viernes, 3 de mayo de 2013

DOS SORTIJAS


Las dos sortijas

Por Federico Bello Landrove

 

In memoriam, Concha Espina (1869-1955)

 

     Son lugares comunes –y lamentablemente coincidentes- que Concha Espina fue una gran escritora y que su obra está a la fecha casi olvidada en España. Con este relato quiero poner mi grano de arena, para que las nuevas generaciones sepan que Concha Espina es algo más que una calle de la capital de España, donde radica el domicilio social del Real Madrid, C.F[1].

 
 

1.  Un anillo de esmeralda y brillantes

 

     La calle de San Francisco teje su ámbito peatonal entre el Ayuntamiento y la Plaza Porticada; vía céntrica y orgullosa, aunque ni sombra de lo que fue. Allá por los inicios del siglo (XX, por supuesto), era la calle comercial por excelencia de la capital cántabra, el centro del orgullo comercial santanderino, que se basaba en calidad, artículos exclusivos y concentración de tiendas. Valga esta cita del Diario, como presentación del marco. Pero es a mi abuela materna a quien debo los detalles de esta primera parte de la historia. No se fíen en demasía de la veracidad. No entraba en las costumbres de mi ilustre antecesora el mentir, pero tenía ya muchos años cuando me la contó; y otros muchos más habían transcurrido de los hechos que ella narraba. Fue el año en que se inauguró la Cocina Económica. De tan caritativa referencia, yo he podido deducir que corría el año de mil novecientos ocho. Pero, cedamos ya a mi abuela el uso de la palabra, sin guiones, como la auténtica narradora.

***

     La joyería de N. era una de las varias que abrían sus puertas en la calle San Francisco y, por supuesto, de las más acreditadas. Mi padre llevaba una cierta amistad con su dueño, desde la fecha ya lejana en que había mercado allí las alianzas para su boda. Cuando su matrimonio, no pasaba él de ser un funcionario de segunda en la Aduana, pero, con el tiempo y su esfuerzo, había llegado a ser el subjefe de la dependencia.

-          Me parece, abuela, que podríamos abreviar los antecedentes de hecho…

     Sea, pero es obligado consignar que, en aquel entonces, era bastante corriente que los joyeros, haciendo de revendedores, comprasen a sus dueños ciertas piezas valiosas, para sacarlos de algún apuro. Luego, según el caso y la conciencia, las ponían a la venta, bien como de segunda mano, o bien afirmando mendazmente su total novedad.

     El señor N. debía de nadar entre dos aguas. Puso la sortija en el escaparate, pero, ante el interés de mi madre por ella, no vaciló en confesarle su procedencia.

-          Pero, abuela, ¿a qué sortija te estás refiriendo? Repara en que yo estoy ayuno de lo que me cuentas.

     Cierto. Tenías que haberlo visto. Era el anillo más hermoso que habíamos contemplado nunca, mi madre y yo, quiero decir. Ahora que lo pienso, dudo si estaba montado en oro o en platino, pero los ojos se iban a la gran esmeralda central, purísima, del tono que dicen de mariposa. En derredor, formando dos cercos deslumbrantes y compactos, un total de veintidós brillantes blanquísimos y totalmente transparentes. El joyero permanecía en pie, revoloteando entre nosotras, sin cesar de ponderar las gemas, insistiendo en que comprobásemos detenidamente su perfección, con la ayuda de una lupa de relojero.

     Mi madre y yo cuchicheamos y ella, al fin, se decidió a preguntar el precio. El señor N. pareció no haber escuchado la pregunta y cambió levemente de táctica:

-          Ya sabe, doña Carmita, que siempre soy con usted completamente sincero. Esta pieza no me viene por viajante, sino de una fuente mucho más atrayente, por más que digna de lástima. No creo faltar a la discreción si le digo…

     Y aquí, el joyero, quedamente, nos refirió la visita semanas atrás, tan pronto abriera la tienda por la mañana, de dos señoras, con el cumplido propósito de venderle la maravillosa sortija.

