sábado, 6 de septiembre de 2014

LA JUBILACIÓN DE LA CAMPANERA


 

La jubilación de la campanera


Por Federico Bello Landrove

 

     La terquedad, la vejez y el progreso se aúnan para convertir un sainete costumbrista en un drama rural. Basado en hechos reales, dejo a la voluntad de los lectores dónde fijar la frontera de lo vivido y lo imaginado.

 
 

     Es posible que la primera película que hubiese visto fuera El pequeño ruiseñor[1]. Yo quería creerlo así, para que su humilde existencia tuviese la marca de la predestinación. Eran los tiempos en que todas las amas de casa y chicas de servir canturreaban el estribillo

¡Ay, campanera!,

aunque la gente no quiera,

eres la mejor de las mujeres

porque te hizo Dios su pregonera.[2]

     En cualquier caso, Amadora andaba por aquellas fechas sirviendo en Madrid, inevitable destino de todas las chicas del pueblo que no resultaran imprescindibles para la labranza. Luego –ya se sabe-, una boda conveniente, a ser posible con algún paisano desertor del arado. Con el tiempo y la suerte, los hijos propios reemplazarían a los ajenos y el ático en Carabanchel o en Villaverde, al caserón junto al Retiro o el piso en República Argentina. Dispendios, pocos, y lujos, ninguno. El ínfimo remanente habría de servir para echar un remiendo a la casa del pueblo, o para construirse otra propia, si la familiar hubiera de repartirse con los hermanos.

     Hacía mucho tiempo que Amadora se había salido de la rutina. El Señor no le había dado hijos y su marido, conquense de Priego, había decidido compartir vida y jornal con una casquivana, clienta de la carnicería. La esposa tardó en enterarse -¡Madrid era ya tan grande!- pero, cuando lo supo, la vena republicana de su difunto padre afloró en su frente. Cargó lo principal de sus pertenencias en el mundo, que bajó dando tumbos por la escalera, al ritmo de su baticor. La señora la acogió como fija y el señor, abogado del Metropolitano, le tramitó la separación.

     No le fue fácil volver por el pueblo, casada y sin marido. Ya se sabe: las mujeres suelen ser las culpables, cuando menos, de no aguantar lo bastante. ¡Y Amadora! De casta le viene al galgo. El padre, un rojo, y la hermana…, a qué contar. Le brota de los labios la misma famosa canción, ya que ella no tiene hijo que amoroso se la cante:

Dicen que no eres buena

y a la azucena te pudieras comparar.

     Se propone no volver pero ¿qué hacer de su madre? Llevarla a Madrid sería matarla; dejarla en el pueblo sola y enferma, no tendría perdón de Dios. Regresa, pues, a la Capital, trabaja un par de años más hasta la extenuación y vuelve a su aldea para los restos. Las pocas tierras que les quedan están casi abandonadas; la casa se cae a pedazos. Se yergue en su corta estatura y susurra: Al menos, ahora no trabajaré para otros. Desde la cabecera de la alcoba, su marido le hace una mueca de burla. Se sube a la silla, descuelga el retrato de boda y lo sepulta en el hondón del baúl.

***

     Nunca supo por qué lo había hecho el cura. Quería creer que su fama de limpia y trabajadora había sido la causa, pero su madre era más realista:

-          ¿No ves que vivimos al lado de la iglesia? Por eso ha tenido que ser.

-          De todos modos, madre, es para estar agradecidos. ¡Cuántas beatonas habrán suplicado por el puesto!

-          Sí, claro… ¡como es tan grande el estipendio!

     En este caso, Amadora discrepaba de su madre. El dinero no lo era todo. La oferta del párroco abría puertas y cerraba heridas. No iba a liberarla del azadón ni de la llana pero la proyectaba a otra dimensión.

-          Tendrás la llave de la iglesia –aseveró don Antonio-. Cada semana lavarás las albas y los paños de altar. Y te encargarás de tocar las campanas cuando sea menester. Que Ceferino te enseñe los diversos toques. No puedo ofrecerte un sueldo fijo: dependerá de las colectas.

-          ¿Y la limpieza del templo?

-          Eso seguirá de cuenta de todas las mujeres del pueblo. El día fijado les abres la puerta y en paz. Tú encárgate solo de la sacristía, que tengo ahí todas mis cosas.

     Ni don Antonio, ni los curas que lo sucedieron, tuvieron nunca queja. Pulcra y honrada, fue descansando cada vez más en ella la materialidad del culto. Mientras envejecía, la aldea se despoblaba y curas y acólitos iban y venían, superficiales y fugaces. Un día, el obispo decidió que San Juan Bautista de Reinares no justificaba un párroco exclusivo y refundió el curato con el de Bocigas. Otro, se suprimió la misa diaria, manteniendo los oficios de domingos y fiestas de guardar. Amadora sufría impertérrita la crisis de su pequeño mundo y hacía mucho tiempo que no recordaba al padre de turno el adeudo de sus remuneraciones. La muerte de su madre la había dejado sola con sus afanes y recuerdos. Con el discurrir de los años, sus pasos se encaminaban con más frecuencia de la precisa hacia la iglesia aledaña. No había pliegue que no alisara, mota que no limpiase, óxido que no bruñese. Hablaba a las imágenes y recordaba a los difuntos. Nunca había llegado a imbuirse del misterio, pero dejaba que la noche rodeara de tinieblas la lamparilla del sagrario, como pidiéndole el milagro de convertir aquel inmueble ruinoso en el recinto prestante de cuando su niñez. Esperaba unos minutos y luego, encogida y friolenta, se encaminaba hacia el portón, sin percatarse de que aquella tenue luz la guiaba sin tropiezo y sin zozobra.

