viernes, 26 de septiembre de 2014

Psicopatología de la vida amorosa (II) TRANSCRIPCIÓN FATAL




PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (II)

Transcripción fatal

Por Federico Bello Landrove


     Nuestro ya conocido Doctor del A. ejerció en algunas ocasiones de experto para los tribunales penales. Esta es la historia de uno de los casos más sobresalientes de su pericia forense, que he recogido como ejemplo de lo que los criminólogos llaman delincuencia de proximidad. Y es que el amor no siempre prospera en las distancias demasiado cortas.





1.      El crimen de la cañavera


     De un suelto aparecido en la página 18 del Diario de Castellar, correspondiente al 16 de septiembre de 1964:

     En la mañana de ayer, la Policía encontró sin vida el cuerpo del músico Isidoro Domínguez, cuya desaparición había sido denunciada por su esposa la tarde anterior, al llevar más de veinticuatro horas sin conocer su paradero. El cadáver fue hallado sobre una cama turca en el dormitorio de la casa de campo que su familia posee en el barrio del Carmen, a la que el finado solía retirarse frecuentemente para ensayar o componer, de manera tranquila y sin molestar a sus vecinos urbanos. La Policía no descarta ninguna hipótesis sobre las circunstancias de la muerte, al haber hallado, al parecer, algunos signos de violencia en el cuerpo y en la casa.

     Don Isidoro Domínguez era un consumado trompetista, profesor del Conservatorio de Castellar y destacado componente de nuestra Orquesta Sinfónica, desde la fundación de la misma. Igualmente había grabado varios discos y actuado como solista con las mejores agrupaciones de cámara de nuestro país. Por todo ello, su muerte ha sido muy sentida, asociándose este Diario al dolor de la familia, en particular al de su esposa, la también instrumentista, doña Angélica Cornaro, y sus hijos Nicolás y Vicente, estudiantes del Colegio Calasanz.

     Al tener que practicarse la autopsia, el funeral corpore insepulto y el entierro se anunciarán oportunamente. Instruye las diligencias el Juzgado de Instrucción nº 2 de esta capital.

***

     Los pasos siguientes de la instrucción criminal no figuran –como es lógico- en los dietarios del doctor del A., que no intervino en el caso hasta un momento muy ulterior. Con todo, y a pesar de los largos años transcurridos, las hemerotecas y los recuerdos de segunda generación me han permitido llenar el vacío, hasta que podamos ceder el uso de la palabra –recte, de la pluma- a nuestro amigo psiquiatra. He aquí los datos y detalles más gruesos del caso, precisos para hacerse una cumplida noción del mismo, así en lo jurídico, como en lo sentimental.

     No le faltaba razón al Diario, al suponer que la muerte había sido violenta. Don Isidoro, trompetista de unos cuarenta años de edad, había fallecido asfixiado, al serle destrozado el hioides y la parte alta de la laringe, clavándole profundamente una caña como de veinte centímetros de longitud. Deducían los investigadores que había contribuido al rápido ahogo la hemorragia interna que se produjo, la cual apenas había permitido al músico llegar hasta la puerta del improvisado dormitorio –en consecuencia, no había sido hallado sobre la cama turca, sino decúbito supino, en el suelo-. La destrucción de parte del aparato fonador le había impedido igualmente gritar para pedir auxilio.

     En cuanto a las huellas de violencia en la casa –aislada de otras viviendas por una extensa huerta, cerrada de alambre y seto vivo- consistían en algunos muebles ligeros derribados, cajones vaciados alocadamente y la chaqueta del finado con los bolsos vueltos del revés. A parte de la billetera con su contenido y de la trompeta de plata dorada, no he echado nada más a faltar, declaró la viuda.

     La autopsia no arrojó otros datos adicionales dignos de mención, como no fueran la inexistencia de huellas físicas de resistencia o de lucha –lo que abonaba la suposición de que el difunto hubiese sido sorprendido durante el sueño- y el momento probable de la muerte, las cinco de la tarde anterior al hallazgo del cadáver.

***

     Dicen las malas lenguas que los médicos rutinarios no buscan otros males o síntomas, que aquellos que de mano esperan encontrar. Valga este exordio para expresar que, si los forenses hubieran tomado muestras del contenido gástrico, habrían hallado entre él un decilitro de láudano de Sydenham[1], suficiente para inducir un sueño soporoso, bastante más profundo que el de una siesta de finales de verano.

