viernes, 19 de abril de 2013

UN RAMITO DE SIEMPREVIVAS




Un ramito de siemprevivas

 

Por Federico Bello Landrove

 

A Carmela Cazquin

 

     Estoy en mi terreno: amores eternos –tal vez, por ser imposibles- y reencarnaciones. Cabe una lectura reflexiva, preguntándose sobre el sentido y la realidad de esas cosas o bien, considerándolas una entelequia, paladear la anécdota del relato. Yo me atrevo a aconsejar una postura intermedia, dubitativa y tolerante. ¡Bastante tienen los atormentados protagonistas con sus cuitas, como para que les vengamos con desdenes!

 

 


 

1.  Conmemorando el cincuentenario

 

 

     Bernardino Cienfuegos acabó de afeitarse, con la moral por los suelos. Era su costumbre limitar el campo visual a la parte inferior del rostro y rasurarse al tacto, pero aquel era un día  especial. Mejor dicho, la víspera de una jornada muy particular. Por tanto, tomó fuerzas, resopló y, con todos los vatios de los halógenos, escrutó su cara en el espejo. No hubo una calva, arruga, mancha o flacidez que no explorase, ni surco, bolsa o hirsutismo que quedase al margen de su atención. Sí: era obvio, notorio, incontrovertible. Se le había pasado el arroz.

 

     Si hubiera sido más crédulo y comunicativo, podría haberse ahorrado el sofocón. Familiares, compañeros y médicos le habrían dicho que, ciertamente, su salud era buena; su ánimo, decidido; el ingenio, todavía fértil. Mas los años no pasan en balde; nadie es inmortal. A su edad, la mayoría estaban jubilados, poblaban las consultas médicas, portaban bolsas o paseaban perros. Por mucho que se empeñara, él no era de otra pasta. Podría convencerse de que, por dentro, era un chaval. Por fuera, la imagen inexpresiva y decadente del espejo lo devolvió a la cruda realidad.

 

     Viejo o a punto de serlo, Bernardino era el rey de los cambios de ánimo. Al entrar en la cocina, oscura y solitaria, ya había apartado de su mente todo ensueño de retorno al pasado. Al terminar de tostar las rebanadas, encontró el encanto de trocar el imposible amor en amistad del alma. Cuando el microondas hubo calentado el café, rumiaba la logística del siguiente día. Y, mientras fregaba el servicio del desayuno, iba sopesando en voz queda los pros y los contras de la compleja celebración.

 

     De eso se trataba, en efecto: de celebrar o, por mejor decir, de conmemorar el cincuentenario de su primera declaración de amor. ¡Ya es memoria!, dirán ustedes conmigo, pero la cosa tenía su explicación. Aquel primer amor, nacido el día de Santa Engracia de mil novecientos sesenta y tres, había traído cola. Bernardino superó su ulterior fracaso con la ligereza de los pocos años y la fortuna de ser amado de Venus, como sarcásticamente denominaba su colega Hipólito a su cualidad de escoger a las compañeras sentimentales con meridiano acierto, siendo por ellas correspondido. Pero aquella entrañable personita, que compartió con él los breves meses de su amor primero, había tenido mucha peor suerte, a juzgar por las escasas noticias que le habían llegado. Con su mente analítica y un tanto pesimista, el veterano profesor de literatura había asumido la debacle amorosa de Chelo, como quien contempla los estragos de la tormenta desde la seguridad de la ventana. En el fondo, se preguntaba qué habría podido impulsar a la niña, dieciocho mil días atrás, a abandonar la severa solidez de su cariño por las engañosas bondades de pasiones a conocer. Bernardino tenía buen corazón pero, llegado a este paraje de su razonamiento, no podía menos de pensar que Caperucita Rincón encontró en el bosque lo que nunca habría hallado, de continuar por el trillado sendero de la costumbre.

