sábado, 11 de octubre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (IV): LOS SILENCIOS DEL AMOR


Psicopatología de la vida amorosa (IV)

Los silencios del amor

Por Federico Bello Landrove

 

     He aquí un caso clínico del doctor del A., que a él le parecía muy sencillo. Todo pasaba por interpretar un sueño bastante claro y adobar su revelación con aquellos tópicos –tan manidos entonces- de que el amor crece y se crece ante las dificultades, o el de que las mujeres hacen sufrir a los hombres que aman. Todo estaba listo para un diagnóstico diáfano y un tratamiento inapelable, cuando… Bueno, será mejor que sigan ustedes leyendo hasta el final. Después de todo, este no queda tan lejos.

 
 

1.  Sueño de una noche de primavera


-          Soñé que me hallaba flotando en el espacio, en medio de una miríada de estrellas, que difundían en su entorno una luz lechosa, al modo que representan nuestra galaxia. Yo me encontraba desnudo y me movía y respiraba en el vacío con toda facilidad. A lo lejos, divisé un anillo negro, que daba paso a un conducto más negro todavía. Me percaté inmediatamente de que era un lugar tenebroso. No obstante, nadé sin dudar hacia él, sin importar lo que me sucediera. La fuerza con que me atraía iba aumentando, hasta el punto de oprimirme y asfixiarme más y más, pero yo me sentía inmune, inmortal, exultante. Sin embargo, cuanto más me dejaba arrastrar, tanto más parecía alejarse el borde de aquel orificio y yo pensaba: ¡Cuán lejos está la puerta del Antiamor! Fíjese, doctor, yo nunca he empleado ni oído hablar de esa palabra. Claro, en cuanto me levanté, consulté el diccionario y nada, que el vocablo no aparece.

-          ¿Cómo terminó el sueño?, inquirió el doctor del A., volviendo a lo que le importaba.

-          Pues como siempre, respondió el paciente, sorprendido de la pregunta del médico.

-          No me había dicho que el sueño fuese recurrente, justificó este.

-          Tiene razón –concedió su interlocutor-. Pues lo más lejos que he llegado en mis viajes espaciales ha sido hasta poder vislumbrar lo que parece ser la definitiva entrada a ese reino del Antiamor: las fauces de un león, refulgente como el oro, con unos ojos enormes y, curiosamente, una boca que se va cerrando tanto más, cuanto más me aproximo. Punto. Fin. Eso es todo.

     El psiquiatra juntó las palmas de sus manos, con los índices apoyados en el labio inferior, como había leído una vez que Jung[1] hacía para ayudarse a descubrir el significado de los sueños. Gracias al conocimiento previo que tenía del caso, la visión de Javier S. le iba revelando su significado con toda claridad. No obstante, se quedaba con ganas de consultar detenidamente aquel expediente que, con la rúbrica de El que clama en el desierto, yacía en el tercer estante de su armario archivador. Prefirió, pues, pasar por menos sabio de lo que era y manifestó a su maduro cliente:

-          Mire, Javier, creo tener el cabo del hilo para desenredar su ovillo. No obstante, prefiero no cometer fallos o imperfecciones por exceso de rapidez. Vuelva por aquí el día… -consultó la agenda-, el día 16. Entre tanto, anote cuantos sueños parezcan tener relación con el que me ha relatado. ¡Ah!, y antes de dormir, repita en alta voz diez veces la siguiente frase: En el amor, todo es lo que parece. ¿Estamos, o quiere que se la anote?

     Don Javier pareció sumamente desilusionado. Aunque era muy correcto y su madre le había dicho que aquel doctor era una eminencia, no pudo menos que preguntar:

-          ¿No me dará hoy siquiera una pista sobre lo que significa el Antiamor?

-          Por supuesto: John Archibald Wheeler[2] –respondió el psiquiatra, tan fresco-.

     Don Javier presumía de culto: así que no era cosa de reconocer ignorancia. Balbuceó un ¡ah, ya!, se despidió y salió. Muy contento de sí mismo, el Doctor se levantó del sillón en busca de El que clama en el desierto. Antes de tomar en sus manos la pertinente carpeta, musitó –por si le oía la enfermera hablar consigo mismo-:

-          El que solo sabe de Psiquiatría, ni Psiquiatría sabe.

