viernes, 20 de septiembre de 2013

LA VISITA DE VON FAUPEL



La visita de von Faupel[1]

Por Federico Bello Landrove



     Un día de abril de 1937, el embajador alemán gira imaginaria visita oficial a una nada imaginaria ciudad castellana. Los fastos de tal efeméride y la vida diaria de algunas personas allegadas y corrientes fluyen en paralelo, o se entrecruzan con tan notable evento. He aquí la pequeña crónica de este día particular[2].






1.  Los novios


     De la primera página del Noticiero de Castellar, correspondiente al martes, 13 de abril de 1937:


     Conforme hemos informado a nuestros lectores en días precedentes, hoy visitará por primera vez nuestra ciudad el Embajador del Reich Alemán, general Wilhelm von Faupel. El programa de actos será el siguiente...


     Como es natural, tan fausta noticia había de compartir interés informativo con las referencias al reciente bombardeo de la ciudad por un avión enemigo, cuyas víctimas mortales seguían incrementándose; los tremendos descalabros –de los rojos, por supuesto- en el frente de Madrid, que presagiaban otros mayores en aquel día, martes y trece; y, muy especialmente, con la glosa de Millán Astray al lapidario compromiso de Franco, de que ningún español pasará hambre, que el bizarro fundador de la Legión vinculaba con el ubicuo aviso, en este pueblo está prohibida la mendicidad [3].


     Ignoro si Solita habría hojeado el diario antes de ponerse de tiros largos. Lo dudo, pues no es habitual que una novia lea el periódico el día de su boda y –menos aún- celebrándose la ceremonia a las diez de la mañana. La hora resultaba un tanto intempestiva para los invitados, si bien estos eran tan pocos e íntimos, que lo menos que podrían hacer era madrugar un poco. Y, además, se trataba de un momento convenido por los futuros esposos, dadas sus circunstancias; como lo era la sencillez del atuendo, que bien podían los novios pasar desapercibidos para cualquier transeúnte que se les cruzase.


     Desde luego, no era tanto como mendicidad lo que llevaba ante el altar a Solita, aunque no le anduviera lejos. Aquella dulce y menuda treintañera había llegado a resultar un ornato demasiado costoso en casa de su cuñada, después del fusilamiento de su hermano y de que a esta la echaran de la escuela en que profesaba hasta finales del curso anterior. Treinta y cuatro abriles no son carga pesada, pero ella se sentía una tita solterona, cada vez que Luisito se erguía junto a ella, o se percataba de que las canas empezaban a menudear. Decidió, pues, que su destino no era el himeneo y acudió a remedios más serviles y provisorios. No obstante, Merche –su conocida del Corrillo- tenía para ella otras metas:


-          Como comprenderás, estaría encantada de confiarte el cuidado de los niños, pero se me hace muy cuesta arriba que te coloques de niñera, con lo que tú vales.

-          Mujer, atender a tus hijos no tiene para mí nada de ingrato. Ya sabes lo mal que hemos quedado. Nos vemos negras para pagar el alquiler; y otras cosas, ni te cuento.

-          Sí, pero tú eres todavía joven y se te dan muy bien los niños. ¿Por qué no...?


     Aquí, Solita tuvo que tragar con un emocionado alegato en favor del matrimonio. No de uno normal, sino de la coyunda con algún caballero mutilado, de tantos como la guerra iba dejando. Se trataba de un proyecto generoso y abierto a la ilusión, como afirmaban los folletos y consignas de la Sección Femenina. Y, al propio tiempo, era una solución muy conveniente para casos como el de Solita, tan carente de fortuna, como capaz de cariño.


-          Piénsatelo, concluyó Merche. No tendrías que hacerte la visible en ciertos ambientes, ni correr el albur de casarte con un desconocido. Yo misma podría seleccionar algunos caballeros no muy perjudicados, presentártelos con discreción y, luego, tú elegirías.


     Solita salió indignada. De no haber necesitado tanto el estipendio, habría dejado colgados a los hijos de su amiga. Pero por la noche, a la tibieza de las mantas y la primavera, rumiaba la sugerencia de Merche, con la actitud de quien acaba encontrando interesante lo que primeramente despreció. ¿Era venderse por unas monedas o aceptar aquello que la suerte y la violencia le habían negado hasta ahora? ¿Por qué la caridad y una sabia elección –aunque dirigida- no pueden suplir con ventaja la pasión y la casualidad? En esas estaba, cuando le vino a la mente, como también a la boca, el aroma de las dos sardinas con pan que habían constituido toda su cena.