     Si los galenos actuaron un tanto a la ligera –incluso para aquella época, ya lejana- los policías no se dejaron embaucar por las apariencias de robo. Ignoro los motivos de su suspicacia. El conocido semanario de sucesos El Crimen apuntaba la falta de profesionalidad en la busca del botín por parte de los ladrones, así como la circunstancia de que no se hubiera empleado fuerza para abrir la puerta de entrada. Un hijo del inspector Liceras, que intervino en la investigación, me confesó mucho tiempo después:

-          Lo que más extrañó a mi padre fue el arma mortal: ¡Mira que una caña seca, aplicada prácticamente en el único lugar del cuerpo en que podía ser letal! Tenía algo de caprichoso, de personalísimo..., de crimen ritual.

-          ¡Atiza! ¿Es que no había cañas por las inmediaciones?

-          Por supuesto. Ya sabes que el río pasa por allí cerca y hay zonas de carrizo. Pero aquella caña, tan bien tallada, con el borde tan afilado... En fin, que mi padre suplicó al comisario que la hiciese analizar en el Laboratorio Central de Madrid. Y allí dieron con el dato que, a la postre, resultaría clave: La planta correspondía a una subespecie que no se da por estas tierras, sino en la zona mediterránea, particularmente en el delta del Ródano.

     Está visto que mi informador estaba empeñado en ponderar con exceso la intuición de su padre. Tengo para mí que, con Ródano y sin Ródano, la Policía habría seguido in albis a no ser ¡por las actividades extraescolares del colegio Calasanz!

     Me explicaré.

***

     Como creo haber indicado antes, los dos hijos varones del matrimonio entre el difunto trompeta y la oboísta italiana cursaban estudios con los Escolapios, en la etapa denominada a la sazón el bachiller elemental. Los varones españoles no tenían entonces contacto educativo obligatorio con la música, pero algunos colegios mantenían coros y rondallas para completar la educación de sus discentes. Ese era el caso del Calasanz de Castellar y, como es natural, los dos chicos aludidos acudían puntualmente a los ensayos y actuaciones públicas de la así llamada Orquestina Calasancia –la ORCA, como jocosamente la denominaban sus detractores, con un acróstico de muy mala intención, todo hay que decirlo-.

     Pues bien, como un año después del crimen de la cañavera, el director de la orquestina invitó a la madre oboísta a dar una charla-concierto a los aorcados y sus padres. La buena señora, entre otras cosas, hizo una presentación de su instrumento y dijo:

-          Como verán, lo más característico del oboe es esta curiosa embocadura, hecha con dos o tres trozos de corteza de caña, convenientemente unidos con hilo de nailon. Los oboístas más vocacionales –como es mi caso- nos fabricamos nuestras propias lengüetas con las mejores cañas del mercado. Y, sin duda, las que mejor resultado dan son las del sur de Francia.

     Dio la casualidad de que entre los asistentes había un periodista de sucesos de El Diario de Castellar, lo suficientemente instruido como para recordar que el bajo Ródano fluye por el mediodía francés. El gacetillero, intrigado, lo comentó a su vez con un policía que investigaba el crimen del trompeta y... El resto se lo figurarán ustedes sin mayores detalles por mi parte. Poco después, tomaba contacto con el caso el psiquiatra del A., como podrán comprobar, si pasan a leer el capítulo siguiente.







2.  La importancia de la Escuela veneciana


-          Así que mi Defensor le ha encargado que me reconozca y dé pericia en el juicio, para que me tomen por loca –espetó la procesada al bueno del doctor del A., tan pronto este se le presentó en la enfermería de la cárcel-.

-          Señora, replicó el psiquiatra, no es mi costumbre mentir en el ejercicio de mi profesión y, menos aún, a los jueces. Su abogado es un buen amigo mío, que me ha pedido el favor de estudiar su caso, desde el punto de vista médico. Así lo voy a hacer; le comunicaré mis conclusiones y, si le conviene su contenido, me citará para informar en el juicio. ¡Ah!, y sin cobrarles una peseta por mis servicios.

