sábado, 18 de mayo de 2013

ANTE TODO, LA VIDA


 

Ante todo, la vida

Por Federico Bello Landrove

 

     La adaptación marca el éxito de las especies en la Naturaleza. Oportunismo y omnivorismo hacen la fortuna de muchos animales. Pero, ¿qué decir de un ser moral, como se supone es el hombre? ¿Hasta qué punto es lícito doblegarse cual junco para no ser arrancado de cuajo por el huracán, como el roble? Este relato, con su toque realista y todo[1], trata de algunas de estas cosas.

 

1.  La Justicia militar y la música militar[2]



     ¿Qué pudo llevarme, desde el juzgado de primera instancia de Ledesma, a convertirme en uno de los hombres de confianza del entonces comandante Fuset? Hay una primera respuesta, tan ambigua como muchas otras cosas mías: la casualidad. Yo había sido un opositor estudioso, a cuyas manos llegó oportunamente una monografía del susodicho, seguramente elaborada como mérito para sacar notarías. Se llamaba El testamento militar[3] y parecía un armonioso maridaje de conocimientos por quien era, a la vez, jurídico militar y público fedatario. Me tocó en el examen el tema de los testamentos especiales y me lucí, aunque esté mal el decirlo. Suelo ser agradecido; de modo que escribí al autor, atribuyéndole una parte de mi éxito. Me contestó muy amablemente y, por entonces, eso fue todo.

     Se preguntarán ustedes a qué ton rememoro tan fútiles vivencias. Me explicaré. Hoy es viernes, 31 de marzo de 1939, y, a eso de las cinco de la tarde, radio macuto provocó un revuelo de tomo y lomo en la Auditoría. Un sargento me sopló al oído:

-          Mi teniente, que dicen que se ha acabado la Guerra.

-          ¿Tan pronto?, bromeé sin ninguna gracia.

-          Mañana lo dirán en el Parte. Ya lo están celebrando en el Cuartel General.

     Media hora más tarde, aparecía por las oficinas Fuset, tras su visita cotidiana a Franco para recabar conformidad o indulto de las penas de muerte. Los oficiales lo rodeamos para conseguir noticias frescas. Como es lógico, el ya teniente coronel divagó:

-          Hombre, con Madrid y Valencia en nuestro poder, tiene que ser cosa de días.

     Me hice el remolón y, en vez de retirarme, lo seguí hasta su despacho, como si tuviera que resolver algo urgente. Él aprovechó:

-          Anda, toma los expedientes y que los cursen a las Autoridades militares.

-          Con la alegría de la victoria, Franco se habrá mostrado clemente –aventuré-.

-          Como siempre. El Generalísimo, ya sabes cómo es: impasible.

-          O sea, el cuarenta por ciento de ritual.

-          Cinco ces y ocho es[4].

-          En fin, suspiré. Mañana será otro día.

 

***

 

     Como tantos progresistas asturianos de entonces, mi familia era melquiadista[5]y yo tonteé con la FUE y las juventudes de Azaña. Pero mi línea era la de un estudioso que trataba de liberarse de la tienda textil en Cimadevilla. Por si fuera ello poco, un temprano desengaño amoroso dio con mis huesos en la penumbra de las bibliotecas y en la oscuridad ante la pantalla de los sueños. La barbarie del 34[6] me vacunó contra el virus de la política y  me impulsó a concluir la preparación de las oposiciones en León, con mis tíos. Meses después ganaba plaza de juez de entrada y me destinaban a Ledesma, de donde habría de sacarme el conocimiento de Fuset, como creo haber dicho ya.

     ¿Adónde habrá de conducirme ahora esta pluma mal gobernada? Sin duda, por los caminos del miedo. En el verano del 36, mi familia quedó cercada en Oviedo[7]. En cuanto a mí, relativamente significado por la imparcialidad con que procuré tratar los pleitos agrarios y las violencias políticas, llegué a sentirme en el punto de mira de los terratenientes y de la Guardia Civil. En esas circunstancias, leí en El Adelanto[8] que, procedente de Canarias, se había incorporado al elenco franquista el comandante Fuset y decidí hacerme el encontradizo con tan poderoso valedor.

