sábado, 18 de mayo de 2013

ANTE TODO, LA VIDA


 

Ante todo, la vida

Por Federico Bello Landrove

 

     La adaptación marca el éxito de las especies en la Naturaleza. Oportunismo y omnivorismo hacen la fortuna de muchos animales. Pero, ¿qué decir de un ser moral, como se supone es el hombre? ¿Hasta qué punto es lícito doblegarse cual junco para no ser arrancado de cuajo por el huracán, como el roble? Este relato, con su toque realista y todo[1], trata de algunas de estas cosas.

 

1.  La Justicia militar y la música militar[2]



     ¿Qué pudo llevarme, desde el juzgado de primera instancia de Ledesma, a convertirme en uno de los hombres de confianza del entonces comandante Fuset? Hay una primera respuesta, tan ambigua como muchas otras cosas mías: la casualidad. Yo había sido un opositor estudioso, a cuyas manos llegó oportunamente una monografía del susodicho, seguramente elaborada como mérito para sacar notarías. Se llamaba El testamento militar[3] y parecía un armonioso maridaje de conocimientos por quien era, a la vez, jurídico militar y público fedatario. Me tocó en el examen el tema de los testamentos especiales y me lucí, aunque esté mal el decirlo. Suelo ser agradecido; de modo que escribí al autor, atribuyéndole una parte de mi éxito. Me contestó muy amablemente y, por entonces, eso fue todo.

     Se preguntarán ustedes a qué ton rememoro tan fútiles vivencias. Me explicaré. Hoy es viernes, 31 de marzo de 1939, y, a eso de las cinco de la tarde, radio macuto provocó un revuelo de tomo y lomo en la Auditoría. Un sargento me sopló al oído:

-          Mi teniente, que dicen que se ha acabado la Guerra.

-          ¿Tan pronto?, bromeé sin ninguna gracia.

-          Mañana lo dirán en el Parte. Ya lo están celebrando en el Cuartel General.

     Media hora más tarde, aparecía por las oficinas Fuset, tras su visita cotidiana a Franco para recabar conformidad o indulto de las penas de muerte. Los oficiales lo rodeamos para conseguir noticias frescas. Como es lógico, el ya teniente coronel divagó:

-          Hombre, con Madrid y Valencia en nuestro poder, tiene que ser cosa de días.

     Me hice el remolón y, en vez de retirarme, lo seguí hasta su despacho, como si tuviera que resolver algo urgente. Él aprovechó:

-          Anda, toma los expedientes y que los cursen a las Autoridades militares.

-          Con la alegría de la victoria, Franco se habrá mostrado clemente –aventuré-.

-          Como siempre. El Generalísimo, ya sabes cómo es: impasible.

-          O sea, el cuarenta por ciento de ritual.

-          Cinco ces y ocho es[4].

-          En fin, suspiré. Mañana será otro día.

 

***

 

     Como tantos progresistas asturianos de entonces, mi familia era melquiadista[5]y yo tonteé con la FUE y las juventudes de Azaña. Pero mi línea era la de un estudioso que trataba de liberarse de la tienda textil en Cimadevilla. Por si fuera ello poco, un temprano desengaño amoroso dio con mis huesos en la penumbra de las bibliotecas y en la oscuridad ante la pantalla de los sueños. La barbarie del 34[6] me vacunó contra el virus de la política y  me impulsó a concluir la preparación de las oposiciones en León, con mis tíos. Meses después ganaba plaza de juez de entrada y me destinaban a Ledesma, de donde habría de sacarme el conocimiento de Fuset, como creo haber dicho ya.

     ¿Adónde habrá de conducirme ahora esta pluma mal gobernada? Sin duda, por los caminos del miedo. En el verano del 36, mi familia quedó cercada en Oviedo[7]. En cuanto a mí, relativamente significado por la imparcialidad con que procuré tratar los pleitos agrarios y las violencias políticas, llegué a sentirme en el punto de mira de los terratenientes y de la Guardia Civil. En esas circunstancias, leí en El Adelanto[8] que, procedente de Canarias, se había incorporado al elenco franquista el comandante Fuset y decidí hacerme el encontradizo con tan poderoso valedor.

