viernes, 23 de mayo de 2014

LA FLECHA DEL TIEMPO


 

La flecha del tiempo

Por Federico Bello Landrove

 

     Disparatadas analogías y diferencias entre Física y Psicología, tomadas aparentemente en serio, pretenden aportar un humorístico granito de arena a cuestiones tan vidriosas como la reversibilidad del tiempo, la posibilidad de detenerlo o la vuelta atrás sentimental. La profesora Alicia de las Heras tiene la palabra.

 


     Nada hay más divertido para un científico que asistir a un congreso de psicólogos. Y digo científico, en sentido kantiano, es decir, matemático o físico de la vieja escuela. Si el simposio se celebra en la pequeña ciudad provinciana de uno, la tentación de acudir es casi irresistible. Finalmente, si el objeto congresual versa sobre Amor y Tiempo, no cabe otra decisión que la de apuntarse, por el módico precio de cien euros, con descuento de la mitad para estudiantes y mayores de sesenta años, como es mi caso.

     No madrugué aquel sábado, la verdad. No me apetecía tener que saludar, y hasta explicarme, a un buen número de conocidos. Tampoco me hacía feliz guardar cola para recibir la credencial de colgar y los materiales enfundados en una modesta cartera de lona, con logotipo del Colegio profesional. Por tanto, al llegar al Palacio de Congresos, el vacío en los pasillos era ya prácticamente total. Pertrechado de trípticos y folletos, avancé por el enmoquetado corredor anular, tratando de coger al vuelo alguna frase de los conferenciantes que me impulsara a elegir a uno de ellos para escucharlo. Finalmente, opté por una gran aula de la que salía una voz femenina, alta y de grato timbre. Al entrar eché un vistazo al cartel anunciador. El título de la conferencia me estremeció: Factores y cuantificación de la entropía en la relación amorosa. Sonreí y murmuré: ¡Si Carnot[1] levantara la cabeza!

     No debía haberme perdido mucho de la exposición, pues la oradora estaba todavía quitando ilusiones al auditorio, a fin de centrar el alcance y sentido de su tesis. Más o menos, lo recuerdo así:

     … Un gran baladista de mis años mozos, cantaba alborozado: La vida vuelve a sonreír, que recordar es revivir[2]. Craso error, señores, en el que con frecuencia incurrimos los psicólogos, tratando de animar a nuestros clientes a que no den su existencia por perdida. El tiempo no puede detenerse, ni es racionalmente posible revivir el pasado tal y como lo disfrutamos o lo perdimos. Entre otras cosas, un retorno al pasado tal vez podría ser posible para un ser concreto, pero el mundo circundante ya no sería el mismo y de todos es sabido que, si se altera el medio ambiente, las personas no podrán comportarse como antaño.

     Lo que yo les propongo como factible es algo ya constatado por numerosos colegas nuestros: intentar conseguir con éxito en el presente lo que falló o fue frustrado en el pretérito. Así, podríamos aprender de los errores pasados y estar liberados de quienes pudieron contribuir a nuestro sufrimiento. En suma, estimados oyentes, lo que les propongo es vivir felizmente el presente con quien no pudimos lograrlo en el pasado. No revivimos el pasado: ¡lo revisitamos para tomar de él conocimiento y experiencia! Así superaremos la entropía psíquica.

     Al tiempo que pronunciaba estas últimas palabras, apuntó el cañón electrónico a la pantalla de su espalda y proyectó una llamativa imagen polícroma, que yo dejo a la imaginación de ustedes, pues no me siento con conocimientos informáticos para reproducirla aquí. Se trataba de una hermosa curva similar a una parábola, de gradiente muy pronunciado en su rama izquierda, en tanto la derecha remontaba, desde el punto de inflexión, con mucha mayor suavidad. Entre los ejes de coordenadas y la línea curva, amplias superficies con diversos colores pastel llevaban, a la izquierda, la referencia conocimiento y, a la derecha costumbre.

     Vean, amigos, la zona a la izquierda de la parábola[3]: Representa la energía decreciente que va necesitando el mantenimiento de la relación amorosa, hasta llegar al vértice, punto de requerimiento mínimo. Es una zona de entropía negativa, debido a que, al inicial impulso hormonal, se sobrepone el valor positivo del conocimiento que de sí va teniendo la pareja. Esta situación de energía decreciente, en que el mayor conocimiento compensa la probable menor atracción sexual, tiene muy corta duración, como lo evidencia la pronunciada pendiente de la curva: alrededor de año y medio, según sus estudiosos. A partir de ahí, una inflexión ascendente evidencia que la entropía pasa a ser positiva, es decir, se precisan cantidades crecientes de energía para mantener la vida en común… a no ser… a no ser ¡por esto!