-          Si tiene usted un verdadero interés por su profesión, lo que voy a contarle compensará con creces la molestia. Pero todo, con una condición: precisamente, la de que mienta al valorar clínicamente mi caso.

-          ¡Pero, señora, acabo de decirle que…!

-          Tranquilícese, no le pido que engañe al tribunal. De hecho, voy a prohibir a mi abogado que lo llame a estrados, pues estoy mentalmente sana e hice lo que hice de forma meditada y por poderosas razones. A quienes habrá de mentir es a mis hijos: Quiero que sufran lo menos posible y que, cuando salga de prisión, no me nieguen un poco de cariño y de compañía. Es a ellos a quienes usted convocará como cosa suya y les hará creer que maté a su padre en un rapto de locura, o como quiera calificar benévolamente mi estado. Por eso, le voy a dar todos los detalles precisos para que haga el montaje. Con mi sinceridad y con su experiencia, seguro que se le ocurrirá más de una razón para juzgar anómalo mi comportamiento.

-          Si así fuere, señora, no dude que haré una obra de caridad por esos pobres chiquillos. Explíquese, pues. La escucho con atención.

***

-          Como sabe, me llamo Virginia Cornaro. Nací en la ciudad italiana de Treviso, no lejos de Venecia. Usted debe ser una persona culta y, por tanto, no ignorará la importancia de mi familia, los Cornaro o Corner, en la historia de la República Serenísima. ¡Con decirle que cuatro de los Dux llevaron mi apellido[2]!

-          Lo siento, no estoy muy al corriente. Sí que me han informado de que una antepasada suya fue reina de Chipre.

-          ¡Claro está! Se trata de Caterina[3], la última reina de esa isla, aunque a la pobre le hicieron la vida tan difícil, que tuvo que abdicar. Seguro que ha visto algún retrato suyo en los libros de Arte: Bellini, Tiziano, el escultor Mariani…

-          En fin –suspiró el doctor-, es triste que una mujer de tanta prosapia se vea en esta apurada situación.

-          Y que no me halle en otra peor –completó la presa, barruntando una condena a muerte-. Pero baste lo dicho para explicar mi amor por Venecia y todo lo bello que de ella proviene. Como la música, por ejemplo. Ahí, precisamente, vine a toparme con mi marido, que en el Purgatorio esté por muchos siglos.



     Los documentos del doctor del A. transcriben detalladamente la continuación del relato. Victoria, hija de maestros venidos a menos con el auge y posterior debacle fascistas, siguió estudios musicales en su ciudad natal, que perfeccionó en Venecia, como solista y profesora auxiliar de oboe. Pocos años más tarde, coincidió con Isidoro Domínguez en el verano musical de Verona, donde sus orquestas de cámara actuaron en días sucesivos. Flechazo, corto noviazgo a distancia y, finalmente, boda y asentamiento de la pareja en Castellar, donde el esposo acababa de obtener la cátedra de trompeta y una plaza en la recién creada Orquesta Sinfónica que dirigía su fundador, el maestro de las Heras.

-          Ahí empezaron mis cuitas –proseguía Victoria-. Con toda su pompa de vieja capital, esta ciudad se me vino encima, acostumbrada, como lo estaba, a la intensa vida musical de mi país. Al principio, Isidoro me apoyó para conseguir plaza en la Orquesta y los niños me mantuvieron dichosa y ocupada. Mientras tanto, él apenas paraba en casa, viajando constantemente a Madrid, donde radicaba el Ensemble Boccherini, del que sin duda habrá oído hablar… Bueno, es igual. Sepa que era la mejor orquestina barroca de España –lo que tampoco es mucho decir-. Fija en los conciertos madrileños, hacía numerosas salidas y tournées por la Península y Francia. Paulatinamente, me fui hallando más y más sola, agobiada y -¿cómo decirlo?-… marginada.

-          Todo lo que me cuenta usted puede haber contribuido a su infelicidad, pero no me ayuda a comprender lo que le hizo a su marido, para que yo lo traslade a sus hijos en la forma que hemos convenido.