***

     Un par de meses antes de la escena que acabo de relatarles, una anciana repulida había sido recibida también en consulta por nuestro psiquiatra.

-          Estoy profundamente preocupada, doctor del A. No sabe usted hasta donde pueden llegar los estragos del amor.

     El galeno tragó saliva y fijó los ojos en la presunta paciente:

-          Tengo alguna experiencia de ello, señora; ajena, generalmente. No se coarte y cuénteme lo que le pasa.

     Madame se ruborizó ligeramente y sonrió:

-          No creerá que yo… Hombre, si hubiese sido hace unos años… En fin, no es que no haya pasado yo por momentos peliagudos, pero, vamos, el sujeto paciente de los sufrimientos amorosos, ahora, no es una servidora, sino mi hijo Javier.

     El Doctor, tratándose de la intimidad de las personas, iba directo a la yugular:

-          Pues lo siento, señora N. No es mi costumbre tratar los casos clínicos sin conocer a los pacientes y haber sido solicitados mis servicios por ellos mismos. ¿Acaso su hijo no puede venir por la consulta?

-          Claro que puede, pero me temo que no quiera –suspiró-. Sin ningún compromiso, le ruego que me escuche y a ver si urdimos algún plan para conseguir que sea él quien finalmente dé el paso. Supongo que no será el primer… afectado que lo ha eludido, con el pretexto de que estaba como una rosa y no necesitaba del médico más que del Cardenal Primado.

-          En efecto, es algo frecuente: suponer que no tienen mal alguno y que lo que se pretende con ellos no es sanarlos, sino comerles el coco.

-          En el caso de mi hijo –puntualizó la consultante- no es que rechace la ayuda, sino que asume su mal y su dolor como un castigo del Cielo.

     Aquellas palabras despertaron la curiosidad del doctor del A., que se arrellanó y entornó los ojos, mientras doña Aurora N. le ponía al corriente de las cuitas filiales:

-          Hace no menos de veinticinco años que mi Javier ennovió con una chica que le iba como anillo al dedo. Congeniaban perfectamente y, por si fuera poco, las familias nos conocíamos y, sabiendo de las buenas prendas de ambos, veíamos con muy buenos ojos el progreso de aquella relación. Pero el hombre propone… El hecho es que mi hijo, tras acabar la carrera de Química, tuvo una estupenda oferta de una multinacional para trabajar en el Canadá. Luisa, su novia, llevaba avanzados los estudios de Medicina y declinó temporalmente la oferta de casarse e irse juntos a América. Nunca lo hubiera hecho…

-          ¿Se enfrió la relación entre ellos, con la distancia y el paso del tiempo?

-          Algo más, mucho más que eso. Mi hijo se convirtió en una persona distinta y, desde luego, peor: en un mujeriego y un crápula. Tardó en volver a España y, cuando lo hizo, fue para romper el compromiso, sin perjuicio de abrumar a la chica con toda clase de insinuaciones y abusos. ¡Ay, las malas compañías!

-          Claro –gruñó del A., inmisericorde-. Nuestros hijos siempre son corrompidos por otros. En fin, siga usted.

-          Pues que Luisa debió de ceder en algún momento, pues Javier pronto perdió todo interés por acosarla. Luego, él fue destinado a otra fábrica de la misma empresa, en Alemania. Ella acabó sus estudios y rápidamente marchó para Nigeria –entonces, colonia inglesa-, a un hospital y leprosería que llevaban las monjas, en cuyo colegio había hecho el bachiller… Fin de la primera parte.

-          De acuerdo, le serviré un vaso de agua y pasaremos a la segunda.

-          Pues la segunda fue una bendición de Dios. Un buen día, mi hijo tuvo un accidente cerca de Hamburgo, cuando pilotaba bebido un coche, del que acababan de bajarse dos o tres acompañantes. Quedó muy malherido pero ya sabe usted que los médicos de ahora hacen milagros, sobre todo, en Alemania. En fin, a costa del bazo, de una cicatriz en la zona de la mandíbula y de una moderada cojera de la pierna izquierda, Javier salió del trance.