     El hombre estuvo muy afable. Me dio la impresión de que, pese a la intimidad de su familia con la del Generalísimo, se hallaba un poco perdido en aquel mundo de pistolas y banderías, él, que no dejaba de ser un jurista, de buena familia y hombre de orden. Recibió mis inquietudes y protestas de adhesión con una mezcla de escepticismo y bonhomía, más propia de notario en ciernes, que de auditor militar y conspirador ocasional:

-          Veamos, Valdés –me dijo-; de lo de Oviedo nada podemos hacer, pero Aranda es persona templada y necesita de todos los hombres útiles. Bastará con que tus hermanos se incorporen a las fuerzas defensoras y no hagan tonterías. En cuanto a ti, por lo que me dices has pretendido seguir ejerciendo de juez, cuando el odio y la guerra no lo permiten. Aquí, en Salamanca, las fuerzas agrarias y la Guardia Civil pueden mucho. ¡A quién se le ocurre, frecuentar a los Saravia![9]

     Hizo una pausa y pareció abstraerse en la contemplación de las volutas del café. Finalmente, me sugirió:

-          Por orden del Caudillo, estoy organizando como puedo una Auditoría de Guerra. Está harto de que virreyes[10] y falangistas apliquen la pena de muerte sin juicio y a su arbitrio. Podría gestionar tu incorporación, como oficial de complemento. No tendrías que actuar directamente: sólo en labores de dictamen y burocráticas.

     ¿Fue el miedo –repito- lo que me llevó a aceptar? Supongo. El hecho es que, al cabo de quince días, me hallaba paseando por los soportales de la Plaza Mayor, con uniforme de teniente auditor. No era lo mío. ¿O sí? El caqui me daba calor, respeto, seguridad. Me sentía más y más cómodo con aquella indumentaria, bajo el paraguas de Fuset. Como juez, yo era persona de orden y acatamiento de las leyes. Como hombre, estaba acostumbrado a la responsabilidad y la disciplina. Bien preparado y con ciertas veleidades políticas, mi mentor dejaba en mis manos buena parte del trabajo de su oficina. Los auditores de carrera me miraban con envidia y me hacían sentir su superioridad de rango. Yo, el advenedizo, el ínfimo, el timorato, repasaba los expedientes del día siguiente en la gélida habitación de la pensión y procuraba reconfortarme con pensamientos a media voz:

-          El día en que esto acabe, yo seré un señor magistrado y esos engreídos, unos simples jugadores de julepe.

     ¿Me dará la razón el tiempo? 

 

***

 

     A veces, me muestro indulgente conmigo mismo y llego a afirmar que en mi decisión ha resultado esencial el deseo de traer a este mundo de capricho y de violencia un soplo de moderación y de justicia. Digo esto porque, pese a las iniciales promesas de Fuset, me ha tocado pringarme bastante más que en el mero trabajo de oficina. En muchas ocasiones, la Auditoría me confió la instrucción de causas complejas o destacadas, cuya tramitación y resultados hube de exponer ante el consejo de guerra. En otras, pocas, mi nombre se deslizó entre los jueces de alguno de esos consejos, cuando Fuset o Blas[11] querían tener una voz autorizada en las deliberaciones y un voto para la sentencia. En honor a la verdad, tengo que decir que, de las canalladas que se atribuyen a los jueces militares no profesionales tenían mucha más culpa los fiscales trepadores y las leyes draconianas, que no aquellos sujetos, con pinta de estar de más en un tribunal, ganosos de acabar pronto y no provocarse complicaciones ni cargas de conciencia.

     ¿He llegado a intentar o conseguir algo que justifique mi autocomplacencia? Hombre, dentro de lo que cabe… Calculo que veinte o treinta indultos han llevado el marchamo de mi sesgado resumen del caso. En más de una ocasión, Fuset torció el gesto y alteró mi propuesta:

-          Si no te conociera, Valdés, pensaría que te han comprado con alguna joya o que te has acostado con la esposa del reo.

     Pese a ello, no me siento satisfecho: demasiados sapos y excesiva sangre, como para librarme del estigma y volver tranquilamente a vestir la toga. Pero la guerra es la guerra. Ahora, que está a punto de terminar, pretendo sacudirme hambre, lágrimas, duelos y volver a ser yo mismo. ¡Qué sencillo parece, que cómodo! Apartar los recuerdos, como quien se despoja del uniforme; quitarse la máscara del terror, como el actor que desciñe el tahalí con la espada. En la oscuridad, me inquieren docenas de ojos fijos en la puerta de Fuset, para pedir el indulto de sus deudos, mientras yo me encojo de hombros y continúo escribiendo. Son ya las cuatro y media de la mañana y sigo redactando estas líneas a quien corresponda. Amanecerá pronto. Se disiparán los fantasmas y el mes de abril traerá esa cantada primavera, que por cielo, tierra y mar se espera[12].

