sábado, 22 de noviembre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (IX): LA VIDA ES UN VIAJE CON DESTINO INCIERTO


Psicopatología de vida amorosa (IX)

La vida es un viaje con destino incierto

Por Federico Bello Landrove

 

     Nuestro amigo, el doctor del A., emprende en el ocaso de su vida un viaje, pertrechado de un equipaje de certezas. En el itinerario, la convivencia con otra pasajera le llevará a deshacerse de tales bagajes, quizá de modo imprudente y contra su real voluntad. ¿Estará a tiempo de embarcarse para Citerea[1]? La respuesta a esta pregunta comporta la relación de este relato con la Psicopatología amorosa, al coincidir médico y paciente, en una nueva versión del alguacil alguacilado.

 



1.  El viaje

     Ciertos viajes para la tercera edad tienen una fama de relajo o, cuando menos, de exceso, que me resumía el doctor del A. con esta pedestre estrofa, plagiada de otra, ya arcaica, que aludía a los retrasos de los ferrocarriles españoles en los años cuarenta:

Y los viajes del Inserso[2]

solo tienen una pega:

que se sabe con quién sales

pero nunca con quién llegas.

     De estar presente su hijo Alberto, invariablemente apostillaba a capella:

¡Ay, qué tío,

ay, que tío!

¡Qué puyazo

le ha metío!

     Valga la jocosa introducción, para presentar el viaje a París –una semana, con régimen de media pensión, en hotel de segunda categoría, muy céntrico- que don Isaías del A. realizó en la primavera de 1982, del cual no ha quedado constancia escrita, pero sí una tradición oral, que yo he recogido concienzudamente para ofrecérsela a ustedes.

***

     Tres años antes, había fallecido doña Inga Palacios, víctima de un cáncer de páncreas, dejando viudo al Doctor, que contaba a la sazón sesenta y tres años de edad. Se hallaba en plenitud de facultades y soportaba largas jornadas de profesor y psiquiatra con consulta privada (al cumplir los sesenta, se había jubilado anticipadamente como médico titular del Psiquiátrico provincial). No obstante, o precisamente por ello, sus hijos le insinuaban cada vez con más insistencia que la soledad era muy mala, o que ahí tenía al doctor Villagrá, que había buscado compañía con los setenta bien cumplidos. En honor a la verdad, afirmo que Alberto era el menos pesado de todos, pero su hermana Fina –uno de mis amores de juventud- era de lo más insistente. Recuerdo que se lo eché en cara con rudeza:

-          Pero, ¿de qué soledad hablas? Está siempre rodeado de alumnos o pacientes y, por si fuera poco, comparte casa con su hermana Amalia, que es un encanto.

-          No te hagas el tonto, Fede, que de sobra sabes a qué soledad me refiero. Y, en cuanto a la Madrina[3], te consta lo delicada que está del hígado.

     Yo callaba, sin pasar adelante, aunque bien podrían entre los tres hijos controlar y cuidar a su padre, para el caso de que llegase a necesitarlo; pero parece ser mejor que lo haga otro –otra- y meterse a arreglar vidas ajenas, en vez de ayudar con la propia. Claro que, en eso de meterse a redentor, tenían a quien parecerse y ya se sabe que el que a lo suyos se parece, honra merece.

     Por lo demás, el Doctor no precisaba de mi valimiento. Después de treinta años de feliz matrimonio, ni quería oír hablar de otras mujeres, y eso que partidos no le iban a faltar. Yo creo que era de los que piensan que pretender una segunda relación satisfactoria es como tentar a la divina providencia. Bien lo sabía él, médico de almas en penas y componedor de corazones destrozados. Así que hizo oídos sordos a los consejos filiales y se centró en su trabajo y las famosas partidas de ajedrez rápido de todas las tardes en el café Español. Como mucho, consentiría en hacer alguna escapada tranquila, con gentes de su quinta, vale decir, de las del club de los sexagenarios. Y aquella semanita de París en primavera prometía, máxime en compañía de su buen amigo Anselmo, el notario. De modo que hizo un ligero equipaje y recaló en la estación de autobuses el primer día de las vacaciones de Semana Santa, refunfuñando del madrugón impuesto por la agencia de viajes. Todo lo contrario que su solterón compañero de fatigas quien, tocado con un vistoso canotier, custodiaba sus dos voluminosas maletas, tarareando aquello de maravilla de París, sinfonía de luces en gris[4]. A don Isaías le agitó un escalofrío –y no sólo por el céfiro auroral. Por un momento le vino a la mente aquello de que viajar enseña mucho… sobre los compañeros de viaje. Luego, bultos al maletero y viajeros al autocar. Anselmo subió a toda prisa, con un voy a coger un buen sitio. Cuando el Doctor se reunió con él, observó que los asientos anteriores iban ocupados por dos vistosas féminas. Volvió el rostro hacia su compañero quien, sonriente, le hizo un guiño de complicidad.