-          Verdaderamente, es admirable el poder alemán. No obstante, creo un poco excesivo calificarlo de bendición de Dios, sobre todo, después de lo sucedido entre 1933 y 1945.

-          ¡Ah, espere! –prosiguió la señora, sin hacer caso de la ironía del Doctor-. Entre la superación del enorme trauma y la satisfacción por haberse librado los acompañantes de una muerte casi segura, Javier cambió radicalmente de costumbres. Regresó a España, se vino a vivir con nosotros y, despreciando mejores oportunidades laborales, abrió una librería de lance, quiero decir, de libros de ocasión, en los soportales de Cebadería.

-          ¡Caramba, qué casualidad! Con frecuencia he entrado yo allí, para surtirme de obras agotadas o a bajo precio. ¡Ahora que caigo! Su hijo –perdone usted- tiene que ser al que los estudiantes llaman Patachula.

-          En efecto, pobrecillo. Todo lo soporta: motes, hurtos, deudas, haraganes… Es un santo. Y tan feliz que vivía, hasta que un día, hace cosa de cinco años…

-          Fin de la segunda parte –concluyó el médico-. Vamos, pues, con la tercera, que intuyo será la última.

***

     (¿Cómo sabrá el narrador los términos de un diálogo en el que no estuvo presente? Comprendo su crítica y me atendré un poco menos a la fantasía y mucho más a la redacción escueta del expediente clínico.)

     Bastantes años después de la apertura de la librería de Patachula, recibió este la más inesperada visita que darse pueda. La doctora Luisa C. se le apareció entre carpetas e infolios, provocando en Javier la taquicardia que era de esperar. Los años no habían pasado en balde para la antaño joven y agraciada doctora. Con todo, su silueta bien proporcionada, el rostro atezado por el sol tropical y el cabello entrecano, rebelde y cortado a lo garçon, aún podían encandilar a muchos caballeros entrados en años, máxime si –como Javier- rejuvenecían al volverla a ver. Doña Aurora no era capaz de recordar la disculpa que la visitante había dado para irrumpir sin avisar en la tienda, pero estaba segura de que había ido a tiro fijo, sabiendo quién era su dueño y que este se había vuelto un hombre excelente y se mantenía soltero. Igualmente, sospechaba que el efecto sorpresa había sido buscado a propósito, para emocionar y pillar desprevenido al bueno de Patachula.

     La doctora en vacaciones no había permanecido en Castellar más allá de una semana, dedicando de ella apenas una tarde a Javier quien, ni corto ni perezoso, cerró el negocio, dejando para los clientes el poético aviso de Cerrado para recordar. Desde luego, la advertencia no era correcta pues, más que de volver al pasado, se trataba de ponerse al día y de atar cabos. Eso es lo que, hasta las cuatro de la madrugada siguiente, debieron hacer a fondo los reencontrados, a juzgar por el comportamiento de Javier en lo sucesivo.

-          La chica –explicó doña Aurora- había abandonado, años atrás, la disciplina de las monjas y se había marchado a no sé que aldea de los Andes, contratada por la Cruz Roja. Ella regresaba a España de ciento en viento, para ver a su madre y poco más. No parece, pues, que fuera la nostalgia lo que la impulsara a visitar a Javier ni, menos aún, a prometerle ciertas cosas, que ella nunca cumplió, haciendo con ello la desgracia de nuestra casa.

-          Bien, señora, llevamos hablando casi una hora y otros pacientes citados deben estar a punto de estallar. Dejémoslo aquí, puesto que su hijo tendrá que venir a consulta y yo, volver a escuchar la narración.

-          Eso será si logro traerlo arrastrando hasta aquí, replicó doña Aurora.

-          No creo que sea necesario un modo tan drástico. Dígale, por ejemplo, que me ha visitado usted por algún problemilla de depresión o de falta de memoria y que, hablando y hablando, salió a colación la tal Luisa, quien resultó ser condiscípula mía. Más o menos, tendremos la misma edad. Luego lo anima para que también él venga a mi consulta. Ya verá como la mentirijilla da resultado.