     El hombre estuvo muy afable. Me dio la impresión de que, pese a la intimidad de su familia con la del Generalísimo, se hallaba un poco perdido en aquel mundo de pistolas y banderías, él, que no dejaba de ser un jurista, de buena familia y hombre de orden. Recibió mis inquietudes y protestas de adhesión con una mezcla de escepticismo y bonhomía, más propia de notario en ciernes, que de auditor militar y conspirador ocasional:

-          Veamos, Valdés –me dijo-; de lo de Oviedo nada podemos hacer, pero Aranda es persona templada y necesita de todos los hombres útiles. Bastará con que tus hermanos se incorporen a las fuerzas defensoras y no hagan tonterías. En cuanto a ti, por lo que me dices has pretendido seguir ejerciendo de juez, cuando el odio y la guerra no lo permiten. Aquí, en Salamanca, las fuerzas agrarias y la Guardia Civil pueden mucho. ¡A quién se le ocurre, frecuentar a los Saravia![9]

     Hizo una pausa y pareció abstraerse en la contemplación de las volutas del café. Finalmente, me sugirió:

-          Por orden del Caudillo, estoy organizando como puedo una Auditoría de Guerra. Está harto de que virreyes[10] y falangistas apliquen la pena de muerte sin juicio y a su arbitrio. Podría gestionar tu incorporación, como oficial de complemento. No tendrías que actuar directamente: sólo en labores de dictamen y burocráticas.

     ¿Fue el miedo –repito- lo que me llevó a aceptar? Supongo. El hecho es que, al cabo de quince días, me hallaba paseando por los soportales de la Plaza Mayor, con uniforme de teniente auditor. No era lo mío. ¿O sí? El caqui me daba calor, respeto, seguridad. Me sentía más y más cómodo con aquella indumentaria, bajo el paraguas de Fuset. Como juez, yo era persona de orden y acatamiento de las leyes. Como hombre, estaba acostumbrado a la responsabilidad y la disciplina. Bien preparado y con ciertas veleidades políticas, mi mentor dejaba en mis manos buena parte del trabajo de su oficina. Los auditores de carrera me miraban con envidia y me hacían sentir su superioridad de rango. Yo, el advenedizo, el ínfimo, el timorato, repasaba los expedientes del día siguiente en la gélida habitación de la pensión y procuraba reconfortarme con pensamientos a media voz:

-          El día en que esto acabe, yo seré un señor magistrado y esos engreídos, unos simples jugadores de julepe.

     ¿Me dará la razón el tiempo? 

 

***

 

     A veces, me muestro indulgente conmigo mismo y llego a afirmar que en mi decisión ha resultado esencial el deseo de traer a este mundo de capricho y de violencia un soplo de moderación y de justicia. Digo esto porque, pese a las iniciales promesas de Fuset, me ha tocado pringarme bastante más que en el mero trabajo de oficina. En muchas ocasiones, la Auditoría me confió la instrucción de causas complejas o destacadas, cuya tramitación y resultados hube de exponer ante el consejo de guerra. En otras, pocas, mi nombre se deslizó entre los jueces de alguno de esos consejos, cuando Fuset o Blas[11] querían tener una voz autorizada en las deliberaciones y un voto para la sentencia. En honor a la verdad, tengo que decir que, de las canalladas que se atribuyen a los jueces militares no profesionales tenían mucha más culpa los fiscales trepadores y las leyes draconianas, que no aquellos sujetos, con pinta de estar de más en un tribunal, ganosos de acabar pronto y no provocarse complicaciones ni cargas de conciencia.

     ¿He llegado a intentar o conseguir algo que justifique mi autocomplacencia? Hombre, dentro de lo que cabe… Calculo que veinte o treinta indultos han llevado el marchamo de mi sesgado resumen del caso. En más de una ocasión, Fuset torció el gesto y alteró mi propuesta:

-          Si no te conociera, Valdés, pensaría que te han comprado con alguna joya o que te has acostado con la esposa del reo.