-          ¿Lo que le hice a mi marido, dice? Será, más bien, lo que él me hizo a mí, hasta que estallé. Para empezar, toda mi dedicación a la casa y a los niños, mi destierro y mi empequeñecimiento; todo –digo- le parecía poco. Echaba sobre mis hombros carga tras carga y acabó por ponerme toda clase de dificultades para seguir en la orquesta. Gracias al maestro de las Heras, que era un encanto de persona y perdonaba mis ausencias a los ensayos. Tú casi no necesitas ensayar –bromeaba-. Eres mejor que la Craxton [4].

-          Comprendo, concedió el galeno. Se trata de ese goteo diario, que acaba por horadar la resistencia y hacer estallar.

-          Es posible, pero faltaba aún la gota –o mejor, el chorro- que hizo desbordar el vaso. ¿Sabe usted lo que es, musicalmente hablando, una transcripción?

-          Ni idea.

-          Me refiero a trasladar una partitura escrita para un instrumento, a otro diferente, más o menos afín. A veces, se hace hasta con la voz humana.

-          Ya veo. ¿Y cuál fue, en este caso, esa transcripción mortal?

-          Isidoro dio en envidiar los maravillosos valores melódicos y la versatilidad de mi instrumento, así como su perenne actualidad. Vamos, todo lo contrario que la trompeta, estridente, vulgar y menos romántica que una zanahoria. Si hasta Mozart lo decía…[5]

-          Empiezo a comprender: Su marido decidió robarle las composiciones para oboe, transponiéndolas para trompeta, para hacerla a usted de menos. Pero, si dice que el oboe es tan superior, no acierto a imaginar el éxito de su empresa.

-          ¡No sabe lo persistente y lo gran músico que era mi marido, porque eso hay que reconocérselo! Aprovechando su dominio de la trompeta piccolo, hoy una, mañana otra, me fue robando la exclusiva de diversos conciertos y variaciones, tocándolas con la orquesta madrileña, grabándolas en disco y, finalmente, trató de convencer a los alumnos del conservatorio y al maestro de las Heras de que sonaban mucho mejor a la trompeta. En el colmo del ninguneo y la desvergüenza, llegó a improvisar torneos entre él y yo para ver quién tenía más éxito con una misma pieza. Claro, él, prevenido y con todo el tiempo del mundo; yo, por sorpresa y hecha una fregona. Y con todo…

     Lo que resta comprendo que puede no ser de fácil comprensión para quienes no sean muy aficionados a la música clásica –escribió el psiquiatra-. Yo no lo creo así, sobre todo, porque el más grande de los trompetistas de la segunda mitad del siglo XX ha ido haciendo lo mismo que Isaías y dejando soberbias huellas de su talento en toda clase de medios de reproducción audiovisual[6]. Bastará pues con que los lectores interesados consulten la discografía reciente al respecto.

-          Empezó con obras que no me llegaban a lo más hondo, por más que supusieran grandes faltas de respeto para insignes músicos: Un concierto de Haydn, otro de Mozart, unas variaciones de Hummel. Yo tragaba quina y él recibía parabienes por su osadía. Pero su objetivo principal era el de destruirme; así que pasó a arreglar para la trompeta los conciertos de oboe de mis amados maestros de Venecia[7]. Un día era el dulcísimo Bellini. Otro, se trataba de Albinoni. Para el concierto extraordinario de Navidad, me abrumó con el endiablado concierto en cuatro tiempos de Cimarrosa, que había sido mi mayor éxito en los tiempos de Italia –y él lo sabía-. Pero tenía que demostrarme que no se arredraría con nada, que estaba dispuesto a destruir mi vida y mis raíces. Y se atrevió con Marcello.

-          ¿Algún amigo suyo, quizá?, inquirió el doctor, seguramente con sorna.

-          Benedetto Marcello[8] –prosiguió Virginia, sin molestarse-. Su famoso concierto en Do menor es el súmmum del oboe, el no va más de nuestro instrumento. Además, el autor era veneciano, de familia ilustre y emparentado con la mía, a través de su hermano, el insigne Alessandro. Aquel arreglucho era un crimen musical, una afrenta obscena para el oboe, una ofensa nefanda para mi sangre, que clamaba venganza. Y la obtuvo.

-          En efecto y de un modo que, de haber estado al corriente de su personalidad e instrumento, habría orientado certeramente la investigación del crimen desde un primer momento.

-          El crimen, ¿a qué crimen se refiere, doctor? ¿Al de mi marido o a mi justísima respuesta?

