobertura? ¿Cómo nos comunicaremos?
-          ¡Je!, hablas ya como mis muchachos. De cobertura, nada. No quiero que cualquier policía o guardia civil de por allá nos vaya a fastidiar la jugada. Y, en cuanto a estar en contacto, solo lo imprescindible y siempre que no haya nadie delante cuando telefonees. Ya concretaremos los detalles.

     Servi titubeó antes de plantear la última pregunta. Por fin:

-          Don Argimiro, ¿es seguro lo de la plaza de subinspector, si cumplo?
-          Sí, hijo, sí, y hasta un buen pellizco para tu madre, caso de que Ángela lo descubra y te mande al otro barrio… Vamos, como si fuera en acto de servicio.

     Al chico la broma no le hizo ni pizca de gracia. Miró fijamente al comisario y se limitó a decir:

-          Acepto. Y que Dios reparta suerte.


 3.   Del amor y sus complicaciones

   


     Dos meses más tarde, Ángela se sentía feliz. Bien es cierto que el dinero del atraco, esa fortunita legada por sus amigos muertos, seguía esperando en un hoyo profundo cercano al Cerro de los Ángeles, pero lo que ganaba en Cheaply y cuidando niños era más que suficiente para mantenerse, pagar el alquiler de la casa –bien barato, como correspondía a un arrendamiento de todo el año en una zona turística- e ir ahorrando para el viaje a Brasil. Porque ya lo tenía decidido: su destino sería la metrópoli paulistana, donde ya la esperaba con los brazos abiertos un hermano de su padre, allí emigrado en los años cincuenta. Dueño de una pequeña cadena de carnicerías, le reservaba un puesto en las oficinas. São Paulo no es tan bonito como Rio –le había escrito-, pero aquí trabajamos más, al estilo europeo.

     Pero no era nada de eso lo mejor. Si Ángela se sentía equilibrada y completa por primera vez en su vida, era por ese mecánico, Servi, que le había hecho sentir la dulzura y la paz de un noviazgo normal. No se trataba –por supuesto- de la pasión de sexo, drogas y fiesta, que había vivido con Pablo, pero todo era tranquilo y relajado, y cuando se entregaba al sueño, no sufría las pesadillas y sobresaltos del pasado. Lo pensaba una noche, desvelada por un ventarrón de levante, que zumbaba y estremecía las ventanas:

-          ¡Qué dos chicos tan opuestos! El pobre Pablo, siempre deprisa, deprisa, como si hubiese profetizado su temprana muerte. Y Servi, todo lo contrario: despacio, despacio. Es verdad que enseguida se fijó en mí y no tardó en pedirme relaciones, pero siempre calmoso y en sus puntos. No fuma, no bebe, nada de drogas; no le gusta bailar; tocarme, lo justo… Pues no me dijo que se lo iba a pensar unos días, cuando le ofrecí que se viniese a vivir conmigo, en vez de en esa habitación de mierda que tiene alquilada… Y no es que yo no le guste, que eso una chica lo conoce a la legua; es que no quiere que nos comprometamos hasta estar bien seguros. ¡Claro!, él tiene otra educación y su familia, otros valores y otras formas. A mí me parece que está un poco enmadrado. Será por lo que le pasó a su padre, ¡vaya golpe: reventarle una bomba puesta en los bajos del coche! ¡Anda y que no me mosqueé cuando supe que era hijo de policía! Cada pregunta que me hacía, me ponía en guardia, incluso las más tontas. En fin, es más bueno que el pan, trabajador… y guapo, que se me aflojan las piernas y me salta el corazón en el pecho cuando se me acerca. Menos mal que el próximo fin de semana hace la mudanza y se viene a vivir conmigo. Más noches sola, como esta, y me volvería loca.