-          No le ocultaré la identidad de quien llevaba la voz cantante y que regateó largamente, aduciendo que la joya era de una conocida suya, ausente en el extranjero, y que había de desprenderse por necesidad económica de tan valioso recuerdo de familia.

-          Así pues, ¿se trata de una antigüedad?, inquirió mi madre, cada vez más interesada en el tema.

-          No tengo la menor duda de que, por la calidad de la esmeralda, es digna del equipaje de un virrey de las Indias. No obstante, la talla de los diamantes y la propia montura me inducen a creer que se trate de una joya moderna, en la que pueda haberse aprovechado una soberbia gema colombiana.

     Satisfecha la curiosidad de mi madre, el señor N. continuó con la referencia a las dos señoras con quienes cerró la compra, aludiendo ahora a la acompañante de la esposa de don Enrique Menéndez[2]. Algo más joven que esta, morena, de agradables proporciones y muy hermosa, el joyero escenificaba con pantomimas la tensión de su rostro, los cuchicheos con su compañera, el arrebol de sus mejillas durante el trato; en una palabra, la pasión y el interés, que mostraban bien a las claras ser ella la dueña del anillo que estaba en juego. El joyero concluía:

-          Ya me conoce, doña Carmita, soy justo en los tratos y hasta generoso, si es preciso. A riesgo de quedarme con tan valiosa pieza para los restos, la compré en dos mil pesetas[3].

     Tu bisabuela y yo quedamos boquiabiertas y a punto estuvimos de salir corriendo de la tienda. El señor N. sonrió condescendiente y dijo:

-          Es obvio, doña Carmita, que la joya lo vale y que yo no me pillé los dedos con el precio. Por tanto, si se la ofrezco –digamos- en tres mil, yo habré amortizado el riesgo y usted puede conseguir por justo precio una sortija deslumbrante, bien para usted y sus hermosas hijas, bien para quedar como una reina en la pedida de la novia de su hijo Manuel, el brillante abogado.

     Mi madre aprovechó la oportunidad para abandonar el anillo a su suerte y divagó sobre las cualidades de la futura esposa de mi hermano. Con todo, bien hizo en no dejarse convencer con tan atractivas perspectivas pues no sé si sabes que tu tío abuelo Manuel dejó a aquella novia –o viceversa- y murió solterón, entre sus libros y sus lebreles, hace unos años.

-          ¿Quién sabe si la esmeralda pudo cambiar su destino, de haberla comprado la bisabuela?

     No así, querido, pero deja que concluya. Mamá, que en paz descanse, era muy circunspecta, pero yo entonces charlaba como una cotorra. Me faltó tiempo para llegar a casa y contar, de pe a pa, el episodio de la frustrada pesca maravillosa, cosa que me costó una buena patada de mi progenitora por debajo de la mesa. El caso es que, en aquel Santander de mil novecientos y poco, nos conocíamos todos. Tu bisabuelo, como un oráculo, dijo:

-          Quiera Dios que esa sortija de sumisión y sacrificio devenga en prenda de libertad y fama.
     Así dijo, nada menos. Y, pocos meses después, la joya de la esmeralda desapareció del escaparate del joyero N., al que yo dirigía de soslayo la mirada cada vez que pasaba ante la tienda. No me preguntes cómo ni por quién, pues no hice por saberlo. Lo que sí he llegado a conocer y disfrutar es con la gloria de la primitiva vendedora y de sus hijos. El deseo de mi padre, y de tantos otros, fue acogido en lo Alto, como suele acontecer con las peticiones de justicia.

