sábado, 1 de junio de 2013

LO INESCRUTABLE


 

Lo inescrutable

Por Federico Bello Landrove

 

     Preguntémoslo francamente: ¿Sería buena o mala la reencarnación? ¿Nos ata el pasado? ¿El amor nos hace esclavos o libres? No son malas preguntas para inspirar una divagación literaria. Con la impagable ayuda de un viaje en ferrocarril, estas son mis respuestas. Y, si no les gustan, ya saben: la culpa fue del chacachá del tren.

 


 

1.      Concierto para dos mandolinas[1]



     A falta de otros sentidos, la agudeza del oído le permite captar la irresistible fluidez de la música de Vivaldi que, a no dudar, emite en su honor el hilo musical del hospital. No sabe cómo, pero vence a la pesadez de la sedación y desemboza la cama metálica. Se pone en pie y, con gotero y todo, emboca el pasillo y su levedad le permite flotar entre los rostros conocidos de las últimas noches: el residente checo con el que recordó entre sopores a Janácek y a Kúndera; la guardiana nocturna y su eterna labor de ganchillo; su hijo Berto, que pasea arriba y abajo en la habitación escuchando por los auriculares música clásica. Ahora que lo piensa, fue un fragmento del concierto vivaldiano la última música que oyó, antes de que apareciese el capellán, sin duda avisado por Merche.

 

     Pasa junto a la cafetería y le llega la fusión de olores que le hacía insoportables las sesiones de radiación en el semisótano. ¡Dios, y qué curioso! Detestar la terapia, no por su ineficacia, sino por el ultraje de la pituitaria. ¿Qué fue lo último que comió, sueros aparte? A la puerta del nosocomio, la consabida plétora de visitantes y sanitarios escaqueados. ¡Taxi, taxi! Es inútil, la voz aún no le obedece. Tendré que ir caminando, por más ligero de ropa que me halle. Caminar, sí, pero ¿a dónde?

 

***

 

     Ha resultado llevadero. Helo aquí, sentado en el avión, rumbo al futuro. Bueno, es una forma de narrar, pues no sabe del destino, ni acerca de la aeronave, ni propiamente el nerviosismo le deja descansar. Curioso aparato este, sin otros pasajeros, ni azafatas, ni paisaje por las ventanillas. De fondo, una pantalla transmite su banquete de homenaje. Las imágenes son confusas, pero las palabras resultan inequívocas: es su voz, su deje pausado, sus humoradas benévolamente coreadas con risas. Merche le tira de la chaqueta, rogándole más brevedad, menos bromas. Parece como si aquel gesto imaginado lo sujetase efectivamente ahora. Titubea, como entonces, y pasan por su memoria los últimos tiempos saludables: las clases de francés, con las ventanas abiertas a su última primavera como profesor; Lucía, en su sillita, esperando la salida por la verja del yayo; doña Remedios, la directora, comisionándolo contra su voluntad para controlar la Selectividad. Queridos colegas, estimados amigos, liberté, égalité, fraternité... et un petit peu de discipline. Grandes aplausos.

 

     Por cierto, ¿me ha devuelto ya Cristina mis Cimetières[2]? Tengo cariño a ese ejemplar, porque es una primera edición.

 

***

 

     Suena el segundo movimiento del susodicho concierto, lento, dulce, adormecedor. Con todo, Fabio se siente incómodo. Redacta la carta a Sara con una prudente dosis de generosidad y de distanciamiento. ¡Qué joven de aspecto y cuán viejo en el fondo! La nave que lo lleva parece seguir su derrota, cumpliendo con las apariencias del movimiento uniforme. ¿O se habrá detenido, tal vez? Pero la carta no se detiene, vuela, planea, cae sobre un escritorio chippendale. Echa hacia adelante la cabeza, tratando de identificar el rostro difuso de la receptora. Total, ¿para qué, si de sobra sabe que es ella? Amigo para siempre; siempre a tu disposición; podrás estar siempre segura... Siempre, siempre. ¿Cuántos días es siempre, o cuántas cobardías y traiciones son nunca? Silencio. La imagen se desvanece; lo último, la carta entre los dedos de Sara, de uñas bien cuidadas, barnizadas en rojo carmesí.

 

     Vivaldi, siempre Vivaldi. En eso, de la cabina surge una voz, demasiado ronca para cantar un bolero: Si tú me dices ven, lo dejo todo. Duele.

 

***

 

     ¡Qué bien cantaba Merche! Es lo primero que lo entusiasmó de ella. Bueno, y el busto generoso. Siempre ha sido un admirador de esas galas femeninas. El frío aprieta y nuestro viajero y su madre y madrina aguardan a la puerta de la iglesia. ¡Esta  pérfida costumbre de las novias, de hacerse esperar! De soslayo, mira hacia el fondo de Santa Clara y cree reconocer en un banco a toda la parentela de la otra. Así es como despectivamente llama ahora a Sara, en el fondo, por el crimen horrendo de habérsele adelantado con su boda. El cierzo resulta bueno para convocar las sombras. A lo lejos, entre la niebla, se adivina el coche de punto que, sin duda, trae a su prometida con el lechuguino de su hermanito. Ya están aquí. Entre el velo, asoma el rostro de Sara, que ríe. Fabio, alucinando, se sujeta firmemente al brazo de su madre, quien lo empuja hacia el interior del templo. Tras él, la brillante voz de mezzo de Merche ataca el aria:

 

Voi che sapete che cosa è l’amor,

Donne, vedete s’io l’ho nel cor[3]

 

     ¡Menos mal que la cantante interpela a las mujeres! Si hubiese sido a él, no sabría qué haber respondido.