 

 

2.  Hay formas y formas


     Como era de esperar, a los dos días de viaje Anselmo e Isaías eran inseparables de las dos señoras de marras, de una edad parecida a la suya. El notario, manirroto y dicharachero, no tardó en congeniar con la más agraciada físicamente de ambas, Lupita, a quien él apodaba la Rancherita, por aquello de las connotaciones mejicanas del nombre. Hasta dónde iba llegando la intimidad entre ellos es cosa que, aunque yo supiera, no la manifestaría. Lo cierto es que al Doctor le llevaban los demonios, cada vez que la pareja desaparecía con el pretexto de comprar carrete para la cámara o de contemplar con mayor detalle la columna Vendôme. El colmo llegó la a cuarta noche de estancia, cuando inopinadamente don Isaías se vio desplazado a una habitación individual en la buhardilla del hotel, so pretexto de que roncaba tanto, que no dejaba dormir a su hasta entonces compañero de cuarto. Se indignó con el recepcionista:

-          Pero vamos a ver. Aún en el supuesto de que el motivo sea cierto, ¿por qué no han trasladado a don Anselmo de la Cruz, que es el descontento, y no a mí?

-          Creímos que, como amigos, ya lo habían hablado entre ustedes. Por otra parte, como su habitación es bastante más pequeña y Monsieur de la Cruz padece de claustrofobia…

     En fin, todo sea por los amigos, si bien el doctor empezaba a creer que tendría que replantearse la relación, tan pronto volviesen a Castellar. Entre tanto, habría de resolver lo de las dobles parejas, convertidas de pronto en un dúo. La cosa no resultaba mollar pues don Isaías era un caballero, algo tímido con el sexo llamado entonces débil, y su acompañante había resultado ser una mujer atractiva, dentro de sus profundas diferencias. Y no era la menor, desde luego, el que no hiciera ascos a los requiebros o invitaciones de los demás miembros de la expedición sin alianzas, por así decir. Pero todo se despejó como por ensalmo a la mañana siguiente del desahucio por razón de ruido.

-          Si no es indiscreción, Isaías, ¿en dónde has pasado la noche?

     No sé si el interrogado habría respondido de forma educada, pues Etelvina no le dio tiempo y prorrumpió en una carcajada. Luego, en vista de la severa faz del galeno, se puso colorada, recuperó la compostura y explicó:

-          Dirás que maldito lo que me importa pero es que mi compañera de habitación no ha aparecido por esta en toda la noche y, claro está, no hace falta ser muy lista para comprender en dónde ni con quién ha pasado la velada. Así que, salvo que hayáis formado un trío

-          No tal, repuso Isaías con hosquedad, probablemente fingida. El galán tuvo antes la gentileza de buscarme acomodo en una buhardilla del último piso. Cuatro cocotones me llevo dados con las vigas.

-          ¡Cuánto lo siento! No sé si atreverme a ofrecerte mi hospitalidad para esta noche y las sucesivas. Dicen que los golpes en la cabeza pueden tener graves consecuencias.

-          Muchísimas gracias, pero mi subconsciente ya ha tomado la medida de los techos. Lo que aún no he calibrado es la medida de los peligros que me acechan en esta situación de vodevil.

      Etelvina –Telva, para sus conocidos- volvió a reír, esta vez, con más contención y decidió que era el momento de sincerarse con aquel caballero, digno de toda atención y entrega. Mas, antes de darle la palabra, bueno será que sepamos de ella lo poco que ya conocía su interlocutor:

     Asturiana de Gijón, hija de médico generalista de la Seguridad Social, había cursado en Oviedo la carrera de Filosofía y Letras y llevaba toda la vida de colegio en colegio, desasnando rapacinos en toda clase de materias, desde la Lengua a la Historia del Arte, su asignatura preferida, como demostraba tan pronto se le ponía tiro Nôtre Dame o el Panteón. Había tenido tres hijos, ya mayores e independientes, de un matrimonio poco afortunado con un capitán mercante, del que se había separado definitivamente un montón de años atrás, si bien no había podido alcanzar el divorcio hasta finales del anterior, gracias a la reforma legal correspondiente. Por lo demás, coqueto silencio sobre edades y posibles nietos. Con todo, a la vista estaba que andaría por los sesenta, llevados con estilo y garbo.

 

-          Verás, Isaías, incluso antes de mi divorcio, ya eché la caña varias veces y pesqué las más de ellas. ¿Qué quieres? Porque una se haya equivocado una vez, no va a dejar de tener ilusiones y procurar rehacer su vida. Eso sí, de forma poco estridente y dando prioridad a los hijos. Pero ahora, divorciada y con los chicos volando por su cuenta, ¿qué me impide vivir lo que antes no pude? ¡Qué demonios! Puede que sea ya un poco tarde, pero tengo el corazón de una chiquilla y me siento capaz de ofrecer mucho. A fin de cuentas, nunca seremos más jóvenes que hoy.

-          Entonces, este viaje…

-          Una forma como otra cualquiera de conocer gente. Ya sabes, París, la primavera, l’amour…

-          ¿Y un servidor?