     Y yo –lo tengo decidido- declinaré la oferta de Fuset (capitán e ingreso como numerario en el escalafón de jurídicos militares) y me iré donde Dios quiera, a vivir y trabajar. Después de todo, solo tengo veintiocho años.

 




 

2.  Una cara conocida



     Han pasado tres años. Nuestro antiguo narrador, Sebastián Valdés, gracias al reconocimiento de los servicios prestados, es ahora magistrado de la izquierda[13] en la Audiencia de Castellar. Para su gusto, el destino está demasiado cerca de sus andanzas bélicas y en exceso lejano de sus raíces asturianas; pero no es cosa de hacerle ascos al último favor de Fuset que, aunque un tanto descabalgado del poder, todavía brujulea en torno del Generalísimo, con un pie en los despachos de Madrid y otro en su notaría tinerfeña.

     Por pura casualidad, estamos a primero de abril; tres años, pues, día por día, de las confidencias valdesianas del capítulo anterior. Es Miércoles Santo y la ciudad reparte sus fastos entre el tercer aniversario de la Victoria y las procesiones que permita la clemencia del tiempo. El día festivo ha animado al huésped permanente del Hotel Moderno a estirar las piernas por los soportales, una vez ha redactado la minuta de sus ponencias pendientes.

-          Buenos días, don Sebastián –saluda obsequioso el recepcionista, al que hace eco el conserje-.

-          Buenos y frescos a lo que parece, responde el magistrado. Volveré a las dos, para comer.

     Se encamina al Horno Francés, para hacer su habitual acopio de dulces de la merienda, que invariablemente consume en su habitación. Tan distraído como de costumbre –y un tanto miope-, a la altura de la Fuente Dorada no se percata de la presencia de un joven abogado, muy bien acompañado:

-          Usted siga bien, señoría.

-          Lo siento. No lo… los había visto.

     El mozo es el pasante de confianza del letrado Merediz, vaca sagrada del foro castellarense. Cada vez actúa más y mejor ante la Audiencia y estará a punto de establecerse por su cuenta. Lo acompaña una joven esbelta y bella, que el magistrado confunde:

-          Su señora, tal vez.

-          ¡Oh, no! Disculpe. Le presento a mi hermana Benedicta.

     El cruce de miradas resulta embarazoso, por no hablar del efecto sorprendente de una joven tan hermosa. Cuatro tópicos sobre el tiempo y los desfiles de una y otra clase. Al despedirse, una gentileza, que luego juzga él mismo un poco impropia:

-          Bien, hasta otra ocasión y ojalá que sea próxima.

-          Vivimos a un paso de aquí. En la calle del Jabón, 3, tiene usted su casa.

     Hasta que no hubo reflexionado durante diez minutos, no consiguió su señoría dar con la respuesta. ¿Dónde he visto yo antes a esa chica? ¡Justo! En la Auditoría de Burgos, hace cuatro o cinco años. La madre fue a solicitar, infructuosamente, el indulto para su marido y la tal Benedicta –entonces una adolescente- se había quedado de pie, esperando. Un compañero de Valdés le había ofrecido asiento. Luego, al salir, el consabido comentario de dudoso gusto:

-          ¡Vaya chavala! ¿Quién pudiera, eh?

    Pues bien, ahí estaba nuevamente, ahora hecha toda una mujer. El magistrado, siempre precavido, se preguntaba si ella lo habría reconocido a su vez. En cualquier caso, mejor sería no recordárselo, si es que tenía la ocasión de volver a encontrarla. ¡Claro! Castellar era un pañuelo y apenas cinco minutos separaban sus respectivos domicilios.

     El prometedor abogado, ya en casa, preguntó a su hermana:

-          Chica, me dejaste un poco cortado. Lo mirabas de una forma…

-          Estoy segura de haberlo visto antes, pero no soy capaz de situarlo.

-          No lo creo. Se parecerá a alguien. Estos magistrados, en algunos aspectos, parecen todos iguales.