     El viento sigue rugiendo y parece que la casa vaya a salir volando. Ángela se levanta y comprueba que la puerta de la terraza esté herméticamente cerrada. Decide echar las persianas, contra su costumbre, y desvía la mirada por un instante a una imperceptible ranura entre ladrillos, recóndita oquedad donde guarda el revólver Llama del 38 largo, con su carga de seis proyectiles. Le tiene cariño porque se inició con él en el manejo y disparo de armas. Lo hacía tan bien, que Pablo se lo regaló y él se pasó a las pistolas. Quizá no debería guardarlo, pues fue con el que le disparó a aquel tipo, que se había atrevido a tirotearles cuando huían en coche después de atracarlo. Una de las balas entró por el cristal trasero y estuvo a punto de alcanzar a Sebas en la cabeza. Fue ella quien obligó al Meca a dar la vuelta e ir a por el vigilante. ¡Qué ocurrencia! El tipo era bragado; los esperó a pie firme y siguió disparando hasta que se le acabaron las balas. Luego, echó a correr a campo traviesa, zigzagueando. Le costó tres tiros para darle de lleno. Cayó de bruces y no se movió. Sebas no hacía más que decir que lo había matado, que era una gilipollas y que no volvía a dar un golpe con ella. ¡Menos mal que Pablo le aseguró que el individuo vivía y que, de cualquier forma, Ángela no había hecho otra cosa que responderle de la misma forma! No había vuelto a saber nada de su víctima. Sebas le perdonó el pronto y llegaron a ser buenos amigos y colegas, hasta que las diñó en el atraco al banco… Pues sí, mejor se desprendería del revólver, pero no ahora, que era una chica que vivía sola en una urbanización casi vacía muchos meses al año. Quizá, cuando viviera con Servi. Por cierto, le había preguntado alguna vez si no le daba miedo por las noches. Ella había estado a punto de decirle lo del revólver, pero se contuvo. Mejor así. Es probable que esté familiarizado con las armas de fuego, como hijo de policía, pero es un alma de Dios y no quiere comprometerlo.

***

     Así pensaba Ángela. Servi habría pensado mucho menos, si no hubiese tenido sobre su cabeza la espada de Argimiro. Poco a poco, sobre el respeto que le inspiraba el comisario y el interés por su propia carrera, fue sobreponiéndose el cariño a la cajera. Habrán de saber que, entre la muerte tan traumática de su padre, los cambios de domicilio y el agobio de simultanear trabajo y estudios, puede decirse que, para el muchacho, Ángela fue su primer amor; amor apasionado, entre otras cosas, porque ella era para entonces una chica experta y sin inhibiciones en las lides de Venus, gracias a los meses vividos con Pablo, como si de recién casados se tratase. 

     Tan pronto empezaron a vivir juntos en el piso alquilado por Ángela, Manzanares empezó a apretarle con exigencias: que si tenía que registrar a fondo el apartamento; que mirase en tales o cuales sitios o muebles; que si debía sonsacarle a la chica de una forma o de otra… Servi, cada vez menos inclinado a poner fin a aquel paraíso, disfrutaba del sexo y llenaba a Ángela de cariño y atenciones, invirtiendo en ello la mayor parte de su sueldo de mecánico. Sí que, con prudencia exquisita, la preguntaba o procuraba enterarse de su vida pasada; principalmente, para conocerla mejor, mas también para tener algo medianamente interesante que ofrecer al comisario, cuando este lo interrogaba de manera cada vez más incisiva.

     Tampoco Ángela respondía con precisión y prolijidad a las curiosidades de Servi, vaya usted a saber si por advertencia de un sexto sentido. Que si había trabajado en un bar en Villaverde; que si había sido novia de un mal tipo que la había dejado tirada; que se había venido a la costa para olvidar el pasado y ganar más dinero. Eso sí, algunas veces le insinuó el sueño de marchar para Brasil, donde un tío suyo le había ofrecido trabajo, pero no el dinero de los pasajes de avión.

-          ¿Te vendrías conmigo, si tuviéramos la oportunidad?, preguntó a Servi.
-          No sé… Está muy lejos… Mi madre…
-          O sea, que me dejarías marchar sola.
-          Mujer, me lo dices tan de golpe… Lo pensaré. ¿Para cuándo tienes pensado hacer el viaje?
-          Cuando tenga ahorrado para los billetes y los primeros gastos allá. No quiero ser una carga para nadie.

     Dijo ese nadie con tal tristeza, que Servi se conmovió:

-          Cariño, sabes que acabaré marchando contigo, porque ya no puedo vivir sin ti. Solo te pido un poco de tiempo para preparar a mi madre y tener yo también algo ahorrado.
-          Tienes razón, perdona. Yo lo llevo pensando tanto tiempo, que olvido la sorpresa de los demás… No te preocupes, no va a ser puñalada de pícaro, pero tampoco quiero demorarlo ya más allá de unos pocos meses.