-          ¿Está seguro de ello, doctor?

-          Mujer, algo sé de la humana psicología. Por lo demás, los psiquiatras nunca estamos seguros de nada, ni siquiera de estar más cuerdos que nuestros pacientes.

     Doña Aurora encajó la exageración con mucha flema, pagó los honorarios de su visita y, habida cuenta de que estos fueron módicos y que el galeno no le había caído mal, hizo cuanto este le había indicado. Como no podía ser de otra manera, el eminente doctor del A. acertó de pleno y Javier S. se convirtió en su paciente.

 

 
2.  El silencio de una mujer
     


-          La verdad, doctor, no sé lo que le habrá contado mi madre –porque seguro que algo le habrá dicho-, pero no se alarme: asumo lo que sucede con total docilidad. Tan solo me gustaría tener una buena explicación de por qué ha acaecido.

-          ¿Qué es lo que sucede, según usted? Note que, contra la que se figura, su madre ha sido respetuosa de su intimidad. Por otro lado, yo no le habría permitido otra cosa.

-          Se lo agradezco, doctor. Pues bien, le contaré…

     A partir de aquí –recoge la historia clínica, evitando reiteraciones-, el paciente narra su vida y sus relaciones con Luisa C. de manera sustancialmente análoga a la versión materna. Solo en un punto me hace una precisión muy relevante:

-          Observo, Javier, que asume un grave complejo de culpa; pero, después de todo, usted era dueño de su vida y buena parte de lo sucedido pudo deberse a la insistencia de su novia en terminar la carrera de Medicina. Que ella decidiera ejercer de manera tan abnegada es fruto por sus propios valores,  y no para alejarse de usted, que entonces iba de país en país, hasta su fatal accidente.       

-          No lo veo yo así y me reconcome el pesar cuando la imagino salvajemente violada por rebeldes musulmanes… ¿No se lo había dicho hasta ahora? Pues así es: Hace unos años, su leprosería próxima a Nguru[3] fue asaltada y violadas las monjas y las mujeres del personal sanitario. Figúrese las consecuencias psicológicas. En cuanto al trauma físico, entre otras cosas, quedó incapacitada para tener descendencia. Si yo no hubiese sido un precipitado y un sinvergüenza, a estas horas podríamos estar viviendo en Castellar, felizmente casados y con tres o cuatro hijos.

-          Hermoso panorama, sin duda, pero tan imaginario como su responsabilidad por la valentía de su antigua novia y el encanallamiento de sus torturadores.

-          Valiente, tiene razón. Después de aquello, vino a Roma a reponerse durante unos meses. Luego, visto lo visto, no regresó a África, sino que se vinculó con la Cruz Roja y pasó a la selva peruana. Ahora ejerce de médica rural en el altiplano boliviano. Fíjese si aquello estará aislado, que no les llega correo más que  una vez al mes.

-          A lo mejor, es por eso por lo que no ha vuelto a tener noticias suyas desde que partió, tras su reencuentro.

-          No lo creo. Pienso que ha recibido mis cartas pero que no se decide a contestarlas, por razones que no alcanzo a comprender.

     Seguidamente –escribe el Doctor-, me informa de que su entrevista del pasado mes de mayo fue extremadamente cordial, dentro de términos muy espontáneos y sinceros. Por si fuera necesario, se perdonaron las mutuas ofensas y daños, quedando en mantener contacto epistolar y personal de manera periódica. Incluso, la señora C. pidió a don Javier que visitara de vez en cuando a su madre y la tuviese al corriente de su situación económica y estado de salud. Así mismo, mi paciente le ofreció el envío de libros viejos invendibles, para las bibliotecas escolares de las aldeas en que ella presta servicio como médico. Pues bien, aun habiendo cumplido escrupulosamente con lo prometido, el señor S. no ha recibido respuesta a sus numerosas misivas. Al acudir a los responsables de la Cruz Roja en solicitud de información, le han indicado que la tal doctora hace varios años que abandonó la Institución, desconociendo su actual paradero y estado de salud.

-          ¿A qué achaca usted ese muro de silencio, Javier?