 

***

 

     El niño juega a hacer ondas en el estanque. Se siente solo y un poco perdido en aquel enorme parque sin palmeras, con bustos de bronce que nada le dicen, sin que el azul del cielo se refleje en el mar. La imagen se vuelve cada vez más difusa; sus movimientos, lentos; los sonidos, casi imperceptibles. Se le acerca su madre, con una niña de la mano: Fabio, esta nena tan guapa es… mi amiga… jugar con ella. El niño, que se llama como él, se va volviendo más y más pequeño. Mira al suelo, recoge hojas secas, se empeña en perseguir a los ligeidos[4].

 

     El viajero se anonada. No es sino minúsculo bebé bidimensional que trata de agarrase a un pezón. Luego…

 

     Las cuerdas atacaron el vibrante tercer movimiento del concierto y aquel espíritu, mínimo, con pasado pero ya sin memoria, fue proyectado fuera de su nave, hacia un mundo nuevo, en un entorno desconocido. 

 

***

 

     La enfermera de guardia en el paritorio del Royal Children’s Hospital habría jurado que un centelleo fugaz iluminaba una de las incubadoras. Lo cierto es que el bebé ocupante dormía plácidamente y las pantallas solo acusaban una leve taquicardia. Leyó la pulsera talar, sonrió y dijo para sí:

 

-          Thomas, ¿eh? Pues, al parecer, has nacido con estrella.

 
 

2.      La casa de Sara Alba



     Desde que, por imperativo docente, le habían hecho leer La casa de Bernarda Alba[5], a Leticia le parecía que la fachada de ladrillos rojos de su casa, erosionados y deslucidos, encubría las gruesas paredes blancas de la represión. La calle del Tinte, a la vera de la Iglesia Mayor, era, para los efectos, el cortijo andaluz de sus ensueños. La alcoba, con ventanuco a la escalera, apenas era capaz de acoger la cama camera, la mesilla de noche con el despertador y el retrato de pared del bisabuelo, que decían había sido diputado y, a lo que parecía, el último pariente varón digno de encomio. Leticia había llegado a pensar si, para alcanzar tal consideración, era obligado morirse con la ayuda de torturas, en la cárcel de Pamplona.

 

     Su abuela había volado al cielo cuando ella tenía diez años pero, con bastón inclusive, era la viva imagen de Bernarda, aunque se llamara Sara. La mayor de tres hermanos, le había tocado pechar con la bradipsiquia de su madre, que afortunadamente murió más bien joven, quedándose como un pajarito en la butaca, contemplando extasiada cómo ondeaban las sábanas en el balcón, las que confundía con la bandera republicana de sus deliquios.

 

     Sara Alba había tenido que espabilarse para sacar de la miseria aquel hogar, otrora desahogado, y ahora comido de la ruina y la desolación. Y no es que faltaran los hombres en la casa (¡ojalá hubiera sido así!). Valentín, su hermano mediano, había regresado del frente lleno de piojos y con la mano derecha anquilosada. Como había sufrido la invalidez combatiendo con los vencedores, le quedó una mínima pensión y una patente de vendedor ambulante de lotería. Las lenguas ociosas decían que se beneficiaba a su jefa, una viuda de buen ver, con administración en el Corrillo. Lo cierto es que se había convertido en el señorito que la guerra no le había dejado ser: bebedor, indiferente y parásito de su familia por la sangre. Sara gruñía, pero  tragaba. Valentín –siempre la mejor habitación, la carne más magra- dejaba caer de ciento en viento un billete de cinco duros y susurraba zalamero a su hermana:

 

-          Sara, cielo, plánchame bien el pantalón, que parece que vendo más, cuando voy mejor vestido.

 

     Un día, por desengaño o por desfalco, la viuda lo despidió disciplinariamente y Valentín pasó a rentista-sableador con dedicación exclusiva: de los solitarios en casa, al dominó en el Café Nacional. No obstante, los pantalones debían seguir teniendo la raya bien trazada y los billetes de veinticinco pesetas trocábanse como mucho en monedas de a duro. Leticia aún acertó a lograr alguna de propina en los últimos tiempos, poco antes de que el tío falleciese de un cáncer de próstata. A juzgar por el gentío que fue al entierro, fue el miembro más popular de la antaño ilustre familia de los Colmenares.

 
 

***

 

     Aquello fue por el año sesenta, muy poco después de que la abuela Sara soltase el bastón y dejase por defunción la casa en manos de la madre de Leticia. Pero, mal que me pese, todavía he de presentarles a un par de hombres más.

 

     El hermano menor de la abuela Sara había salido más listo que el hambre, y nunca mejor dicho. Libró de las armas por la edad y fue simultaneando los estudios con algún pequeño trabajo ocasional. Su hermana mayor –que lo adoraba- no habría permitido que perdiese un solo sobresaliente por repartir comestibles o despachar gaseosas. La carrera de abogado costó bastante más, pues un Colmenares no tenía derecho a beca, por definición. Entre las matrículas de honor y los trabajos de mecanografía para el amable letrado del primero derecha, había sobrevivido en el proceloso mar del aprendizaje de la jurispericia, sonora frase de don Teodoro, el catedrático de Derecho Civil. Luego, pasantía con Mendizábal, el águila de la ley, y apertura de un pequeño pero expansivo bufete en la calle del Perú.