 

     Claro que eso fue antes de que él enviudara y de que Consuelo Rincón regresara a su común ciudad natal y abriera una herboristería en la calle de la Fontana. Es lo que tiene Internet: que uno puede enterarse de todo, incluso de lo que merece la pena. En aquellos reveladores momentos, nuestro profesor estaba enfrascado en un complejo libro sobre la simbología de la noche en las obras de Hölderlin y Novalis[1]. Fuera el influjo de estos magnos poetas románticos, o bien la frialdad de su despacho al atardecer, ello es que Bernardino dio en reproducir mentalmente los dorados momentos de aquella relación, casi perdida en la niebla. Como la gota que erosiona la piedra, los recuerdos, teñidos al cabo de nostalgia y de arrepentimiento, fueron llenando sus muchos instantes de soledad; dando un sentido a sus horas muertas; imágenes, al duermevela en una cama demasiado grande.

 

     Pero el profesor era más rápido en la búsqueda de bibliografía que en las resoluciones afectivas. Había concluido apéndices y notas a pie de página, dejando el texto listo para su publicación, cuando todavía no había pasado de la mera posibilidad de dejarse caer por el herbolario de marras, o de marcar los nueve dígitos de su línea telefónica. ¿Qué sentido tenía aparecer en la vida de Chelo así, sin pretexto, ni disculpa, ni seguridad de ser bien recibido? Y, además, Castellar quedaba lejos y le repateaban los viajes, por no hablar de lo gorda que le había llegado a caer la ciudad de sus años mozos. Mas hete aquí que…

 

     El calendario –por sorprendente que fuera- dio el aldabonazo, con su descarado y ominoso 13, como últimas cifras del año. ¡Cáspita, cómo pasa el tiempo! Cincuenta años ya desde que… ¿No podría ser esa la ocasión deseada? Desde luego, no era la panacea pero, cuando menos, tenía la vitola de bodas de oro y el marchamo de una constancia que se parecía mucho a la eternidad sentimental. Bien sabía él que la suya era una vocación tardía a la hermandad del amor sempiterno. Es más, trataba de no ilusionarse y de gestionar el asunto al resguardo, por así decir. Pero era algo bonito, entretenido, que lo impulsaba hacia el futuro y -¿por qué no?- resarcía de algún modo sus pasados errores, que tan funestas consecuencias habían tenido para Chelo.

 

     Allá para finales de febrero, no lo dudó más. A la cuenta de correo electrónico de Hierbas la Mandrágora, envió un mensaje de lo más contenido, aunque afectuoso:

 

     Amiga Chelo: Por algunos conocidos de ahí, he tenido noticias de tu regreso y de que has abierto una tienda tipo parafarmacia. Te deseo lo mejor –pues te recuerdo con afecto- y  adjunto mi dirección, teléfono y e-mail, por si vienes por Villafranca o deseas ponerte en comunicación conmigo. Por mi parte, como viajo de vez en cuando (sobre todo, a raíz de haber quedado viudo), si voy por Castellar, procuraré ir a saludarte. Recuerdos a tus padres y un saludo cordial de Bernar.

 

     Bernar, Chelo. ¡Qué tiempos aquellos! Por cierto, esperaba no haber metido la pata en lo de sus padres pues, de vivir, tendrían que ser ya muy mayores. En fin, a esperar la respuesta.

 

     Pero no hubo contestación. El profesor fue pasando de la espera a la sorpresa y, de esta, a una cierta indignación. ¡Qué se habría creído su silente corresponsal! ¿Enfado persistente, suspicacias o, simplemente, mala educación? Bernardino no creía ser merecedor de tal desprecio. Imaginó todas las causas posibles, hasta dar con aquella que le pareció más razonable: Chelo, escaldada, no quería retornos, o bien, no estaba dispuesta a ponerle las cosas fáciles. No soy psicólogo, pero sostengo que, si Chelo hubiese contestado a vuelta de correo, Bernardino habría perdido parte de su interés por ella.

 

     El silencio proseguía a primeros de abril. El caballero decidió jugarse el todo por el todo. Siempre había sido así: hombre de tempestades y de calmas; de titubeos y decisiones fulminantes; de tensiones cortas y tranquilidades largas. A fin de cuentas, como tantos otros. Cogió el teléfono:

 

-          ¿Chelo? El pasado llama a tu puerta… Soy Bernar.

