sábado, 9 de noviembre de 2013

FÁBULA DE LAS DOS FLORES




Fábula de las dos flores

 

Por Federico Bello Landrove

 

 

     ¿Puede resultar de la fusión de cierta experiencia y de una canción un relato, a modo de fábula, es decir, con pretensiones de validez general y alguna enseñanza útil? Como suelo decir, juzguen ustedes. Solo añadiré que la canción se titula Como la flor y a su admirado compositor va dedicado el relato.

 

In memoriam Eduardo Martínez Torner (1888-1955)

 





 
1.  Adolescencia


Como la flor, que el aire la lleva,

Viene el mío amor a rondar tu puerta.

 

     Conocí a Nel cuando veraneé en Pruneda, hace tantos años ya, que me es imposible contarlos. Me hago una idea, cuando recuerdo que había terminado felizmente mi primer curso de licenciatura; disculpa plausible para aceptar la invitación de sus padres, renteros de tierras de mi familia, hasta que vinimos a peor fortuna y hubimos de desprendernos de ellas. Mi abuelo se las ofreció a buen precio y con facilidades de pago. Ellos quedaron agradecidos y –valga la expresión- se consideraron por muchos años deudores en gratitud y amistad.

 

     Nel era de la misma edad que yo, pero los genes y el trabajo le habían dotado de mucho más vigor y dureza, hasta un punto propio de hombre hecho y derecho. Él fue mi introductor entre los chicos del pueblo y el mentor de los mil y un conocimientos y caminos que un mozo del campo puede mostrar al de la ciudad. Yo lo admiraba en secreto y abiertamente seguía todas sus sugerencias, con más voluntad que fuerza. Más de una vez hubo de sacarme de apuros, al vadear un arroyo, templar un mastín o bajar unos riscos.

 

     Con todo, aquel verano no era el mejor de su vida. En ocasiones, pese a su entusiasta dedicación a mi persona, apreciaba en él un dicho, un suspiro, una sombra, que sugería su infelicidad. Ya era yo entonces buen observador del carácter ajeno, aunque reservado y sobradamente tímido. Hubo, pues, que contar con la suerte, en forma de sugerencia materna, para poder atar cabos sobre su melancolía:

 

-          Oye, Nel, ¿por qué no llevas esta tarde a Fede a Gijón?

-          ¿Y qué se nos ha perdido a nosotros por allá?

-          ¿Cómo que qué? ¡Menuda playa para bañaros como Dios manda y no en un regato!

 

     Mi amigo era demasiado correcto, como para seguir objetando. Así que comimos más temprano, cogimos el tren y nos plantamos en la villa de Jovellanos. Apenas cruzamos media docena de palabras en todo el trayecto.

 
 
 


***

 

     Las pocas explicaciones que me había ido dando sobre la marcha eran poco favorables a la Ciudad. Finalmente, a punto de embocar el espléndido paseo que sirve de proscenio a su playa, pasamos ante un almacén de ferretería, con las trampas bajadas, y me dijo desdeñosamente:

 

-          Aquí es donde quiere colocarme mi padre.

-          Pero, entonces, ¿no vas a trabajar la tierra?

-          Dice que, entre él y mi hermano mayor, se bastan y sobran.

 

     Seguimos avanzando, hasta cruzar la avenida y acodarnos por unos momentos en la barandilla, para ver cómo estaba la mar. Entonces añadió:

 

-          Eso será al acabar el verano.

 

     Con semejante preámbulo, es obvio que el baño no nos resultó particularmente grato. Solo tonificados por el agua salada y el calor del sol, recostados en la arena, me atreví a romper una lanza en favor del cambio de aires:

 

-          Seguro que este trabajo te resulta más llevadero que el del campo. Y, además, podrías seguir viviendo en Pruneda, con lo cerca que está de aquí.