 

     ¿Había llegado el momento de recoger los frutos? No tal. Francisco, prometedor abogado en aquella mefítica familia de izquierdas tuvo a bien, por amor o por prudencia, emparentar rápidamente con Pitita Cifuentes, hija de un óptico de frente a Correos, con un buen pasar y un mejor currículo de camisa vieja[6]. Sara y su flamante cuñada tarifaron a primera vista, cosa lamentable que puso a Paco en la disyuntiva de optar entre su mujer y sus deudos. El letrado eligió sabiamente y, aún lamentándolo mucho, dejó a sus deudos con sus deudas.

 

     Dios aprieta pero no ahoga. Quiero decir que la pobre Sara, digna de las páginas de Perrault o de los hermanos Grimm, no dejó de tener su momento de felicidad. Lástima que fuese solo un momento, con lo cual casi todo queda dicho.

 

     Fabio Delclós era hijo de un diputado de Esquerra Republicana por Gerona, del que, sin duda, muchos de ustedes habrán oído hablar. Por vía paterna, Fabio y Sara habrían tenido escasas posibilidades de conocerse, dado que el padre de esta –el señor del cuadro- tenía muy poca simpatía hacía los catalanistas. Pero las madres respectivas habían sido compañeras en el colegio de las Teresianas de Castellar y podían mantener amistoso contacto, gracias a que Juanita Alcalleres de Delclós no perdía ocasión de visitar a sus familiares castellarenses y de frecuentar a sus amigas de toda la vida. Decían que, en uno de esos viajes, los niños Sara y Fabio habían estado jugando a los cromos junto al estanque del Campo. Al menos, eso es lo que le recordó aquella a este, muchos años después, con la matización consiguiente:

 

-          Bueno, jugar, lo que se dice jugar, no mucho. Tú te dedicabas a coger bichos y yo tenía prohibido por mamá andar con porquerías.

 

     Fabio, ya todo un señor profesor, se echó a reír de muy buena gana. No recordaba la anécdota, pero era muy verosímil, a juzgar por su afición a las disecciones entomológicas. Puntualizó:

 

-          En efecto, yo era entonces un perfecto cochinón. Menos mal que me pulí en París, con mis padres, y luego con los tíos en Barcelona. Ahora, aquí donde me ves, me dedico a torturar con refinamiento francés a especímenes de dos patas.

 

     Habían congeniado desde el primer momento. Todo los unía: pasado, ideología, manera muy seria de ser. Contra lo que Sara había temido al principio, a Fabio se le daba un ardite su pobreza, sus trabajos serviles, la falta de cultura libresca. Se encontraban a gusto juntos. Hasta ahí, Leticia tenía las cosas claras. Cuando se perdía en los vericuetos de la historia familiar era a la hora de explicarse cómo una pareja tan conveniente se había venido abajo en un instante. Era tradición sin confirmar que ello había sucedido en el baile ferial de La Pérgola, uno de los pocos días que Sara lograra encajar a su hermano Paco el cuidado de su madre. En cuanto a Valentín, si no andaba mariposeando por la misma verbena, estaría tomando el último clarete con jamón de mono[7] en la taberna de Onsurbe.

 

-          Sara, cariño, me sale una plaza que ni pintada en el Instituto San Isidro de Madrid. Fíjate qué oportunidad para simultanear con clases en el Liceo Francés, o en la Universidad.

 

     La chica tuvo que agarrarse de Fabio más de lo debido, para no caerse. La sugerencia implícita era inequívoca: Cielo, deja todo lo que te ata a tu familia y a tu pasado y huye conmigo. ¿Qué hacer? El vocalista le envió la respuesta en brazos del viento: Si tú me dices ven, lo dejo todo.

 

-          Entonces, ¿qué me dices? ¿Vendrás conmigo?

-          Pero ¿es que tienes ya decidido lo de Madrid?

-          Mujer, te consta que mi venida acá fue pura chiripa. A mí, Castellar me agobia.

-          Ya, pero sin preparar primero un poco las cosas... Sabes lo necesaria que soy en casa.

-          Podríamos mandarles algo de dinero. Yo, en Madrid, ganaría bastante más.

 

     Sara empezaba a perder los estribos. Aquella falta de preámbulos y de tacto…

 

-          No sabes cómo lo siento, Fabio, pero no puedo marchar por ahora, salvo que me lleve la familia conmigo.

 

     Fabio perdió el compás y salieron lentamente de la pista. Volvieron a sentarse a su velador. Él, mirando hacia los rosales, insistió:

 

-          No es solo Castellar lo que me agobia; es también tu familia. Me siento incapaz de cargar…, perdón, de convivir con todos en la misma casa.

-          Lo comprendo, pero hazte cuenta de mi situación. Dame tiempo.

 

     En fin –imaginaba Leticia-, que como la abuela Sara hay pocos, para bien y para mal. Con ella rompieron el molde del sacrificio personal. Fabio no transigió y marchó a Madrid al comenzar el curso siguiente. Hasta ahí, todo normal, razonable, cotidiano. Lo que la abuela no podía consentir –y ello le amargó la vida- fue la persona elegida por su amor frustrado para reemplazarla. ¡Nada menos que Merche, la de Monsalve, uña y carne de Pitita, la novia de su hermano! ¡Como que la había debido de conocer por medio de él! Cuando se enteró, no salía de su asombro:

 

-          ¿Será posible que el desgraciado se timara con esa señoritinga cuando todavía me hacía arrumacos a mí?