     Lo cual fue importante para afianzar su resolución. De otros factores coadyuvantes, escribiré seguidamente.


***


     Ignacio Mendívil era un maestro armero, con graduación de brigada, natural de Durango. Concienzudo y algo socarrón, había caído bien en aquella ciudad castellana, donde completaba su modesto sueldo con el de empleado de la armería La Precisa, en la Plaza Mayor, esquina a la calle Jesús. El suegro de Merche, labrador acomodado y conspicuo cazador, le confiaba el cuidado de su panoplia, siendo ese el motivo de que su nuera lo hubiese conocido cuando la Dictablanda de Berenguer. Alto, anguloso, atezado, apenas resaltaban en su anodina fisonomía unos ojillos brillantes de color cianita, dominados por una soberbia nariz.


     Decíase de nuestro armero que tenía relaciones con una carnicera del mercado del Val, talluda como él, viuda y frescachona. La verdad del rumor quedaba para los próximos, pues Ignacio vivía como soltero, en el pabellón de suboficiales de su regimiento, del que salía por las tardes para ganarse el mentado sobresueldo. No parecía sentir nostalgia de su terruño, al que volvía de Pascuas a Ramos. Tenía fama de habilidoso y honrado, según lo ponderaba su principal. A Merche le caía bien por su paciencia con el curioseo de los niños y –a qué ocultarlo- por la rotunda negativa a trapichear o reparar las armas que la familia de su marido acopiaba para la bélica ocasión que se veía venir.


-          Con Mendívil,  pinchamos en hueso –comentaban-.

-          No deja de ser vasco y esos, ya se sabe…


     Por vasco, o por necesitarlo en el frente, es lo cierto que Ignacio partió para el Guadarrama en los primeros días de la guerra y no tardó ni tres meses en regresar, con una pierna de menos. A cambio, lucía en la guerrera la medalla militar colectiva. Aunque Ignacio no veía razón para dejar de trabajar en lo suyo, el Diario Oficial del día de Nochebuena lo retiró del servicio activo, con ascenso a teniente y la honrosa distinción de la medalla de sufrimientos por la Patria. No era el mutilado persona de hacer antesala ni colocarse en cualquier puesto subalterno; así que alquiló una habitación sencilla en el Campillo y se dispuso a vivir con su retiro y sus muletas, al menos, hasta que terminara la guerra. De La Precisa, ni hablar: a su dueño le habían retirado la licencia, dado lo peligroso de la mercancía y el escaso entusiasmo manifestado por la Causa antes del éxito de esta en la ciudad.


     Habiendo sido toda esta peripecia conocida de Merche, intuyo que ya tenía un candidato para Solita cuando los consejos matrimoniales que he comentado. Con todo y eso, la influencia de su amiga de derechas habría resultado ineficaz, de no producirse una de aquellas casualidades que solo suceden en la vida real. Es el hecho que la patrona del Campillo era una buena señora venida muy a menos en los avatares guerreros, que habían despoblado su casa de varones, por motivos que ustedes deducirán sin más detalles. Hasta tres piezas hubo de poner a pensión, a fin de cubrir gastos y multas, atendiendo a su servicio con la ayuda de las hijas. Uno de los huéspedes era, en efecto, don Ignacio Mendívil, cuya seriedad y consideración llamaron la atención de Solita, quien visitaba la casa de huéspedes de doña Magdalena con cierta frecuencia, a fin de encargar algún vestido o –cada vez, más- de ayudar en la confección. Si las visitas eran más asiduas por alguna otra razón de tipo sentimental, es cosa que solo podemos imaginar.


