viernes, 31 de octubre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (VI): EL CASO DEL ÁNGEL EXTERMINADOR


Psicopatología de la vida amorosa (VI)

El caso del Ángel exterminador

Por Federico Bello Landrove

 

     En plena madurez profesional, el doctor del A. se enfrentó con un complicado caso clínico de exacerbación de la fijación amorosa. De manera similar a lo acontecido en la película de Buñuel del mismo nombre[1], cuando creía haberlo resuelto de modo magistral, la realidad se encargó de demostrarle lo contrario.

 


1.      El huraño en su rincón



     Un día de principios de 1964, el doctor del A. recibió en su consulta –como en tantas ocasiones- la visita de una madre atribulada. Dialoguemos su entrevista, escuetamente recogida en la primera página del expediente titulado El Ángel exterminador –se ve que el galeno era aficionado al cine-.

 

-          Verá usted, doctor. Vengo de parte de mi hijo, porque él no sale de casa.

-          ¿Cómo que no sale? ¿Es que está enfermo o impedido?

-          ¡Quia, no señor! Es que hace cosa de cinco o seis años que se niega a salir a la calle. Precisamente, ese es el motivo de mi consulta.

-          ¡Hum!, sí que parece extraño. De todas formas, hay gente muy casera o que tiene poderosas y lógicas razones para no aparecer a la vista de los demás…

-          Ya veo por dónde va usted. No, no señor, no es ningún topo[2], ni tiene deudas vencidas. El hecho es que, un buen día, se encerró en su piso de soltero y se ha montado la vida de forma tal, que se las apaña para no salir de casa.

-          O sea, que hace vida normal, dentro de lo que cabe…

-          Desde luego. Le voy a contar. Empezando por el trabajo, él era un excelente mecanógrafo, como cumple a quienes han ganado las oposiciones de Telégrafos. Pues bien, ahora acepta toda clase de trabajos de máquina para oficinas, escritores y estudiantes, ganándose bien la vida ya que escribe muy rápido y con gran pulcritud. En cuanto a la vida familiar y social, mantiene extensas conversaciones telefónicas y recibe visitas los miércoles y los sábados. La radio lo pone al día y la televisión le entretiene las veladas y permite seguir la misa dominical. Encarga por teléfono cuanto necesita, no siendo la ropa, que se la hago yo misma. En fin, es suscriptor del Diario y de la revista Selecciones[3].

-          Vamos, una perfecta adaptación a su forma de vida, aunque me quedan algunos huecos. Por ejemplo, ¿hace ejercicio?

-          Ya lo creo. Tiene montado un pequeño gimnasio en lo que sería la habitación del servicio.

-          A propósito del servicio, ¿tiene alguna mujer en casa?

-          Una asistenta, tres veces a la semana pero, por su edad y apariencia, no creo que le preste otras atenciones que las propias de su profesión; y perdone que no sea más explícita.

-          La he entendido perfectamente. ¿Qué edad tiene su hijo?

-          Treinta y cuatro años. Al ser tan joven, comprenderá usted mi inquietud por su reclusión.

-          No del todo. Siendo voluntaria y estando tan adaptado a ella, no creo sea merecedora del estigma que supone toda consulta a un psiquiatra. Se lo digo como lo siento, aunque esté tirando piedras a mi tejado.

-          Y yo le agradezco la franqueza, pero para mí es un no vivir el ignorar por qué se comporta así y desconocer si podría yo hacer algo para ayudarlo. Porque no me dirá usted que eso es normal.

 

     Según su costumbre, del A. enmarcó su mandíbula inferior con las manos, entornó los párpados y permaneció pensativo y silente durante unos segundos, que a sus interlocutores solían hacérseles interminables. Finalmente, concedió:

 

-          Sea, lo recibiré en consulta; siempre que él me lo pida, naturalmente.

-          Gracias, doctor, pero habrá de ser en forma domiciliaria, según lo que acabo de contarle.

-          No tengo costumbre de visitar a mis pacientes, salvo a los del Psiquiátrico. Sin embargo, haré una excepción en este caso, para facilitar la fluidez y sinceridad de la comunicación. En sus manos, pues, dejo el convencer a su hijo para que acepte la consulta. Si lo logra, telefonéeme y concertaremos la entrevista.

 

***

 

      El cuarto de estar, donde el Doctor, fue recibido por su paciente, Edmundo Rambal, era una pieza limpia y acogedora, montada eclécticamente, como habitación de trabajo y descanso. Para lo primero, había una amplia mesa cuadrada, protegida por un tapete plastificado color avellana, sobre el que destacaba una máquina de escribir Olivetti de carro ancho[4], con una caja de papeles de calco y un rimero de folios en blanco a su izquierda y otro de ellos mecanografiados a la derecha. Una silla de brazos adosada a la mesa daba fe de que el señor de la casa apenas acababa de abandonar momentáneamente su tarea. En señal de respeto a su visitante, la máquina había sido cubierta con su funda de hule gris, como diciendo: acepto que la espera pueda ser larga.