-          Un hombre encantador, si no estuviese tan a la defensiva. Pero no temas: precisamente mi apertura de miras te libra de todo compromiso. Carpe diem, que se dice. De todos modos, si te sientes incómodo, no tienes más que decírmelo y me buscaré otra compañía para lo que queda de estancia.

-          No será necesario, siempre que me permitas también sincerarme y hacerte algunas observaciones profesionales. Tómalo como rutina, o como deformación.

-          Descuida. En cualquier caso no solo no me parecerá mal, sino que te lo agradezco. Admiro a los médicos, viendo en ellos algo de la personalidad de mi padre, que lo era maravilloso. ¡Ahí es nada, Isaías!: Tener un psiquiatra para mí sola.

-          No te felicites tan pronto, rezongó el Doctor. Hay quien dice que algunos psiquiatras están más locos que muchos de sus pacientes.

 

     El Doctor, buscando mayor tranquilidad, invitó a Telva a pasar a un saloncito desierto y allí, con toda la pompa de sus disertaciones, comenzó así su exposición:

 

-          Nadie sabe mejor que yo de las trampas del amor y de las múltiples formas que los mortales inventan para superarlas. Admitámoslas, siempre que ayuden a alcanzar algo parecido a la felicidad o, cuando menos, al reposo espiritual. Pero, eso sí, afrontemos las situaciones con racionalidad y con mesura.

-          ¡Qué razón tienes! –exclamó con cierta sorna la alumna improvisada-. Vamos, pues, con lo de la racionalidad, aunque ya sabes eso de que el corazón tiene razones que la razón desconoce.

-          No veo que la víscera cardiaca tenga mucho que ver en estos temas, más allá de que sea una forma de hablar. Quiero decir que, partiendo de la dicotomía de relaciones sentimentales felices y desgraciadas, podemos entender racional que los afortunados, al perder su dicha, bien traten de repetirla, bien decidan vivir de los bellos recuerdos y no tentar a la suerte.

-          Que es lo que has hecho tú, me parece.

-          En efecto. Y, en cuanto a los desdichados, considero lo más lógico no lanzarse de nuevo a la ventura, alocadamente…

-          Ahí entro yo.

-          … alocadamente, digo, sino analizar en profundidad los errores y quiebras de la relación anterior y, una vez constatados, rectificar todo lo preciso, antes de realizar un nuevo intento.

-          Vaya, menos mal. Creí que ibas a recomendarme el ingreso en un convento.

-          No es mi estilo. Si, pese a tu edad y experiencias, sigues conservando ilusiones y esperanzas, pues adelante. Eso sí, con tranquilidad y reflexión. Es cuanto me atrevo a recomendarte con lo poco que te conozco.

 

     Súbitamente, Telva se había puesto seria y hasta pensativa. Parecía esperar unas prescripciones facultativas mucho más detalladas y extensas. Así que, al concluir el Doctor tan bruscamente, no pudo menos que volver al humor y la cordialidad y le replicó:

 

-          Conque quieres conocerme mejor. Estupendo: tenemos todavía cuatro días para ello.

 

***

 

     Fueron en verdad cuatro días magníficos, que en el imaginario del Doctor se mezclaban con las maravillas de la capital de Francia y con los resplandores de su crepúsculo vital. Entre Telva y él todo se había aclarado y, más allá de equívocos y definiciones, vivieron aquella amistad sincera y sin inhibiciones que, por aquel entonces, llamábase un ligue. Mas la relatividad del tiempo tiene un límite y este llegó sin alterar la terapia de tranquilidad y reflexión, recomendada por el doctor del A. Telva había resultado una discípula fiel y aventajada y, por lo que respecta a Isaías, no hubo que aplicarle aquello de consejos vendo y para mí no tengo. Quiero significar que se dijeron adiós y cada uno volvió a su ambiente. En lo que al castellarense respecta, las ondas de aquel impacto sentimental fueron difuminándose como las de la piedra en el estanque. Mi natural escéptico me hacía pensar que, en lo referente a la gijonesa, habría vuelto a las andadas, pasados los días de reflexión y tranquilidad. Pero la capacidad humana de confundirse es ilimitada, como tuve ocasión de comprobar, gracias a la longevidad de don Anselmo de la Cruz.

 

 

3.      Conclusión inesperada



     Menos mal que los notarios se jubilan a los setenta años. De no ser así, probablemente habría batido el tal don Anselmo el récord cronológico como pensionista. Noventa y seis años tenía cumplidos en el momento de mi entrevista en el Casino, y todavía vivió alguno más, siempre lúcido y picarón. Veamos.

 

-          Alberto del Águila me ha informado de que anda usted preparando una serie histórica sobre su padre, que en paz descanse. ¡Qué gran persona, como hombre y como médico! Eso sí, recto y estricto, como una vara de medir. Ya no hay personas como él.

-          Y seguramente había muy pocas en su época, ¿verdad usted?

-          Desde luego. Yo mismo, que fui íntimo suyo durante muchos años, era de muy otra pasta. No obstante, siempre nos llevamos bien. ¡Era tan comprensivo!