     En resumen: la joven solterona vino en comprender que, de conjugar la caridad con la conveniencia, aquel era el momento y la persona adecuados. En cuanto a Ignacio, bastaron algunas miradas y pocas palabras para convencerlo de cambiar su solitaria habitación por una coqueta mansarda en la Costanilla, frente a la Casa del Santo Patrón. La buhardilla, apresuradamente elegida y alhajada, espera ya a la feliz pareja, tras los impolutos visillos de cadeneta. Pero, antes, el teniente maestro armero da los últimos toques a su uniforme, bajo la atenta mirada de su casera y de la hija mayor, que ha pedido permiso en la perfumería para asistir a la boda. La media luna del paragüero le devuelve la imagen de cuarentón bien conservado, torso tieso y mentón prominente. Si la luna fuese llena –vale decir, de cuerpo entero-, cabrían en ella la pernera vacía y las muletas recién barnizadas en nogal. Pero apenas hay tiempo de pensar en cosas tristes, ni echar un poco de menos la imposible presencia de sus padres en la ceremonia:


-          ¡Don Ignacio, que ya ha llegado el taxi!


     Monta en el brillante Hispano Suiza, junto a su improvisada madrina. Doña Magdalena avisa al conductor:


-          A la iglesia de San Miguel. Y conduzca despacio, que no tenemos prisa.

-          Puede que tardemos más de lo que se figuran –replica el taxista-. Con la visita del embajador alemán, está poco menos que cerrado todo el centro de Castellar.



2.  La ceremonia


-          Bien están el pudor y el luto. ¡Nadie mejor que yo lo sabe! Pero de eso a casarse de tapadillo, como dos jovenzuelos de penalti... Nada, que no lo consiento.

-          Lourditas, mujer, no creo que nosotras debamos intervenir en esas cosas...

-          ... Que también son un poco nuestras... No te preocupes, obraré con discreción.


     De Merche a Lourditas, el diálogo cuyo final hemos sorprendido tenía lugar entre nuestra celestina y su buena amiga y jefa política, la bienintencionada viuda del Caudillo de Castellar. Lógico es que esta sintiese como propia la primera boda auspiciada por ella entre un caballero mutilado y una señorita de buenas prendas y costumbres, aunque de la cáscara amarga. Y algo habría que hacer para solemnizar tan inducido acontecimiento. Así que, como quien no quiere la cosa, dos ramos de blancas rosas tempranas lucirían en los jarrones de plata, a ambos lados del altar. Además, llamó al consiliario y preparó la logística ceremonial:


-          Le pide permiso al párroco para oficiar usted. Ya sabe cómo son esos curas añosos: cuatro latines deprisa y corriendo, que parece que se les enfría el chocolate. Destaque el valor y el cariño demostrado por ambos al unirse en sus circunstancias. ¡Ah! Y que la boda sea ante el Cristo yacente, con profusión de velas. En el altar mayor de esa iglesiona, con tan poca gente, se le cae a una el alma a los pies.


     Se quedó con ganas de mandar un fotógrafo, pero Merche la disuadió con una disculpa:


-          No hace falta. Ya les pediré yo una copia de la foto de estudio, como cosa mía.


    Y allí que se personó la feliz pareja y su menguado cortejo, a la hora señalada, a pesar de von Faupel y las cautelas del taxista. Despidieron a este, pues la jerifalte del Socorro de Invierno había puesto a disposición de los novios su Fiat oficial, con chófer y todo. De tan peripuesto, cualquiera diría que el conductor era el padrino, pero no. Después de bastante cavilación, habían pensado en el director de la Escuela de Comercio, para llevar a Solita hasta el altar. Don Rodolfo había vacilado al aceptar: a fin de cuentas, conocía poco a la familia y no era buena cosa políticamente el mezclarse con ellos. Finalmente, asintió en honor y a la memoria de quien sin duda habría sido el elegido para el padrinazgo, de no haberlo toreado a muerte el 26 de julio próximo pasado.


     Pensarán ustedes que soy un exagerado –o cosa peor- y he de admitir que llevan razón. Al bueno de don Benigno de Cabo no llegaron a hacerle faena en el ruedo: se limitaron a despenarlo a la puerta del coso del Paseo del Poeta, a la vista del público y con permiso de la autoridad. Tampoco lo impidió el tiempo.


     Pero abandonemos tan torvas imágenes, que a nada bueno conducen. De hecho, doña Carmen, la viuda del profesor de aritmética mercantil, fija alternativamente los ojos en las rosas y en el rostro de su cuñada, en una de esas asociaciones de contrarios tan queridas de los novelistas: flores deslumbrantemente blancas y traje sastre severamente negro, apenas alegrado por el broche estrellado que devuelve las refulgencias de las velas.