***

     El expediente del caso, tal y como figura en los archivos del psiquiatra del A., acaba aquí. Si consultamos los repertorios forenses, sabremos que Virginia Cornaro fue condenada, como autora de parricidio con premeditación y alevosía, sin atenuante alguna, a la pena de muerte. El Gobierno conmutó la misma por la de treinta años de reclusión mayor. Se dice que la Embajada italiana apoyó el indulto. De lo que no tengo información, ni me he molestado en buscarla, es del resultado de la gestión de nuestro amigo psiquiatra en favor de la homicida, cerca de sus hijos. No debió ser muy fructífera, a juzgar por el suelto aparecido en El Diario de Castellar, el 14 de marzo de 1975:

    En el concierto de esta tarde en el teatro Carrión, a beneficio de la Junta de Cofradías de Semana Santa, actuará como solista de trompeta el distinguido músico castellarense, Nicolás Domínguez Cornaro, quien ejecutará la transcripción para su instrumento del conocido concierto en Do menor para oboe y cuerdas de Benedetto Marcello.

     Y es que la violencia no suele servir para nada, como no sea de desahogo.




3.  La obligada moraleja


     Si solo dependiese de mí, no sacaría de esta historia más consecuencia que la recién escrita, sobre la inutilidad de la violencia. Pero ya saben los lectores de esta serie psicopatológica que su promotor me impone extraer algunas conclusiones, a modo de aviso para navegantes. Tampoco hace falta ser muy listo para cumplir con una tarea similar a la de los prácticos que han de guiar hábilmente una embarcación entre dos escollos laterales. Así es como veo yo el equilibrio del amor entre la monótona coincidencia de valores y tareas, de una parte, y las insalvables diferencias de criterio y cultura, por otra. Como si dijéramos, la vida amorosa parece requerir bases comunes sobre las que construir una cada vez mayor intimidad, y diversidad que permita una asimilación enriquecedora o, cuando menos, la cariñosa aceptación de lo diferencial.

     Así comentaba yo a mi amigo Valentín, cuando este me precisó, de manera lapidaria:

-          Los valores, similares; las profesiones, diversas; los caracteres, complementarios.

     No me parece mala receta, siempre que recordemos que el Amor es ciego y tan capaz de la mayor superación, como de la debilidad más supina. Así que, como diría el otro, áteme este oboe por la lengüeta. ¿Estamos?









[1] Se trata de una maceración de opio en bebida alcohólica, con una proporción media de morfina de un 1%. En el caso de nuestro relato, se empleó vino de Málaga aromatizado, al 2% de morfina, según declaraciones de la acusada en el juicio oral.
[2] La orgullosa Virginia debe aludir a Marco, Giovanni, Francesco y Giovanni Cornaro o Corner. El primero fue Dux de Venecia en el siglo XIV; los dos siguientes, en el XVII; el último Giovanni, en el XVIII.
[3]  La reina Caterina vivió entre 1454 y 1510. Personaje casi legendario, es famosa como protagonista operística de los compositores Donizetti, Halévy y Lachner. Recomiendo la lectura del cuento La reina de Chipre, en el volumen de relatos Nadie es la patria, ni siquiera el tiempo (Valladolid, 1999), del que es autora Marián Izaguirre (Bilbao, 1951).
[4]  Alusión indudable a Janet Craxton (1929-1981),  la gran oboísta inglesa.
[5]  Creo que Victoria aludía al desafecto del genial músico salzburgués hacia la trompeta solista, para la que no se conoce que haya compuesto ninguna partitura, a diferencia de su padre, Leopoldo Mozart.
[6]  Obviamente, se trata de Maurice André (1933-2012). Afortunadamente, él no lo hizo para destrozar psicológicamente  a ninguna oboísta,… que yo sepa. Al parecer era tan gran músico, como buena persona.
[7]  Victoria emplea el gentilicio con gran libertad, pues algunos de los músicos que va a citar acto seguido no eran venecianos de nación, aunque sí tuvieron relación o influencia en la vida musical veneciana de su época.
[8]  Benedetto Marcello (1686-1739) y su hermano, Alessandro (1684-1750) fueron notables hombres de letras y leyes. Benedetto destacó como compositor musical y Alessandro, más como poeta.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Psicopatología de la vida amorosa (I) LA AMANTE REBELDE