-          ¡Hombre, qué alegría oírte! Precisamente estaba pensando en contestar tu mensaje pero, en estas fechas de Semana Santa, tengo un ajetreo tremendo.

-          Entonces no sé si será buena idea la de ir a verte, pero es que voy a dar una conferencia en Castellar y…

-          ¿Por qué no quedamos algún fin de semana?  Cierro la tienda los sábados a la una y media.

-          ¿No sería posible el martes, día 16 de abril?

-          ¡Chico, qué precisión! … Está bien: dejaré sola a la dependienta. Te vienes a comer a casa, con mamá, que se acuerda mucho de ti. Luego, toda tuya, como habría dicho el Papa[2].

-          Estupendo. Puedo llegar allá sobre las doce. ¿Cuál es la dirección?

-          Espero que no la hayas olvidado. Seguimos viviendo donde siempre, en la calle del Jabón, ¿recuerdas?

 


     Bernar recordaba; ¡cómo no iba a recordar! En su primer poemario lo había cantado, con versos mediocres que le molestaba recitar. Le irritaba que Chelo hubiese recibido la fecha de la cita con aparente indiferencia. ¿Sería posible que no recordara aquel martes de Pascua, cincuenta años atrás? Pero, por de pronto, todo se había desarrollado a pedir de boca. Luego, fantasías, sueños y proyectos, hasta que aquel maldito espejo se interpuso en su camino. Dobló la cerviz –como vimos-, aunque aún se resistía camino de la Facultad:

 

-          Desde luego, estoy hecho una ruina, pero ¡a saber cómo está ella! Espero no confundirla con su madre.

 

     Le entró una risita sardónica, que le duró casi hasta el despacho. Abrió la puerta y constató que apenas se veía la mesa bajo una montaña de ejemplares de su libro sobre la noche y los poetas románticos. El amor y la noche: no era un mal símil para su actual situación psicofísica. Asoció ideas:

 

-          Ya tengo el obsequio apropiado. Hasta el envoltorio tiene un hermoso diseño.

 

***

 

     El Campo de Marte no es mal lugar para reposar una digestión pesada y repasar viejos amores. Nuestra pareja, estirada y peripuesta, caminaba un poco estremecida, ya por mor de los sentimientos, ya por efecto del gris que se filtraba entre las hojas recién nacidas de la temprana primavera. Bernar miraba de reojo a su compañera, aún impresionado de lo espléndidamente bien que se conservaba. Ella, todavía en su vieja casa, lo había explicado:

 

-          No sabes tú lo que exige el dirigir un establecimiento cara al público. Además, el mío –como sabes- tiene algo que ver con productos de estética.

-          Claro, claro, pero has... madurado barbaramente. Y, luego, esa belleza fruto de la vida y el carácter, que los mayores no podemos fingir.

-          Ahí te equivocas, Bernar –terció la madre-. No negaré que Chelo sea un encanto, pero sus retoques lleva en las clínicas de plástica.

-          ¡Mamá por Dios! ¡A quién se le ocurre descubrirme ante Bernar! Va a creer que, cuando me retiro a dormir, dejo la mitad de mí en la mesilla de noche.

-          Será cosa de comprobarlo, replicó el profesor, procurando ser oído solo por la hija.

 

     Se fotografiaron con fondo de fuentes, estatuas y pavos reales. Ambos sabían llegado el momento de la verdad y la conversación se resentía por ello: silencios, indirectas y unas ganas incontenibles de estar solos. Finalmente, tomaron asiento en la fría y desierta terraza de la Pérgola. Yo no estaba allí para tomar nota de la conversación pero, conociendo a Bernar y Chelo, así como el desenlace de su reencuentro, puedo especular que la charla se desarrollaría en los siguientes, o parecidos, términos:

 

-          Veo que estás preocupado, si no compungido, por el desastre de mi vida sentimental. No hay para tanto, Bernar. De una parte, yo tuve tanta culpa, o más, que tú en nuestra ruptura. Por otra, también he tenido mis buenos momentos, no te vayas a creer. Incluso ahora...