     Don José María, el consiliario y oficiante, está excediéndose, sin duda, en el encargo que le confió Lourditas. Parece no darse cuenta de que el pequeño grupo ha de permanecer de pie, incómodos, ante el soberbio escenario de oro y gules, severo y penumbroso. En esto, que se filtra desde la calle el sonido marcial de una banda militar, sin duda procedente de Capitanía, para honrar al diplomático teutón. Don Rodolfo, de rancia estirpe musical gala, no puede evitar un giro de cabeza hacia la puerta, estupefacto. La banda pasa tocando, a modo de pasacalles, ¡La dama blanca, de Boieldieu![4] El juvenil páter halla en la rítmica melodía la inspiración para cantar la armonía de la religión y la milicia, pero decide poner rápido freno a su verborrea, al apreciar que el armero enjuga copioso sudor de su frente:


-          … En fin, queridos  Ignacio y Soledad, que vuestra felicidad sea completa y que Dios os bendiga con el fruto de los hijos.


     Un modesto armonio acompaña la salida de los esposos con los acordes de la marcha nupcial de Wagner. La brisa mece los gallardetes tricolores y las banderas con la cruz gamada, que alternan con las enseñas españolas. Luisito, poco ducho en símbolos extranjeros, pregunta:


-          Mamá, ¿Qué significa esa araña negra?


     Su madre se hace la sorda. Los recién casados suben al coche oficial, camino del cementerio, pues la novia se ha empeñado en depositar el ramo sobre la tumba de su hermano. A la puerta del camposanto, una compañía de honores espera en descanso la llegada del general-embajador, que ha de cumplir un ritual funerario similar.


-          A sus órdenes, mi teniente. ¿Van ustedes también a llevar flores a la tumba del Caudillo de Castellar?


     Mendívil mira a su flamante esposa, traga saliva y sonríe:


-          Una flor sobre su tumba se marchita; una lágrima en su recuerdo se evapora; una oración por su alma la recibe Dios[5].



3.  La cosecha del futuro


     El Führer, como todo el mundo sabe, siente un gran aprecio por los niños, la gran cosecha para el futuro de la Nación. Su embajador habrá de emularlo en Castellar, aunque ha puesto mala cara cuando se ha enterado del colegio escogido para el encuentro: religioso y selecto. Se ve que los organizadores de la jornada no han tenido en cuenta las fobias del diplomático, anticatólico y acomplejado por la aristocracia. Le han tenido que aclarar:


-          Esas monjas, Excelencia, llevan más de trescientos años educando especialmente a las niñas de todas las condiciones y clases sociales. Son el colegio femenino decano de Castellar. Y tienen muchas alumnas becarias.

-          ¿Es eso cierto?

-          Desde luego,  Herr General.

-          Pues quiero conocerlas. ¡Ah!, y que se tenga alguna atención especial con ellas.


     Aunque muy a última hora, el capricho del ilustre visitante llegó a conocimiento de la Madre Superiora, quien tomó a regañadientes las medidas oportunas. Y esa fue la razón por la que, cuando Rosita Cepeda fue a pedir permiso a la Prefecta para faltar en tan señalado día, recibió una rotunda negativa:


-          Imposible, niña. Te toca jugar un papel protagonista.

-          Pero, madre, es que estoy invitada a la boda de una amiga de mi familia.

-          Daremos vacación hacia las doce. Así que, si no es a la misa, podrás asistir al banquete.


      Rosita no estaba muy segura del significado de ser protagonista. Debía ser algo importante, pues Sor Indalecia le recomendó vivamente la mayor limpieza de uniforme y zapatos para ese día, dado que no tendrían que llevar babi. Ante la noticia, su madre, doña Magdalena, torció el gesto:


-          ¿Y te dejarán entrar ese día por la puerta principal?

-          No sé. De eso no me han dicho nada.

-          Está bien. Madrugarás más, para dejar el trabajo de casa hecho. Y esperemos que te permitan salir a tiempo de comer con nosotras. Si no, te guardaremos algo.