     Pese a ello, no me siento satisfecho: demasiados sapos y excesiva sangre, como para librarme del estigma y volver tranquilamente a vestir la toga. Pero la guerra es la guerra. Ahora, que está a punto de terminar, pretendo sacudirme hambre, lágrimas, duelos y volver a ser yo mismo. ¡Qué sencillo parece, que cómodo! Apartar los recuerdos, como quien se despoja del uniforme; quitarse la máscara del terror, como el actor que desciñe el tahalí con la espada. En la oscuridad, me inquieren docenas de ojos fijos en la puerta de Fuset, para pedir el indulto de sus deudos, mientras yo me encojo de hombros y continúo escribiendo. Son ya las cuatro y media de la mañana y sigo redactando estas líneas a quien corresponda. Amanecerá pronto. Se disiparán los fantasmas y el mes de abril traerá esa cantada primavera, que por cielo, tierra y mar se espera[12].

     Y yo –lo tengo decidido- declinaré la oferta de Fuset (capitán e ingreso como numerario en el escalafón de jurídicos militares) y me iré donde Dios quiera, a vivir y trabajar. Después de todo, solo tengo veintiocho años.

 




 

2.  Una cara conocida



     Han pasado tres años. Nuestro antiguo narrador, Sebastián Valdés, gracias al reconocimiento de los servicios prestados, es ahora magistrado de la izquierda[13] en la Audiencia de Castellar. Para su gusto, el destino está demasiado cerca de sus andanzas bélicas y en exceso lejano de sus raíces asturianas; pero no es cosa de hacerle ascos al último favor de Fuset que, aunque un tanto descabalgado del poder, todavía brujulea en torno del Generalísimo, con un pie en los despachos de Madrid y otro en su notaría tinerfeña.

     Por pura casualidad, estamos a primero de abril; tres años, pues, día por día, de las confidencias valdesianas del capítulo anterior. Es Miércoles Santo y la ciudad reparte sus fastos entre el tercer aniversario de la Victoria y las procesiones que permita la clemencia del tiempo. El día festivo ha animado al huésped permanente del Hotel Moderno a estirar las piernas por los soportales, una vez ha redactado la minuta de sus ponencias pendientes.

-          Buenos días, don Sebastián –saluda obsequioso el recepcionista, al que hace eco el conserje-.

-          Buenos y frescos a lo que parece, responde el magistrado. Volveré a las dos, para comer.

     Se encamina al Horno Francés, para hacer su habitual acopio de dulces de la merienda, que invariablemente consume en su habitación. Tan distraído como de costumbre –y un tanto miope-, a la altura de la Fuente Dorada no se percata de la presencia de un joven abogado, muy bien acompañado:

-          Usted siga bien, señoría.

-          Lo siento. No lo… los había visto.

     El mozo es el pasante de confianza del letrado Merediz, vaca sagrada del foro castellarense. Cada vez actúa más y mejor ante la Audiencia y estará a punto de establecerse por su cuenta. Lo acompaña una joven esbelta y bella, que el magistrado confunde:

-          Su señora, tal vez.

-          ¡Oh, no! Disculpe. Le presento a mi hermana Benedicta.

     El cruce de miradas resulta embarazoso, por no hablar del efecto sorprendente de una joven tan hermosa. Cuatro tópicos sobre el tiempo y los desfiles de una y otra clase. Al despedirse, una gentileza, que luego juzga él mismo un poco impropia:

-          Bien, hasta otra ocasión y ojalá que sea próxima.

-          Vivimos a un paso de aquí. En la calle del Jabón, 3, tiene usted su casa.

     Hasta que no hubo reflexionado durante diez minutos, no consiguió su señoría dar con la respuesta. ¿Dónde he visto yo antes a esa chica? ¡Justo! En la Auditoría de Burgos, hace cuatro o cinco años. La madre fue a solicitar, infructuosamente, el indulto para su marido y la tal Benedicta –entonces una adolescente- se había quedado de pie, esperando. Un compañero de Valdés le había ofrecido asiento. Luego, al salir, el consabido comentario de dudoso gusto:

-          ¡Vaya chavala! ¿Quién pudiera, eh?