 

 

2.  Una alianza de vulcanita

 

     No creo que el relato de mi abuela haya tenido nada que ver con mi condición de médico escritor o, al menos, aficionado a la literatura. El caso es que, hace ya sus buenos treinta años, fungiendo yo de médico de familia en Huelva, tomé contacto con el recuerdo y la obra literaria del doctor Rogelio Buendía[4], fallecido unos años antes. Mi colega del alma (al que, en este juego de secretos a voces, llamaré Cecilio) me embromó:

-          No, si tenía que suceder: de Rogelio a rogelio[5] y tiro porque me toca. Ignoro si el Médico-poeta dejó familia en Huelva, pero quien sí la tiene es otro médico, buen amigo suyo y represaliado como él, el doctor Tomillo. Salió adelante montando un sanatorio privado, que llegó a tener gran fama en toda la provincia. Claro que no le dio para hacerse rico, pues parecía una sucursal de la Beneficencia.

     El afamado sanatorio Tomillo había sobrevivido en el barrio de la Pescadería, hasta pocos años antes de mi interés por él. Su fundador, don César Tomillo, había fallecido tiempo atrás y sus deudos y colaboradores no habían sido capaces de mantener su legado. Fue el sino de tantísimas clínicas y sanatorios privados de gran fama, impotentes ante las fauces de la Seguridad Social y las exigencias del moderno aparataje y de la especialización. En cualquier caso, quienes perdieron con ello fueron los enfermos y los románticos de la Medicina clásica. Los herederos de los grandes doctores habían salido muy bien del paso, vendiendo los solares. En el recinto ajardinado de aquel viejo sanatorio onubense ahora se alzaba una casa de vecindad de ocho plantas.

     Soy bastante tenaz cuando de seguir la pista se trata en temas literarios. Dicen que de casta le viene al galgo: Una nieta del finado doctor Tomillo era enfermera especializada en electrocardiogramas, en un Centro de Salud del Molino de la Vega. Decidí hacerle una visita y la verdad es que acerté de pleno. No solo era lo bastante atractiva como para que surgiesen repentinas alteraciones en las gráficas de los pacientes, sino que adoraba a su abuelo, de cuyo recuerdo y papeles era custodia.

     Resultó que del médico ultraísta no tenía mucho que contarme pero, ante mi decepción, sugirió una alternativa:

-          De Buendía, nada tengo que ofrecer, pero mi abuelo César también fue un gran tipo; menos escritor, desde luego, pero un luchador por la Medicina en las minas de Riotinto y aquí en Huelva y, por lo mismo, condenado y represaliado. Él no pudo reingresar como médico titular y fue por eso –y con financiación de sus suegros- por lo que levantó el sanatorio y ejerció toda su vida la consulta privada.

-          ¿Y escribió algo interesante? Algo artístico, quiero decir.

-          Me temo que no, pero sus Memorias son una fuente inagotable de datos y noticias, médicas y de las otras. Mi madre pensó en publicarlas, pero había que ordenar y podar lo indecible, para que luego nos pudiésemos quedar con las ganas. Por cierto, tú eres santanderino, ¿verdad?

-          De San Vicente de la Barquera. ¿Por qué?

-          Eso tendrás que averiguarlo leyendo las cosas de mi abuelo. Si lo haces con aplicación –sonrió socarrona-, tendrás tu premio.  