 

     El ámbito de descanso, ya casi en la penumbra de una tarde lluviosa de febrero, lejos de la ventana, lo integraba un sofá de dos plazas y un sillón, tapizados en pana verde, el primero de los cuales daba frente a una mesa con el televisor. Un velador marcaba la frontera entre el Doctor y su paciente, sentados en perpendicular, con el testigo de una lámpara de sobremesa a lo Lladró[5]. Su haz luminoso levantaba destellos en un cenicero y un portarretrato de plata, desde el que contemplaba sonriente la escena una adolescente de jersey rojo y falda escocesa. Al fondo, un aparador, rematado en espejo de talle alto, constituía el horizonte de la entrevista, al tiempo que la reflejaba.

 

     El reloj de péndulo, púdicamente recluido en su habitáculo de cristal y madera torneada, dio solemne las seis. 

 

-          Ante todo, doctor, quiero darle la bienvenida a mi universo y agradecerle que no se le haya ocurrido sacarme de él, cosa del todo imposible. Creo que mi madre ya le habrá contado…

-          En efecto, aunque también ha tenido que confesar la total ignorancia en que la tiene acerca de las causas. Parece mentira, hombre, con lo que ella se preocupa de usted.

-          Seguramente, demasiado. Por lo demás, se equivoca. No es que yo guarde reserva sobre ese particular: es que ni yo mismo sé por qué lo hice y lo sigo haciendo. De lo que estoy seguro es de que me es imposible superar este impulso por mí mismo. Si yo le contara…

-          Cuente, cuente, que para eso estoy aquí.

-          Se lo resumiré. Hace unos ocho años, empecé a pensar que la vida social no tenía alicientes para mí, que no merecían la pena la mayor parte de los goces y placeres que la gente valora y vive en el exterior, por así decir. Me hice con este piso para mí solo y empecé a llenarlo de las pequeñas comodidades que hacen la existencia personal y fructífera. ¡No vea usted la satisfacción de mandar a cierto sitio a mis jefes de la oficina y a muchos de mis compañeros! Lo que resultó más peliagudo fue encontrar un trabajo casero que me permitiese no depender económicamente de la pensión y rentas de mi madre. Una vez conseguido esto, entre los buenos amigos, algunos miembros de mi familia y la televisión, pues estoy en la gloria, la verdad. A estas alturas, ni me pregunto por las causas de mi supuesto aislamiento, ni se me da un ardite de no poder salir a la calle. Estoy pensando en cambiarme a una casa con terraza para tomar el sol más a mis anchas pero, claro, están el dinero y las dudas de si podré hacer la mudanza metido en el aparador o agazapado entre las mantas de la cama. ¿Cree usted que podría?

-          Lo que creo, amigo Edmundo, es que su vida es muy pobre en otros aspectos más relevantes que el de su insolación. Por ejemplo, las mujeres. No me diga que…

-          Hombre, doctor, no me parece bien que hable así a un hombre casado.

 

     El médico quedó estupefacto.

 

-          ¿Cómo que casado? Su madre no me dijo…

-          ¡Qué cabeza la suya! ¡Mira que olvidarse de Lucía!

-          ¿Y qué –insistió el doctor-, también ella participa de su encierro?

-          No, no. Pero deje que le cuente. Lucía y yo nos enamoramos a primera vista, cuando éramos poco más que niños. Era prima de un buen amigo mío y teníamos tantas cosas en común, que bien puede decirse eso de que estábamos hechos el uno para el otro. Ella es una lumbrera, no como yo, que soy corrientito. Estudió Derecho, pero no ejerce de abogada, sino que da clases en la Universidad. Nos queremos muchísimo. Seguramente por eso lleva muy bien mi retiro, que ella también comparte, a excepción de sus compromisos de dar clase y otros inexcusables.

 

     Se levantó en dirección al aparador, del que cogió un retrato de veinte por treinta, enmarcado en carey. Se lo entregó al psiquiatra quien, pese a la penumbra acertó a contemplar a una hermosa mujer de medio cuerpo, vestida de lila, con una escollera a su espalda.

 

-          Muy bonita. Ya veo que se llegó hasta el mar.

-          ¡Huy!, y no un mar cualquiera. Es el Egeo.

-          Bien, bien. ¿No tienen hijos?

 

     Edmundo ensombreció, más aún que el entorno:

 

-          Pues no. Cuando nos casamos, hablamos de tener cuatro, una parejita de cada sexo, pero ya ve… El hombre propone…

-          Y la mujer dispone.

-          No iba decir eso. Si dependiera de ella, con lo que me quiere… Aludía a la voluntad divina.