 

***

 

     Don Sebastián se había preguntado antaño por los motivos de haberse pasado a la injusticia militar. Yo también me planteé alguna vez las razones por las que la espléndida Bene accedió a casarse con un hombre tan anodino y bastante mayor que ella. En los mentideros de Castellar no tenían dudas: la posición y el buen sueldo de Valdés tenían la culpa. Para don Victoriano, el magistrado presidente, había que retorcer un poco el argumento:

-          El bueno de Sebastián, siempre tan noble. No le ha importado que sea hija de un rojo bien conocido, ni que estén a la cuarta pregunta. Claro que la novia está de buen ver, pero yo me lo pensaría dos veces antes de emparentar con esa familia. ¡Con la de buenos partidos entre los que podía haber elegido!

     No andaba descaminado el señor presidente. Por lo que yo sé y he constatado en otros muchos casos, era esa disparidad política, esa sensación de ser una apestada, alguien nefando, lo que conmovió a Bene y le hizo querer a Valdés. Salir de la pobreza, respirar lejos de la opresión de su hogar, tener un pretendiente de cultura y respetado, todo eso -¿qué duda cabe?- tenía su importancia, y mucha. Pero lo decisivo iba por otro lado. Aquella muchacha, nacida para el amor y la dulzura, vilipendiada, maltratada, agobiada de trabajo y de desprecio, todavía había de bajar la cabeza, como si tuviese de qué avergonzarse; callar ante las ofensas; ser esquivada y objeto de burlas por quienes eran criminales y victimarios. Llevaba en el fondo del alma los agridulces recuerdos y en la frente el apellido honroso, pero ante la sociedad carecía de nombre y de historia reconocidos.

     Querer a Valdés. Pero, ¿de veras lo quería? Sus favores despertaban gratitud; su profesión, respeto; sobre todo, su atención, ternura y orgullo. Para él, no era invisible, ni réproba, ni discriminada. Podía tener pasado, opinión, criterio. El magistrado parecía inasequible a las críticas, indiferente ante las ideologías, en paz con todos. Bene comprendió que aquel hombre era el desquite que la vida le ofrecía y se asió al él con todas sus fuerzas. ¿El amor? No puede permitírselo la economía de guerra, pero existen sucedáneos y este era excelente.

     Se casaron una mañana temprano, de calle, ante un selecto y mínimo grupo de familiares y amigos. La madre de Bene, suspicaz, decidió probar a su futuro yerno:

-          Parece como si te avergonzases del paso que vas a dar o de con quien lo das.

     Sebastián tan solo replicó:

-          No son dignos[14].

 

***

 

     El episodio final de esta historia me lo refirió la propia doña Bene, ya viuda, poco antes de morir. Recuerdo punto por punto su relato:

-          En el verano del 43, estando yo embarazada de Toñín, viajamos hasta Oviedo, para conocer la ciudad y a los familiares que no habían venido a la boda. Sus padres nos aposentaron en la habitación de soltero de Sebas. Mientras él departía con sus padres, yo abrí el armario para colocar el equipaje y allí lo vi. Quiero decir, el uniforme de teniente. Me dio un vuelco el corazón y tuve que sentarme en la cama. Acababa de recordar el lugar y la ocasión en que él y yo nos habíamos visto por vez primera. En tropel, me vinieron a la mente su pasividad, sus engaños, el rostro de mi padre muerto. Me sentí tan asqueada que hube de ir al retrete a toda prisa para vomitar. Hice valer mi estado y el cansancio del viaje, para explicar ante todos la basca y el deseo de reposar sola en la habitación, con las persianas cerradas.

Permanecí así no sé cuánto tiempo, perdida entre la tristeza y la venganza. En esto, el niño golpeó mi vientre y comprendí, como las madres somos capaces de hacerlo.  Solo la vida, nueva, libre, sabia, tenía la respuesta a mis recuerdos y anhelos de muerte. En mí, entonces y en adelante, estaba la clave.

-          ¿Le dijo algo a su marido de aquel descubrimiento?

     Doña Bene sonrió, miró hacia el reloj de pared y tomó el camino de la cocina, con la inequívoca intención de preparar el café… y de cerrar el libro de sus confesiones.