-          Me devano los sesos y no soy a dar con la causa. En realidad, podría haber varias, lo que complica el análisis. Tal vez, pese a sus buenas intenciones, no haya podido perdonarme el mal que le hice. Puede ser que haya yo manifestado en las cartas algo inconveniente, o que ella pudiese entender como un interés o afecto no deseado. Finalmente, se me ocurre que me esté pagando con mi misma moneda de otrora, no como venganza, sino para que fije en ella mi atención, o darme achares.

-          ¿No resulta más lógico pensar en fallos del correo, o un excesivo trabajo? Debe estar muy agobiada con su tarea, y más, a tanta altura sobre el nivel del mar. O vaya usted a saber si la mujer es poco detallista y se limita a recibir los favores sin darle ni las gracias. ¿Qué sabe usted de cierto sobre ella, después de media vida sin verla ni tratarla?

-          No lo sé, doctor. Todo es posible. Lo que sí puedo asegurarle es que cada vez pienso más en ella, y con más apasionamiento. Ha llegado a ser una fijación, constante y dolorosa, que experimento y sufro con… -¿cómo dicen ustedes?-… masoquismo.

-          Bueno, bueno, déjeme a mí los diagnósticos. Por de pronto, le voy a recomendar un ansiolítico ligero y que se abstenga absolutamente de mandar cartas y paquetes a su silente corresponsal, hasta nuevo aviso. Y, si le parece bien, nos vemos en un par de meses.

***

     Fue en esta consulta, cuando Javier refirió al Doctor el sueño que encabeza el presente relato. Como les dije, nuestro psiquiatra obtuvo de él la revelación que iba a permitirle un diagnóstico diáfano del caso de El que clama en el desierto. No obstante,  del A. era precavido y muy reflexivo; de modo que, a riesgo de resultar premioso o pesetero, despachó a su paciente hasta quince días más tarde, en que le daría la explicación precisa. Hela aquí, sin que nosotros tengamos que esperar una quincena para conocerla:

     Desnudo de cualquier artificio, recorre usted el espacio entre Europa y América, tratando de dar con el paradero de su amada, no importándole que ella no aparezca ni se dé a conocer por cualquier medio. El león dorado es, obviamente, un buzón de correos, que lo mira protervo, negándose a tragar por enésima vez sus inútiles misivas. Esa zona de máxima negrura es lo que los físicos actuales denominan “agujero negro”, en el que usted se deja absorber feliz porque, en el fondo, sabe perfectamente lo que le aguarda con su vida en el espacio, a saber, pasar a un mundo inverso, opuesto, al revés: el Universo paralelo del “Antiamor”, que su subconsciente anhela por suponer que Luisa está en él, aunque, en el fondo, usted sabe que es lo contrario de lo que le conviene: amar, contra toda esperanza, a quien para nada desea su cariño y por eso lo rechaza de manera refinada, alejándose y escondiéndose.

-          Entonces, doctor, ¿estoy enamorado de Luisa? ¿Y ella lo ha captado? Apenas era consciente de tal sentimiento, ni me considero digno de él. Me conformaría con una amistad íntima, una intimidad sincera, una sinceridad entregada, una entrega…

-          … Amistosa; y así seguiríamos trazando el círculo vicioso. No, amigo mío, esté seguro de que lo que siente por ella es amor y de que a ella no le sucede otro tanto. Comprenda la situación, respete la decisión de Luisa y, para decirlo en plata, ¡déjela en paz! Así podrá empezar usted, a su vez, a recobrar la tranquilidad perdida.

-          No es posible… ¿Y si ella quiere probar mi constancia? ¿Y si van a cambiar pronto sus sentimientos? ¿Y si está imposibilitada para escribirme?

-          ¿Recuerda la frase que le pedí repitiera diez veces todas las noches, antes de acostarse?

-          Claro: En el amor, todo es lo que parece. ¡Vaya sofisma!

-          Quizá, pero mucho más certero y menos doloroso que su contrario… Dígame una cosa: ¿ha vuelto a tener su sueño desde que repite esas ocho palabras, aunque sea sin convicción?