-          Ya. En fin, no nos remontemos tan arriba. La voluntad de su madre es la de que demos con el motivo de su apartamiento y que, en lo posible, le pongamos remedio. Luego, una vez liberado de sus ataduras interiores, puede hacer usted lo que quiera, como si le parece recluirse en el retrete: El caso es que lo haga conscientemente y con libertad. ¿No le parece?

-          ¡Ay, doctor! ¿Quién pudiera? Pero me temo que va a ser imposible.

-          Hombre, medios hay. Sin ir más lejos, la hipnosis…

-          ¡De ninguna manera! No pienso entregarle mi voluntad ni por un momento. Como mucho –sonrió sibilinamente-, si quiere jugar con algo, le contaré un sueño, que se repite con mucha frecuencia en mis noches.

-          No tengo costumbre de jugar con mis pacientes, pero acepto el reto. No sabe usted la cantidad de información que extraigo de esas imágenes oníricas, aparentemente sin sentido. Así que puede usted empezar, con la máxima exactitud y detalle posibles.

-          Pues bien, no hay mucho que contar. Me encuentro a orillas de un río caudaloso, que bien podría ser el de Castellar, y me dispongo a cruzarlo por un puente que tengo a la vera. No sé qué me impulsa a pasar a la otra orilla, dado que está en penumbra y opacada por una espesa niebla. No obstante, me dirijo decidido al pasaje y entonces me doy cuenta de que tiene su embocadura adornada con dos esfinges, una a cada lado, con el consabido cuerpo de león con alas y cabeza de mujer. En cuanto esos seres mitológicos se fijan en mí, el puente se vuelve levadizo e inicia un lento ascenso, que yo soy incapaz de parar, como tampoco de asirme al borde de la estructura, pese a que salto y estiro los brazos, tanto cuanto puedo. Remiro entonces el rostro de las esfinges que se alejan y, solo entonces, me percato de que tienen unos rasgos perfectamente conocidos de mí. ¿A que no sabe cuáles?

-          Déjese de adivinanzas y deme todos los datos.

-          Pues los de mi mujer, pero no con su aspecto actual, sino con el que tenía cuando la conocí.

 

     Y, tomando de la mesa baja el retrato de la adolescente, lo tendió hacia el doctor. Este lo recogió y, por unos momentos, lo miró con atención, tratando de memorizar la fisonomía y el entorno de la retratada: apenas una repisa o aparador tras ella, con adornos navideños encima. Devolvió el portarretrato a su lugar de origen y, entonces, Edmundo concluyó el relato del sueño:

 

-          Pues bien, cuando la reconozco, trato de gritar para llamarla y pedirle que haga bajar el puente, pero no me sale la voz. Entre tanto, el artificio asciende y se pierde más allá de las nubes. Y allí quedo yo, sin poder cruzar el río, con sus aguas agitadas lamiéndome ominosamente los pies.

 

     Del A. y su paciente quedaron mirándose de hito en hito durante un minuto interminable. Parecía que ninguno de ellos quisiera ser el primero en romper el silencio. Con todo, la sonrisa había cambiado de bando y ahora resultaba ser el doctor quien creía tener a Edmundo casi a su merced. Este se percató y cedió en el mutismo:

 

-           En fin, ¿qué le parece? ¿Le he dado alguna pista?

 

     El galeno exageró, con cierta displicencia:

 

-          Está clarísimo. Podría descifrarlo ahora mismo. Pero –dijo, tras mirar la hora en su reloj de pulsera- se me ha hecho tarde. Tal vez se anime usted a salir de casa y venir a mi consulta, para conocer mi interpretación. Claro que tengo la impresión de que usted la conoce ya, casi tan bien como yo.

 

     Edmundo no contestó. Se había quedado como extasiado, contemplando el extraño reloj de la muñeca del doctor[6]. Finalmente, preguntó:

 

-          ¿Un escudo? ¿Se pone usted a la defensiva frente al paso del tiempo?

 

     Del A. replicó:

 

-          ¿Un escudo? Es una consideración muy ilustrativa de su parte. A mí me recuerda una punta de flecha. Ya sabe, omnes vulnerant, ultima necat[7]. Así que aproveche el tiempo y vaya pensando en salir de su agujero… Tendrá noticias mías.

 

     Así dijo, levantose y, con irónico retintín, concluyó:

 

-          No hace falta que me acompañe. Conozco la salida mucho mejor que usted.

 
 

 

 

2.      No hay bien que por mal no venga



     En efecto, el Doctor había captado de primeras el significado del sueño. Quedaba claro que Edmundo trataba de escapar a su encierro, camino de un ámbito incierto y temible, así como que su mujer parecía oponerse a ello o, cuando menos, no le facilitaba las cosas. Pero, ¿por qué? ¿Es que acaso era ella la responsable última de la reclusión? Llegado a este punto, del A. estaba hecho un lío; como también en lo relativo a la esencial discordancia entre los relatos de su paciente y de la madre. Aunque no le agradase, tenía que ponerse en contacto con ella y pedirle aclaración de algunas cosas.