     La mañana del 13 de abril, en primera fila, de punta en blanco y con una cinta rosa en el pelo (imprevisto obsequio de su hada con toca, Sor Indalecia), Rosita se sintió, por primera vez en muchos meses, la muñequita que su padre mimaba entre besos y arrumacos, cuando cada mañana para ella aún lucía el sol.  


     Con estricta sujeción al horario previsto, el Señor Embajador saludó a las autoridades académicas, recorrió a paso ligero las más lujosas dependencias del colegio, engalanadas para la ocasión, y giró detenida visita a la clase de nueve años, elegida al efecto por estar recién pintada y tener hermosas vistas al jardín. Von Faupel hizo lo posible por suavizar lo adusto de su rictus, acarició algunas cabecitas de las dos primeras filas y se volvió a los ayudantes que portaban dos voluminosos paquetes:


-          Verteilung, ordenó[6].


     Como por ensalmo, uno de los propios realizó la distribución de las divertidas Historias de Till, en la traducción española de Araluce[7]. El otro, más prosaico, repartió bolsitas de celofán llenas de golosinas, con cintas rojo-blanco-negro como cierre. Entre tanto, el general inquirió a la Superiora:


-          ¿Las becarias?

-          ¡Huy, tenemos muchas! En esta clase, son tres. Estas.



     Entre ellas, Rosita destacaba por su estatura y extrema delgadez. Con su menguado castellano, aprendido en América, el embajador sentenció:


-          Os esperamos este verano en uno de los campamentos del Reich.


     Al punto, alguien del séquito tomó buena nota de los nombres, mientras su jefe trataba de prender de los uniformes una escarapela con la esvástica. Mas, habiendo encontrado dificultades para perforar solo la tela, von Faupel se encogió de hombros, puso las insignias en las manos de las afortunadas y, con un sonoro adiós, niñas, salió a todo gas del aula.






     Media hora después, el Colegio La Docencia se vaciaba de alumnas. Entre las más remolonas, las del cuarto curso, que devoraban galletas y confites entre la sorpresa y la envidia de sus compañeras. Bien habría querido Rosita compartir los dulces con mamá y con doña Carmen pero el desayuno había sido corto y largo el camino hasta casa. Por más que..., ¡pues no lo había olvidado!: ¡La boda! Tal vez llegase a tiempo a La Central, donde se celebraba la comida. Por de pronto, ya llevaba la andorga bien repleta de golosinas, por si las moscas.


     Así pues, acortó el paso y sujetó con firmeza el asa de la cartera: La escarapela no valía gran cosa pero aquel libro de pastas azules, con un burro a todo color pasando con la lengua las páginas de un infolio, prometía diversión. Y no era cosa esta que abundara últimamente en su vida.  



4.  El regalo envenenado


     Lo del lugar del convite había propiciado una de las primeras discusiones entre Solita e Ignacio. Este, aunque poco dado a los dispendios, había sugerido como sede La Goya, el popular merendero a orillas del río. Incluso había apoyado la candidatura con un argumento que juzgaba irresistible para su futura mujer:


-          Dicen que ahí almorzaba Largo Caballero cuando venía a Castellar.


     Ni por esas. A Solita le encantó desde el primer momento la idea de comer en la intimidad, en el amplio recinto de La Central, el almacén de comestibles y coloniales regentado por Asunción Mateo, madre del finado Benigno de Cabo y de Solita, la contrayente. Doña Asun era la reina de las grandes ocurrencias, como cuando decidió llevarse a Luisito a vivir con ella, en vista del hambre que pasaba en casa de su madre:


-          No se hable más, que para eso es mi nieto. Vivimos a dos pasos y tanto duelo en casa no es bueno para un niño. Cuando acabe la guerra, ya veremos.


     La matriarca –como jocosamente la llamaba el difunto don Benigno, no sin un punto de admiración- había tenido la feliz idea de celebrar el banquete en el amplio recinto comprendido entre los mostradores y la entrada. Mesas, tablas y caballetes aparecieron súbitamente, cubiertos de manteles con guarnición de randa. Historiadas cuberterías de alpaca brotaron de insospechados estuches y las estanterías volcaron los mejores vinos y los más finos embutidos. La bullabesa y el confit cruzarían la calle, procedentes de la cocina de El Norte, a manos enguantadas de dos camareros de esmoquin contratados para la ocasión. Por si todo ello fuera poco, la providencia había querido que el Alcalde ordenase cerrar los establecimientos próximos a la Plaza Mayor en señal de respeto y realce hacia nuestro ilustre Huésped. Así pues, la celebración no estaría reñida con el negocio.