    Pues bien, ahí estaba nuevamente, ahora hecha toda una mujer. El magistrado, siempre precavido, se preguntaba si ella lo habría reconocido a su vez. En cualquier caso, mejor sería no recordárselo, si es que tenía la ocasión de volver a encontrarla. ¡Claro! Castellar era un pañuelo y apenas cinco minutos separaban sus respectivos domicilios.

     El prometedor abogado, ya en casa, preguntó a su hermana:

-          Chica, me dejaste un poco cortado. Lo mirabas de una forma…

-          Estoy segura de haberlo visto antes, pero no soy capaz de situarlo.

-          No lo creo. Se parecerá a alguien. Estos magistrados, en algunos aspectos, parecen todos iguales.

 

***

 

     Don Sebastián se había preguntado antaño por los motivos de haberse pasado a la injusticia militar. Yo también me planteé alguna vez las razones por las que la espléndida Bene accedió a casarse con un hombre tan anodino y bastante mayor que ella. En los mentideros de Castellar no tenían dudas: la posición y el buen sueldo de Valdés tenían la culpa. Para don Victoriano, el magistrado presidente, había que retorcer un poco el argumento:

-          El bueno de Sebastián, siempre tan noble. No le ha importado que sea hija de un rojo bien conocido, ni que estén a la cuarta pregunta. Claro que la novia está de buen ver, pero yo me lo pensaría dos veces antes de emparentar con esa familia. ¡Con la de buenos partidos entre los que podía haber elegido!

     No andaba descaminado el señor presidente. Por lo que yo sé y he constatado en otros muchos casos, era esa disparidad política, esa sensación de ser una apestada, alguien nefando, lo que conmovió a Bene y le hizo querer a Valdés. Salir de la pobreza, respirar lejos de la opresión de su hogar, tener un pretendiente de cultura y respetado, todo eso -¿qué duda cabe?- tenía su importancia, y mucha. Pero lo decisivo iba por otro lado. Aquella muchacha, nacida para el amor y la dulzura, vilipendiada, maltratada, agobiada de trabajo y de desprecio, todavía había de bajar la cabeza, como si tuviese de qué avergonzarse; callar ante las ofensas; ser esquivada y objeto de burlas por quienes eran criminales y victimarios. Llevaba en el fondo del alma los agridulces recuerdos y en la frente el apellido honroso, pero ante la sociedad carecía de nombre y de historia reconocidos.

     Querer a Valdés. Pero, ¿de veras lo quería? Sus favores despertaban gratitud; su profesión, respeto; sobre todo, su atención, ternura y orgullo. Para él, no era invisible, ni réproba, ni discriminada. Podía tener pasado, opinión, criterio. El magistrado parecía inasequible a las críticas, indiferente ante las ideologías, en paz con todos. Bene comprendió que aquel hombre era el desquite que la vida le ofrecía y se asió al él con todas sus fuerzas. ¿El amor? No puede permitírselo la economía de guerra, pero existen sucedáneos y este era excelente.

     Se casaron una mañana temprano, de calle, ante un selecto y mínimo grupo de familiares y amigos. La madre de Bene, suspicaz, decidió probar a su futuro yerno:

-          Parece como si te avergonzases del paso que vas a dar o de con quien lo das.

     Sebastián tan solo replicó:

-          No son dignos[14].

 

***

 

     El episodio final de esta historia me lo refirió la propia doña Bene, ya viuda, poco antes de morir. Recuerdo punto por punto su relato:

-          En el verano del 43, estando yo embarazada de Toñín, viajamos hasta Oviedo, para conocer la ciudad y a los familiares que no habían venido a la boda. Sus padres nos aposentaron en la habitación de soltero de Sebas. Mientras él departía con sus padres, yo abrí el armario para colocar el equipaje y allí lo vi. Quiero decir, el uniforme de teniente. Me dio un vuelco el corazón y tuve que sentarme en la cama. Acababa de recordar el lugar y la ocasión en que él y yo nos habíamos visto por vez primera. En tropel, me vinieron a la mente su pasividad, sus engaños, el rostro de mi padre muerto. Me sentí tan asqueada que hube de ir al retrete a toda prisa para vomitar. Hice valer mi estado y el cansancio del viaje, para explicar ante todos la basca y el deseo de reposar sola en la habitación, con las persianas cerradas.