 

     Le hervía la sangre y ya se sabe que no hay peor río para salirse de madre que el de llanas y plácidas orillas. No se le ocurrió mejor cosa que dar, al fin, palabra de matrimonio a Matías, dueño de la panadería donde Sara se surtía, y del que sus amigos no sabían bien si su querencia por la moza era un desvarío político o un capricho de macho insistente y pretencioso. Tampoco lo sabía Leticia, para quien el genio y las formas hombrunas de su abuela, cuando vieja, no le dejaban ver las prendas atrayentes de su juventud. En fin, que Sara se comprometió con Matías, a una doble condición:

 

-          Mi madre está ya muy mal y no puedo abandonarla. Y la boda tendrá que celebrarse en seguida, para que la pobre, pueda verme casada.

 

     No dejaba de ser una mala disculpa, estando la pobre señora casi como un vegetal. Matías lo dio todo por bueno y así pudo tener Sara un último triunfo moral, a costa del orgullo de Fabio. Este, por consideración a Paco, tragó quina, acudió al casamiento y, a la recíproca, no dejó de invitar a su himeneo a todos los Colmenares. De hecho, fue de órdago la melopea que se allí cogieron a dúo Valentín y Matías. Un día es un día.

 
 

 

3.      Quien bien te quiera...



     Si su abuela Sara era, para Leticia, la Bernarda Alba del drama, a su madre le asignaba el papel de Adela, en el caso de que esta no se hubiese suicidado. Lo tenía más difícil para el casting de Pepe el Romano, por la sencilla razón de que no conocía a su padre. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos al matrimonio del panadero y la costurera, vale decir, de Matías y de Sara.

 

     Tendremos que darnos prisa pues, como era de esperar, la convivencia acabó pronto. Y no es que Matías se llevara mal con los Colmenares: de hecho, toleraba las miserias de su ensimismada suegra y se corría alguna francachela con su cuñado el lotero. Con Paco, poco hay de qué hablar, pues por aquellas calendas tenía ya un pie en la calle del Tinte y otro con su novia y su despacho profesional. Tampoco se trataba de que Sara hiciese ascos a atender la panadería pues, al fin y al cabo, vivían de ella mejor que con la costura. La cuestión era que su marido resultó gastador, borrachuzo y de manos largas. Mal que bien, Sara lo sufría y volcaba todo su afecto en la pequeña que habían tenido al año de casados. Matías se creció y llegó a creer que todo le estaba permitido impunemente. Se equivocaba: la hija del diputado tenía su límite y este lo alcanzó cuando, de boca de varias clientas, le llegó a los oídos la infidelidad de su esposo con una pescadera del mercado de Portugalete.

 

     Por una vez, la ayudó el tener un hermano abogado. Un lunes de Pascua, Sara no apareció por la panadería. A la hora del almuerzo, Matías se encontró con la cerradura cambiada y un par de maletones a la puerta. Sus estrepitosas llamadas tuvieron respuesta en la fornida figura de Paco quien, en el rellano y en voz baja, le explicó la situación y sus razones, concluyendo con estas palabras:

 

-          Si echas en falta algún efecto personal, me llamas al bufete y hablaremos. Por lo demás, dentro de unos días recibirás del Juzgado copia de la demanda de separación.

-          ¡Qué separación, ni que…! Y, además, está la niña.

-          …Que tiene tres años y adora a su madre. Como es natural, tendrás el derecho de visitarla y el deber de pasarle pensión alimenticia.

 

     Aquello de la pensión le bajó los humos. En aquel entonces, Castellar era un pañuelo, pero Matías trasladó la tahona al barrio de Las Delicias y no hizo por dejarse ver, ni él, ni la ayuda económica que el juez le impuso. Sara volvió a la costura y su hija, a crecer y educarse. Elvira –esa era su gracia- se crió, pues, sin padre. Algo así como lo que podría haberle pasado a un hipotético vástago de Adela y Pepe el Romano -imaginaba Leticia-. Además, en aquellos tiempos no se llevaban aún las lucubraciones genéticas: una hija sin padre era una huérfana, para todos los efectos. Lo del cincuenta por ciento del ADN todavía tendría que esperar unas décadas.

 

***

 

     Crecer y educarse. De lo primero, no había ninguna duda: Elvira era una real moza, hermosa y firme, por más que la vida no le hubiese sido fácil ni saludable. En lo tocante a la educación, Sara hizo el esfuerzo de no sacarla de la escuela hasta los catorce años, si bien contaba con ella para las faenas domésticas y los recados del taller. Con eso y las lecturas al anochecer de la expurgada biblioteca familiar, la chica tuvo bastante para su modesta vida social y para colocarse en la perfumería La Moderna, al concluir sus estudios.

 

     Debió de ser por aquellas calendas, cuando el viaje de Fabio a Castellar, para formar parte de un tribunal de reválida. Es muy probable que hubiese visitado la ciudad en otras muchas ocasiones anteriores: de hecho, Paco hablaba con frecuencia de él y de Merche, de sus progresos individuales y de sus desavenencias de pareja. Pero lo cierto es que esperó a aquel mes de junio, para visitarlas formalmente. Me confesaba Leticia, maliciosa, que tanta amabilidad tal vez se hubiera debido a que, esa vez, Fabio viajaba sin su esposa.

 

     La tradición no escrita de los Colmenares recoge que Sara y Fabio se reunieron en el salón de la casa, ante un aromático café y aquellos dulces de El horno francés, que tanto gustaban al profesor de esa lengua. Elvira, tras la oportuna presentación al invitado, fue conminada a retirarse a la lejana sala de costura –al otro extremo de la casa-, a pegar los botones de las camisas en hechura. Y así lo cumplió la niña, durante unos minutos, volviendo sigilosamente luego con un par de prendas y los útiles de costura, para agazaparse en la pieza contigua y pegar la oreja al tabique medianero con la gran sala. En aquel momento, estaba hablando Fabio:

 

-          … Así que recibiste mi carta. Al no obtener contestación, tuve mis dudas.