 



[1]  En efecto, se hacen alusiones informales al entorno de la Auditoría de Guerra del Cuartel General de Franco y sus secuaces, durante nuestra Guerra Civil, en el que sobresalía el teniente coronel Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), personaje muy interesante que, en mi opinión, carece de una buena biografía y del que abundan las referencias erróneas. Provisionalmente, véase Ramón GARRIGA, Los validos de Franco, editorial Planeta, Barcelona, 1981, páginas 11/125.
[2]  La Justicia militar es a la justicia, lo que la música militar es a la música, frase atribuida al político, periodista y literato francés, Georges Benjamin Clémenceau (1841-1929). En mi opinión, la frase es en exceso irreverente para la música militar.
[3]  Lorenzo MARTÍNEZ FUSET, El testamento militar, con prólogo de Blas PÉREZ GONZÁLEZ, Talleres Gráficos Margarit, Santa Cruz de Tenerife, 1935.
[4]  Aunque existen algunas discrepancias, suele afirmarse que se empleaba la C de conmutada, para aludir al indulto de la pena de muerte por la de treinta años de reclusión; y la E de enterado, para que se procediera a la ejecución de la pena capital acordada en Consejo de Guerra. La proporción 60/40 es una generosa aproximación a la razón histórica E/C.
[5]  Es decir, seguidores del político gijonés Melquiades Álvarez González-Posada (1864-1936), de clara evolución vital hacia el conservadurismo. Su amplia relación con el republicanismo histórico y con Azaña no le evitó la ejecución sin juicio en Madrid, en una saca carcelaria (22 de agosto de 1936).
[6] Episodio revolucionario que, entre el 5 y el 13 de octubre de 1934, sacudió Asturias, produciendo unas 1.500 víctimas mortales e incontables actos de destrucción, saqueo y violencia física.
[7]  El cerco y el asedio del Oviedo nacional se produjeron entre julio de 1936 y octubre de 1937. Entre sus numerosas víctimas, se contaron no menos de 56 personas ejecutadas por motivos políticos.
[8]  El Adelanto de Salamanca, conocido diario salmantino, fundado en 1883 y felizmente subsistente hasta ahora (2013).
[9]   Sibilina alusión de Fuset que, fallecido el juez Valdés, yo no puedo interpretar precisamente. Desde luego parece referirse a la familia del general republicano, buen amigo de Azaña, Juan Hernández Saravia (1880-1962), natural de Ledesma (Salamanca), como es bien sabido.
[10]  Término entonces empleado para referirse a las Autoridades militares de zona, las cuales tendían a comportarse de manera omnímoda. El prototipo era el general Manuel Queipo de Llano y Sierra (1875-1951).
[11]  Cristalina alusión a Blas Pérez González (1898-1978), auditor, catedrático de Derecho Civil y, posteriormente, Ministro de la Gobernación (1942-1957). Evitó su ejecución, pese a haber sido condenado a muerte por un tribunal popular en Barcelona, en septiembre de 1936. Pasado a la zona nacional, se incorporó a la Asesoría jurídica del Cuartel General franquista, en mayo de 1937.
[12]  Volverá a reír la primavera/que por cielo, tierra y mar se espera: versos de la letra del himno falangista Cara al sol.
[13]  Posición que, con referencia al presidente, ocupa el magistrado más moderno de una Sala.
[14]  Dudo de que su suegra, doña Casilda, captase la referencia a la parábola cristiana de los invitados a las bodas. Véase, Evangelio según San Mateo, capítulo 22, versículos 1/14.

viernes, 10 de mayo de 2013

EL DÍA DE LA CENCELLADA




El día de la cencellada

Por Federico Bello Landrove

A Carlos Paradela

 

     Milan Kúndera escribió sobre La insoportable levedad del ser[1] y  Borges, El jardín de senderos que se bifurcan[2]. Mi amigo Gabriel Espinosa, no por menos conocido que ellos, menos perspicaz e introspectivo, me hizo llegar póstumamente este relato, con su experiencia personal de la elección de caminos en la vida… y de las consecuencias de soñar con rectificarla.