 

Psicopatología de la vida amorosa (I)

La amante rebelde

Por Federico Bello Landrove

 

     A través de una serie de relatos, cuya rúbrica general remeda la de una conocida obra de Sigmund Freud[1], procuraré ejemplificar una tesis que juzgo difícilmente rebatible: Que el camino y el destino del amor no responden a tópicos, sino en la mente cuadriculada de psicólogos triviales. Concretamente, en este primer cuento de la serie, se trata de la habilidad de muchos amantes para escoger a la persona equivocada… y de la especie de maldición bíblica que a veces cae sobre ellos, a modo de penitencia.

 

 



 

1.      Carta de presentación

    

     De la carta de un amigo generoso, que dio pie a los relatos de esta Psicopatología:

    

Castellar, 16 de abril de 2000.

          Querido amigo Fede:

     Si llego a sospechar lo que habrías de pedirme, tras hojear los dietarios profesionales de mi difunto padre, ¡a buenas horas te los presto! En fin, a lo hecho, pecho. Por nuestra amistad y por el afecto que le dispensaste en vida, no te puedo negar cuanto solicitas. De modo que tienes mi autorización a fin de que algunos de los casos clínicos recogidos en aquellos te sirvan de inspiración para desarrollarlos de forma literaria, vale decir, imaginativa, enmascarando –por supuesto- nombres y circunstancias concretas. Y, comoquiera que has usado para convencerme el argumento de que las historias resultantes podrían servir de ejemplo y aviso para –literalmente- amadores descarriados, te impongo un deber adicional, por más que tú no seas médico ni psicólogo: Terminarás cada relato con un resumen de las reflexiones que el caso real te haya sugerido, a fin de que sirva –es también expresión tuya- de aviso para navegantes.

     Te deseo suerte en el empeño, aunque mucho me temo, etc., etc.

     Cordialmente,

     Alberto del A.

     Pues bien, pese a los temores de Alberto, he decidido ponerme a la tarea, con esa doble pretensión, moral y literaria, que recuerda los exemplos medievales[2]. Dejo en manos de ustedes el juicio que la serie merezca. Seguramente serán más piadosos y menos exigentes que mi dilecto amigo.

 

 

    2.   La dama exquisita

 

     El expediente de Matilde C. –para el archivo del Doctor del A., “La dama exquisita”- comienza años después de presentarse los primeros síntomas del malestar psicológico de la joven, motivando la consulta en comandita de la expresada y su madre. No estará de más precisar que, en aquella época, la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años, así como la mayor timidez de las muchachas y el gran entremetimiento de sus madres en los temas amorosos. Baste decir que el caso corresponde a la anualidad de 196...

     La voz cantante en la entrevista la llevó la matrona:

-          Verá usted, doctor, los padres de ahora comprendemos que nuestras hijas no tengan prisa por casarse: Para eso las educamos con todo esmero y hasta les damos carrera universitaria; no como en mis tiempos que, entre la guerra y las desigualdades, nos tocó casarnos muy jóvenes y sin muchos miramientos. Bueno, no vaya a creer que yo..., en fin, que mi marido...

     Parece ser que el médico[3] se cansó de aquella verborrea, que mezclaba el presunto problema de la hija con los que pudiera haber tenido otrora su madre. El hecho es que la anamnesis prosigue así:

     Continuando su exposición, la madre de la paciente expone que, atraídos por la belleza y otras buenas prendas de esta, numerosos aspirantes a sus favores se han interesado por ella, al menos, desde los catorce años de su edad. Sin embargo, por unas razones u otras –tenidas por ella como fútiles o meras disculpas- la hija los ha ido rechazando y aún ahuyentando, de manera cada vez más rápida y desabrida. Opina la informadora que podría haber en tal comportamiento un sentimiento patológico de miedo a los hombres o, por lo menos, a comprometerse seriamente con alguno de ellos.

     Parece ser que, al margen de algunas protestas, la joven Matilde –de veinte años entonces- no abrió la boca espontáneamente durante toda la entrevista. Nuestro doctor hubo de limitarse a recoger los datos más relevantes del caso y, seguidamente, obró como, tal vez, debería haber hecho desde un principio:

-          Bien, he tomado cumplida nota de cuanto me han dicho. Reflexionaré sobre ello y podríamos tener un nuevo encuentro dentro de quince días, a la misma hora.