-          En efecto, la recibí y te la agradecí sinceramente, pero…

-          … Pero no tanto, como para contestarme.

 

     Sara, sin duda, se sintió molesta con este reproche, apenas encubierto, y se sinceró:

 

-          Verás, Fabio, no es fácil para una mujer, separada y pobre, recibir una generosa ofrenda de amistad y de ayuda y no aceptarla. No obstante, lo hice así y no me arrepiento de ello. Cada cual debe pechar con las consecuencias de sus actos y no contar con antiguos amigos. Si, al menos, tu carta hubiese sido una más entre muchas… Pero así, de golpe y porrazo, me pareció –no sé- provocada por otros, o fruto de sentimientos irrecuperables. En fin, no sé cómo explicarlo, pero  entonces estaba muy agobiada y, tal vez, no hice lo correcto y cometí una grosería.

-          Tú lo dices, tal vez, pero lo pasado, pasado está. Ahora soy yo quien dice tal vez. Tal vez podríamos sentirnos nuevamente próximos, fraternales. Tu hija…

 

     Sara decidió cambiar de tema, en vista del camino que Fabio tomaba:

 

-          Por cierto, no me has hablado de los tuyos. ¿Cuántos hijos tienes?

-          Dos, Roberto y Alejandro…

 

     Las tijeras se escurrieron de las manos de Elvira y, tras rebotar en el mullido asiento de terciopelo, cayeron contra los baldosines, con lo que a la desobediente pareció un estrépito morrocotudo. Maldiciendo su suerte, salió escopetada de puntillas, pasillo adelante, hasta empotrarse en el sofá del cuarto de costura. ¡Adiós confidencias robadas al tabique! Pasó un buen rato y, al fin, abrieron la puerta y oyó la voz de su madre:

 

-          Niña, que se va el señor. Ven a despedirte.

 

     El señor le dio un beso en la frente y prometió:

 

-          Me dice tu mamá que vas a emplearte en una perfumería. En esas tiendas, saber un poco de francés es importante. Te haré llegar algunos libros muy elementales y, con la ayuda de tu madre…

 

     Tiempo después, Elvira relataría a su hija:

 

-          La abuela y el profesor se despidieron con un apretón de manos muy largo. Luego, ella regresó al salón, cerró la puerta y se estuvo allí hasta la hora de preparar la cena. Yo estaba muy nerviosa, como puedes figurarte, pero no hubo reacción ninguna a la caída de las tijeras. Días después, recibí los libros prometidos. Por la librería andan, empaquetados, tal y como llegaron. A mí, maldita la falta que me hacían y, en cuanto a la abuela, no volví a oírle una sola palabra sobre aquel caballero.

 

     Leticia imaginaba en qué habría quedado la magna tragedia lorquiana, si las mujeres hubieran sido capaces de encerrar el caballo de Pepe el Romano en una cuadra sin puertas, como su abuela Sara había sepultado aquellos libros con aroma a Fabio entre los anaqueles de una librería. Ahora empezaba a comprender su aseveración, que siempre aplicaba a otros, como si ella ya estuviera por encima del bien y del mal:

 

-          Niña, quien bien te quiera no te hará llorar.

 

 

4.      Perfumes, acordes y texturas



     El año 1949 fue de aquellos que no se olvidan. Empezó con el óbito de la bisabuela Esperanza, aquella que se quedaba arrobada viendo ondear las sábanas tendidas al oreo. Tuvo que morirse, para que Elvira tuviera por su madre la confirmación de lo que suponía:

 

-          Pobre mamá –le dijo durante el velatorio a la esposa del abogado del primero-. Desde que se llevaron a mi padre los militares, no volvió a ser ella. Y fíjese, doce años ya se han cumplido de aquello.

 

     Había otro motivo de que aquel año fuese inolvidable en la familia Colmenares. Ese fue el nacimiento de Leticia, para San Esteban[8]; y eso sí que requiere una referencia más detallada.

 

     El final de la Segunda Guerra Mundial propició el retorno de la perfumería francesa al primer lugar en España. Elvira, ya una pollita, contaba con el favor del encargado de La Moderna, cosa nada peligrosa para la moral, dado que el buen señor era un completo y notorio afeminado. Las dueñas iban poco por el negocio y, cuando lo hacían –apenas visibles entre capas de maquillaje y perifollos-, siempre tenían alguna palabra amable hacia su modesta empleada:

 

-          Elvirita, estás monísima. ¿Qué tal tu mamá?

 

     Eran los restos, sin duda, del respeto hacia las buenas clientas de antes de nuestra guerra. A ella le hacía feliz y sonreía, imaginando a la Sara del día con casquete floreado y blusa de encajes, como en los buenos tiempos del pasado.

 


     Iba de medio luto por su abuela recién fallecida, cuando apareció por la perfumería un representante de la casa Guerlain, chapurrando el castellano con tremendo acento gabacho. Guapo, espléndidamente trajeado y oliendo a Mouchoir[9], pronto estuvo rodeado por toda la plantilla de la tienda, incluido –por supuesto- Basilio, el encargado. Sylvain Rivarol repartió sonrisas, donosuras y muestras gratuitas a diestro y siniestro, dejando bien claro que su visita era una especial consideración de la Casa para con la perfumería más afamada de la zona. Recibió parabienes y pedidos. Luego, formuló una solicitud, que dejó un poco descolocado al personal:

 

-          ¿Podrían ustedes indicarme el camino hasta El horno francés? Trabaja conmigo en París un emigrado que me ha encarecido de tal modo sus dulces, que no quiero partir sin adquirir algunas cajas. Tal vez, lo hayan conocido: se trata de Monsieur Garrote.