     Unos días más tarde, salía humo por el teléfono, mientras Servi hablaba con Manzanares desde una cabina telefónica junto a la playa. El comisario le llamó vago y desagradecido. Le dijo que estaba harto de que se pitorrease de él por culpa de un chocho caliente. Amenazó con volverse atrás de lo de la oferta de plaza de policía secreta. Finalmente:

-          Te doy una semana, ni un día más. Ya puedes poner toda la casa patas arriba, se entere la chica o no. Si no aparece el revólver, me cisco en todo, voy a por esa puta y, entre lapo y lapo, le largo que eres tú quien la ha vendido porque eres un aspirante a poli camuflado. Así que tú verás cómo te las apañas.

    Ya no había más remedio. Servi pidió tres días de permiso, a cuenta de sus vacaciones, aparentando ante Ángela que seguía yendo a trabajar.  Y así, aprovechando la larga jornada de la joven en Cheaply, se dedicó a registrar a fondo toda la casa, siguiendo las orientaciones que tantas veces le había dado el comisario. Como sucede en casi todos los relatos policiacos, tuvo finalmente éxito en sus pesquisas: Dio con el hueco disimulado de la terraza y allí apareció el revólver tan anhelado, envuelto en papel de periódico, con todas las características que Manzanares le había adelantado. Tan sólo había pasado media jornada de su licencia, por lo que Servi tenía tiempo de sobra para encontrar el dinero, supuesto que estuviera en el piso, lo que no le parecía muy probable, dado que el paquete tenía que ser bastante voluminoso y no lo había encontrado las veces anteriores que se las había agenciado para registrar la morada. Se relajó sentado en la cocina con una cerveza y tuvo una inspiración:

-          ¿Y si Ángela, o sus colegas de atraco, hubiesen escondido el botín nada más cometer el robo, o ella, cuando se disponía a marchar de Madrid? Pues, si así fuese, malamente lo iban a encontrar si no la forzaban a cantar la gallina. Claro que en alguna película se ve que, para no equivocarse, los ladrones dejan alguna señal visible, o hacen un croquis del sitio donde excavan…

     Dejó la bebida a medias y fue como un rayo al chifonier donde Ángela guardaba mayormente su ropa interior, la bisutería y los objetos más personales. En el fondo del cajón inferior, bajo los pijamas, estaba la carpeta en que la chica guardaba sus documentos: una partida de nacimiento, la libreta con las calificaciones de la E.G.B.[6], una escritura notarial del pisito de Madrid –ya tristemente perdido-, algunas fotos y cartas de sus padres y… ¡bingo!, una cuartilla algo ajada, en la que una mano hábil para el dibujo había hecho a mano alzada el plano de un lugar, con sus caminos, rocas y árboles. Como es lógico, Ángela –era su letra- se limitaba a emplear números y letras iniciales, pero seguro que la Policía lo leería como si de un texto llano se tratase. De hecho, Servi ya empezaba a percatarse. Sonrió ante la torpeza de su novia, que había empleado para señalar el botín el símbolo del dólar. Lo demás no le dijo nada, aunque sus ojos iban una y otra vez a un montículo con una cruz encima, que bien podría ser un monumento religioso, más o menos aparente. En fin, seguro que don Argimiro tenía todas las claves y lo descifraría sin vacilar.

     Con santa paciencia, Servi colocó el plano al trasluz en la ventana y lo copió minuciosamente en otra cuartilla superpuesta. Luego, reprodujo números y letras, volviendo a depositar el original en la carpeta y esta, en el cajón. El comisario estaría contento. Quien no lo estaba, desde luego, era él. Comprendía que era inevitable entregar a Ángela y acabar con aquella hermosa relación, pero algo podría hacerse para evitar que él quedase como un canalla y la chica fuese condenada a una enormidad de años de cárcel. ¡Y lo malo es que había que pensar aprisa, pues Ángela volvía hoy a las cuatro y le era imposible hacer tan bien el paripé, que no se diera cuenta de que algo gordo estaba pasando! Es más, Servi no se consideraba capaz de entretenerla hasta la llegada de la Policía y verla partir, esposada, tal vez para no encontrarla más. Había que ganar tiempo y preparar ínterin  un plan para salir lo mejor librados posible. Dio con el pretexto, embutió un mínimo equipaje en una bolsa de deporte y, cuando llegó Ángela:

-          ¡Pero Servi!, ¿ya estás de vuelta del taller?
-          Me ha llamado mi hermana al trabajo. A mi madre le ha dado un amago de infarto. Voy a coger el autocar de las cinco, a ver si llego a medianoche a Madrid.