 


1.      Recorriendo el diagrama



     A estas alturas de mi vida, aún no sé si considerarme un privilegiado. Las decisiones más relevantes que han marcado mi existencia he podido tomarlas de un modo natural, moderadamente reflexivo, bajo esa luz interior que irradia la tranquilidad de conciencia. Ni me ha pesado la mala salud, ni me han constreñido la pobreza o la opulencia. Me crié bajo la sabia directriz de acatar la autoridad y ser independiente de mis iguales. En suma, recorro en sentido inverso el ramoso fractal de mis opciones y lo hallo más parecido a una senda campestre, que no a un confuso laberinto. Claro que, para opinar así, ayuda mucho conocer las claves y los impulsos, ciencia de uno  mismo, en la que solo yo para mí soy maestro.

 

     Quienes –como tú- me habéis conocido de antiguo, recordaréis mi natural equilibrado, y aún escéptico, poco dado a suscribir compromisos ni aceptar axiomas. Rememoro aún una de nuestras últimas conversaciones juveniles, en aquella cafetería de la plaza de San Miguel, cuando jugaste con mi nombre para tildarme de pastelero[3]. Ya entonces habría podido discrepar de ello por muchos conceptos, pero no todavía en el aspecto que hoy me lleva a redactar y hacerte llegar estas líneas. Eso fue mucho más tarde, cuando doblaba el cabo de la cuarentena. Pero aquella tarde de otoño, de camino a casa, no pude menos de matizar:

 

-          Este Fede me conoce a medias. Mi falta de compromiso político no creo que sea pasteleo, sino sensatez. Pero tendría razón si se refiriese a las relaciones sentimentales.  

 

***

 

     Bien mirado, siempre han presidido mi vida amorosa tres impulsos, solo en parte conscientes. El primero –tan común a los mortales-, el de mirar con prevención las decididas iniciativas femeninas: una cosa es que te den facilidades y otra sufrir las acometidas de alguna que, por sorpresa o con reiteración, te convierte en objeto de su interés. El segundo consiste en no forzar a que correspondan a tu cariño, a base de esfuerzo o perseverancia: hay muchas mujeres y siempre habrá alguna a tu medida, sin tener que someterla a asedio ni arterías. Y el tercero…

 

     Aquí me siento confundido, pues no hallo el origen ni la lógica de mi inclinación natural, tantas veces manifestada. Es el hecho que, cual caballero andante, me atraen las personas que juzgo maltratadas, en el más amplio sentido de la palabra. Como es natural valoro las cualidades notables y estimo la consideración social y el don de gentes, pero me puede el espíritu de contradicción. De vestir sotana, me hubiera ido el papel de abogado del diablo. Soy escéptico ante la virtud pregonada y, en cambio, busco en los mal considerados los valores que en lo oculto atesoran. Hay empeños peores, me dirás. Cierto, pero lo torpe en mí ha sido aplicarlo en las cosas del querer. Una cosa es buscar la justicia; otra, muy diferente, buscar pareja.

 

     Recordarás, querido amigo, a Virginia, aquella vecinita tuya por la que bebía los vientos en los días de nuestra adolescencia. Ya entonces –y, mucho más, años después- le sobraban a la moza inteligencia y belleza, como para encandilar a cualquiera. Con todo, lo primero que de ella me atrajo hubo de ser el desapego con el que la trataban algunos de nuestra pandilla –encabezados, precisamente, por su hermano Paco-, a lo que ella respondía con una mezcla de estoicismo y timidez. Bien poco de práctico hice por ella, en mi condición de Galahad [4], pero mi natural contradictorio y caballeresco me permitió descubrir antes que nadie sus dulces encantos, hallazgo que pronto compartí con vosotros, sufriendo las chanzas de unos y el escepticismo de los más. También de ti, Fede, cuya opinión mucho estimaba, y que todavía recuerdo me dijiste: Bah; yo la encuentro demasiado cría: espera un poco a ver...

 

     ¡No sabes qué razón tenías!

 
 

***

 

     Los datos y los recuerdos se funden en mi cabeza, al tratar de ordenar los momentos de aquel sonado fracaso. Como escollos que afloran en un mar convulso que todo intenta anegar, surgen frases, pasmarotes, chiquilladas y objeciones, que abisman el bajel de nuestros sentimientos compartidos. ¿Cómo era ella entonces; qué pensaba; cuánto sufría; hasta dónde estuvo dispuesta a luchar? ¿Y yo? Me contemplo frío, cobarde, desbordado, malinterpretando casi todo y dando bandazos entre el ímpetu y la pasividad. Seguramente los excesos críticos de mi conducta pasada denotan que no estoy siendo justo, vale decir, realista. Concibo el episodio en términos de víctimas y verdugos, de estupidez frente a abnegación, demasiado novelescos. Un día, muchos años después, pude hacer a Virginia una improvisada y fragmentaria relación de mis recuerdos, sin escatimarme reproches. Ella, con aquella elaborada expresión suya, escueta y amable a la vez, replicó:

 

-          ¡Y yo que siempre me consideré responsable de la ruptura, por mi exagerado concepto de la libertad! En fin, de cualquier modo no tiene sentido que nos hagamos mala sangre.