    No era muy conveniente el derrotero que tomaba la conversación: conocer a cierta gente estaba entonces mal visto. Basilio suspiró por no poder acompañar al adonis, pero su categoría hacia inadecuado que se ausentase en horas de trabajo. Ordenó:

-          Elvira, acompaña tú al señor.

 

***

 

     Cuando llegamos a este momento, Leticia calló, se cerró en banda y no hubo forma de que me diera más detalles de aquel episodio, que había comenzado con una dulce compra de exquisiteces y concluyó en el dulce encargo de la niña que ahora, ya mayor, me contaba las batallitas de la calle del Tinte. Se explicó:

 

-          No vayas a creer que lo hago por mojigatería, o porque no quiera sacarle los colores a mi madre. Es que, realmente, nunca me contó los detalles de aquello. Hasta es posible que, novata y un poco ñoña, como era entonces, tenga de todo ello una mezcla de vergüenza y confusión.

-          Pues no está tan desorientada, a la hora de recordar el nombre y apellido de su galán.

      Leticia se echó a reír:

-          ¿Pero no te has dado cuenta de que es un seudónimo? Nunca hubo un Sylvain Rivarol en la casa Guerlain. Me he encargado de comprobarlo por varias fuentes. Por lo demás, no tengo más deseos de conocer a mi padre, que las que él ha mostrado en cuarenta años de conocerme a mí.

     Agotado este tema, volvimos a tomar el hilo del relato:

     El embarazo de Elvira constituyó todo un mazazo para aquella casa que, mal que bien, iba saliendo del duelo y las penurias. Sara tomó providencias de forma fulminante: no en vano estaba acostumbrada a bandearse sola y a criar así a su hija. Como le confesaba a Valentín –por un tiempo, más responsable y juicioso-, no le importaba que lo que viniera tuviese que salir adelante sin padre –total, para lo que sirven algunos…-, ni le afectaba la extrema juventud de la futura mamá –ella se lo buscó: hay que responder de los propios actos-, sino el baldón moral para la familia de Colmenares, cuando ya iban quedando atrás maltratos y desprecios. Si de ella hubiera dependido, Elvira habría ido a pasar la preñez en el otro extremo del mundo y su fruto allí habría quedado, al cuidado de quien lo quisiera. Su hermano, expeditivo, le sugirió una fórmula más drástica:

-          Yo de esas cosas no entiendo, pero Isidora sin duda conoce a quien pueda hacerlo. Todo es tener algo de dinero.

-          Valentín, repuso Sara, eres un bestia. Mientras viva su abuela, a ese niño no le ha de faltar una cuna ni un trozo de pan. Esas cosas, para la Isidora y otras como tu querida.

-          Mujer, no hay que faltar. Ella de esto no sabe nada. Era solo una ocurrencia mía.

     En resumen, Elvira dejó su trabajo y retornó al taller del Tinte, para ayudar a su madre. Salió durante la gestación lo menos posible de casa y, al fin, el ilustre doctor Laguna, médico de los Colmenares mientras mi pecho aliente, ayudó a traer al mundo, no a un niño, sino a una preciosa niña igualita a su madre, salvo en la rubicundez, indudable don del perfumista de allende los Pirineos. El sexo de la neonata redundó en fortuna suya, pues la abuela se tranquilizó, acostumbrada como estaba a confiar en las mujeres mucho más que en los varones. Y, de su parte, Valentín se mostró por un tiempo mucho más familiar y generoso de lo habitual; algo que con pomposidad afirmaba, mientras empujaba el carrito de Leticia entre la endiablada niebla castellarense:

-          En cuanto la cojo yo, deja de llorar. Y es que tengo mano para las mujeres.

      ¡Ya lo creo que la tienes!, apostillaba invariablemente Elvira.

 

***

     Es probable que el gabacho legase a Leticia algo más que su precioso cabello rojizo. La niña tenía una preciosa voz de soprano que, de haberla cultivado, la habría llevado lejos. Yo acerté a escucharla en una velada de Santo Tomás de Aquino, en el Instituto, cuando estudiaba el último curso del bachiller y ella era –para mí- una señora de muy buen ver. Seguro que eso me atrajo más que el programa musical, que yo no recordaría, de no contar con la inestimable ayuda de su conservación por mi interlocutora de hoy. Nada menos que Pensar en él y Una voce poco fà[10]. Se diría que en aquel mundo suyo, que ella transmutaba en la casa de Bernarda Alba, la música clásica era el lenitivo de sus tristezas y la mejor maestra de su sensibilidad. La voz y la guitarra eran la afirmación de su personalidad y enfrentamiento al mundo. Aquí estoy y nada podrá impedírmelo.

     No todo en ella era tan notable como su voz y su oído musical. En opinión de sus profesores era distraída, algo tarda de comprensión y de no feliz memoria. Resultaban obstáculos formidables para estudiar una carrera. Elvira, ya dueña y señora del taller familiar, aceptaba de mal grado aquellas valoraciones, tan negativas como coincidentes. Pero a duras penas concluyó el bachiller y su madre se lo planteó francamente:

-          Leticia, cariño, ¿no preferirías cambiar el martirio de las lecciones por el de la máquina de coser?

     La chica, en uno de esos prontos que le daban, echó los brazos al cuello de su madre, mientras bromeaba:

-          ¡Claro que sí, mamá! Por lo menos, mientras cosemos, podré cantar.