 

-          No me había informado usted de que su hijo estuviese casado y conviviera con su mujer en el piso…

-          Pero ¿qué me dice? ¿Quién le ha contado semejante patraña?

-          Pues el propio Edmundo. Me dijo que era profesora de Universidad y me enseñó su fotografía.

-          Imposible. Le habrá querido desorientar o tomar el pelo. No solo está soltero, sino que no le he conocido novia desde que rompió con la primera que tuvo. A ver, ¿puede describirme la foto que le enseñó?

 

     Del A. lo hizo lo mejor que supo. Fue bastante para doña Aurora:

 

-          ¡Justo! Se trata de la misma Lucía a la que me refería antes, Lucía Pinal, la chica con la que mantuvo un corto noviazgo cuando eran casi unos chiquillos.

-          Pues parece que, al menos para su hijo, la cosa fue bastante más profunda y duradera que un amor de verano. Cuénteme lo que sucedió entre ellos y, sobre todo, cómo acabaron sus relaciones.

-          Poco es lo que puedo decirle: entre el tiempo transcurrido y lo cerrado que es Edmundo para esas cosas… Creo que para ambos se trató del primer amor, favorecido por el hecho de que se conocieran del barrio. Las relaciones entre ellos parecían ir viento en popa. Empezaron a salir solos, a hacerse algunos regalos, mandarse cartas y todo eso. Luego de un año o así, rompieron de la noche a la mañana, supongo que por cualquier tontería, sostenida con terquedad. Hubo algún intento de reanudar la relación, pasado un tiempo, pero para entonces andaba detrás de Lucía un sujeto mayor que ella, el badulaque lo llamaba mi hijo. Ella le siguió la corriente, se casó con él y se fueron a vivir a Méjico. Me parece que porque era hijo de exiliados, que había venido a España solo para estudiar la carrera de Medicina. Yo conozco algo a la familia de ella, aunque no lo suficiente para andar preguntándoles. Por otra parte, me da la impresión de que no me ponen buena cara, desde hace algún tiempo. Así que yo no sé qué será de ella. Tal vez, Edmundo…: si tiene alguna foto de ella de mayor, será que mantiene algún contacto.

-          Una cosa más. ¿Qué hay de cierto en lo de que ella estudió Derecho, que es profesora de Universidad y que es una lumbrera? Así la calificó su hijo.

-          Si él lo dice, será verdad, o a saber si fantasea como con lo del matrimonio.  

-          Claro, todo es posible. Bueno, señora, gracias por su información. Me ha sido de gran utilidad.

-          Me alegro. Entonces, ¿será posible que se decida a salir de casa?

-          Demos tiempo al tiempo. Por mí, no va a quedar.

 

     Del A. despidió a doña Aurora sin más explicaciones. No le parecía ético revelarle el diagnóstico del caso antes que al paciente, por muy madre e intermediaria que fuese. Por lo demás, él tenía ya las ideas muy claras, a juzgar por la siguiente anotación en la página 3 del dossier:

 

     Es evidente que, con el paso del tiempo, Edmundo ha ido reconociendo en su perdido amor a la mujer de su vida, que nunca debió dejar escapar. Con razón o sin ella, se siente culpable, ha perdido su interés por las demás mujeres y por la vida social en general y ha decidido construirse su propio mundo interior, llegando a sentir como real la vida amorosa que un día imaginó. Sin embargo, su mente racional y equilibrada le permite conservar el deseo de que toda esa fantasía y reclusión puedan terminar, de la única forma posible para él: yendo en busca de su primer amor y tratando de recuperarlo. Tiene miedo a fracasar, pero todavía conserva esperanzas sobre que la reacción de ella fuese positiva. Ahí es donde tengo que incidir, si pretendo resolver el caso de la mejor forma posible para el paciente…, aunque ello pudiere suponer la ruptura del matrimonio de Lucía con el mejicano. Romper una relación, para reanudar otra: una opción peliaguda. A fin de cuentas, será ella quien libremente decida.

 

***

 

     La habitación era la misma, pero la primavera se colaba ya por la ventana. Del A. se quedó por un momento de pie, contemplando la fotografía de veinte por treinta. Lucía era en verdad atractiva, con su vestido malva vaporoso, la melena con la rebeldía del viento y, en los ojos, la luz dorada del atardecer. Tomó pie en ella:

 

-          Así que el Egeo, ¿eh? ¿No será más bien el Pacífico, o el Golfo de Méjico?