-          ¡Y que lo diga! Buena paciencia tuvo conmigo desde chiquillo. Fue un ejemplo para mí, que tanto lo traté, sobre todo, ya de mayor, cuando se quedó viudo.

 

     Don Anselmo parece quedarse en blanco por unos momentos. De repente, sonríe y me pregunta:

 

-          ¿Sabía usted que estuvo a punto de volverse a casar?

-          Ni idea. Cuente, cuente.

-          Bueno, la cosa no llegó a tanto, pero, si con la intención basta… En fin, sepa que hicimos juntos una excursión en grupo a Paris, allá por el ochenta y dos o el ochenta y tres. Allí conocimos a un par de jamonas estupendas, asturianas ellas. Yo me lo pasé de miedo con la que me cupo en suerte; para qué detallar más. Isaías, en cambio, era lento de reflejos y solo al regreso cayó en la cuenta de que la suya estaba por sus huesos y que merecía mucho la pena. Vamos que, al cabo de unas semanas, estaba prendado de ella como un colegial.

-          ¡Caramba, don Anselmo!, ¿y cómo lo sabe usted?

-          La cosa requiere su explicación. La escribió desde Castellar una carta que era toda una declaración de amor, con propuesta de matrimonio incluida. Pero, cosa increíble, la dama le dio calabazas, de la forma más amable que pudo. Ahí es nada, Isaías lanzándose en picado y la cabeza loca, poniendo pie en pared. ¡La monda!

-          Eso huele a venganza, o disculpa o qué sé yo. A lo mejor la asturiana tenía ya algún compromiso en el Principado.

-          Así pensé yo al principio, pero ahora viene mi intervención en el asunto. Como yo había quedado a partir un piñón con Lupe –la mía-, Isaías me pidió que hiciera de intermediario, a fin de que ella nos informara con total claridad de lo que pasaba y, si era posible, le hiciera reconsiderar la negativa. A poco, recibí su carta que, por supuesto, leí y trasladé a mi amigo.

-          ¿Recuerda qué decía?

-          Desde luego, como también la reacción de Isaías. Todavía me parece estar oyéndolo: Me da de mi propia medicina; me está bien empleado, por metomentodo; aventajada me salió la alumna, y cosas así.

-          ¿Pero qué diantres decía la carta?

-          No pretenderá que le revele su contenido. Bástele con una sola frase que parece lo resumía todo y que, para mí, era chino o poco menos: En cuanto a Telva, los días de vino y rosas han quedado atrás. Ante ella se abre el tiempo de la tranquilidad y la reflexión. Eso dice mi amiga, que agrega: nadie mejor que Isaías debería saberlo, pues le debo esta conversión de mi vida, gracias a sus consejos y su ejemplo.

 

     Como ustedes comprenderán, lo que a don Anselmo era chino, para mí resultó paladino español. Solo me asalta una duda no menor: ¿Fue Telva sincera o vindicativa? Pero, a estas alturas, nadie puede darme la respuesta.

 
 

 



[1]  Como se sabe, embarcarse para Citerea es tanto como estar dispuesto a viajar a la tierra del amor, por antonomasia.
[2]   Inserso (luego, Imserso) es el principal Organismo del Gobierno de España en la gestión de programas para personas mayores, incluidos los viajes de tipo terapéutico, lúdico y cultural.
[3]  Personaje de algún otro relato anterior de esta serie psicopatológica.
[4]  Maravilla de París es una canción popularizada por Luis Mariano en la película El cantor de Méjico (R. Pottier, 1956)

sábado, 15 de noviembre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (VIII): LAS RELACIONES ASIMÉTRICAS O EL COMPLEJO DE CREEK


Psicopatología de la vida amorosa (VIII)

Las relaciones asimétricas. El complejo de Creek



Por Federico Bello Landrove

A Sátur y Rosa, por su silenciosa hospitalidad


     No se diagnostique ni prescriba sin reconocer al enfermo. He aquí un aforismo que los médicos olvidan con cierta frecuencia. Y así le fue a nuestro conocido doctor del A., al enfrentarse con un caso de psicopatología amorosa que le pareció sencillo. Por cierto, si algún lector se interesa por el complejo de Creek, le aconsejo que mire en torno suyo, en vez de acudir a Internet o a la literatura especializada: La realidad es mucho más amplia que su descripción científica.




1.      Un congreso en Ciudad de Panamá


     Muchos profesionales notables pasan por la vida sin notoriedad alguna. Mi admirado doctor del A. habría sido uno de ellos, a no ser por el momento de gloria que le dispensó su famosa exposición del complejo de Creek en una revista española de prestigio; un éxito que, como suele suceder, exigió su precio. Yo lo conocí y esta es su historia.