Permanecí así no sé cuánto tiempo, perdida entre la tristeza y la venganza. En esto, el niño golpeó mi vientre y comprendí, como las madres somos capaces de hacerlo.  Solo la vida, nueva, libre, sabia, tenía la respuesta a mis recuerdos y anhelos de muerte. En mí, entonces y en adelante, estaba la clave.

-          ¿Le dijo algo a su marido de aquel descubrimiento?

     Doña Bene sonrió, miró hacia el reloj de pared y tomó el camino de la cocina, con la inequívoca intención de preparar el café… y de cerrar el libro de sus confesiones.

 



[1]  En efecto, se hacen alusiones informales al entorno de la Auditoría de Guerra del Cuartel General de Franco y sus secuaces, durante nuestra Guerra Civil, en el que sobresalía el teniente coronel Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), personaje muy interesante que, en mi opinión, carece de una buena biografía y del que abundan las referencias erróneas. Provisionalmente, véase Ramón GARRIGA, Los validos de Franco, editorial Planeta, Barcelona, 1981, páginas 11/125.
[2]  La Justicia militar es a la justicia, lo que la música militar es a la música, frase atribuida al político, periodista y literato francés, Georges Benjamin Clémenceau (1841-1929). En mi opinión, la frase es en exceso irreverente para la música militar.
[3]  Lorenzo MARTÍNEZ FUSET, El testamento militar, con prólogo de Blas PÉREZ GONZÁLEZ, Talleres Gráficos Margarit, Santa Cruz de Tenerife, 1935.
[4]  Aunque existen algunas discrepancias, suele afirmarse que se empleaba la C de conmutada, para aludir al indulto de la pena de muerte por la de treinta años de reclusión; y la E de enterado, para que se procediera a la ejecución de la pena capital acordada en Consejo de Guerra. La proporción 60/40 es una generosa aproximación a la razón histórica E/C.
[5]  Es decir, seguidores del político gijonés Melquiades Álvarez González-Posada (1864-1936), de clara evolución vital hacia el conservadurismo. Su amplia relación con el republicanismo histórico y con Azaña no le evitó la ejecución sin juicio en Madrid, en una saca carcelaria (22 de agosto de 1936).
[6] Episodio revolucionario que, entre el 5 y el 13 de octubre de 1934, sacudió Asturias, produciendo unas 1.500 víctimas mortales e incontables actos de destrucción, saqueo y violencia física.
[7]  El cerco y el asedio del Oviedo nacional se produjeron entre julio de 1936 y octubre de 1937. Entre sus numerosas víctimas, se contaron no menos de 56 personas ejecutadas por motivos políticos.
[8]  El Adelanto de Salamanca, conocido diario salmantino, fundado en 1883 y felizmente subsistente hasta ahora (2013).
[9]   Sibilina alusión de Fuset que, fallecido el juez Valdés, yo no puedo interpretar precisamente. Desde luego parece referirse a la familia del general republicano, buen amigo de Azaña, Juan Hernández Saravia (1880-1962), natural de Ledesma (Salamanca), como es bien sabido.
[10]  Término entonces empleado para referirse a las Autoridades militares de zona, las cuales tendían a comportarse de manera omnímoda. El prototipo era el general Manuel Queipo de Llano y Sierra (1875-1951).
[11]  Cristalina alusión a Blas Pérez González (1898-1978), auditor, catedrático de Derecho Civil y, posteriormente, Ministro de la Gobernación (1942-1957). Evitó su ejecución, pese a haber sido condenado a muerte por un tribunal popular en Barcelona, en septiembre de 1936. Pasado a la zona nacional, se incorporó a la Asesoría jurídica del Cuartel General franquista, en mayo de 1937.
[12]  Volverá a reír la primavera/que por cielo, tierra y mar se espera: versos de la letra del himno falangista Cara al sol.
[13]  Posición que, con referencia al presidente, ocupa el magistrado más moderno de una Sala.
[14]  Dudo de que su suegra, doña Casilda, captase la referencia a la parábola cristiana de los invitados a las bodas. Véase, Evangelio según San Mateo, capítulo 22, versículos 1/14.

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