-          Perfecto –respondió la madre-: aquí estaremos.

-          Temo no haberme explicado bien, señora. La cita incluye solo a su hija. Es indispensable que ella se explique con toda claridad, en ausencia de testigos.

-          Pero yo soy su madre y, precisamente, si no hubiera sido por mí, la chica no habría venido.

-          Justamente. La primera forma de libertad a respetar en casos como este es la de consultar al médico, o no hacerlo.

     La señora debió de salir bufando y su hija, tan aliviada. Lo cierto es que en el índice onomástico de los archivos del Doctor del A., Matilde no vuelve a aparecer hasta quince años más tarde. Lo que le sucedió durante todo aquel largo periodo puede inferirse claramente de sus revelaciones ulteriores al galeno, quien tuvo la satisfacción del sentirse gratamente recordado por tan antigua paciente.

***

-          Ya veo que se acuerda de mi caso, doctor, a pesar del tiempo transcurrido. Efectivamente, vine a consulta con mi madre, que en paz descanse, y aún recuerdo el rebote que se cogió cuando usted le dijo tan finamente que aquí estaba de más. De consuno tomamos la decisión de no volver a consulta, aunque por muy diversos motivos: Ella, por tener que quedar al margen de cuanto aquí se tratase; yo, porque no creía tener necesidad de ayuda psicológica, por no hablar de la vergüenza que me daba entonces desnudar mi mente ante un señor mayor y desconocido. En fin, lo más probable es que hiciese mal, a juzgar por todo lo que ha venido después y que, presa de la depresión, me ha movido a solicitar su ayuda.

-          Ya veo. Hágame un breve resumen. Luego le pediré aclaraciones, si fuere preciso.

-          Pues bien, lo primero que tengo que admitir es que mi madre tenía razón. En mi adolescencia y primera juventud, rechacé uno tras otro a mis pretendientes y a los chicos que mostraban interés por mí, con las más tontas y precipitadas disculpas. Este era demasiado delgado; aquel no era aficionado al cine; el de más allá resultaba demasiado tímido. La cosa no habría tenido mayor importancia, dada mi juventud y que los chicos me gustaban como era propio de mi edad y sexo, pero no tardé en percatarme de que, tras ese rechazo, había una causa concreta que, por la presencia de mi madre, no me atreví a exponerle antaño.

-          Me figuraba algo así, al constatar la, digamos, vehemencia de su mamá para entrar en su vida amorosa. Pero, de todas formas, indíqueme el motivo por el que identificó la causa.

-          Para empezar, acabé descubriendo que rechazaba a los chicos con tanta mayor rapidez y desapego, cuanto más agradasen a mi madre y, por extensión, al resto de la familia, que le servía de coro o caja de resonancia. Pero lo más claro vino después: me gustasen o no, empecé a frecuentar y seguir la corriente a los muchachos que menos habrían agradado a los míos. Y digo habrían, porque, entre mi familia y mis amigos y acompañantes, levanté un muro de ocultación y de silencio.

-          Un caso bastante claro de utilización del amor como rebeldía y autoafirmación. Era entonces muy frecuente: hacer de la independencia de criterio un fin, una bandera, y no solo un medio o una forma de realizarse.

-          Justamente, como usted dice. No sabe la de tumbos que di en mis años mozos, por empeñarme en hacer lo contrario de cuanto de mí se esperaba. No hará falta le diga que, en el fondo, me sentía fatal, pues no compartía en absoluto los valores y conducta de mis malas compañías, por decirlo como mi padre. Y así, paso a paso y dejándome llevar, acabé acompañando hasta el altar a un individuo, a quien lógicamente quería, pero que me resultaba poco afín[4] e insuficientemente conocido. No digo que ese fuera el motivo de mi funesta decisión matrimonial, pero sí afirmo que tan decisivo como la constancia de él para conseguirme, fue la insistencia de mi madre en que no me convenía como marido. ¡Qué quiere que le diga! Años después, casi estrenamos en Castellar la ley del divorcio[5].