***

     El cuarto congreso de la Sociedad Iberoamericana de Psicología y Psiquiatría se celebró en Ciudad de Panamá, allá por mil novecientos cincuenta y tantos. Catedrático novel, el Doctor preparó a conciencia su intervención en el citado simposio, con una ponencia nacida de su consulta privada: las relaciones amorosas desiguales o asimétricas. No quiero aburrirles con un sesudo resumen de las páginas de archivo que tengo ante mis ojos. Solo les recordaré, con cierto sadismo, el caso de la Balbina, que del A. tuvo ocasión de tratar cuando la asesina fue recluida en el Psiquiátrico de Castellar, después de pasar por el de Foncalent[1]. La tal Balbina era la cocinera de toda la vida en una buena casa de Alcalá de la Campiña y madre de una preciosa muchacha de la que se encaprichó uno de los hijos del señor. Contra lo habitual en la época, el joven se enfrentó al criterio de la familia y llevó hasta el altar a su amada. Luego, el amor rebelde trocose en dominación y en desprecio, hasta un punto que Balbina –testigo constante de los hechos- no pudo consentir y obsequió a su yerno con un carajillo al cianuro potásico. Aunque la cocinera asumió en juicio su exclusiva responsabilidad, planeó sobre la investigación la inducción de la hija, posibilidad que la familia del difunto dio por cierta, expulsándola de la casa, embarazada como estaba, y quedándose caprichosamente con la custodia de Luisito, el hijo de dos años de edad. Es lo que Balbina le decía a del A.:

-          A mí me condenan por matar a aquel canalla y bien merecido que lo tengo. Pero también tendrían que hacerlo con los señoritos, que pusieron a mi hija preñada en la calle y le quitaron la compañía de su niño.

-          Pero, mujer, su hija se administró un matarratas a sí misma, sin que nadie la ayudara.

-          ¿De verdad cree usted que nadie la ayudó, doctor?

     De donde se infiere, no solo el desastrado fin de los protagonistas de este horrendo suceso, sino que la Balbina puede que estuviese loca, pero no tonta. No seré yo quien lleve la contraria a los forenses y psiquiatras que –tal vez, por piedad- la juzgaron demente. El hecho es que el Doctor se ganó su aprecio y confianza siguiendo la pista de su nieto y haciéndole llegar noticias y alguna que otra foto:

-          Así que dice usted que ha aprobado la Reválida de Cuarto[2]

-          Y con notable. Creo que va a ir por Ciencias.

-          Sale a mi hija que, aunque sin estudios, sabía de cuentas más que la bestia de su marido.

-          Mujer, su yerno era abogado y ya se sabe que esos solo hacen cuentas para ver lo que cobran a sus clientes.

     Algún otro favor le hacía el Doctor, a juzgar por una nota de la floristería Canavell, que se ha deslizado entre los papeles del expediente de La cocinera del cianuro, que ahora consulto. Dice así:

     Ramo de pensamientos y dalias blancas, con cinta dedicada, De tu madre, que no te olvida, llevado al Cementerio, veinticinco pesetas.

     Así que no me extraña el comentario de mi amigo Alberto, cuando le explico que he tomado pie en este caso para convertirlo en relato publicable:

-          Mi padre era la leche. ¿Querrás creer que la tal Balbina –vaya usted a saber cómo- le preparó un pastel por su santo y él nos lo hizo probar a toda la familia? Todavía me acuerdo de los esfuerzos para tragarlo. Pero ¡menudo era mi padre!

-          Salvo con sus enfermos.

-          Tienes razón: con ellos y con sus mejores servidores. ¿Sabes cómo lo llamaba el taxista que solía llevarlo al principio al Psiquiátrico? El bueno de don Isaías.


     Yo aún  sé algo más, gracias a los documentos que consulto:


     16 de junio de 1973. Giro visita en la enfermería a Balbina G., cuyo fracaso renal irreversible le causa un creciente sopor. Me hace señas de que me incline hacia ella y me susurra: Quiero dejarle las arracadas de mi madre. Yo le contesto que las leyes no lo permiten[3]. Y ella: Me cisco en las leyes. Además, son para que las use su mujer.


     Hablando de la esposa del Doctor, ella pudo ser la culpable de mucho de lo que viene a continuación, con aquel pánico suyo a los aviones, que venía de los bombardeos de la guerra[4], y que le impidió acompañar a su marido a Panamá. Pero dejémosla en paz y sigamos al doctor del A., quien en el avión de ida da los últimos retoques a la versión escrita de Relaciones amorosas desiguales. Un caso clínico destacado. No hace falta precisar que dicho caso era el de la Balbina, mal que bien resumido en lo que antecede.

***


     Dejemos, pues, a Balbina y sus cuitas y traslademos nuestra atención a otro de los expedientes del archivo del Doctor, muy relacionado con el anterior. Lleva la extraña rúbrica de Felician Creek y su complejo. Si continúan leyendo, no tardarán en dar con su sentido. Por ahora, reunámonos con del A., el cual acaba de exponer su disertación sobre las relaciones desiguales[5]. Yo no estuve allí pero supongo que las escasas dotes oratorias de don Isaías y lo manido del tema darían lugar a que la conferencia pasase casi desapercibida, a pesar del gancho que suelen tener los casos criminales para la mayoría de los mortales. Y escribo casi porque, a la salida del paraninfo de la Universidad, le abordó una atractiva dama, como de cuarenta años, con vaporosa indumentaria y la credencial de invitada al Congreso. Su interpelación dejó perplejo al Doctor:


-          Permítame el atrevimiento, señor, pero he de decirle que estoy al corriente de todo lo contrario.