    

     Pues lo siento, pero yo sí. Muy en especial, aquella enésima cabalgada hacia ninguna parte, que supuso mi corto romance con Charo. No sé si recordarás a Charo: una mocita insignificante por todos los conceptos, a quien yo tomé de la mano e invité con éxito a subir a la grupa de mi caballo. ¿Razón? En resumen, el haber sido despreciada por nuestro común amigo Alex. Poco nos duró el viaje: lo suficiente para perder ante Virginia, y ante mí mismo, el concepto de seriedad y firmeza de sentimientos, que hasta entonces había tenido. Desde la ignorancia de mis absurdos motivos, tú mismo te percataste y me lo echaste en cara, con sorna:

 

-          Tómatelo con calma, tío, que lo tuyo no es ser un ligón.

 

 

2.      La dama de blanco

 

     De aquello, pasaron unos meses, que fueron suficientes para apartar de mí la afición por la andante caballería, aunque siempre mantendría la inclinación a llevar la contraria al vulgo en el juicio sobre la gente; a procurar volver a las personas del revés para juzgarlas por su fondo, no por las apariencias. No es esta una mala cualidad para tratar con seres tan complicados, como la mayoría de las mujeres. El problema es que me haya faltado perspicacia, agudeza de percepción. Con todo, no me ha ido tan mal.

 

     Decía que habían llegado las vacaciones de Navidad. La niebla, habitual en nuestra ciudad, se había helado en toda su abundosa humedad, cubriendo suelo y árboles, fuentes y tejados, del tópico manto o sudario, que yo siempre consideré más bello y prometedor, que no triste o mortal. En particular, las ramas desnudas o cubiertas de acículas hacían de improvisados candeleros para los cristales de hielo que, de trecho en trecho, reverberaban la espectral luz del sol. Todo era blanco y gris, reino de la difuminación y del crujido, en aquel parque solitario e inmenso, en que los troncos cenicientos evocaban a los espectros.

 


     En esto, la vi. Abrigada con una trenca marfileña, cuya capucha jugaba al claroscuro con su cabello. Iba acompañada de sus padres, lo que paralizó mi inexorable inclinación a la huida. Saludos, parabienes por su ingreso universitario, comentarios acerca del helor y sus bellezas. Su madre insinuó:

 

-          Bueno, nos vamos, que hemos quedado con unos amigos. Tal vez, a vosotros os apetezca charlar un rato.

 

     Allí quedamos solos, una frente a otro -como cuando nos declaramos-, silentes, con un juego de miradas y sonrisas, en aquel paraíso gélido, blando, apagado. De pronto, ella empezó a caminar lentamente por el paseo, en sentido contrario al de sus padres. Vencí la inercia, la alcancé sin esfuerzo y –como nunca antes- la cogí de la mano y empecé a hablar, de aquella manera pausada y evasiva, en mí tan normal:

 

-          Así que ya vas a la Universidad. ¿Y qué tal te pintan las cosas? Yo estoy bastante decepcionado de mi experiencia.

 

     Dicen que un gesto vale más que mil palabras. Pero Virginia esperaba –ahora lo comprendo- más que un ademán: la voz tierna, explicativa, contrita de quien, tras un largo viaje, regresaba a su puerto de manera tan brusca, alevosa casi. El hecho es que se nos acabó el sendero, la calidez, el hechizo, y ella perdiose entre la gente de la Plaza, gallarda y hermosa, como no la he vuelto a ver jamás.

 

***

 

     Parece que, desde el otro mundo, te estoy oyendo, amigo del alma: Siempre, a destiempo y, casi siempre, demasiado poco. Lo sé. ¡Qué lástima no haberte sentido muy cerca entonces! Lo que es ahora…

 

 

3.      Los caminos que se confunden



     Recibí el texto precedente de manos de la cuidadora de Gabriel en la residencia de ancianos donde falleció. Me hizo saber:

 

-          Tenía razón el bueno de Gaby cuando me dijo que no echase al correo su sobre, que usted sería de los pocos que vendrían a su entierro.