***


     Rosita llegó a tiempo para la comida, mas el abuso de dulces le había estragado el estómago. No tenía apetito y, aún peor, la sola visión y aroma de las viandas le producía sofocos. Sentada entre su hermana mayor, Dori, y Luisito, su novio in péctore, veía pasar los aperitivos y hacía como si probase bocado. Las vaharadas de Maderas de Oriente le llegaban de la carnosa anatomía fraterna, provocándole náuseas. Luisito hablaba y hablaba, agudizando su sensación de mareo. Don Rodolfo hacía los honores, sin dejar por ello de mantener una amable conversación con los más próximos, procurando quedar a bien con todos, cosa difícil en aquellos tiempos tan recios:


-          Pues fíjense a qué extremos llega la propaganda, que los nacionales han bombardeado Madrid con bocadillos y paquetes de tabaco, envueltos en la bandera rojigualda y acompañados de octavillas en que se leía aquello de ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan[8].

-          Algo de eso había oído –comentó Mendívil-. Dicen que muchos no quisieron comer lo que se les tiraba, por decir que eso era tratarlos como a perros.

-          Pues apurado te veas, sentenció Dori. Al fin y al cabo, si tienen que soportar las bombas, no veo por qué hacer ascos al pan con chorizo.

-          A veces, Dori –saltó doña Magdalena-, no pareces hija de tu padre.


     Se hizo un espeso silencio que don Rodolfo decidió romper, sintiéndose un poco culpable por haber sacado a colación aquella historia:


-          Parece que fueron los niños los más decididos en aprovechar el imprevisto regalo. A los mayores –ironizó- les quitó el apetito la advertencia del general Miaja, de que los bocadillos podían estar envenenados.


     Sería por la alusión al veneno enemigo o, sencillamente, por los excesos pasados. El hecho es que Rosita salió corriendo en dirección al almacén de la trastienda y allí fue dejando, lo más escondido que pudo, cuanto le sobraba en su interior. Para su felicidad, no la siguió nadie, ni parecieron preocuparse por su desalado mutis. Tenía que ser el metepatas de Luisito el que la interpelara a su regreso:


-          ¿Te pasa algo? Estás muy pálida.

-          Nada, rezongó. Me atraganté con un trozo de pescado de la bullanguera.


     Las risas trocaron en arrebol la lividez de la niña. Afuera, altavoces improvisadamente instalados lanzaban al viento los sones de Die Fahne hoch[9]. Don Rodolfo, especialista en quitar hierro a las situaciones embarazosas, preguntó al esposo:


-          ¿A dónde piensan ir en viaje de novios?

-          Hemos ofrecido una visita al Cristo de Málaga[10].

-          Aquí, Ignacio –aclaró Solita-, que como la imagen también está mutilada…





5.  El poder de la vocación


-          ¿Vienes, Rosita?


     La interpelada se sorprendió. Aunque era la hora de su habitual clase vespertina, esperaba que doña Carmen le perdonase la de aquel día señalado. Con todo, no hizo ascos a la invitación, pues algo en su conciencia la animaba a sincerarse con su maestra del alma.


     Subieron con parsimonia la cuesta continua que enlazaba los Soportales con la coqueta plaza de los Alerces. Formaban una curiosa pareja, así, del brazo y conversando. Doña Carmen Moreno, viuda de Cabo, bien podría haber parecido hermana de Solita, en vez de su cuñada. Alguien, que la conoció bien, me la describió una vez: Menuda y bonita, sobresalían sobre todo en ella sus grandes ojos negros y sus largas pestañas. Y, junto a ella, con la cartera al costado opuesto, Rosita, esbelta y sutil, tenía ya casi su misma estatura, de modo que caminaba con su cabeza ligeramente curvada hacia la mejilla de la profesora, que ya solo lo era de título, pues había sido privada de su plaza por derecho de consorte, es decir, por haber sido esposa de su marido.