***

     Aquella noche fue plácida. Conforme al compromiso, Servi la llamó al llegar a Madrid y, en seguida, Ángela concilió el sueño hasta sonar el despertador. Tal vez, si el levante hubiese aullado como otras veces, o si algún borracho hubiese llamado al interfón, ella habría acudido a la recóndita oquedad, en busca del revólver… para descubrir que había desaparecido. He aquí el primer y fundamental paso en la estrategia paliativa de Servi quien, esa misma tarde, en vez de coger el autobús directo a Madrid, tomó el camino de los cantiles, para sepultar en el mar el arma que podía inculpar a su novia en el asesinato del vigilante. Apresuradamente, pidiendo a Dios que la muchacha siguiera respetando su deseo de que no saliera a despedirlo, tomó el ómnibus de las seis hasta Almería. Luego, en el expreso de la noche, hasta Madrid. De modo que la presunta llamada desde la capital de España la había hecho a toda prisa desde la cantina de la estación de Baeza.

     A partir de allí, el joven fue perfilando los términos del trato que habría de hacer con el comisario. Por supuesto, no revelaría el hallazgo del revólver, que él se había encargado de hacer desaparecer. Con ello, birlaba la posibilidad de condenar a Ángela como autora de asesinato, pues Servi no dudaba de que sin el arma, no podría ser acusada de aquel crimen. Ya se estaba imaginando el enfado de don Argimiro –cada vez le costaba más anteponer el don-, pero tendría que tragar, a no ser que el mar les jugase una mala pasada durante una tempestad. A cambio, se recuperaría el dinero enterrado, como si se tratara de un hallazgo casual, y el caso se cerraría con un juicio a Ángela por el encubrimiento de Pablo y la receptación del dinero del atraco. Pero, ¿y él? ¿No sería posible que quedara libre de toda sospecha ante su novia? ¿Había alguna forma de no causarle a Ángela el dolor y la indignación de haber amado a un confidente de la Policía?

***

     El tren llegó a su hora a la estación de Atocha. Servi desayunó, dejó su mínimo avío en consigna y, a eso de las nueve y media, llamó por teléfono a Manzanares. Como es lógico, este se sorprendió:

-          ¿Qué pasa?
-          Tengo buenas noticias, don Argimiro.
-          Pero, ¿desde dónde llamas? ¿Quién hay contigo?
-          No se preocupe. Es que estoy en Atocha. Si puede recibirme, en media hora soy con usted.
-          Por supuesto. Vente inmediatamente para la Puerta del Sol.

     Los términos de la conversación entre don Argimiro y Serviliano me fueron transmitidos por este, muchos años después. Quiero decir que no pongo la mano en el fuego por su veracidad y que, si los dialogo, es como recurso estilístico. A ver cómo me sale:

-          ¡Chico, que sorpresa! Se ve que mi ultimátum ha surtido efecto.
-          Y que lo diga, don Argimiro, aunque la verdad es que llevaba ya muy adelantadas las pesquisas. No crea que olvido mis compromisos por razones sentimentales.
-          Más te vale, si quieres ser policía. Bien, vamos con ello. ¿Qué me traes?
-          ¿Quiere primero las buenas noticias o las no tan buenas?
-          ¡Al grano, Servi! ¿Qué has podido descubrir?
-          Para empezar, que no hay la menor prueba de que Ángela sea el cuarto atracador que andan buscando. El revólver no ha aparecido por ninguna parte y ella no me ha contado nada que pudiese hacer suponer una participación en los golpes de la banda.
-          ¡Qué va a decir ella! ¡Menuda lagartona está hecha! Y, en cuanto al revólver, ¿has registrado bien todo el piso? … Ya; tendremos que hacerlo nosotros de nuevo cuando demos por concluida la parte disimulada de la operación.
-          Yo creo que puede darse por terminada: La chica no es una atracadora, ni ha disparado en su vida, pero sí que se ha quedado con el dinero del atraco al banco. Tengo pruebas de ello.
-          Venga, desembucha.
-          Antes, don Argimiro, tengo una petición que hacerle. No pretenderá que quede como un cerdo y arruine mi vida sentimental.
-          Ya te veo venir. Quieres que todo aparezca como un hallazgo casual, fruto del esfuerzo de la Policía. Bueno, chaval, hasta ahí, sin problemas; allá tú si quieres seguir ligado a esa moza y esperarla hasta que salga de la cárcel… Solo que, si es así, olvídate de ingresar en el Cuerpo. No voy a recomendar a un tipo que piensa casarse –o lo que sea- con una delincuente.
-          Asumo esa consecuencia. Volveré a la mecánica y me ganaré con ella la vida. En estos meses con el concesionario de la Peugeot he conseguido una buena experiencia.
-          Bien, a lo que íbamos, ¿dónde está el dinero?; ¿qué pruebas me das para relacionar a la Angelita con el escondite?
-          Espere un momento. Tiene que prometerme que mi nombre no saldrá para nada en el atestado como colaborador de ustedes y, para mayor apariencia de veracidad, que en un principio me detendrán e interrogarán como novio de Ángela y persona que convivía con ella en su casa.
-          ¡La leche que te han dado! ¡Pues sí que vas a darme dolores de cabeza por la ayuda de mierda que me has prestado! ¡No te prometo nada! Haré lo que pueda porque salgas con bien de esta y hasta nunca.
-          En ese caso, don Argimiro, no tendré más remedio que contar mi relación con usted y exagerar las cosas para presentarme como una especie de agente provocador. Y de ahí a que el juez crea que han creado o manipulado las pruebas, no hay más que un paso.