***

     En mala hora le contaron a don Nicolás que había estado a punto de caerse por las escaleras el domingo por la mañana, cuando bajaba de repicar a misa. Total, fue solo una torcedura, pero el cura se mostró inflexible:

-          Esa escalera del campanario es un peligro, para Amadora y para cualquiera, aunque más para ella que ya va vieja y algo torpe. Cualquier día tenemos una desgracia y presentan a la parroquia una reclamación millonaria. Tenemos que condenar la subida.

-          ¿Y si se arreglase un poco?

-          Habría que cambiar toda la escalinata de granito. Es imposible. La iglesia no dispone de medios.

-          Pues algo habrá que hacer. No vamos a anunciar las misas con dulzaina.

     El párroco era hombre de recursos y dio con el remedio. El Ayuntamiento correría con el gasto. Claro que no era cosa de atentar contra la aconfesionalidad reconocida en la Constitución:

-          Para campanas, no podemos dar un euro –afirmó el alcalde-, pero podríamos colocar un dispositivo eléctrico como el de La Asunción, que es reloj y campanario a la vez.

-          Excelente idea –juzgó el concejal del anejo reinarense-. Con tal que no protesten los vecinos del tañido nocturno…

-          No hay problema. Dará las horas solo de nueve de la mañana a diez de la noche.

     Dicho y hecho. A Amadora le pilló por sorpresa y el cura no veía forma de dorarle la píldora, ni siquiera prometiéndole que ella manipularía el dispositivo del repique ceremonial, en función de la diversidad horaria de las misas. Nadie podía quitarle de la cabeza que la jubilaban. Total, por haberse trastabillado un día y haber pasado de los setenta.

-          Mujer, Amadora, todos nos jubilamos. Sin ir más lejos, el mismo señor Obispo lo tiene que dejar a los setenta y cinco.

-          No va a comparar su trabajo con el mío.

     El párroco concedió:

-          Podrás seguir haciendo todas las funciones que hasta ahora, salvo la de subirte al campanario. Eso, de ninguna de las maneras.

     Don Nicolás no había comprendido nada. Lo que era de lavar, planchar o limpiar, ya estaba harta y sin dificultad lo habría resignado. Pero las campanas… Esa era la misión de su vida, que ninguna máquina sin alma podía asumir. A la cabeza le venían aquellos versos escritos en la campana grande de la espadaña, junto a la fecha de fundición: Vivos voco; mortuos ploro; festas decoro[3]. Desde luego, tendría que llegar el día en que dejase de ser la mejor de las mujeres, pero ella sentía que todavía no era el momento. Y tenía que demostrarlo de forma pública e inequívoca, de manera que el párroco diera su brazo a torcer. Hacer algo, sí, pero ¿qué? Lo estuvo rumiando varios días. Finalmente, creyó dar con la fórmula. Al domingo siguiente se iban a enterar.

***

     Sorprendentemente, el repique sonó a las doce menos veinticinco, apenas llegó don Nicolás en su coche, procedente de Bocigas. A deshora o no, la llamada sonaba alegre y perentoria en aquel mediodía de verano y los feligreses fueron afluyendo a la plaza. Pero, ¿dónde estaría Amadora, que no había abierto aún las puertas de la iglesia? Se formaron grupos frente al templo. El cura echó mano al bolsillo, mas en vano: fiado en la campanera, no había traído consigo las llaves.

     En esto, la anciana se destacó de la espadaña y se apoyó sonriente en el antepecho descarnado que delimitaba el pequeño recinto. Saludó con la mano y elevando su vocecilla, dijo las siguientes palabras:

-          ¡Queridos convecinos y usted, don Nicolás! ¿Puede jubilarse a una persona que es capaz de hacer esto?

     Y, montando a horcajadas sobre el poyo, se asió con ambas manos a él y quedó colgando en el vacío, sobre la plaza. Muchos gritaron, mientras algunos se aproximaban a la vertical de Amadora, previniendo generosamente su caída.

     Amadora era leve y nervuda. Esbozó unas flexiones braquiales y exclamó:

-          ¿Qué, don Nicolás, me readmite o no?

-          ¡Nequáquam![4], gritó el interpelado, recordando sus tiempos de dómine.

     Amadora –que no sabía más latín que el de la inscripción de su campana- tomó el palabro como de aquiescencia y le replicó:

-          ¡Que Dios le bendiga!

     Hizo ademán de tirarle un beso y cayó a plomo sobre el enlosado de la plaza. Los valientes, en viéndola caer, se apartaron.

     Para el funeral, don Nicolás fingió una indisposición y ofició en su lugar el arcipreste, quien leyó un breve mensaje necrológico del señor obispo, el cual concluía así:

      Demos, pues, gracias a Dios por cuantos, como Amadora, acogen con humildad la vocación divina y la mantienen hasta la muerte.

 

 



[1]  Película rodada en 1956, con dirección de Antonio del Amo, protagonizada por el niño cantor Joselito. La banda sonora corrió a cargo de Antonio Valero. La cinta se estrenó en abril de 1957.
[2]   La canción de La campanera forma parte destacada de la música de la película citada antes y fue muy popular en la radio.
[3]  Llamo a los vivos; lloro a los muertos; realzo las fiestas.
[4]  Traducible por ¡ni hablar!, o ¡de ningún modo!

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