     Entre las deficiencias del español empleado y la sorpresa, del A. no supo que decir. Incluso, debió llegar a pensar que la señora impugnaba las conclusiones de su trabajo. Con todo, don Isaías era muy dialogante y buen admirador de la belleza femenina. De modo que, a falta de otros compromisos o colegas que se interesaran por comentar su charla, tomó del brazo a la mujer hasta una salita contigua, escuetamente amueblada con un diván, dos sillones y una mesa baja, y trató de aclarar la situación, cosa que apenas llevó unos minutos. En efecto, lo que la ya presentada Cynthia había querido expresarle –además de su admiración, por supuesto- es que ella estaba al tanto de otros casos de relaciones desiguales, asimismo letales, o poco menos, solo que inversas.


-          ¿Inversas, dice? No acabo de entender…, farfulló el Doctor.

-          Inversas, sí. O sea, en que la víctima no es el inferior, sino el superior.

-          Ya, algo como si, en lugar de ser el patrono el que explota al obrero, fuera este quien se aprovechara de él y lo atormentase.


      La señora captó la ironía y sonrió:


-          ¡Oh, no me tome por una ingenua. Estoy refiriéndome a relaciones sentimentales y a una desigualdad nacida no necesariamente de la diferencia de clase social, como la del caso que usted ha expuesto.


     El Doctor reflexionó instantáneamente sobre el campo que se abría a su consideración. De golpe, le lanzó una invitación para almorzar. Cynthia replicó:


-          Lo siento. He quedado para comer con mi hijo, que está haciendo el servicio militar en el Canal. Si aplaza su invitación hasta la cena, la acepto encantada.

-          Sea. Elija usted el lugar, que no tengo ni idea. Yo, a cambio, decidiré el tema principal de conversación.

-          No sé por qué, pero me lo figuraba, replicó la dama, con su mejor sonrisa.








2.      Una amiga maltratada


-          Aquí donde me ve, doctor, pasé de niña varios años en Venezuela, donde mi padre era ingeniero de una refinería en Maracaibo. De ahí, mis conocimientos de español, aunque un tanto oxidados. Luego, el voluntariado de mi hijo en la zona del Canal y ciertos lazos con el Departamento de Psicología de Columbia me han traído hasta aquí, como observadora y relatora de cuanto acontezca. Habré de presentar un informe de todo lo importante para la Facultad que me ha comisionado y puede estar seguro de que su ponencia contará entre ello.

-          No tiene mayor importancia. Es una materia conocida y de tópicas conclusiones. Lo verdaderamente interesante es el caso concreto, esa pobre mujer y, sobre todo, la hija, que un día pudo soñar con la felicidad, para acabar siendo más desgraciada con un señorito que con un pordiosero cualquiera.

-          Ya. En cambio, con lo que voy a contarle pasa todo lo contrario. No hay veneno de por medio y, por otro lado, parecen faltar la lógica y la racionalidad…

-          Como en cualquier relación amorosa un poco apasionada, dicho sea de paso.

-          ¡Je! Un poco negativo lo veo. No obstante, he de reconocer que, absurdo o no, el caso no deja de ser bastante frecuente. Yo misma conozco varios. En fin, le voy a contar el que me toca más de cerca, el más… paradigmático.


     El combate de don Isaías con el caparazón de la langosta estaba en su momento álgido. Con todo, contuvo su derroche de energías y fijó los ojos en la narradora. Esta, con voz pausada y contenida, relató:


-          Tengo una amiga, profesora de Literatura española en la Universidad de Cornell, que hace muchos años casó con un joven médico de Ithaca, de prometedora carrera profesional. De hecho, hizo toda la licenciatura gracias a ayudas académicas y a compartir el tiempo entre los estudios y el trabajo, pues su madre era una viuda de escasa pensión y tenía otros dos hermanos menores, chico y chica, que sacar adelante. No me pregunte qué pudo llevarla a enamorarse de él, aunque tengo para mí que fueron su insistencia y un cierto descaro sexual, materia en que la chica era toda una bisoña.

-          ¿Y a él? ¿Qué es lo que más le atrajo de su amiga? Lo pregunto por mera curiosidad intelectual.

-          Ya, pero me temo no poder responderle con solidez. Entre el tiempo transcurrido y la doblez del sujeto, comprenderá que vacile.

-          No se preocupe. Siga y ya procuraré atar cabos en su momento.

-          Bien. Decía que se casaron y, por razones seguramente muy distintas, decidieron tener hijos enseguida, de modo que, en tres años, ya eran cuatro en la familia.

-          Intuyo por su forma de expresarlo, que tal cosa no fue precisamente una bendición.

