viernes, 26 de abril de 2013

TRES CARTAS




Tres cartas

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Alberto Méndez (1941-2004)

 

     Tres cuentos enlazados, sentimentales, con la Guerra Civil española como fondo. ¿Cómo no recordar Los girasoles ciegos[1], que ha servido de catalizador de mis ideas? Así pues, dedico a la memoria de su autor este tríptico, porque de bien nacidos es ser agradecidos.

 


1.      La carta robada



-          Hijo, no se hable más: ya tengo tu billete para Lugo. Haz inmediatamente la maleta, mientras redacto una nota para tu tío Vicente.

     Ricardo tenía diecinueve años y una habilidad innata para discutir. No obstante, lo que estaba viendo por el balcón del cuarto de estar le quitó las ganas de entrar en quimeras con su madre. De una camioneta entoldada habían bajado tres o cuatro individuos de confuso uniforme, armados con fusiles y, tras unos momentos de aparente vacilación, habían entrado en el portal de la casa de Velarde, justo enfrente de la suya. Su padre y su hermano mayor ya ocupaban una celda de la Cárcel Nueva, merecido honor a su relevancia política y, sin duda, presagio de la triste suerte que los esperaba, de aquí a poco. Otros menos significados, o de más incierto destino, yacían     hacinados, abandonados, anónimos. Siempre ha habido clases y más, mandando los de derechas.

     Así que su madre tenía razón. De momento, los facciosos se habían conformado con llevarse a los políticos de la familia pero, después de todo, él no dejaba de ser un estudiante veterano de la F.U.E., con edad para ser fusilado con todos los sacramentos legales[2] y, no digamos, para invitarlo a dar un paseo al amanecer. Se tragó, pues, la tristeza y empezó a pensar en las murallas romanas y en aquella casa solariega de los Dacal, tras la reja de forja y los macizos de hortensias. Inició el llenado de la maleta con la media docena de sus libros fundamentales y, cuando se disponía a colocar mudas y pijamas, le vino a la cabeza el problema crucial.

     Claro está que, si la vida no se hubiera tornado tan difícil, ninguna dificultad habría habido en hacerle llegar una carta desde Galicia: a fin de cuentas los gallegos habían acabado cayendo del lado nacional. El problema radicaba en que su madre quería sacarlo de Castellar a escondidas, sin revelar a nadie su paradero… y menos a los Torrego. La ira y el odio tienen una mano muy larga.

      ¡Maldita suerte la que había hecho nacer a Berta en familia tan carca como aquella! Por supuesto, a ellos dos les daba lo mismo lo que pensaran sus respectivos padres. En particular, la niña, flamante bachillera a sus dieciséis años recién cumplidos, era una pava política, que bebía los vientos por Ricardo, cuyas aficiones literarias compartía y sus soflamas partidistas procuraba templar. Como vecinos, todos se conocían, incluso demasiado. Al principio, don Guillermo Torrego, farmacéutico de profesión, se había sentido halagado por ser el vecino de abajo del señor Alcalde. Incluso perdonaba las carreras de las chicas por el pasillo y las esperas del mediano, sentado en las escaleras, junto al tranco de su casa. Pero luego llegó el treinta y cuatro y, con él, miedos, represalias y amenazas. El buen señor ya se veía despojado de su hermosa botica de la calle Curtidores y su santa esposa, de la iglesia de los Claretianos, que había tenido que reemplazar a la de los Jesuitas, vilmente expulsados por Azaña. Hasta el hijo mayor se había involucrado en aquellos entuertos, presto a desfacerlos. Más de una vez, había chocado con Ricardo en la Facultad, donde estudiaba un curso, también, más abajo. Comentaba:

-          Estoy hasta las narices de Ricardito Dacal. Esos rojos, siempre por encima.

     Berta fue con el cuento al aludido, con el prudente objeto de que tuviera cuidado con su hermano. Ricardo bromeó:

-          Así que siempre encima. Y tú, cariño mío, ¿dónde vas a ponerme: encima o debajo?

-           Yo, siempre a mi lado.

     De donde se deduce que Bertina, a su edad, seguía siendo una pipiola, aunque tenía su genio. El día 4 de julio, a punto de marchar con toda la familia al veraneo de Sepúlveda, se las tuvo tiesas con el pollo, que había vuelto a cruzar días atrás palabras duras con su hermano:

-          Me tenéis harta, entre Guille y tú. Yo hago todo lo que puedo por prescindir de la opinión de los míos, pero estoy en ascuas, templando gaitas y poniendo cara de tonta a los exabruptos de unos y otros.