 

     Edmundo se quedó cortado. Era obvio que su madre no le había revelado su última visita a la consulta del psiquiatra. Este decidió obviarla también y aparentar ciencia infusa.

 

-          El Egeo tiene un tono de agua azul muy oscuro, casi añil –agregó-. No sé cómo no me di cuenta la vez anterior. Procure no volver a intentar confundirme: no haría sino perjudicarse.

 

     Edmundo se empeñó en que tomaran un café. Del A. transigió, para así dar un último repaso a la táctica y hallar a su paciente más relajado.

 

-          Muy rico, aunque demasiado torrefactado. Me produce acidez de estómago. Bien, a lo que vamos. Diagnóstico y tratamiento. Los médicos de consulta privada no podemos permitirnos perder tiempo. ¿Y usted?

 

     Rambal balbuceó una respuesta, que del A. ni siquiera escuchó. Es lo que yo he dicho siempre de él: Cuando se lanzaba, no había quien lo parase.

 

-          Bien, he aquí el diagnóstico. Entre el mundo exterior, real, y usted, corre un río caudaloso de errores, culpa y terquedad. El puente que le permitirá cruzarlo se le escapa una y otra vez, por falta de decisión y de ayuda de la esfinge que lo gobierna, que no es otra que esa Lucía, con quien me dice está casado, pero a quien no conocen tan siquiera en la Facultad en que ejerce de profesora.

 

     Cogido de lleno en el renuncio, Edmundo bajó los ojos y empezó a juguetear con su taza. Del A. prosiguió:

 

-          En fin, aunque se ve que no confía en mí, yo he hecho mi trabajo contra viento y marea. Aquí está el resultado: está usted perdiendo la libertad y el tiempo inventándose una vida que no puede ser, porque no se atreve a coger el toro por los cuernos e ir a por la esfinge… Hasta aquí, mi diagnóstico.

 

     Sorbió el último buche de la infusión. Edmundo había levantado la cabeza y miraba alternativamente el retrato de Lucía adolescente y el rostro jovial de su médico. Al fin, algo en su interior le animaba a rendirse sin condiciones ante aquel genio, que con solo un sueño y una visita a la Facultad de Leyes, le había adivinado todo lo que había hecho[8]. Prosiguió:

 

-          Y ahora vamos con el tratamiento. En los problemas psíquicos, lo mejor es que el enfermo descubra por sí mismo la solución y se anime a superarlos. El médico, con ayudar y dirigir, tiene más que de sobra. Pues bien, en su sueño está la respuesta. Agárrese bien al puente levadizo, no lo suelte y cruce a la otra orilla. Verá que allí no hay oscuridad y niebla, sino la vía para recuperar su amor y su libertad.

-          Pero, doctor, el propio sueño le plantea también la objeción. Yo solo no puedo conseguir nada. Llamo y nadie me oye. Las esfinges son insensibles. La tarea es demasiado dura para mí solo. Si Lucía no me ayuda… Claro y, por si fuera poco, está casada y me consta que tiene una parejita.

-          ¿Que grita, dice usted? ¿No se da cuenta en el sueño de que ninguna voz sale de su boca? ¿Cómo pretende que ella le ayude, si usted no se compromete en serio, si reemplaza la realidad con fantasías, si no asume su responsabilidad? ¿O es que no tuvo nada que ver en la ruptura? ¿Cuántos años lleva escondiendo la cabeza en el suelo, en vez de sacar billete para Méjico?

 

     Tan agobiadora batería de preguntas descolocó totalmente a Edmundo, hasta el punto de no captar que la referencia mejicana excedía con creces de lo que del A. podría saber por sus propios medios, ni aunque fuese el mismísimo Sigmund Freud. Pero no fue el genial vienés, sino el apasionado castellarense, quien lanzó el apóstrofe final:

 

-          Así pues, Edmundo, ¡ánimo y decisión! Si es posible, cruce por el puente. Si no, ¡en barca o a nado! Bravo es el río y temerosa la incertidumbre, pero mucho peores, la prisión y la cobardía. El tiempo vuela y Lucía espera, estoy seguro.

 

     Acudamos de nuevo a lo escrito, para reproducir la escena y su desarrollo:

 

     Aunque anonadado, el paciente no estaba convencido y corría el riesgo de decaer en su incipiente decisión. Fue entonces cuando decidí utilizar el argumento definitivo, extraído de la Quarterly Review of Psychology[9]. Me refiero a la teoría de la Impregnación amorosa o de la pervivencia del primer amor. Tal vez, la exageré un poco, a fin de obtener el resultado terapéutico apetecido.

 

-          … Que sí, señor Rambal, que sí: un sesenta por ciento de éxitos. Ese es el porcentaje de primeros amantes que, al reencontrarse, enlazan pasado y presente para forjar, al fin, un futuro en común muy prometedor.

-          ¿Incluso  habiendo transcurrido tantos años?