-          Ahora que caigo, ni una sola vez.

-          Por algo se empieza: Poder dormir libre de esa torpeza y saber que le aprieta el zapato de un amor mal entendido, larvado, sinuoso, lleno de espinas…

     Por una vez, al Doctor le estaba pudiendo el ansia de convencer, en vez de la parsimonia verbal. Afortunadamente, Javier –que apenas escuchaba- lo cortó con una pregunta:

-          ¿Quiere decirse que no podré buscar más a Luisa, aunque sea en sueños?

-          ¿Para qué? ¿Le interesa a usted el amor de una visión?

     El paciente se levantó jadeante, furioso, gritando:

-          ¡Valiente médico es usted, que me ha robado hasta la esperanza!

***

     El expediente del caso concluye aquí, con una jocosa apostilla del Doctor: Yo le robé la esperanza, pero él no me abonó los honorarios de la última consulta. Serían las prisas…

 

 

3.  El desenlace

     En otras ocasiones, mi compromiso con el hijo del doctor del A., mi buen amigo, me fuerza a encontrar una moraleja, que convierta el caso clínico en un ejemplo, al medieval modo. Mas, en esta ocasión, no fui yo quien encontró la enseñanza, sino esta la que me halló a mí. Verán ustedes cómo.

     También yo fui cliente de la librería de Patachula, solo que regentada ya por su sobrina predilecta, muy parecida a su tío en lo sentimental, aunque mucho mejor en lo tocante a sus extremidades inferiores. Charlando en una ocasión del valor de la Psicología, me contó un sucedido, que yo guardé celosamente en la memoria, dado que acababa de leer El que clama en el desierto, con toda su apabullante certeza científica y onírica.

-          El bueno de mi tío era un escribiente empedernido, si bien la mayor parte de su ímpetu epistolar tuvo un desdichado fin.

-          ¿Es que alguna amante remota no le contestó nunca?, inquirí maliciosamente, haciéndome de nuevas.

-          En efecto, mi perspicaz cliente. Y por muy poderosas razones.

-          Tal vez, la de que ella no le correspondía.

-          Yo era entonces una mocita, que ayudaba ocasionalmente a mi tío colocando los libros. Un día entró en la librería un sujeto, con rasgos amerindios, portando un voluminoso paquete y preguntando por don Javier S. Mi tío se presentó como el tal. De forma solemne y sentenciosa el quechua –pues eso debía ser- le entregó el atado y dijo con voz profunda: La señora murió de cáncer a poco de recibir la primera carta. Dejó encargado que no las devolviésemos por el cartero, sino que confiáramos los libros a las maestras y las cartas las trajésemos en mano a su remitente, tan pronto alguno de nosotros viajase a España. Me ha correspondido  ese honor.

     Mi tío se quedó como pasmado, sin articular palabra. Su interlocutor concluyó:

-          La señora, poco antes de morir, dejó escrita para usted una nota. La hemos incluido en el paquete. -Y, dicho esto, desapareció-.

     Como comprenderán, salte de inmediato:

-          ¿Y qué decía la nota?

-          Lo ignoro. Solo sé que, a los pocos días, mi tío me envió a casa de un psiquiatra, para que se la entregara, junto con unos dineros que le había dejado a deber.

-          ¿No se trataría del doctor del A., que tenía consulta en la calle Santiago?

-          Pues sí. Chico, ¡que pesquis tienes!

***

     Desde ese día, creí un poco menos en mi admirado galeno del A. En cuanto a creer en la Ciencia del Amor, saquen mis amables lectores, por sí, las conclusiones oportunas.

 
 





[1]  Alusión caprichosa a costumbres del gran psiquiatra Carl Jung (1875-1961), muy vinculado a Freud y –como este- pionero en la valoración e interpretación psicológica de los sueños.
[2]  Físico estadounidense (1911-2008), que empleó públicamente por primera vez el término de agujero negro, hacia el año 1969. Sin embargo, el caso que les estoy narrando data de unos años antes: Así que, o el doctor del A. era un profeta, o tenía hilo directo con Wheeler.
[3]  Importante ciudad del nordeste de Nigeria.

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