-          ¿Tienes algún compromiso?

-          Tantos cuantos quiera, repuso Chelo con una amplia sonrisa. Aunque ya sabes, la gata escaldada... Y, además, está mi madre. Bajo ningún concepto la abandonaré, ni compartiré, mientras viva.

-          Te comprendo. Es una mujer excepcional. Yo la quiero como si fuera de tu familia.

-          O, tal vez más –suspiró-. También ella te aprecia y admira. Pero el caso es, amigo Bernar, que su hija es harina de otro costal. Aunque tengo una memoria de elefante, nuestro pasado es para mí un recuerdo borroso, incapaz de pasar de la cabeza al corazón. No sé si me explico.

-          Perfectamente. En fin, veo que, tantos años después, seguimos con el paso cambiado.

-          No así. Lo que yo he comprobado hoy es que, en gran medida, seguimos siendo los mismos; que compartimos memorias y buenos momentos; que podemos ser amigos y mantener un contacto fluido. En cuanto a lo demás, aunque yo sintiera lo que no siento, sería demasiado tarde.

-          En eso, aunque me duela, tengo que darte la razón. Tal vez me haya expresado mal, con la emoción del encuentro, pero lo que yo deseo arraigar esta tarde es la superación de estos malhadados años y nuestro compromiso de profunda y fructífera amistad.

 

     Aquella retirada, tan fácil y rápida, provocó en Chelo una imprevista oleada de suspicacia y amor propio. Contraatacó:

 

-          Entonces, la cita de García Márquez[3] de hace un rato...

-          Mera literatura.

-          Y lo de presentarte en casa con un ramo de siemprevivas[4], tan fuera de estación...

-          Me costó encontrarlas, pero lo juzgué un detalle que tú estimarías en lo que vale.

-          Y la dedicatoria del libro...

 

     Bernar trató de recordar a la letra su texto, para encontrar una inmediata disculpa. No era fácil, con semejante tenor: Tratemos de la noche a la suave y tierna claridad del atardecer. Improvisó:

 

-          Simple reconocimiento de que, aunque no despertemos pasiones, todavía estamos de buen ver.

-          Eso, querido, será si no hay mucha luz, como ahora... Claro, al atardecer.

 

     Bernar la miró a los ojos, con esa profundidad que desarmaba. Chelo pareció querer escapar:

 

-          ¿Tú crees en los espíritus? ¿Y en la transmigración de las almas?

-          Mujer, así, de pronto... Digamos que considero posible el contacto con los primeros y del todo improbable la segunda.

-          Pues lo siento, chico. Yo, aquí, donde me ves, he tenido pruebas de una cosa y otra.

 

     Y, con todo el detalle y firmeza de que era capaz, la dama le refirió sus experiencias ultraterrenas. Bernar la escuchaba atónito, sin abrir la boca. Y, al concluir, Chelo, aún emocionada por el contenido de su relato, tomó la mano de su acompañante y dijo:

 

-          Así pues, todavía tenemos una oportunidad de hacer trizas el tiempo pasado y, como tú me pides y yo desearía, revivir aquel extinto amor de juventud. Tan solo habrás de tener fe.

 

     Bernar le siguió la corriente. Chelo estaba hermosísima y él, un pelín emocionado:

 

-          Por si acaso, mujer de mi vida, dame una cita.

-          No creas que no me he percatado de que hoy hace cincuenta años que... En fin, demos un margen razonable. Si Dios quiere y nuestra fe lo alcanza, nos encontraremos dentro de otros cincuenta años, dondequiera que estemos.

-          ¿Y cómo podré reconocerte? Soy tan torpe...

 

     Chelo recordó las siemprevivas que a mediodía había colocado en el jarrón:

 

-          Llevaré un ramito de siemprevivas azules prendido en el vestido.