-          Bueno, en ese caso, un poco menos, pero del cuarenta no baja.

-          Y, estando ella casada…

 

     El Doctor explotó:

 

-          Siga poniendo objeciones, siga. Lo que es a mí… No tiene usted idea de si permanece casada o está divorciada; ni si es feliz o maltratada. Tal vez sueña con usted. Quizá ella imagina un puente con atlantes que tienen su rostro. ¿Quién sabe si Lucía es desgraciada y su Edmundo tiene mucha responsabilidad en ello? ¿Quién…?

 

     El médico cortó su nueva ristra de interrogantes, al percatarse de que su interlocutor estaba lívido.

 

-          Bueno, bueno, no pasemos de la despreocupada irresponsabilidad a la onerosa culpa, en un santiamén. Puede ser una cosa como puede ser otra. Solo le aconsejo que salga, que viaje, que se informe. Nada puede perder y tiene un mundo por ganar.

 

     He de reconocer, desde la admiración a del A., que en ocasiones incurría en desmesura. Por otra parte, ¿quién puede asegurar que alguien no tiene nada que perder? En fin, me estoy deslizando hacia la moraleja cuando aún no les he contado el final de la historia. Y va siendo tiempo de que vayamos a él.

 
 



***

 

     El 16 de julio de 1964, en vísperas de su partida vacacional, el Doctor recibió la visita de doña Aurora, alborozada.

 

-          ¡Mano de santo, la que tiene usted! Edmundo, no solo ha salido de casa, sino que me ha dejado esta nota, de la que se deduce que ha emprendido un largo viaje.

 

     La señora entregó la esquela al galeno. En ella podía leerse:

 

     Madre, marcho temporalmente a Méjico, en busca de mi felicidad o de mi ruina. No he querido decírtelo antes, para que no tratases de disuadirme. Volveré lo antes posible, quiera Dios que bien acompañado. Me hospedaré en el hotel Ocampo, cuya dirección y teléfono te apunto al pie de esta. Tu hijo, que te quiere, Edmundo.

 

-          ¡Ay, doctor, que me da el pálpito de que ha ido por Lucía! Es así, ¿verdad?

-          Es probable pero, ni estoy seguro de ello, ni debo revelarle más de lo que su hijo desea que sepa.

 

     El Doctor era bastante circunspecto, pero hay gestos que una madre capta al instante:

 

-          ¡Je!, ya me lo figuraba y por eso estoy contenta como unas pascuas. Por si sí o por si no, me hice la encontradiza con la madre de Lucía.  La pillé comunicativa y me contó que el matrimonio ha ido de mal en peor, hasta el punto de pensar su hija en divorciarse y volverse para España. Claro que los nietos… En fin, ya al corriente de todo, telefoneé a Edmundo, quien no quiso descubrirse y me salió con evasivas. Yo le expliqué lo que acabo de decirle, por si él no hubiera visto a Lucía aún, y le aconsejé: Si va a venirse contigo, que se divorcie primero, que ya sabes que por acá no se puede[10].

-          Está visto, señora, que sabe del caso mucho más que yo. No tengo más remedio que pedirle que me tenga al corriente de su desenlace.

-           Descuide, doctor. Y, por cierto, páseme su cuenta de honorarios. Seguro que mi hijo, con tantas emociones, se ha olvidado de abonarla.

 

     En efecto –indica del A., a pie de página-, así era.

 

***

 

     Al regresar de su consabido veraneo en La Ramallosa, el Doctor tenía en el buzón una nota manuscrita de doña Aurora, que incorporó a la historia clínica de El Ángel exterminador. A la vista la tengo y dice así:

 

     Castellar, a 4 de agosto de 1964.

 

     Señor doctor:

     Le comunico que he tenido noticias de mi hijo. Me ha escrito que encontró a Lucía y pudo hablar largo y tendido con ella. Le ha confirmado que piensa divorciarse de su marido y regresar a España con sus hijos, si no surgen inconvenientes legales allá. Fuera de eso, no le ha prometido nada, pero sí ha dicho que le agradece la visita y que la ha animado mucho para confirmar y apresurar su decisión de volver. Como la cosa todavía puede ir para largo, Edmundo regresará solo pronto, no sin antes sacar los atrasos de tantos años, según me escribe literalmente.

     También me manda recuerdos para usted y me encarga que le diga que, por fin, ha logrado que la Esfinge detuviese el izado del puente levadizo. Usted sabrá lo que quiere decir con eso.

     A su regreso de vacaciones, le pediré consulta para contarle las últimas novedades. Quién sabe si, estando ya de vuelta, no será mi hijo el que lo haga.