-          ¡Qué va! Ir y venir todos los días sería cansado y costoso, aparte de que no coinciden los horarios del tren con los del trabajo. Ya me tienen buscada una habitación en el barrio de La Calzada.

-          ¿Qué se le va a hacer? Por lo menos, chicas no te van a faltar. Mira a tu alrededor.

 

     Lejos de aliviar sus penas, la mención de las atractivas bañistas fue como la de la soga en casa del ahorcado. Como pretendo que lean esta historia de un tirón, aliviaré los detalles de lo que Nel me confesó: Estaba enamorado hasta los tuétanos de una mocina de Noval, una aldea a una hora de camino de su pueblo; amor nacido de un par de encuentros casuales y tres bailes en la romería de Ferroñes. Es probable que Flor –esa era su gracia- hubiera captado su interés por ella, pero lo cierto es que el enamorado no le había revelado expresamente sus sentimientos y…

 

-          En este momento, a punto de venirme para Gijón a pasar las miserias de aprendiz, no me siento con fuerzas para intentar ganármela. No creas, que es de poco salir con chicos, pero más de uno anda tras ella.

-          Y Flor, ¿qué piensa de ti? ¿Has notado si le gustas?

-          Yo qué sé… Apenas hemos estado juntos y, por otra parte, ya sabes cómo son las chicas para esas cosas.

 

     Yo compartía plenamente la perplejidad de mi amigo por el cortejo con las jóvenes de entonces, pero la objetividad me hacía ser más atrevido. La merienda avivó mi magín y el traqueteo del tren de regreso acabó por afirmar, paradójicamente, mi resolución. Le aconsejé:

 

-          Mira, Nel, todo lo tienes perdido, si no haces nada. Búscala antes de marchar y dile lo que sientes por ella. Yo creo que tu trabajo en Gijón hasta puede resultarle más interesante que el de sus otros pretendientes de Pruneda o de la Pola.

-          ¡Ni hablar! ¿Con qué cara me presento a ella de sopetón y me declaro? Pensaría que estoy loco y se reiría en mi propia cara.

-          Hombre, dicho así… Pero hay formas y formas. Yo creo que la romántica es la que mejor suele resultar.

 

     Sonrió con un rictus levemente despectivo. Me encogí de hombros. Desde mi clamorosa inexperiencia, era todo lo más que podía aconsejarle.

 
 
 



***

 

     Según se acercaba mi partida, iba notando a Nel cada vez más tenso y circunspecto. Finalmente, entre balbuceos, se sinceró:

 

-          Fede, he pensado que puede ser que tengas razón. Así que, si te parece bien, podrías ayudarme en eso del plan romántico.

-          Claro; haré lo mejor que pueda. Déjame pensar un momento.

 

     Ya entonces no escribía mal y me encantaban las flores. Dio la casualidad de que había oído, días atrás, la canción Como la flor, por el Coro Santiaguín [1], y no hacía más que darme vueltas en la cabeza y en los labios. Ella me dio la pauta y, por ende, solo a ella la responsabilidad incumbe.

 

     Mercamos un tarjetón en díptico, de lo más moderado que pictóricamente hallé, valga decir, sin corazones ni lemas impresos, aunque sí con un espléndido clavel rojo en la cubierta. En el interior, hice escribir a Nel, con letra de caligrafía, los cálidos versos que endulzan con ternura la susodicha melodía: Como la flor, que el aire la lleva, / viene el mío amor a rondar tu puerta.

 

-          Y ahora, a firmarla –ordené-.

-          De eso nada, replicó Nel. Como primicia, basta con esto. Ya me dejaré caer por su puerta después de unos días. Así se interesará más.

-          Mira que con solo el romanticismo no vale. Hay que tener también decisión.

-          ¿Y quién te dice que no? Venga, vamos con el sobre.

 

     A duras penas conseguí que fuera él –no yo- quien escribiera destinataria y señas. Franqueamos el envío y hubimos de ir a echarlo en la Pola, para que el cartero no se chive. Y es que lo romántico no quita lo prudente.