 

     Bernar asintió. Se estaba haciendo de noche y amenazaba el catarro. Comentó:

 

-          En cualquier caso, aún hemos de vernos muchas veces con nuestra actual apariencia.

 

     Chelo suspiró:

 

-          Ni una sola, querido; ni comunicar siquiera. Es el precio que hemos de pagar por la felicidad futura.

-          ¿Merecerá la pena? A saber si…

 

     La señora lo miró con disgusto. Bernar comprendió que, de cualquier forma, Chelo había dictado sentencia definitiva. Así que dio con ella el último paseo, dijo las últimas palabras y le dio el último beso, que también era el primero como es debido. Y pasó los siguientes once años buscando en los tratados de metempsícosis la cláusula de alejamiento y prohibición de comunicación, sin éxito. De todas formas, fue fiel a su promesa hasta la muerte. Doy fe de ello.

 

     En cuanto a Chelo, ignoro el momento de su defunción. Al morir su madre, vendió casa y tienda y marchó a otras tierras. Conste que no es recurso de narrador tópico, sino que la dama retornó a los lugares que la vieron antaño padecer. Y es que hay gustos que merecen palos: Esto sí que es un lugar común.

 

 

2.  La Fiesta de la Primavera

 


     Allá por el dos mil sesenta y tres, tenía yo diecinueve años y estudiaba Leyes en la Facultad de Castellar. Al llegar la Semana Santa, estaba muy quemado y no me apetecía quedarme en la ciudad, con su batahola de desfiles procesionales. Menos aún, encontrarme con Alicia, mi niña del alma hasta las Navidades anteriores. Habíamos roto, por razones que no vienen al caso (forma elegante de aludir a lo indescifrable) y la ciudad era lo bastante pequeña, como para propiciar encuentros desagradables. Con el permiso y financiación de mis padres, me decidí por La Coruña. Mi madre dudaba de la bondad de mi resolución:

 

-          Hijo, Galicia en estas fechas es mal tiempo seguro.

-          Estoy harto de sequedad. Llevaré ropa adecuada.

 

     Acerté plenamente. Con lluvia y sin ella, el viaje resultó inolvidable. Torné a mis raíces de Ferrol y de Ares. Me empapé de mar y de leyendas en la Costa da Morte. Llegué hasta Padrón, con Follas novas en la mochila[5]. El domingo 15, hube de emprender el regreso, con el plato fuerte por el camino: Santiago. Llegué al atardecer, a tiempo de ver ponerse el sol tras las torres del Obradoiro. Paseé mi gozosa soledad por las calles hasta las tantas, escuchando el sonido de mis pasos, situando entre aquellas piedras centenarias las imágenes, candentes o difusas, de mi corta historia. Parecía como si semejante escenario empequeñeciese mis cuitas y trivializara los desengaños. Cansado de tanto vagar, me retiré a la pensión y allí me visitó, una vez más, el Caballero.

 

     La visión era, en lo sustancial, siempre la misma. Un joven armado de punta en blanco, sentado al pie de una tumba, con el yelmo sobre la lápida y un clavel silvestre en la mano[6]. El caballero sonreía dulcemente y miraba en sentido contrario a la sepultura, en actitud de confiada espera. Pero lo más admirable es que su rostro era el mío, apenas ensombrecido por una barba corta, que yo jamás había dejado crecer, aunque más de una vez hubiese estado tentado de ello, con el enfado de Alicia.

 

     Extrañado por la repetición de un sueño para mí incomprensible, lo comenté con mi madre, quien lo encontró, por el contrario, de lo más natural:

 

-          Hijo, ya sabes que llevas el nombre de Enrique, en honor al caballero protagonista de la famosa novela inconclusa de Novalis[7]. Naciste a poco de morir tu bisabuelo y yo quise hacerle ese homenaje a él, que fue el mayor especialista hispano del autor alemán. Por tanto, el doncel de la armadura y la flor, que tú llamas clavel –seguramente un aciano-, están bien justificados. Tu parecido con él se deberá a una transferencia o identificación con el personaje. Lo de la barba supongo que se trata de una asociación de ideas con el abuelo Carlos, que llevó barba de jovencito y al que te pareces cada vez más. Lástima que te empeñes en convertirte en un leguleyo, en vez de seguir el camino de las Letras, como toda mi familia.