     Milagritos –esa era la gracia de la enfermera- tuvo la impagable benevolencia de permitirme la consulta, pausada y en mi domicilio, de los papeles del doctor Tomillo. Previa una llamada telefónica, me tenía preparado en su despachito del ambulatorio un par de grandes carpetas que, una vez leídas y –en su caso- anotadas o fotocopiadas, le devolvía para obtener a cambio otras dos. Y así, año a año de la vida de su antepasado, desde que abriera sus memorias allá por 1909, cuando estaba estudiando en Sevilla el cuarto curso de licenciatura. Aquel notable estudiante se convertía en alevín de médico, en su decir, y pasaba a ejercer su ciencia en el notable hospital de la Compañía inglesa propietaria de las minas de Riotinto, en el equipo del famoso doctor Ross[6]. Después de dos años de práctica, unas confusas circunstancias políticas y económicas derivadas de la huelga de 1913, daban con sus huesos en la calle y con su mente, ya para siempre, en el generoso terreno de la defensa de la clase obrera. Aunque no le sobrase el dinero, el sostén de su familia le había permitido mantenerse en la cuenca, ahora al servicio de las voluntaristas iniciativas sanitarias del Sindicato Minero. En la localidad de Nerva, en un improvisado consultorio montado en los bajos de la Casa del Pueblo, nuestro doctor atendía a los muchos trabajadores, parados y pensionistas que, o no tenían derecho a los servicios médicos de la Compañía, o no confiaban en ellos. Y, mientras tanto, su novia de siempre lo esperaba a orillas del Guadalquivir y él, con el aire jovial de un joven señorito sevillano, se hospedaba en la fonda del pomposamente llamado Casino Salón, donde era famoso por convidar a la merienda a propios y extraños, con más simpatía y afecto que viandas[7].

     Y ahí estaba yo, enfrascado en la lectura del año 1919, cuando, por fin, tuve el premio prometido por Milagritos, en forma de unas escuetas alusiones a una señora, llegada hasta Nerva, en compañía de un hijo veinteañero, a fin de informarse sobre la vida y milagros de los mineros para escribir sobre ello en su día. A continuación transcribo las notas, en que resumí las referencias del doctor Tomillo a este respecto.

***

     Hace un par de días que está hospedada en este detestable fonducho una espléndida señora, guapa, distinguida y bien trajeada, que atiende al apelativo de doña Concha. La acompaña un joven, bien parecido, alto, trigueño y de notables ojos verdes, llamado Ramón, hijo de la susodicha. Todo ello he tenido ocasión de apreciarlo de propia mano, tras no pocos equívocos y circunstancias macabras. Es el hecho que, la noche anterior a presentarse la señora en Nerva, falleció en el Casino un equilibrista chino, cuya habitación pasó sin solución de continuidad –como quien dice- a doña Concha, al ser la única pieza libre a la sazón. Según ella refiere con gracia, es su primer contacto sucesorio con el Celeste Imperio. Y lo del equívoco que dejo dicho responde a que, morena, graciosa y con airosa pamela de buen gusto, la dama fue confundida en un primer momento con la afamada tonadillera y bailarina Amalia Molina[8], a quien se esperaba como agua de mayo, para actuar en esta localidad. Bien mirado, la artista es bastante más joven que doña Concha, pero las malas lenguas ya habían buscado incluso acomodo en el ménage al joven don Ramón[9] quien, de culto hijo de su señora madre, había pasado a convertirse, por arte de birlibirloque, en palmero de la cupletista, o en algo peor…

     Digo que tengo referencias de primera mano dado que, al enterarse la señora de mi condición de médico del Sindicato, se presentó a mí, junto con su hijo, y me pidió toda clase de información y auxilio, para la tarea que la ha traído hasta estos reinos de Plutón, a saber, escribir sobre la vida de los mineros de la forma más exacta posible. Dudaba yo si se trataría de alguna periodista, gentil continuadora de la obra fecunda de Manuel Ciges[10], pero no ha sido así. Sin acritud alguna por mi  desconocimiento de sus anteriores trabajos, me preguntó: ¿No habrá leído por casualidad el caballero La esfinge maragata, o La niña de Luzmela o, acaso, La rosa de los vientos? Y, ante mi bochornoso reconocimiento de que una o dos de tales obras esperaban en mi casa de Sevilla que el ilustre doctor tuviera tiempo para reclamarlas y leerlas, doña Concha replicó dulcemente: Pues yo soy la autora de esas novelas y de algunos otros libros, y todos los daría por acoger, cuidar y, en el mejor de los casos, curar a uno de esos pobres dolientes que usted atiende a diario.