 

 
***

     Como pueden figurarse por tales precedentes, terminaron mis vacaciones asturianas antes de que Nel hubiera recorrido el camino que lo separaba de Flor: aquel trayecto corto en el tiempo pero muy largo en esperanzas. No soy mucho de escribir cartas ni de abusar de las amistades. De modo que pasaron varios años, antes de tener noticia del resultado de mi romántica iniciativa.

 

     En mi viaje de novios, recalamos en Asturias y, no sin ciertos titubeos, me constituí con Ana, mi mujer, en la ferretería gijonesa de marras. Y allí estaba Nel, con ciertas ínfulas de encargado, que se desvanecieron verme. Debió de pensar algo así como que el Destino venía a pedirle cuentas de lo que había hecho con el amor de su vida y la flor que volaba en alas del viento. No necesité de palabras para comprender lo sucedido o, por mejor decir, lo que no había llegado a suceder. El camino de Pruneda a Noval había resultado ser demasiado largo para el secreto enamorado.

 

     Mentalmente, fui poniendo causas y finales a aquel episodio. En uno de los relatos, la semilla del amor se perdía con la carta, que no llegaba a su destino. En otro, la desconfianza en la firmeza de Flor ahogaba la frágil planta. Algunas veces, imaginaba que el conformismo de Nel, o su exagerado pesimismo, le habían llevado por el camino de Gijón, mucho más llano que el de la aldea de su amada, dijera él lo que quisiese. Nunca se me ocurrió que lo decisivo pudiese haber sido el desapego de Flor o el asedio de sus otros pretendientes. Seguramente, me guiaba por la experiencia propia, con ese cándido feminismo que da el estar recién casado. Solo mucho tiempo después llegué a confirmar mi aprensión, de la forma segura y extraña que conocerán, si tienen el valor de leer el siguiente capítulo.

 

 

2.  Senectud


Como la flor, que el frío la seca,

está el mío amor llorando a tu puerta

 
 

 
 

     Pasaron unos veinte años, tiempo más que suficiente para provocarme sorpresa la llamada de Nel, un mediodía de mayo:

 

-          Don Federico (nada menos), que estamos en Villafranca mi esposa y yo, en una excursión colectiva y querría saludarle, si es posible.

-          ¡Demonios, Nel, qué sorpresa! Nos vemos esta tarde y os enseño personalmente lo principal de la ciudad.

 

     A la visita turística siguió una cena de matrimonios. Al concluir esta, enlazamos con un paseo nocturno en el que, como es habitual, acabamos formando parejas del mismo sexo. Supongo que tenía ganas de sincerarse conmigo o, en todo caso, la edad le había hecho más abierto:

 

-          ¿Te acuerdas de aquella historia de la flor? Vergüenza me da todavía recordarla.

-          ¡Bah!, cosas de chicos. Lo que no supe nunca es cómo acabó ni por qué. En todo caso, veo que tu mujer no se llama Flor, de modo que…

-          Pues te advierto que faltó el canto de un duro. Después de mucho dudar, un día cogí la carretera y casi llegué hasta Noval, pero me di la vuelta. Sí, así como suena. Pensé: si ni siquiera estoy seguro de ir o no ir, ¿qué sentido tiene arriesgarse al fracaso y a la complicación de estar separados? Así que ya ves. No quise pasarlo mal y me dije: Casi no la conozco y, total, más o menos como ella, habrá otras muchas.

-          Bueno, si la alternativa te ha salido bien…

-          Hombre, de todo hemos tenido, aunque más por mi manera de ser que por otra cosa. Y ahora que los chicos ya van mayores y nos hemos amoldado tan bien el uno al otro…

 

     Era lo peor del caso. Su mujer había tenido cáncer de pecho. Era muy sufrida y tardó demasiado en acudir a los médicos. Ahora, operada y todo, el pronóstico era sombrío. Le dije:

 

-          Tenme al corriente de lo que suceda. Y espero que no hayan de pasar otros veinte años para saber de ti.