     Le besa la mano esta madre agradecida,

     Aurora  

 

     Pese al compromiso de tenerle informado, del A. no tuvo noticias de Aurora ni de Edmundo en los meses siguientes. No le dio importancia, suponiendo que podría haber habido algún retraso en el viaje, o pequeñas complicaciones en las gestiones judiciales de Lucía. De hecho, consta en el dossier que preparó entre tanto una comunicación para el Anuario de la Facultad de Medicina de Castellar, con el siguiente título: Terapia activa contra un caso de síndrome de reclusión voluntaria, basada en la interpretación de un sueño simbólico. Aunque dejó copia de ella para su archivo, no he conseguido encontrarla. Supongo que la retiró posteriormente. Sus razones tendría.

 

     Pasadas las fiestas navideñas, el Doctor no pudo aguantar más su impaciencia y telefoneó a doña Aurora. La señora, entre el enfado y la reserva, argumentó:

 

-          Lo siento. Mi hijo ya ha vuelto y lo lógico es que sea él quien le informe. Como usted  me dijo una vez, no debo revelarle más de lo que mi hijo desea que sepa.

-          Está bien. Que se pase un día de estos por mi consulta.

-          Imposible, doctor. Si quiere saber de él, tendrá que visitarlo en su casa. Ya conoce la dirección.

 

     Y colgó.

 

     Imagino las ideas que pasarían por la mente de nuestro psiquiatra, desde la de mandar a paseo a madre e hijo por groseros y desagradecidos, hasta la de que Edmundo habría vuelto a las andadas. El hecho es que le pudo la curiosidad científica y, guardándose el amor propio, aceptó la sugerencia y se presentó en el domicilio de su paciente. Era la tarde del 2 de febrero de 1965.

 

     Le abrió la puerta doña Aurora quien, sin responder apenas a su salutación, lo condujo a la sala de antaño. La mesa de trabajo con la Olivetti había desaparecido, ocupando su lugar una camilla de faldas granates, tapete de ganchillo y búcaro con flores artificiales. Sentado en el sofá, le aguardaba Edmundo, con una manta de viaje sobre las piernas.

 

-          Pase y siéntese, doctor –invitó el paciente-. ¡Ah! y perdone que no me levante para saludarle.

-          No se preocupe… Le veo como cansado. ¿La gripe, tal vez?

 

     La pregunta no recibió contestación. Del A. se sentó en el sillón junto a la lámpara de mesa y la fotografía de la adolescente del jersey rojo. Doña Aurora desapareció, pasillo adelante. Ni siquiera contestó a la solicitud de su hijo de que les sirviera unos cafés.

 

-          No, no es la gripe, doctor. Es…

 

     No acabó la frase, prefiriendo señalar hacía la ventana. Una silla de ruedas plegada asomaba tras las cortinas de cretona floreada. Del A. no entendía nada. Fijó la mirada en el rostro demacrado de Edmundo y, a la luz mortecina de la lámpara, percibió una extensa cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.

 
 



-          Creo que mi madre ya le puso al corriente de los momentos felices de mi viaje a Méjico. Lamento ser yo quien ahora tenga que informarle de los desdichados.

 

     Y fríamente, sin ahorrar los peores detalles, fue desgranando los puntos más relevantes de la historia: La indignación del marido de Lucía ante la pretensión de esta de divorciarse. De cómo el tal Oswaldo llegó a saber de la presencia e intervención de Edmundo, hasta juzgarle el causante de la eventual separación de su mujer. Las amenazas que recibió por teléfono, si no desaparecía al punto de la escena mejicana. En fin, ante su desobediencia a tal conminación, el asalto por unos sicarios, que le dieron una brutal paliza y, para colmo, le marcaron el rostro de un tajo.

 

-          Claro que no es esto lo peor –se señaló la cara-, sino que me partieron las piernas a palos y es muy dudoso que pueda volver a andar. Así que aquí me tiene usted, como antes: No soy capaz de salir de esta casa. Solo que ahora convendrá conmigo en que tengo mayores motivos para ello.

 

     Del A. no sabía qué decir. Esto fue lo primero que se le ocurrió:

 

-          Y Lucía, ¿va a venir? ¿Acaso no sabe lo que le pasó?

-          La última vez que nos vimos fue el día antes del atentado. Estaba desbordada. No pensaba más que en sus hijos y en que yo la abandonase y me volviera a España. La pobre debía sospechar lo que estaba tramando su marido, porque no me cabe duda de que él fue el inductor, aunque no pueda demostrarlo.

-          ¿Quiere que haga alguna gestión? No sé, ponerme en contacto con alguien…

-          Gracias, doctor –Edmundo parecía todo resignada dulzura-. Digamos definitivamente adiós a las esfinges del puente y al río de aguas turbulentas. Como decía mi profesor de latín, finita es comoedia[11].

 

     El doctor le levantó, estrechó calurosamente la mano de Edmundo y, sin aguardar a doña Aurora, se encaminó a la salida.