    Y así la conocí yo, la primera vez que acompañé a mi madre a una prueba. Cantaba a media voz no sé qué tonadilla, mientras Elvira se ocupaba de mi madre y su chaquetón de cheviot. Al concluir, me guiñó el ojo y dijo:

-          Como verás, aquí no necesitamos canario.

     No sé cómo superé mi timidez de niño, para responderle:

-          Cantas muy bien.

-          ¡Toma!, y otras muchas cosas. Si vuelves por aquí, te haré una demostración.

     Una vez en casa, relaté a mi hermana pequeña lo sucedido y debió picarle la curiosidad pues, a la siguiente vez que mamá fue de pruebas, Silvia insistió en acompañarla, prometiendo la más completa de las quietudes. Yo, la verdad, no estaba para tales visitas, teniendo en perspectiva un buen partido de fútbol. Así que, a su regreso, mi hermana nos contó asombrada, a mi padre y a mí, lo sucedido:

-          …Y se vendó los ojos para no ver y acertaba todas las telas y luego los muebles y hasta los colores…

     Mamá aprovechó la pausa de Silvia para coger aire y explicó mucho más comprensiblemente:

-          La hija de la modista, que es un prodigio de tacto, en sentido estricto. Es capaz de distinguir, con solo tocarlo, cualquier tejido, o la madera de que están hechos los muebles sin lacar. Y lo mismo, con otras muchas cosas. Es un verdadero don natural.

-          ¿No será que anda mal de la vista?, apuntó mi padre. Los ciegos y quienes no ven bien suelen desarrollar mucho más el tacto.

-          No lo parece –indiqué yo-. No lleva gafas.

-          Sí que lleva, me contradijo Silvia, como de costumbre. Se las he visto puestas.

     Por una vez, mi hermana no tenía razón. Entonces, la de las gafas era Elvira.

 

 

5.  El paraíso perdido

 

      Nunca me preocupó mi diferencia de edad con Leticia: ¿diez, doce años, tal vez? Yo aprendí con ella a superar mi timidez y a tratar a las chicas, como denominaba esa ciencia arcana y empírica, que, adolescente de una época de represión, tanto necesitaba. Más difícil me resulta de imaginar lo que ella encontraba en mí para sentirse contenta en mi compañía. Tal vez, mi concentrada atención a su inacabable charla; o acaso mi apellido, tan cercano en el destino al del señor del cuadro; o, más allá del materialismo y del tiempo, ese insondable atractivo interpersonal, que ahora damos en llamar química. Todo aquel mundo era nuestro, solo nuestro, claro, libre, con olor a cera de carnauba y ecos de frufrú.

     Aquel paraíso, que yo frecuentaba con cualquier pretexto, fue diluyéndose en la barahúnda de la juventud, cuando creí saberlo todo. Camino de la Facultad, los pies me llevaban a la calle del Tinte, hasta que aprendí a echar por el desvío. Ahora, cara a cara con Leticia, no imagino mi pasado sin su sonrisa, ni acierto a explicarme la necedad de mi alejamiento. Pero ella tiene disculpas para todo lo mío:

-          Las cosas cambiaron mucho por aquel entonces, no vayas a creer. El hijo menor del abogado del primero presentó a mi madre a uno de los encargados de Galerías Preciados, que iba a abrir almacén en Castellar[11]. La entrevista resultó positiva y nos convirtió en arreglistas de aquel emporio, lo que implicaba alquilar algún local amplio y emplear a otras oficialas. Esta casa pasó a ser una mera vivienda, solitaria la mayor parte del día.

-          Dices que la entrevista resultó positiva. ¡Y tanto!

-          ¡Vaya, ya salieron los trapos sucios! En fin, sabes que estás en lo cierto. Mi madre se entendió durante un tiempo con aquel encargado y, aunque lo hizo de forma muy discreta, yo me sentí distante de ella y decidí establecerme por mi cuenta. Así que no hay mal que por bien no venga.

     ¡Qué tiempos aquellos! Mi noviazgo con Clara; la licenciatura y la oposición; la libertad política recién estrenada, que Elvira celebró colocando el retrato de su abuelo en el salón, sobre una consola ornada de flores, como si se tratara de un santo laico. Luego, mi debut profesional en La Coruña y la boda en la intimidad, por el reciente fallecimiento de mi padre.

-          ¿Te acuerdas de la sorpresa que te llevaste al entrar en la tienda y verme?

      ¡Claro que me acuerdo! Clarita se empeñó, contra todo precedente, en que la acompañase a la primera prueba del traje de novia. Era una mínima boutique en la calle de la Pasión -¡adecuado nombre para tal evento!- y allí estaba Leticia, un poco más ajada y un bastante más gruesa de lo que la recordaba.

-          En realidad, Luis, para mí no fue ningún imprevisto. Os había visto juntos más de una vez y, luego, al apuntar los datos de Clara y charlar con ella tomándole medidas, lo confirmé. Por cierto, fue una acertadísima elección.

-          ¿La del vestido de bodas?

-          ¡Tonto! La de la novia.

-          Solo tuve que procurar que se pareciese a ti.

***

     Aquella tiendecita de vestidos de novia se ha convertido hoy en una peletería amplia, en cuya atención se reparten los dueños, Leticia y Thomas, con un par de empleadas y un mozo de taller. Precisamente ahora nos encontramos en la trastienda, perdidos en los meandros de esta interminable narración. A fin de cuentas, ¿quién soy yo para decidir cortar las confidencias de Leticia sobre la saga de los Colmenares?