-          Vamos, mamá –repliqué-, no vuelvas con la historia de siempre. Ya sabes que no me llama Dios a la poesía. Además, que yo sepa, los juristas son gente letrada.

 

     Mamá encampanó la voz y se arrancó con aquel apóstrofe satírico, esta vez bien traído:

 

-          ¡Vociferantes teólogos, mugrientos filósofos, vil canalla médica,... caballeros juristas![8]

-          Eres imposible, madre. Pero, volviendo a lo nuestro, ¿qué diantres significarán la tumba y la mirada perdida en la dirección opuesta?

 

     Se levantó, camino de la biblioteca, y volvió con un libro, antiguo y manoseado, obra de mi bisabuelo Bernardino:

 

-          Tolle, lege[9] –dijo tendiéndome el tomo-. Ahí encontrarás algunas respuestas. Otras habrás de hallarlas por ti mismo.

 
 

***

 

     Me levanté a las tantas y me eché a las rúas compostelanas, casi endomingadas aquel festivo lunes de Pascua. Desayuné en la Algalia de Arriba y, al salir de la cafetería, me sorprendió la notable afluencia de grupos de jóvenes, que parecían seguir una misma dirección. Curiosamente, casi todos portaban un adorno floral en su indumentaria. Pregunté a algunos de ellos:

 

-          ¿De qué se trata? ¿Alguna celebración?

-          La Fiesta de la Primavera. Es en la Herradura.

 

     Soy poco festero. Además, no me sobraba el tiempo para hacer algo de turismo en Compostela, dado que habría de tomar un autocar de la tarde. Me encogí de hombros y tomé la vía a San Martín Pinario que, por descanso semanal, hallé cerrado al público. Camino del Obradoiro, me topé con una floristería. La voz de la sangre me llamó con tal fuerza que, pese a lo menguado de mi economía, entré e inquirí:

 

-          Quería un ramito de acianos.

-          ¿Mande?

-          De acianos. Unas flores azules que...

-          Lo siento. No tenemos. Es que no es época.

 

     ¡Valiente botánica estaba hecha la dependienta! Época de floración o no, no tenía ni idea de aquella humilde y vistosa flor del Romanticismo. Salí un poco corrido, pero con la decisión tomada:

 

-          Pues, con flores o sin ellas, vamos a ver ese festejo.

 

***

 

     Los jardines de la Herradura refulgían en la solana, que convertía en brillantes las gotas del generoso rocío matinal. La atmósfera, transparente y límpida, rendía tributo a la lluvia purificadora de días anteriores. El aire, fresco pero suave, animaba el bullir de los grupos, cada vez más numerosos, que iban dispersándose hacia el plano inferior del viejo campus universitario. Enrique sentía el contagio de la euforia juvenil y dejaba que los rayos del sol transmitieran tibieza a sus miembros, todavía entumecidos por el relente de la noche pasada. No obstante, no estaba para poesías, ni se encontraba cómodo entre tantos rostros desconocidos. Algo, en su interior, le avisaba de que su presencia allí no era una nadería, que tenía que encontrar una misión y un sentido en medio de tanta euforia ajena y propia confusión.

 

 

     Le dio por fijarse en los adornos de siemprevivas. Pese a lo temprano de la estación, los invernaderos y el cambio climático habían hecho el milagro de hacer florecer la humilde y resistente flor, para la consagración de la primavera. Azules y blancas, moradas y amarillas, rojas y sonrosadas, menudeaban en pecheras y solapas, como tributo y símbolo de la perennidad del amor.  Nuestro Renovales[10] sentía el impulso incontenible de fijar los ojos en las jovencitas de la flor perpetua[11]. Él era naturalmente tímido y disimulado; de modo que, en el equilibrio entre su carácter y sus impulsos, decidió acudir a las gafas de sol.