     Su dedo índice hizo temblar la pantalla, al señalar en corto la zona verde pistacho que rezaba experiencia, situada bajo el rosa salmón de la representativa de la energía.

     He ahí, señoras y señores, el meollo de la cuestión. Si solo fuese cosa de energía, la curva remontaría hasta niveles tan elevados, que haría imposible la conservación de la relación, pongamos, más allá de unos siete años. Pero, merced a la experiencia, o a la costumbre, o la inercia, comoquiera que se la llame, la energía precisa crece moderadamente y hace posible las así llamadas relaciones duraderas, es decir –sonrió- las que alcanzan los diez o doce años.

     Hizo una pausa prolongada, durante la que pasó lentamente la mirada por todo el desperdigado público. Conforme a mi costumbre, desvié la vista para no ayudar al escrutinio de la oradora. Pasados unos instantes, realizó la pregunta retórica que yo ya me esperaba –y eso que soy poco perspicaz-.

      ¿Por qué limitar la duración media del amor a una década? ¿Por qué no hasta aquí –señaló un punto más alejado en la abscisa del tiempo-, o hasta aquí –casi se sale del gráfico-, o incluso hasta aquí?

     Trazó entonces con vehemencia una especie de tangente a la curva por su vértice, que se  perdía a la derecha del dibujo, sin llegar a encontrar la línea del tiempo.

     ¿Por qué rechazar la posibilidad de relaciones perpetuas, cuando tenemos energía, experiencia y… conocimiento? ¡Ah, sí, señores!, conocimiento, ese activo que atesoramos en los primeros tiempos de la relación y del que podemos hacer uso en cualquier momento, gracias al recuerdo, a la memoria. Esa es la clave: con energía, experiencia y conocimiento, podemos hacer que el amor dure toda la vida y, lo que aún es más significativo, que renazca en el presente, invirtiendo la flecha del tiempo.

     El énfasis de la conferenciante, debidamente apoyado en la exactitud apodíctica de las matemáticas, provocó en el auditorio un silencio admirativo y convencido. Tanto es así, que se sintió forzada a echar algo de agua en el vino, para concluir su pomposa perorata.

     Claro está, que las hormonas no están a los cincuenta –pongamos por caso- al nivel de los veinte. El conocimiento, hecho en el pasado de romanticismo y adrenalina[4], empalidece en la memoria, tanto más, cuanto mayor sea el periodo y menor la convicción poseída. Así pues, amigos, he aquí mi receta: una buena ración de sexo y cuarto y mitad de yes, we can[5].

***

     Aproveché los nutridos aplausos y un vomitorio alejado del escenario, para librarme del más que probable coloquio. Mas, apenas hube alcanzado el luminoso vestíbulo del Palacio, oí tras de mí la voz cantarina de la conferenciante, que gritaba mi nombre:

-          ¡Álvaro, Álvaro! Pero, hombre de Dios, ¿ya no te acuerdas de mí?

-         

-          Soy Alicia,… Alicia de las Heras, tu compañera del bachillerato. ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que habías venido a saludarme y charlar de los viejos tiempos!

     ¿Qué quieren ustedes? El despiste y la miopía habían tenido la culpa. Bueno, y el profundo cambio experimentado por quien había sido la chica de mis sueños en nuestra lejanísima adolescencia. Pese a mi talante científico y a mi concepto termodinámico de la entropía, no pude menos de sentir un escalofrío cuando Alicia prosiguió:

-          ¿Qué? ¿Te ha gustado mi conferencia?

     Y es que –como bien saben ustedes- en eso de la flecha del tiempo y su irreversibilidad, hay mucha tela que cortar todavía.

 

 



[1]  Me refería al físico francés Nicolas Léonard Sadi Carnot (1796-1832), pionero en el estudio de la Termodinámica.
[2]  Segura alusión a Salvatore Adamo (1943) y a la versión española de su canción Que le temps s’arrête (1966). El texto original francés se aparta bastante del mensaje de la traducción ofrecida por la profesora.
[3]  La profesora demostraba aquí su desconocimiento matemático: aquella curva podía parecerse a una parábola, pero no era tal, debido a su evidente asimetría respecto de un eje.
[4]   Mi colega de Ciencias de la Naturaleza, profesor Gaite, me dice que él habría añadido la noradrenalina y la dopamina. ¡Qué complejo debe ser eso del amor físico!
[5]  Traducible por sí podemos (o sí, se puede), conocida consigna del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en su campaña electoral de 2008.

No hay comentarios:

Publicar un comentario