-          Ahora es tu turno, Fede. Mis padres siguen donde siempre y nosotros, en Gijón, tenemos sitio de sobra para recibiros.

 

     Son de esas cosas que se prometen en vano. El caso es que nos felicitamos por Navidad durante unos años y, luego, el silencio.

 

***

 

     En el mejor sitio de Oviedo, como suele decirse, dominando el Campo de San Francisco y la ciudad antigua, se levanta una construcción faraónica, dedicada a almacén de ancianos. Pese a su fachada, gris y sin gracia, no deja de dar envidia su magnífico emplazamiento y el patio ajardinado que se entrevé por las cristaleras. De todas formas, no era el acogerme a su hospitalidad la razón de mi presencia allí, sino rendir visita a una persona que jamás había conocido. Me parece que la cosa requiere de una explicación.

 

     Para celebrar mi jubilación, tuve la ocurrencia de retornar a todos aquellos lugares que habían dejado alguna huella en mi ya dilatada existencia. Entre ellos, no podía faltar Pruneda. Mi esposa, un poco harta de conocer sitios y personas que poco o nada le decían, optó esta vez por quedarse en casa, con el pretexto de lo mal que le sentaba el clima húmedo. Así que hice la maleta y me presenté de sopetón en la aldea, no sin haber antes reservado habitación en un hostal de la Pola.

 

     No me costó trabajo dar con la casa, pero sí encontrar a alguien que se acordase de mí y de mi paso por aquellos lugares, casi medio siglo antes. Quien más caso me hizo fue Rosina, hermana menor de Nel y habladora por los codos, con el gracejo y la desinhibición de muchas mujeres mayores.

 

-          Me has encontrado de milagro –comenzó-. Yo vivo con mi esposo y una hija, en una casa propia en la plaza del pueblo y, la verdad, vengo poco por aquí desde que murió mi madre.

-          ¿Hace mucho que fallecieron tus padres?

 

-          Mi padre, va para quince años, pero mamá falleció hace tres años, con noventa y uno de edad. ¡Cómo se acordaban de ti, de lo mucho que leías y de tus intentos por ayudar en casa y con el ganado!

 

     Se echó a reír, como si me estuviese viendo, mal ordeñando las vacas o tratando de levantar los fardos de hierba hasta la caja del tractor. De pronto, se puso simuladamente muy seria:

 

-          Y no eran mis padres los únicos que se acordaban de ti, granujón, que dejaste por aquí más de un corazón roto. Yo, sin ir más lejos, no hacía más que aparentar que era buena lectora e invitarte a todas las fiestas.

-          Me sentía más a mis anchas con Nel, corriendo caminos y aventuras…

-          Sí, sí, aventuras. Como la de la pobre Flor. No creas, que con esa historia bajaste mucho en mi estimación.

 

     Es posible que enrojeciera. En cualquier caso, mostré verdadera sorpresa:

 

-          Lo de Flor… ¿Es que llegaste a enterarte?

-          Hombre, en el pueblo todo se sabe; a más que ella hizo sus averiguaciones.

-          ¿Y Nel te contó?

-          Costó trabajo pero, a la postre, te delató.

-          ¡Que me delató! Pero si fue él quien…

 

     En fin, aunque prescrito el delito, al fin vino a saberse la participación de cada uno en su desarrollo. Rosina escuchó hasta el final mi versión de lo sucedido. Luego, asintió:

 

-          No me cabe duda de la verdad de cuanto dices, pues reza mejor con vuestros caracteres y con el comportamiento que está teniendo Nel con Flor.

-          ¿Hay algo entre ellos?