     Lo de Thomas nunca me ha resultado comprensible. Que un melburniano[12], casado y cuarentón, venga a Castilla a comprar ovejas merinas con las que mejorar sus rebaños, pase; pero que, habiendo encontrado a Leticia, lo deje todo por ella y monte una peletería, me parece algo increíble, por mucho que valga la señora. A la feliz pareja todo se les vuelve decir que están hechos el uno para el otro, que tienen afinidades increíbles, o que los ha unido el destino. No me parece una forma correcta de concluir un relato verídico, esa de apelar al retorno al pasado, la transmigración de las almas o los dejà vu[13].

     He vuelto, pues, a la vieja casa de la calle del Tinte. Allí me espera doña Elvira, todavía arrecha, que parece contenta de verme y con la que recorro de nuevo el interminable pasillo y visito aquellas habitaciones que fueron antaño el escenario de mis sueños. En la alcoba de Leticia, el gran despertador redondo ha sido sustituido por una foto de novia, en marco de plata. Ahora que me percato, ni ella ni yo hemos asistido a nuestras respectivas bodas.

     El sol de la tarde acaricia de soslayo la baranda del balcón. La sala que sirvió de obrador se ha convertido en improvisado cuarto de estar, por obra y gracia de un amplio sofá, aparejado de cama. Nos sentamos a la camilla. Señalo:

-          La vieja Singer[14]. Seguro que todavía le da al pedal.
-          Me falla la vista. Por lo demás, mantengo la carcasa, pero le he acoplado un motorcito.

     La conversación languidece. Nunca tuvimos, ella y yo, mucho que contarnos.

-          Bien. Vamos con lo de Thomas.

     Se levanta y me precede hasta el aposento ciego en que, desde siempre, tuvieron la librería. Más de una vez estuve allí con Leticia, para que me prestase algún volumen, de historia o animales, mis predilectos.

     Elvira escudriña en los estantes inferiores del armario-biblioteca. Me señala un paquete de tamaño mediano, envuelto en grueso papel sepia, cuidadosamente encordado con bramante. Una cuartilla blanca pegada, con señas y sellos antiguos, evidencia que se recibió por correo. Permanece lacrado. Mi guía pregunta:

-          ¿No te ha contado Leticia sobre este paquete?

     Niego. Nos encaminamos nuevamente a la sala. Me explica:

-          Fue la primera vez que Thomas vino a esta casa. Leticia, ya sin duda interesada por él, le fue enseñando hasta los últimos rincones. Yo, prudente, me quedé donde estamos ahora. Al llegar a la biblioteca, escuché bien distinta la voz del australiano, que decía: Pero cómo, ¿no habéis abierto todavía el paquete de los libros franceses?

-          Así de claro… ¿No le parece una construcción un poco complicada para quien apenas se manejaría con la lengua castellana?

-          ¡Toma!, pues ahí está el busilis, respondió Elvira risueña, como una niña que disfruta sorprendiendo a un listillo.

***

     Así quedó por entonces la cosa. Solo años más tarde, según he ido sabiendo más detalles y adquiriendo soltura con las palabras, me atreví a poner un inicio fantasioso a este, por lo demás, verídico relato: Es cuanto se recoge en su capítulo primero. Así que, si no les gusta la literatura de ficción, lo olvidan y en paz.

     Para mí que, de actuar así, habrían hecho un flaco negocio.

 

 

 

 

    

 

  

 

 

 

    



[1]  Seguramente, en Sol mayor, RV 532, obra de Antonio Vivaldi (1678-1741).
[2]  Supongo que la referencia completa será a Les grands cimetières sous la lune, obra literaria y política de Georges Bernanos, sobre la guerra civil española, aparecida en 1938 (en Paris, edit. Plon).
[3]  Breve y muy conocida aria de la ópera mozartiana, Las bodas de Fígaro. Su traducción podría ser: Mujeres, vosotras que sabéis lo que es amor, ved si yo lo tengo en el corazón.
[4] Lygaeus saxatilis, chinche de campo rojinegra, de buen tamaño y muy abundante en los parques españoles.
[5]  Obra teatral de Federico García Lorca, escrita seguramente en 1936, pero estrenada en Buenos Aires en 1945. En lo que sigue, se hacen alusiones a esta tragedia y a algunos de sus personajes.
[6]  Expresión bien conocida en la España franquista, alusiva a los falangistas de primera época.
[7]  Expresión coloquial, usada corrientemente, para referirse a los cacahuetes.
[8]  Este santo se celebra el 26 de diciembre. No obstante, Leticia me ha invitado algunos años a su natalicio el 27. Incluso, le he gastado en ocasiones la broma de, si llegas a retrasarte un poco, habrías sido una Inocente. En fin, minucias.
[9]   Si no estoy equivocado, la fragancia Mouchoir para caballeros apareció en el mercado en 1904, siendo el más antiguo perfume Guerlain pour monsieur.
[10] Son dos conocidas arias, respectivamente, de las óperas Marina, de Arrieta, y El barbero de Sevilla, de Rossini.
[11]  No descubro nada que ustedes no sepan, si les recuerdo que dicha apertura se produjo en 1974.
[12]  Como la palabra no figura en el Diccionario de la Real Academia, me siento obligado a indicar que aludo a un natural o vecino de Melbourne, gran ciudad australiana, capital del Estado de Victoria.
[13]  Sensaciones de haber conocido o vivido lo que, en realidad, es nuevo o no experimentado. La palabra científica exacta es paramnesia.
[14]  Marca de conocidas máquinas de coser, fundada en Nueva York en 1851.

No hay comentarios:

Publicar un comentario