     Manzanares hizo ademán de levantarse y agarrar a Servi por la solapa, pero se contuvo. Algo le decía que, por ahora, estaba en manos del muchacho y tampoco era cosa de darle un escarmiento al hijo de un compañero caído en acto de servicio, al que él había estado usando como cebo, a cambio de un favor de dudosa legalidad. Decidió hacer de poli bueno –en lo que tenía una larga costumbre- y calmar los ánimos:

-          Está bien. Vamos a tomar un café y luego seguimos.

     La segunda parte de la entrevista fue bastante menos ruda. Servi presentó su copia del croquis al comisario, quien sonrió e identificó al momento el lugar:

-          Esto es el Cerro de los Ángeles. Esos tipos no vivían lejos y seguro que conocían los andurriales. Hasta creo recordar que los armadas tuvieron una intervención con ellos, a raíz de que les soltasen unas palabras groseras a unas peregrinas al Santuario. Pero, ¿de dónde lo has sacado?
-          De los papeles de Ángela. Ella guarda el original entre sus documentos personales y estoy seguro de que el dibujo y la letra son de su mano.
-          ¡Bien! Vamos a tener que actuar con rapidez, no sea que la pájara recele y lo destruya.

     Manzanares descolgó el teléfono y, al punto, se presentó Cirujeda. Le tendió la cuartilla y dijo:

-          Toma, haz un par de copias. Localiza el paraje del Cerro de los Ángeles que aquí está señalado y monta inmediatamente una vigilancia discreta. Luego te cuento.

     Ciru salió y el comisario tranquilizó a Servi:

-          No haremos nada más, hasta que registremos la casa del Cabo de Gata y encontremos por casualidad el plano original confeccionado por tu novia. Es una prueba esencial que conviene practiquemos en su presencia y con todas las formalidades.  
-          Entonces, ¿cuándo van a destapar la olla?
-          En un par de días y ya sin avisarte. Vuelve inmediatamente con tu cariñito y controla que no se deshaga del plano del tesoro.

     Servi remoloneaba para marcharse. Manzanares lo empujó hacia la puerta y lo despidió con estas palabras:

-          Me has decepcionado pero, no obstante, te sacaré del atolladero lo mejor posible. Yo protejo a los míos pase lo que pase.

     Salió el chico y el comisario quedó a solas con sus pensamientos. No eran lo que se dice muy alegres. La chica se iría de rositas, con una o dos condenas menores, y el Grupo iba a quedarse sin la recompensa de La Acorazada. A otro le habría importado más esto que aquello. A don Argimiro le encocoraba especialmente no dar su merecido a Ángela, indudablemente, la atracadora del bigote postizo y la asesina del vigilante. Estaba seguro de ello: su corazón pocas veces se equivocaba. En esto, entró Cirujeda:

-          Jefe, ya está en marcha el dispositivo… ¿Qué, buenas noticias, no?
-          No mucho, pero todo se andará, Ciru, todo se andará.