-          Podemos juzgarlo así. El hecho es que mi amiga comenzó a notar que, con ese pretexto, su marido le exigía más y más dedicación al hogar, escurriendo el bulto él en todo lo que podía, so pretexto de las exigencias de su profesión, los estudios precisos para ascender y la conveniencia de abrir consulta privada para redondear el presupuesto familiar. La esposa, cada vez más agobiada y desasistida, hubo de ceder a sus sugerencias y abandonar el profesorado, a fin de centrarse en la crianza de los hijos y la llevanza de la casa.

-          ¿No probaron la posibilidad de contratar alguna criada o niñera?

-          Imposible. Ahí empieza la segunda parte de esta desdichada historia, que he llegado a juzgar premeditada y progresiva. Bajo disculpa de hacer de ella una mujer ahorradora, no una manirrota malcriada, empezó a controlarle al céntimo todos los gastos, incluso los que financiaba con sus ahorros y la generosidad de sus padres. Semejante marcaje se extendía a criticar todas sus iniciativas, el diseño de sus ropas, las salidas de casa… En fin, fue haciendo de ella una especie de sierva, sin escatimar gruñidos, críticas e ironías de mal gusto, que la hacían de menos y eran cada vez más notadas y compartidas por los niños. Era el momento de pasar a la tercera fase.

-          Tiene toda la apariencia de una sobrecompensación del complejo de inferioridad: hacer de menos a quien se tiene por superior, hasta hundirlo, para así hacer valer las cualidades propias. Lo malo es que el complejo sigue y la degradación del otro nunca es suficiente.

-          Ya, pero ¿qué sentido tiene aquí ese complejo de inferioridad? Felician -llamemos así al marido de mi amiga- era un hombre de mérito, que se había labrado un buen porvenir. Por otra parte, su esposa nunca le había echado nada en cara, ni había presumido de sus cualidades, aunque ciertamente fuesen excelentes.

-          La ilógica del amor, estimada Cynthia. En vez de sentirse afortunado por haber pescado una joya y tenerla poco menos que en palmitas, se siente desgraciado por no estar a su altura y trata de rebajarla hasta la saciedad, en vez de elevarse a sí mismo, con la sana emulación de tan notable pareja. En fin, lo de todos los acomplejados, que suelen tener un fundamento para ello, pero lo exageran hasta carecer de medida, lógica ni límites. Alguien lo definió muy bien: ser infelices, haciendo infelices a los demás.

-          Exacto. Bien, voy con la prometida tercera parte. Partiendo de unos celos ambiguos y completamente infundados, el tal Felician convirtió el hogar en una cárcel. No hacían otras salidas que a casa de su madre. Rechazaba las invitaciones y ponía mala cara a las visitas. Impedía a mi amiga salir de casa, como no fuera al supermercado o a recoger a los niños… En fin, la aisló de tal forma, que estuvo a punto de perder la cabeza.

-          No lo entiendo. Si estuviese en España, lo comprendería, dadas las circunstancias sociales y la inexistencia de divorcio, pero en los Estados Unidos…

-          Ahí entran la mendacidad y la perfidia. Ese sádico de puertas adentro, era un bendito en su trabajo y ante los extraños. Alababa a su esposa y decía adorar a ella y a sus hijos; carecía de vicios ostensibles; aparentaba preocuparse por los niños y le echaba en cara no atenderlos lo suficiente… De todas formas, tiene usted razón: Mi amiga decidió enfrentar la situación al fin, no como la culpable, sino como víctima, en nombre propio y de sus hijos, que captaban ya sin duda la situación y tomaban partido por uno u otro de sus progenitores, aprovechando con infantil astucia la disparidad constante de pareceres. Muchas veces planteó a su marido la disyuntiva de cambiar radicalmente o divorciarse. Vano ultimátum. Una y otra vez, él negaba, prometía, suplicaba, lloraba incluso. Pero, al mismo tiempo, socavaba aún más la posición de mi amiga, malmetiéndola con sus próximos y aludiendo a trastornos y exageraciones, que tenían que ver con algún proceso depresivo y hasta delirante. ¡Le era tan fácil inventar síntomas, siendo médico!

-          He conocido casos de esos: Si no logran que el antagonista se vuelva loco, lo presentan como tal.

-          Cierto. Menos mal que mi amiga encontró un antídoto contra su venenoso marido. Dominadora del idioma y dotada de gran inventiva, le dio por aprovechar los pocos ratos libres escribiendo a escondidas: Cuentos para niños, narraciones sentimentales breves, historias policiacas; hasta un par de novelas eróticas. Un día, se lió la manta a la cabeza y lo hizo llegar a un par de antiguos colegas de Cornell. En fin, casi sin su consentimiento, se publicaron dos antologías de relatos cortos y el éxito fue considerable. Ni que decir tiene que el marido ha puesto el grito en el cielo, pero la victoria está próxima. ¿Quién puede acallar la voz de una escritora prestigiosa? ¿Cómo asfixiar la iniciativa de quien tiene medios propios y amigos insobornables?