-          Algo hay –recalcó-. Él ya lleva muchos años viudo y a Flor le fue mal en su matrimonio desde un principio. Pero no te contaré más, entre otras cosas, porque no lo sé de primera mano. Así que, si quieres conocer toda la historia, te costará un viaje a Oviedo, donde encontrarás a Nel y, si te peta, a Flor, quien tuvo la mala idea de meter a su hijo mayor en casa, con nuera y nietos. Total, que ahora está en una residencia, contenta pero bastante sola. Supongo que, si te decides a visitarla, se alegrará.

-          Pero si no la conozco…

-          Mejor que lo malo conocido es lo bueno por conocer, concluyó Rosina, alterando el famoso refrán.

 

     Bien, ahora ya está explicado el que un caballero castellarense se presentara una tarde en la descrita residencia de ancianos ovetense, preguntando por doña Florentina Ovies Menéndez, cuyo nombre y apellidos recordaba perfectamente por aquel sobre de la época del romanticismo. A Nel, también residente ahora en Oviedo, lo llamaría más tarde y quedaríamos para cenar.

 

***

 

     Imagínense una señora de algo más de sesenta años, con ese grado de tersura y buena presencia que da un leve sobrepeso, lo que en otros tiempos llamábamos ajamonarse; cabello liso, ahuecado, peinado a raya; discreto maquillaje; ropa colorida y suelta, huyendo de resaltar las formas. Y, por encima de toda otra seña, ojos negros muy expresivos y una sonrisa abierta, acogedora. Flor eludió cualquier preámbulo o presentación:

 

-          Vaya, vaya, el señorito veraneante. ¡Cuánto bueno por aquí!

 

     En efecto, resultó que ella sí que me recordaba, y como fisonomista no tenía precio porque -¡vamos!- yo había cambiado la tira.

 

-          Así que volviste por Pruneda a recordar buenos tiempos. Rosina me lo dijo.

-          ¡Acabáramos! Ya me extrañaba que me hubieses reconocido. Pocas veces debimos vernos, y de lejos, porque yo no te recuerdo.

-          Vamos, vamos, no me vengas con esas, que todavía guardo pruebas.

 

     Nunca lo habría imaginado. Abrió el bolso y me tendió, doblado por la mitad pero bien conservado, el tarjetón de la flor.

 

-          De flor a Flor, bromeó. ¡Anda, que si llego a esperarte!

 

     Me había llevado justo a donde yo quería llegar, pues –lo crean ustedes o no- el objetivo principal de mi visita era el de dejar las cosas en su sitio, tratando de favorecer los actuales propósitos de Nel.

 

-          Estás equivocada. Esta carta de amor no es mía, sino de Nel.

-          Sí, hombre, con esa letra y esos versos. ¡Menuda ocurrencia! Además, ¿por qué sabes tú que fue él quien...?

-          Pues porque estaba presente cuando la escribió y lo acompañé a la Pola para echarla al correo.

 

     Este último detalle acabó de convencerla. En principio, pareció encajar con indiferencia aquel cambio de autoría, que había tardado cincuenta años en conocer. De pronto, ató cabos y lanzó la andanada:

 

-          Así pues, el que tiró la piedra y escondió la mano fue Nel.

-          Mujer, ya sabes como era él entonces y lo que le afectó el tener que irse para Gijón.

-          Y, por lo enterado que te veo, estoy por asegurar que la idea de la cartita de la rosa fue tuya.

-          Creo que es un clavel –corregí en ese punto, concediendo todo lo demás-.

-          Pues, siendo así, me alegro de no haberle hecho mucho caso, ni entonces, ni ahora.

 

     Estaba viendo que mi iniciativa iba a lograr efectos contrarios a lo pretendido. Salió en mí la vena de abogado defensor:

 

-          Puedo comprender que te haya molestado saber que yo muñí la jugada que Nel no supo seguir y que a ti te ilusionaría en vano; pero, en lo de ahora, te juro que la primera noticia que he tenido ha sido por Rosina, anteayer.