 4.   Justicia cumplida


     Seis meses después, el juicio contra Ángela estaba en marcha. La muchacha había estado en prisión preventiva durante todo ese tiempo. Por su parte, Servi había pasado en la cárcel unos días, hasta que el juez de Instrucción lo había liberado sin cargos, dado que amar a una criminal no suele considerarse delito. Por cierto que, en el testimonio sumarial, había apoyado cuanto estaba en su mano la inocencia de su novia, en lo que respecta a las muertes de los atracos. Con todo, lo más favorable para la chica era que el revólver no hubiese aparecido. El mar seguía guardando el secreto.

     Servi había intentado visitar a Ángela en Yeserías[7], pero había sido inútil: dada la sospechosa relación entre ellos –además, no formalizada como matrimonio-, se le prohibió la comunicación, incluso por escrito. Finalmente, a través del abogado defensor, le hizo llegar una carta, con las mayores protestas de amor y de esperarla. Ella le había contestado en análoga forma y sentido, pidiéndole que colaborase con su letrado si este consideraba oportuno proponerlo como testigo en el juicio. De todo eso, infirió el joven que su amada no sospechaba de él, a raíz de la intervención policial.

     La cosa empezó a torcerse cuando el Fiscal y el acusador pagado por La Acorazada, presentaron calificación contra Ángela como autora de tres robos (dos de ellos, con homicidio), pidiendo un total cuarenta años de reclusión; y eso, gracias a ser menor de dieciocho años. Claro que, por aplicación de la regla de cumplimiento máximo, el defensor les había asegurado que la condena en ningún caso supondría más de treinta años en la trena. Es de suponer que ello no les aminoraría mucho el disgusto.

     Ante petición tan tremenda, Servi pidió audiencia a don Argimiro, que este no concedió. No dándose por vencido, lo abordó sin previo aviso en la Puerta del Sol e intercedió por Ángela, con una mezcla de súplica y de indignación. El comisario, tolerante, le dijo:

-          Ya sabes lo que son las peticiones de pena de las acusaciones: solicitar mucho, para conseguir lo que realmente esperan. De todas formas, ni yo puedo hacer nada, ni sé lo sólidas que serán las pruebas y los argumentos del Fiscal y compañía. Harías bien en calmarte y, llegado el caso, dejar a la chica a su suerte.
-          ¡De ningún modo! Estoy dispuesto a declarar a favor de Ángela y contar todo el montaje que usted urdió, con la inestimable ayuda de este imbécil que le habla.
-          Mira, chaval, tú verás lo que haces pero, a fin de cuentas, lo único que nos ofreciste fue el croquis del escondrijo del dinero, que lo mismo lo habríamos encontrado nosotros en la casa de Cabo de Gata. Y malamente podrías aducir que preparamos esa prueba, cuando los peritos han confirmado que los números y las letras son de la acusada. Así que no lograrás nada, sino descubrir el pastel a tu amiga y quedar como un guarro en público. ¡Ah!, y como nos calumnies, voy a ir a por ti como ni te figuras.

     Servi recogió velas, comprendiendo la fuerza y veracidad de las palabras de Manzanares:

-          Entonces, ¿no podría hacer algo para que suavicen la acusación? Me dice el abogado que podría pedirse la pena inferior en dos grados y hasta sustituir la cárcel por el reformatorio.
-          Se hará lo que procede: contar las cosas como fueron y no exagerar el alcance de las pruebas que hay contra ella. Reza para que los magistrados que la juzguen sean de esos que les entra tembleque cuando tienen que enchironar un montón de años a jóvenes. Tal vez la ayude el ser mujer y muy mona. En fin, su abogado sabrá. Suerte y saluda a tu madre en mi nombre.

***

     El primer mazazo lo dio la declaración del policía que había dirigido el registro de la casa de Ángela en San José de Níjar. Leamos las actas del juicio oral:

-          … Así que no encontraron ningún arma en el piso.
-          No, señor Fiscal, y bien que lo esperábamos cuando descubrimos el agujero.
-          ¿El agujero, dice? ¿A qué se refiere?
-          A un orificio cuadrado en la pared de la terraza, con las medidas apropiadas para esconder un arma corta.
-          ¿No podía tratarse de un fallo de construcción?
-          No, señor. Estaba bien escuadrado y tapado con ladrillos, de forma que apenas se apreciaba la junta.
-          ¿Cree usted que se había preparado recientemente? –Observe el tribunal que la acusada llevaba alojada seis meses en el piso, cuando se produjo la entrada y registro-.
-          No podría decirle, no soy experto… Más bien parecía hecho bastante tiempo antes.
-          Y no encontraron nada dentro…
-          En efecto, nada.