     Meses atrás, cuando el hogar de doña Magdalena hubo de transmutar en casa de huéspedes, con todo lo que ello llevaba aparejado, Carmen se había ofrecido a darle clase por las tardes, para completar su formación. Aquel ritual había llegado a tener algo de iniciático: ¡no era nada, tener una maestra particular, empeñada en abrirle las ansias de saber, más que en transmitirle sus propios saberes! El ratito comprometido se había ido convirtiendo en media tarde, en especial, cuando el sol alargaba su periplo y los árboles de la plaza verdegueaban. ¡Cuántas veces bajó corriendo todo el trayecto de vuelta hasta su casa, para no llegar más allá de las siete y media, hora marcada de poner la mesa para don Ignacio y compañía, así como de echar una miradita al puchero con las sopas de ajo!


     En el Ochavo se tropezaron con la comitiva rodada del Embajador, que se retiraba del Ayuntamiento, tras haber yantado en el solemne salón de sesiones. Rosita creyó descubrir, en el señor arrellanado en el segundo vehículo, al mismo caballero orejudo y de mirada severa de la matinal del colegio. Asoció ideas y preguntó de sopetón a su maestra:


-          ¿Crees que mamá me dejará ir de campamento este verano?


***


-          Será mejor, querida, que dejes aquí esta bonita escarapela para que yo te la guarde.

-          Bueno.

-          Y que no cuentes en casa lo de que te zampaste todos los dulces.

-          ¿Por qué? ¿Es que también estaban envenenados?


     Doña Carmen sonrió:


-          En cierto modo pero, puesto que los vomitaste, ya no has de preocuparte por ello.

-          ¡Pues menos mal que no los repartí con nadie! –su conciencia empezaba a relajarse-

-          Sí, niña mía, menos mal.

-          ¿Y el libro?

-          Es muy divertido. Tanto o más que los de Celia y Cuchifritín[11].

-          Entonces, ¿puedo llevarlo a casa?

-          Claro; y, cuando lo hayas leído, ten la bondad de prestárselo a Luisito.


     Aquella tarde, Rosita se tomó su tiempo para regresar a casa. De una parte, sentía ya la conciencia libre como un pájaro; pero, de otra, le resultaba irresistible la tentación de examinar in situ las pintorescas ilustraciones del libro y empezar la lectura del primer capítulo. Eulenspiegel: menudo apellido. Estuvo a punto de provocarle un tropezón en el cruce de Cantarranas.


     A esa misma hora, el pesado Mercedes de Su Excelencia, el Embajador del Reich, sufría un reventón a la altura de Alaejos. ¿Iría von Faupel leyendo también las aventuras de su pícaro compatriota?


      









[1] Wilhelm (von) Faupel (1870-1945), general y diplomático alemán, primer embajador del Tercer Reich ante el gobierno del general Franco (1936-1937).
[2] Una giornata particolare, es el título original de la película dirigida por Ettore Scola en 1978, de la que es parcialmente tributaria la idea matriz de este relato mío.
[3]  Estas noticias están tomadas de la hemeroteca del diario ABC, ediciones de Madrid y Sevilla, correspondientes al martes, 13 de abril de 1937.
[4]  La inspirada obertura de La dame blanche (1825), de F.A. Boieldieu ha dado lugar a una divertida marcha militar, que actualmente (2013) puede hallarse en You Tube.
[5]  Conocida reflexión necrológica, debida inicialmente a San Agustín.
[6]  Reparto o distribución, en alemán.
[7]  Historias de Till, editorial Araluce, colección Las obras maestras al alcance de los niños, número 57, Barcelona, 1927 y ediciones sucesivas. La primera edición de las Hazañas de Till Eulenspiegel, parece haber sido la de la Tipografía Anuario de la Exportación, Barcelona, 1916.
[8] Consigna de Francisco Franco, muy aireada en la Guerra Civil.
[9] También llamada Horst Wessel Lied, himno del Partido nazi (1929).
[10] Imagen de finales del siglo XVII, obra de Jerónimo Gómez de Hermosilla, existente en un retablo de la parroquia catedralicia del Sagrario de Málaga, deliberadamente mutilada en 1936. La Hermandad de Caballeros Mutilados procesionó con ella en la Semana Santa malacitana entre 1939 y 1976.
[11]  Personajes de los entonces famosos libros infantiles de Elena Fortún (1886-1952), que empezaron a publicarse en 1929.

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