-          Para lo de ahora me basta con no ser fata. Ni tengo ya edad, ni comparto sus sentimientos. Es más, creo que le ha dado la tontuna de creerse un poco culpable de mis problemas familiares y pretende hacerse el valiente para protegerme. Como verás, no necesita de tu ayuda para seguir haciendo tonterías.

-          ...

-          En fin, no me lo tomes a mal. Agradezco tu sinceridad y tu visita. Si te he dicho todo esto es por si sigues teniendo alguna influencia en él y lo animas para que me deje en paz. Lo que él pretende es imposible.

-          ¿Incluso una buena amistad, una compañía sincera, tan necesaria en esta época de la vida?

 

     Estaría por asegurar que -¡por fin!- había acertado con el registro sentimental. Ella, sin embargo, se limitó a precisar:

 

     -   No te será difícil encontrarlo. Viene por el Paseo todas las tardes y se sienta en un banco   frente a la entrada de esta residencia. Vamos, como quien dice, a perro puesto.

 


***

 

     Fue como Flor me dijo. Nada más salir del asilo, columbré a Nel sentado en un banco del parque, con apariencia de estar leyendo un libro. O por no esperar encontrarme, o por disimulo, hube de ser yo quien se acercara hasta su vera y lo llamase:

 

-          Vaya por Dios, Nel, ¿es que ya no saludas a los amigos?

 

     Verdaderamente, el abrazo que me dio acto seguido compensó con creces su anterior pasividad. Luego, nos sentamos juntos y le expliqué la ocasión de mi viaje y el propósito de verlo y cenar juntos esa misma noche, dado que partía al día siguiente. Para enlazar implícitamente con el encarguito de Flor, le sonsaqué:

 

-          ¿Y cómo tú por aquí? ¿No sigues viviendo en Gijón?

-          Cuando me jubilé, me vine para Oviedo. Me gusta mucho más. No estoy tan bien instalado como antes, es cierto, pero ya tengo echada instancia en esa residencia de enfrente, para cuando haya alguna plaza libre.

-          ¡Uf, una residencia! Donde esté la casa de uno… Claro que si tienes amigos ahí dentro, la cosa sería muy distinta.

 

     Nel sonrió, me guiñó el ojo, y respondió muy ufano:

 

-          Amigo, no: amiga. ¿Te acuerdas de Flor?

 

     De forma prudente, y hasta larvada, dediqué los siguientes minutos a advertir a Nel de los peligros de retornar al pasado, o de hacerse a ciertas edades demasiadas ilusiones. Su verbo entusiasta y convencido me iba cerrando salidas o cegando argumentos. Mas, por encima de sentimientos y razones, me daba cuenta de que aquella mujer reticente y sensata –o, mejor, su recuerdo y sus esperanzas- se había convertido en la fémina de su vida, en el motor de su optimismo, en su razón de vivir.

 

-          Pero, ¿y ella?

-          Ella, como todas. Cuanto más interés tienen, más difícil te lo ponen.

-          Pero podría ser sincera…

-          Claro, seguramente lo es, pero yo sé mejor que nadie que podemos ser felices… y tengo todo el tiempo del mundo para hacerle cambiar.

 

     Esta terquedad de viejo llegó a fastidiarme. Por un momento, me vi en la piel de Flor, condenada a soportar la visión de aquella sombra, frente a su ventana –o más cerca aún-,  creyéndose el adivino de su conveniencia y el clavero de su felicidad. Luego, recordé que Nel era mi amigo y suspiré:

 

-          ¡Qué lástima, tan viejo cuando joven y tan joven de viejo!

-          ¿Decías, Fede?

-          Nada, Nel, que me estoy quedando frío aquí sentado. Demos una vuelta por la parte antigua, hasta que sea hora de cenar.

 
 
 

      



[1]  De la canción, ofrezco suficientes datos para que puedan localizarla y escucharla, si aún no la conocen. Coro Santiaguín: notable agrupación coral de Langreo, fundada en 1932 y felizmente viva a la fecha (2013).