     Parecía una cuestión baladí, pero Ángela dio un respingo en el banquillo. Se conoce que no había estado presente –o atenta- en aquella parte del registro de su casa. ¡Y ella que había estado rezando para que la Policía no reparara en aquel escondrijo!

***

     Pero, para los cronistas de Tribunales, el momento culminante de aquel juicio fue cuando, como último testigo de los acusadores, apareció Matías R.S., el enfermero del hospital de Vallecas, a quien conocimos en el capítulo 2. Tuvimos en eso mucha más suerte que el abogado defensor de Ángela pues, por alguna oscura razón, su nombre no apareció hasta figurar en la calificación del fiscal, precisamente como el último de sus testigos.

     Su declaración fue apabullante en cuanto a seguridad y precisión en los detalles, cosa comprensible si recordamos la de veces que hubo de relatar lo sucedido a Manzanares y Cirujeda. Menos razonable es que recordase de nuevas en el juicio un par de datos, de lo más importantes para el éxito de la acusación. El primero era recogido en la crónica de La Información de aquel día:

     Con verdadera emoción y temblor de voz, el A.T.S. expuso a la Sala cómo la acusada le había puesto el arma entre los ojos, diciéndole: Como no hagas todo lo posible por salvar a mi novio, te pego un tiro. Y no bromeo. No sería la primera vez que mato a alguien.

     No juzgo preciso recalcar a mis perspicaces lectores dónde estaba el notable añadido a sus versiones anteriores, ni la gravedad de haber reconocido Ángela que ya tenía otras muertes a sus espaldas.

     La segunda adición no era, de por sí, tan relevante. Leemos en el acta del juicio –feliz y excepcionalmente auxiliada de taquigrafía-:

-          En resumen: No tiene usted ninguna duda de que se trataba de un revólver.
-          No señor.
-          Y también recuerda perfectamente las características que acaba de indicarnos.
-          Sí señor.
-          Y que en los alvéolos que quedaban a la vista estaban alojadas otras tantas balas.
-          Así es.
-          ¿Algún detalle más que quiera exponer a la Sala?
-          … Pues, por si fuese de interés, que se trataba de un revolver de la marca Llama.

     Si siguiésemos el interrogatorio escrito, constataríamos las reiteradas preguntas del defensor, tratando de evidenciar que era imposible, en un dormitorio en penumbra y con la conturbación de estar a merced de una delincuente armada, leer las letras de una plaquita plateada en la culata, o el grabado inciso en el pavonado del arma. ¿A qué tanto interés por la marca del revólver? La respuesta nos la da la declaración del vigilante jurado retenido por el atracador del bigote en el primer robo violento que se juzgaba, mientras sus compinches desvalijaban la cementera junto a Pinto. El interrogatorio se desarrollaba así:

-          Así que el atracador, o atracadora, que lo tenía encañonado lo hacía con un revólver… ¿Puede decirle al tribunal de qué clase?
-          Un Llama, calibre 38.
-          ¿Está usted completamente seguro?
-          Desde luego. Estábamos a plena luz del día y a cosa de un metro de distancia.
-          ¿Y puede describirnos esa arma con detalle?
-          Por supuesto. Precisamente tengo yo una igual…


     Naturalmente, había más elementos de cargo. La complexión y edad de Ángela eran similares a las descritas para el chico del bigote, menudo, de baja estatura y muy joven. En la casa de Santa Eugenia –abandonada a toda prisa por Ángela, al morir Pablo- habían aparecido algunas prendas reconocidas por los testigos como las mismas o muy similares a las que portaba el del bigotito en los atracos. Finalmente, el hecho de que aquel muchacho se hubiese evaporado cual un fantasma durante más de un año tenía también un cierto poder de convicción.

     En fin, los acusadores eran expertos y el defensor poco más podía hacer que invocar la juventud de Ángela, su posible temor y dependencia afectiva hacia Pablo –algo que, con buen fundamento, consideró el fiscal un reconocimiento implícito de su colaboración material y directa con él- y aportar algunos testigos del tipo esta buena chica es incapaz de una cosa así. Uno de esos testigos fue Servi, cuyo lavado de mala conciencia fue seguido por Ángela con tal indiferencia, que ni siquiera se dignó dirigirle una mirada.