 

     Fue en el momento de buscarlas, cuando tropezó con una chica que iba en compañía de otras tres. El impactó hizo caer el libro que debía de llevar la joven en la mano. Enrique, corrido, se agachó inmediatamente a recogerlo y leyó estupefacto su título y autor: La noche como símbolo en la poesía de Novalis y de Hölderlin, por Bernardino Cienfuegos. Se irguió, entregó el libro a su dueña y, clavando sus ojos en el ramillete de flores blancas de su pecho, preguntó con autoridad:

 

-          Señorita, ¿cómo es que sus siemprevivas no son azules?

 

     Elvira se quedó petrificada, sin saber qué responder. En un sueño recurrente, se veía vagando a la luz del plenilunio, con ropas talares, a la vera de sepulcrales cruces, tratando de alcanzar infructuosamente una mata florida, que brotaba en una hienda de la tapia del camposanto. Las corolas eran de variadas formas y tamaños pero su tonalidad era siempre azul.

 

-          No las encontré de tal color –mintió-.

 

     Bien sabía ella lo que la había impulsado a ser infiel al azul: aquella rebeldía, diabólica y funesta, que nos hace menospreciar la felicidad, con tal de sentirnos libres. Enrique sonrió con la placidez infinita de quien descubre la tierra prometida tras un largo y azaroso viaje. Las acompañantes de Elvira siguieron lentamente por la alameda, dejándolos solos, afrontados y confusos, hablándose sin palabras. Al fin, la muchacha rompió el silencio:

 

-          Es ya antiguo y tiene una dedicatoria a mi bisabuela, que mi padre dice ser del autor.

 

     Le tendió el libro, abierto por la anteportada. Enrique reconoció la letra, nerviosa y clara del bisabuelo escritor: Tratemos de la noche a la suave y tierna claridad del atardecer.

 

 


 

 

 

 

    



[1]  Friedrich Hölderlin (1770-1843) y Georg Friedrich Philipp von Hardenberg, Novalis (1772-1801), grandes poetas alemanes. El Segundo de ellos, precisamente, es autor de unos Himnos a la noche.
[2]  El Papa Juan Pablo II (1920-2005), tenía como lema de su escudo las palabras Totus tuus, Maria, ego sum.
[3]  Probable alusión a la novela El amor en los tiempos del cólera, cuyo núcleo argumental es el amor de una pareja a través del tiempo, que solo se consuma en su vejez.
[4]  Desde el punto de vista botánico, muchas especies son llamadas vulgarmente siemprevivas o perpetuas, en atención a su facilidad para conservarse secas y lozanas. Por ello, se consideran símbolo de la perennidad del amor.
[5]  La famosa poetisa Rosalía de Castro (1837-1885) es autora del libro de poemas en lengua gallega, Follas novas, y falleció en Padrón. Había nacido, precisamente, en Santiago de Compostela.
[6]  La denominación vulgar clavel silvestre se corresponde con diversas flores. A juzgar por lo que sigue, en el texto se establece la coincidencia con el aciano.
[7]  Enrique de Ofterdingen, novela inacabada de Novalis, publicada póstumamente en 1802, año de su muerte.
[8]  Este apóstrofe, de origen y antigüedad que desconozco, es tradicional en la Universidad de Salamanca. Espero que nadie se sienta ofendido por él. Desde luego, debe de ser añejo, pues la Teología quedó excluida de las facultades universitarias en el siglo XIX.
[9]  Traducción al español: Toma y lee, lema cuyo origen se encuentra en las Confesiones (397-398) de San Agustín de Hipona (354-430).
[10]  No deja de ser afortunada la coincidencia del apellido Renovales con el seudónimo Novalis, pues ambas palabras tienen parecido significado agrícola.
[11]  Como quedó dicho en la nota 4, perpetua es un sinónimo de siempreviva, usado de modo corriente en diversos países hispanoamericanos.

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