     … Como recogía ayer, Concha manifestó su curiosidad por esas alianzas de vulcanita[11], que los mineros fabrican con tanto esmero para certificar los esponsales con sus prometidas. Pues bien, hoy apareció Egocheaga[12] por el comedor, a la hora del café, con una de tales joyas e hizo obsequio de la misma a nuestra escritora. De manera totalmente inocente, la donataria mostró la sortija a su hijo y este me la pasó a mí de forma casi refleja. Como es habitual en las usadas, la alianza llevaba escritas en el interior las iniciales de los supuestos amantes, en este caso una E y una C. Instintivamente, levanté la vista y miré a Egocheaga, que se puso rojo como un tomate. No es preciso recordar que el nombre de pila del valeroso sindicalista es Eladio, ni tampoco que profesa por la señora Espina una sincera admiración. En fin, Concha le dio las gracias y guardó la sortija en el bolso, asegurando que con ella se desposaba para siempre con Riotinto y sus hombres. La próxima vez que viaje a Sevilla le llevaré a mi Rufina un anillo de ebonita. Espero acertar con la medida de su dedo cordial.

 
    



[1]  Para la documentación de este relato me han sido esenciales los siguientes libros: Para el capítulo 1, Vida de mi madre, Concha Espina, de Josefina de la Maza, 1ª edición, editorial Marfil, Alcoy, 1957 (he manejado la edición de El Magisterio Español, Madrid, 1969). Para el capítulo 2, la novela de Concha Espina, El Metal de los Muertos, 1ª edición, Biblioteca Renacimiento (colección Gil Blas), Madrid, 1920, a la que corresponden las citas.
[2]  Enrique Menéndez Pelayo (1861-1921), médico y escritor, hermano del archifamoso Marcelino.
[3]  Como término de comparación, aduzco que un jornal diario promedio en los obreros industriales era, a la sazón, de unas 4 pesetas.
[4]  Rogelio Buendía Manzano (1891-1967), médico y escritor nacido en Huelva, al que se relaciona con el modernismo, el ultraísmo y, hasta cierto punto, con la Generación del 27.
[5]   Sustantivo y adjetivo vulgar, muy conocido (salvo por el Diccionario de la Real Academia, hasta su 22ª edición), que significa rojo o rojillo, como sinónimo de izquierdista o, incluso, de socialista o comunista.
[6]  Robert Russel Ross, médico británico, que introdujo notables adelantos clínicos en el Hospital de la Compañía Minera de Riotinto. Está enterrado en el Cementerio Inglés de Huelva.
[7]  Descripción coincidente con la de su sosias en El Metal de los Muertos, Alejandro Romero (1ª edición, página 140).
[8]  Amalia Molina (1881-1956), destacada cantante y bailarina española, intérprete de Goyescas de Enrique Granados y de Malvaloca de Benito Perojo, e inspiradora de la Mariquilla Terremoto de los hermanos Álvarez Quintero.
[9]  Ramón de la Serna y Espina (1894-1969), hijo mayor de Concha Espina, filósofo, filólogo y literato de relieve.
[10]  Manuel Ciges Aparicio (1873-1936), periodista, político y traductor, fusilado en Ávila por los nacionales. Fustigador de los abusos contra los mineros en las cuencas de Mieres y Riotinto, publicó sus artículos periodísticos en dos famosos reportajes novelados: Los vencedores (1908) y Los vencidos (1910). Sobre este personaje versa mi cuento El obispo y el gobernador, que figura en la etiqueta de Crónica sentimental de la Guerra Civil.
[11]   Goma o caucho endurecido por el tratamiento de azufre. Recibe también el nombre de ebonita, por su color parecido al del ébano. Ver El Metal de los Muertos, páginas 292, 294 y 445.
[12]   Eladio Fernández Egocheaga (1886-1965), sindicalista asturiano, de gran relevancia en el movimiento obrero de la cuenca de Riotinto, a partir de 1913. Es opinión común que Concha Espina se inspiró en su figura para crear el personaje de Echea de El Metal de los Muertos.

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