     La sentencia declaró a Ángela culpable de todos los cargos, con la atenuante de menor edad, y la agravante de alevosía en la muerte del vigilante de la carretera de Arganda. No se atrevió el tribunal a aseverar que hubiese sido la chica quien efectivamente empuñara el revólver en aquella ocasión pero ¡qué más daba! Era coautora y, por tanto, tan responsable ante la ley como sus tres compañeros varones, ya fallecidos. En resumen, treinta y cinco años de reclusión, reducibles a treinta por imperativo del máximo legal de cumplimiento. Su abogado recurrió en casación al Tribunal Supremo, que no tuvo que pronunciarse, por el motivo que inmediatamente se dirá.

***

     A los tres meses de conocerse la sentencia de la Audiencia de Madrid, Ángela se suicidaba ingiriendo una buena cantidad de matarratas arsenical, sustraído en la cocina de la Prisión. Todos afirman que no pudo soportar la idea de pasarse media vida privada de libertad. No lo dudo, pero eso no es todo. Si me he decidido a escribir este relato es porque creo saber algo al respecto, que nadie hasta ahora ha querido divulgar. La fuente, otra reclusa, con la que nuestra protagonista hizo buenas migas en la cárcel y a quien reveló lo que sigue. Es su amiga quien habla y yo el que contesta:

-          Siempre que hablaba de él, lo tachaba de traidor y de canalla. Yo le decía: chica, a saber quien quitó el revólver de donde lo tenías. Y ella: pues él, ¿quién, si no? Y yo: lo haría por tu bien, para que no lo encontraran los policías. Y ella: pues lo mismo que hizo desaparecer el arma, pudo haber roto aquel maldito papel y avisarme de que la Policía andaba tras de mí. Vamos que, verdadero o falso, Ángela lo tenía por confidente y que la había estado engañando con lo del amor, el viaje a Brasil y todo eso.
-          ¡Quién sabe! Puede que estuviese enamorado de ella y puede que no. Yo no lo conocí aunque, después de esto que me has contado, voy a hacer por descubrir toda su verdad.
-          ¿Cree usted que merece la pena? Ya ve, de la primer parte de su vida hicieron una película bien bonita, de mucha acción y mucho cariño. ¿Por qué no los deja en paz? ¿Quién se va a molestar en leer un rollo de policías, confidentes y juicios?
-          Bueno, el trabajo será mío y tiempo es lo que me sobra. Además, una realidad como esta a veces es más fantástica que los frutos de la imaginación. ¿A que no sabes en que es seguro que Servi no mintió a Ángela?
-          Ni idea.
-          Pues en lo de viajar a Brasil; claro que sin ella. Al año de suicidarse la chica, dejó él la Peugeot y se largó para allá. No sé si a São Paulo precisamente, pero por tierras brasileras sigue, que se sepa.
-          Sí, claro, ¿dónde iba a estar mejor? Tostándose al sol y bailando samba con las mulatas, mientras Ángela se pudre bajo tierra.

***

     Una cosa más. El Consejo de Administración de La Acorazada decidió entregar el millón de pesetas de la recompensa al comisario Manzanares y su Grupo, considerando que su trabajo daba cima a la investigación, pues el asesino que buscaban tenía que ser uno de los fallecidos o –lo que era más probable- la chica condenada. Naturalmente, ignoro cómo se repartirían la prima, ni si Cirujeda quedaría finalmente contento. Me han dicho que el comisario cedió su parte a la madre de Serviliano, pero yo creo que es demasiado hermoso para ser verdad.









[1] Película española dirigida por Carlos Saura, rodada en 1980 y estrenada al año siguiente. Fue un éxito de crítica y público: obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín (1981) y se dice que recaudó cuatro veces y media lo que había costado.
[2]  Según los títulos de crédito, fueron Carlos Saura y Blanca Astiasu.
[3]  Forma coloquial de llamar a los billetes de mil pesetas y, por extensión, a la porción de droga (generalmente, heroína) que con ella podía comprarse.
[4]  Acróstico de Ayudante Técnico Sanitario, denominación dada usualmente a la sazón a los titulados de Enfermería, aunque en 1977 ya empezaron los estudios de Diplomado Universitario en Enfermería (D.U.E.).
[5]   Apelativo un tanto despectivo que se daba a los policías armadas de la época, por su uniforme de color marrón.
[6]  Acróstico de Educación General Básica que, conforme a la Ley General de Educación de 1970, se cursaba en ocho años, para terminarla de ordinario a los catorce de edad.
[7]  Prisión de mujeres de Madrid, entre 1967 y 1991.