-          Hasta aquí, estimada señora, aprecio más conjeturas que datos concluyentes. ¿Es por ese fracaso matrimonial por lo que cree usted padecer un trastorno depresivo?

-          ¡Oh, no! De mi divorcio, ya van a cumplirse cinco años y, pese a todos los pesares, lo llevo con buen ánimo: Todo, menos soportar una convivencia como aquella. La cuestión es que yo soy joven y –a qué negarlo- un poquito… ardorosa. Vamos, que no me he encerrado en casa, ni he desechado la compañía masculina, y hasta un nuevo matrimonio, si encontrare a alguien adecuado y que acepte a mis hijos. ¡Pero ahí está la tragedia! Una y otra vez, como una colegiala inexperta, sigo rechazando a buenos tipos y liándome –si me perdona la franqueza- con sujetos sin más bagaje que una vida divertida o una avasalladora virilidad. Empiezo a pensar que…

-          … ¿Qué su madre sigue ejerciendo su nefasta influencia, aún después de muerta?

-          ¡Más que eso, doctor! Que soy una mujer que, en el colmo del error y el desenfoque, ha conseguido aunar maldad y estupidez. Tan necia, como para ir detrás de personas que malamente podrán corresponder a mis sentimientos y necesidades. Y tan malvada, que me huelgo en rechazar por debilidad o por nimiedades, a los hombres con quienes probablemente podría alcanzar la felicidad.

-          Mujer, entiendo que en ello podrá haber flaqueza, mas no maldad.

-          ¡Maldad, sí, maldad!, pues mi injustificado rechazo provoca el sufrimiento de quien no tiene otro pecado, en el fondo, que el de convenirme.

 

 

3.   Opina el autor

     Afortunadamente, entiendo que la lucha de los adolescentes por decidir en materia amorosa con cierta autonomía es objetivo logrado en nuestros días, sin necesidad de trabarse con los padres en desigual batalla, como la pobre Matilde hubo de hacer, no muchos años atrás. En cualquier caso, si todavía hubiere –que habrá- casos de graves interferencias positivas o negativas, puede ser bueno recordar que los asaltantes de la libertad conseguirán su objetivo, tanto si se les sigue la corriente, como si se les lleva la contraria: Lo correcto es no hacerles caso. Cada amante vale lo que vale, con independencia de cómo lo aprecien los terceros. Ahora bien, el buen criterio y la tranquilidad de espíritu no rechazarán un consejo o un dato, por parte de quienes nos quieren o conocen. Con eso, por mi parte, está todo dicho y cumplido el objetivo impuesto -¡también a mí me imponen conductas, aunque la vejez esté llamando a la puerta!- de  convertir este triste relato en un enxemplo.

     Por cierto, me quedo con ganas de hacer de Doctor del A. y explicarle a “la Dama exquisita” que su depresión puede tener, para bien y para mal, un componente moral de penitencia. Al rechazar a sus amantes sinceros, acaba cayendo en los brazos de quienes no le pueden corresponder. Así, el sufrimiento inferido se vuelve a la postre contra quien lo infirió. ¿Podrá doña Matilde recuperar la tranquilidad de conciencia, si acaba con ese círculo vicioso de encuentros fallidos y desencuentros logrados? ¡Quién sabe! Aunque, a estas alturas del siglo XXI, supongo que le habrán bajado mucho sus ardores.

 


 

    

 



[1]  Psicopatología de la vida cotidiana, cuyo original en alemán data de 1901 y la primera traducción española, de 1922.
[2]  Prototipo en castellano: Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, del Infante Don Juan Manuel, escrito hacia 1330.
[3]  Creo haber omitido, hasta ahora, que el Doctor del A. no era psicólogo, sino médico con cierta inclinación psicoanalítica.  Puede recordarse que el carácter estrictamente universitario de la Psicología en España data del curso 1968-69, como licenciatura integrada en el tronco de la las Facultades de Filosofía y Letras. Los primeros licenciados en Psicología salieron de nuestras Universidades en 1974.
[4]  De esto de la afinidad y los parecidos como nutrientes del amor, habría mucho que hablar. Me propongo hacerlo en otros relatos de esta serie, al hilo de un nuevo caso del venero del Doctor del A.
[5]  Lo que hace suponer que Matilde rompiera el connubio en el año 1981.