-          Pues me enteré de puro milagro. Desde que me jubilé el año pasado, me tuesto en Benidorm casi todo el tiempo. Menos mal que mis hijos vieron la esquela y me avisaron.

 

     Le aprecié ganas de hablar y yo tenía tiempo de sobra. Así que pregunté por los últimos tiempos de mi viejo amigo.

 

-          Llevaba ya ingresado aquí cuatro años, pues su esposa se separó de él cuando empezó a perder la cabeza; y no la culpo a la pobre señora.

-          Mujer, no me parece bien tamaña insensibilidad. Pero, en fin, ¿tan demente estaba?

-          ¡Huy, no señor! Solo en un aspecto pero, precisamente, el más doloroso para ella.

-          Explíquese, por favor.

 

     La cuidadora, en lo que permitía el ser la española lengua aprendida, expuso el delirio de modo muy preciso. El bueno de Gabriel debió de pensar tanto en Virginia y su pérdida que, a la vejez, dio en imaginar cómo sería la vida junto a ella, de haber logrado convencerla de que era la mujer de su vida. De la imaginación sin palabras, pasó a los soliloquios dialogados y, poco a poco, a fundir la existencia real y la imaginaria, viviendo –como quien dice- con dos mujeres. La real acabó por explotar y darlo de lado. En consecuencia, el buen anciano encontró vía libre para hacer de la residencia su campo del pasado, sin tener que compartir vida y corazón con otra que su Virginia querida.

 

-          Seguro que se lo explica muy bien en esas hojas. Siempre estaba tras de lo mismo: Fede entenderá; Fede sabe lo que me pasa… Si me hubiese dejado aconsejar por él…

-          Me parece que también se hizo de mí un avatar a la medida de sus recuerdos. Ya sabe usted el dicho: consejos vendo y para mí no tengo.

 

     La rumana no entendió el refrán. Así que, como dirían mis nietos, siguió a su bola:

 

-          ¿No sabe cómo murió su amigo?

-          Algo he oído de que lo atropelló un coche.

-          Así es. Últimamente le dio por imaginar que poníamos dificultades a doña Virginia para entrar en la residencia. Tenéis miedo de que la lleve al huerto, y no os falta razón, decía el muy pícaro. Así que, según él, tenía que citarse con su amada en el paseo arbolado frente a este edificio, al otro lado de la calle. No sé cómo se las arreglaba, que en ocasiones logró burlar la vigilancia del conserje y salir, cuando se abría la puerta para que marcharan las visitas o entrase algún vehículo. En fin, que un día cruzó a lo loco y lo atropelló un coche. No fue inmediato, pero quedó tan escacharrado, que murió a las dos semanas.

 

     La tal Mihaela calló por unos momentos y me miró de hito en hito, como si vacilara en revelarme lo que le rondaba por el magín. Finalmente:

 

-          Es curioso, la conductora se llamaba Virginia. Claro que era mucho más joven de lo que habría sido la fantasma.

-          Virginia, ¿qué más?

-          Ni idea. En Administración lo sabrán.

 

     Lo sabían: Virginia Terrón Lafuente. El bueno de Gaby había fallecido a manos de quien pudo haber sido su hija.

 

     ¿Me permiten una broma de dudoso gusto? Estoy deseando poder comunicarle la noticia.

 
 



[1]  La obra más famosa del literato checo Milan Kúndera (1929) lleva ese título en su más usual traducción al español (también es conocida como La insostenible ligereza del ser). La primera edición data de 1984.
[2]  Aludo al cuento (1941), no al libro del mismo nombre (1948), del autor epónimo de este blog, Jorge Luis Borges (1899-1986).
[3]  Gabriel (de) Espinosa, el pastelero de Madrigal (¿-1595), famoso impostor y conocidísimo personaje literario, en particular, del drama Traidor, inconfeso y mártir (1849), de José Zorrilla (1817-1893).
[4] Uno de los caballeros de la Tabla Redonda, famoso por su pureza, que le permitió alcanzar el Santo Grial. Como verán los lectores, mi amigo, sir Galahad Espinosa, no tuvo tanta suerte como el caballero legendario.