 

 

3.      Buscando un final más concluyente



     Es de suponer que pocos casos de su vida profesional impresionarían más a nuestro Doctor, ni más decisivamente. De hecho, el del A. que yo recuerdo de años ulteriores era un anciano médico prudente y lleno de tolerancia, que dificilmente habría incurrido en el error de arreglar la vida de una persona, asumida por ella y razonablemente montada, por el hecho de que pareciese anormal e incompleta a su madre o, incluso, a su psiquiatra. Supongo que el pobre Edmundo Rambal estaría de acuerdo en que era más feliz cuando estaba entero tecleando, que convertido en un guiñapo, haciendo solitarios.

 

     Hasta aquí, lo tengo claro –no sé ustedes-. Mas, en lo tocante al amor eterno, la lucha por recuperar el primer amor y todo eso, ¿qué quieren que les diga? Hace algún tiempo, con motivo de la preparación de otro relato[12], me dejé llevar un tanto por la Psicología moderna y la propaganda mercantilista, tan favorables a intentar convertir el primer amor en el definitivo. Con todo, uno es sensato, amén de romántico, y me permití recordar la frase de mi admirada Gene Tierney[13]: El primer amor de una mujer debería ser el amor propio. Yo añadiría también a los hombres y me quedaría tan fresco.

 

     Así que, apliquen ese criterio egoísta a sus amores primeros y supongo que les irá mucho mejor que si usasen de cualquier otro.

 

     Por cierto, para los lectores que gustan de los finales redondos, añadiré la transcripción de un recorte del diario El Vocero de Michoacán, correspondiente al 16 de junio de 1966 (página 4):

 

Tragedia familiar en Morelia

 

     Ayer puso fin a su vida la señora Lucía Pinal, profesora de la Escuela Normal de Educadoras y miembro de una conocida familia moreliana. Parece ser que su trágica decisión fue tomada al conocer que iba a ser detenida como sospechosa del asesinato de su marido, el médico Oswaldo Alcoriza, producido el pasado mes de enero, a manos de unos malhechores, que habrían actuado por encargo de la ahora finada.

     Fuentes fiables, consultadas por este diario, han manifestado que el matrimonio mantenía fuertes desavenencias desde hace algún tiempo, por motivos que no nos han podido aclarar.

 
 

 

 

 

    

 



[1]  Indispensable es, al menos, conocer el argumento de dicha cinta: El Ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962).
[2]  Apelativo que hizo fortuna durante unos años, para designar a las personas que trataban de eludir sus responsabilidades políticas, escondiéndose de la Policía franquista en lugares recónditos de sus casas.
[3]  Supongo que alude a la famosa y difundida revista Selecciones del Reader’s Digest, cuya edición para España –muy leída en otro tiempo- comenzó a publicarse en 1952.
[4]   Olivetti es una conocida empresa italiana de ofimática, fundada en 1908 en Ivrea, cerca de Turín. Su filial española, Hispano Olivetti, se fundó en 1929, contando con una gran fábrica en Barcelona, a partir de 1942. Actualmente desaparecida, en su momento de máximo esplendor, coincidente aproximadamente con la época de este relato, Hispano Olivetti contaba con 3.200 obreros y fabricaba anualmente 600.000 máquinas de escribir.
[5]  Famosa fábrica de porcelana, fundada en Tavernes Blanques (Valencia), en el año 1953.  Su diseño y modelos han sido muy imitados, en especial, en España.
[6]  He tenido la suerte de conocerlo, pues lo conserva su hijo como una reliquia venerable. Se trata de un reloj Hamilton Ventura original (año 1957), cuya forma pueden apreciar en las ilustraciones de este relato.
[7]  Leyenda muy habitual en relojes antiguos, alusiva a la influencia del tiempo en el paso de la vida humana: Todas (las horas) hieren, la última mata.
[8]  Expresión literal e irónica del doctor del A. en el expediente, que yo creo inspirada en la narración de Jesús y la samaritana: Evangelio según San Juan, capítulo 4, versículo 29.
[9]  No he sido capaz de localizar esta fuente de ciencia del doctor del A. Tal vez equivocó la referencia. Desde luego, las conclusiones a que alude han sido posteriormente corroboradas por muchos ilustres psicólogos.
[10]  El divorcio fue ilegal en España, desde el final de la Guerra Civil (1939), hasta el año 1981.
[11]  Libremente, Se acabó la función.
[12]  Se trata de El simposio del primer amor, publicado en este mismo blog, bajo la etiqueta de Cuentos de temática variada. Disculpen la auto-cita, debida a exigencias del guión.
[13]  Gene Taylor Tierney (1920-1991), famosa estrella de cine estadounidense, autora de una autobiografía (Self Portrait) aparecida en 1979, en la que comenta su impresionante filmografía y su tormentosa vida sentimental.