-          Me parece, querida señora, que su optimismo es un tanto prematuro y excesivo. Él encontrará siempre el medio de hundir a su esposa. ¿Cree que la frescura y la inventiva resistirán aquel ambiente mefítico? ¿Tiene sentido jugarse la dignidad y la salud mental, ahora que supongo que los hijos ya estarán a punto de levantar el vuelo del hogar? Si he encontrado credibilidad a sus ojos, aconseje de mi parte a su amiga que rompa las cadenas y se abra a una nueva vida, antes de que sea demasiado tarde. Eso sí, sin rencor. El tal Felician merece más bien un psiquiatra que un verdugo.


      Cynthia sonrió:


-          Descuide, doctor: si el supuesto señor Creek asume que es un enfermo, le recomendaré que acuda a su consulta.

-          No creo que merezca yo el honor de que me visiten desde los Estados Unidos. Eso sí, lo que me encantaría es que me diese noticias de su amiga. Tengo interés en conocer el desenlace de su caso.

-          Es lo menos que debo hacer por usted, después de esta espléndida cena. Lástima que el almuerzo haya resultado mucho menos grato.

-          ¿Problemas con su hijo?


      Un brillo especial apareció en sus ojos y el doctor creyó apreciar una ligera quiebra de la voz, cuando le respondió:


-          Por esta noche, ya hemos tenido bastante, ¿no le parece?



3.      Desenlace, que equivale a una moraleja



     Pasaron varios meses sin que el doctor del A. tuviese noticias de Cynthia, conforme a lo prometido. No le extrañó pues supuso que habría declinado el compromiso de aconsejar a su amiga en los términos que el Doctor le sugirió. O, tal vez, la escritora había decidido rechazar sus consejos, o bien, el desenlace tardaba en llegar. Entre tanto, del A. redactó un extenso artículo de revista[6], que naturalmente intituló Relaciones amorosas desiguales. El complejo de Creek. Antes de enviarlo para su publicación, tuvo un impulso en el último momento y, agradecido, insertó la siguiente dedicatoria:


A Cynthia Johnson, por su relevante cooperación


     Luego, como ya sabemos, el éxito académico y la fama, siempre relativos y un tanto efímeros. De hecho, yo no he visto que en publicaciones de los últimos tiempos aparezca citado. Sic transit gloria mundi.


     Pasaron los años y del A. perdió el interés y la esperanza de recibir carta de Cynthia. La habitual veleidad de la mujer americana, pensó, aunque no tuviese motivos para hacer un juicio tan radical. El caso es que el 15 de julio de 1967 –según consta en el expediente-, con ocasión de un viaje de don Isaías y su esposa por Suiza, coincidieron en Gastadt con una simpática profesora de Columbia. Una premonición debió de llevarle a preguntar:


-          No habrás conocido a una antigua profesora de literatura hispánica de Cornell, que luego resultó una notable escritora de narrativa.

-          Quizá te refieres a la pobre Cynthia Jonhson, contestó compungida la interrogada.


     Un relámpago cruzó la mente del Doctor. ¡Cómo no se habría percatado antes! La amiga de Cynthia era, obviamente, ¡ella misma! Súbitamente, recobró todo su interés por el caso. Insistió:


-          ¿Qué ha sido de ella?

-          Murió a manos de su marido, va para ocho años. Él libró la silla eléctrica, pero se pudrirá de por vida en Sing Sing[7].


     Don Isaías era valiente y se atrevió a insistir:


-          ¡Qué horror! ¿Y cómo ocurrió?

-          Pues ya ves, una desgraciada casualidad. Ella le contó su vida a un tipo en un congreso y él no tuvo cosa mejor que hacer que publicarlo, con dedicatoria y todo. Creo que era un compatriota tuyo.







    




[1]  Famoso Psiquiátrico Penitenciario alicantino, donde la rea estuvo recluida nueve años, hasta que se la consideró no peligrosa y el Tribunal sentenciador aceptó el consejo médico de aproximarla a su familia.
[2]  Examen que los estudiantes de Enseñanza Media sufrían hacia sus catorce años, para obtener el título de Bachiller Elemental.
[3]   Serán las leyes de la deontología profesional, pues el Código civil no contempla esa incapacidad para suceder: véanse sus artículos 752 y 754.
[4]  Doña Inge Hofmann había pasado la mayor parte de la II Guerra Mundial en Alemania. He hecho su presentación en el relato El hombre que amaba lo imposible, que pueden encontrar en este blog, bajo la rúbrica Psicopatología de la vida amorosa.
[5]  Empleo indistintamente los epítetos de desiguales y asimétricas. Aunque en la literatura oficial ha acabado por imponerse este, me inclino por juzgarlo anacrónico, dada la fecha en que se celebró el Congreso.
[6]  Concretamente, nueve páginas, sin apéndices ni estadísticas. ¡Qué suerte tienen los médicos, que han de leer textos usualmente breves de sus colegas! Como jurista, yo los envidio en eso. ¿Y mis lectores?
[7]  Famosa cárcel de Ossining, en el Estado de Nueva York, construida en 1825.