-          Lo siento, niña mía, pero se acerca el tiempo en que tendrás que elegir.

-          Niña mía, niña mía. Muchos remilgos, pero muy poca comprensión. ¿Y si, puesta a elegir, optara por los de mi sangre?

     Ricardo comprendió que convenía plegar velas:

-          ¡Bah!, no me hagas caso. A ver si, para finales de mes, me dan permiso y dinero para ir a verte.

     No hubo ocasión, como sabemos. Don Guillermo prefirió esperar acontecimientos en la tranquilidad de su pueblo. Y es que Castellar, aunque tomado sin resistencia por los sublevados, era a su parecer poco seguro. Hay mucho rojo y mucho obrero, decía. La verdad es que, a estas alturas, eran bastantes menos que el mes anterior.

***

     Terminó como pudo de hacer la maleta y de presionar su cierre hasta casi reventarlo. Luego, mientras le preparaban anticipadamente la cena, tomó recado de escribir y se puso a la faena. Una faena de aliño, pues no era mucho lo que podía decir así, deprisa y corriendo, alevosamente. A la luz de la lámpara de mesa, inclinándonos sobre el escritorio, intentaremos leer las pocas líneas que Ricardo va a dejar escritas para su querida Berta, cuando ella regrese de Sepúlveda. Helas aquí:

     Amada Berta:

     Ante lo peligroso de la situación, estoy a punto de tomar el tren que ha de conducirme a…, bueno, a casa de unos parientes, lejos de aquí, hasta que la situación me permita regresar. Mi madre –y el sentido común- me aconseja no volver a escribir a nadie en Castellar, pues la Censura podría abrir la correspondencia y detenerme por prófugo, castigando también a quienes me hayan acogido. En consecuencia, querida mía, habremos de separarnos por sabe Dios cuánto tiempo, pero puedes estar segura de que mi amor permanecerá incólume y que, tan pronto acabe esta contienda o me sea posible regresar a casa, reanudaremos nuestra relación como si nada hubiese pasado; ¡qué digo!, con más intensidad aún, pues la madurez y la ausencia fortalecerán nuestros sentimientos.

     Releo, vida mía, estas letras y observo que doy por sentado que me quieres y no dejarás de esperarme, pese a nuestras diferencias, agravadas con la tensión y el dolor de los últimos días. Perdona mi presunción pero, porque te conozco y te admiro, sé que te crecerás en la adversidad y que no permitirás que nos roben lo más valioso de nuestra juventud…

     Lo llaman para cenar. En fin, ¿para qué más? Añade unas pocas palabras de despedida y cierra con firmeza el sobre, en el que escribe con su mejor letra dos palabras: Para Berta. Luego, mientras la tata de toda la vida le prepara viandas para el viaje, la coge de los hombros, condúcela a la despensa y le confía carta y mandado:

-          Entrégasela a Berta en cuanto vuelva pero, por favor, que no se entere nadie más que ella.

-          ¿Tampoco tu madre?

-          Tampoco, Isidra. No quiero que la retenga, por miedo a que dé en ella pistas de mi paradero.

     Hora y media más tarde, una sombra bajaba la escalera a oscuras, intentando no tropezar con una pesada maleta. En seguida tomó el camino más recoleto hacia la estación. Alguien lo chistó. Al volverse, apreció un bulto regordete, embozado en un pañolón de luto:

-          ¡Tata! ¿Qué demonios haces? Vaya susto que me has dado.

-          ¿Qué hago? Pues irte a despedir. Y, si no hemos de vernos más, véanos Dios en el cielo.

***

     Para la Virgen de Agosto, regresaron los Torrego, justo a tiempo –si hubiesen querido- de presenciar la pública ejecución del exalcalde Dacal. La tata Isidra, con el disgusto y las disposiciones fúnebres, no paró mientes en la famosa carta, hasta que se hubo cruzado un montón de veces con sus vecinos, en la escalera y en la calle: el padre, bien ensombrerado y un poco más metido en carnes; la señora, de hábito del Carmen, para que saliera con bien su hijo de la guerra, que se había alistado como voluntario, por más que los preparativos se alargaran. En efecto, el fogoso Guillermo paseaba mucho el uniforme, pero no acababa de partir para el frente. La criada de los de abajo le contó a su colega de más arriba:

-          Es que, como Guille es universitario, van a ver si lo hacen alférez provisional.

-          Y a todo esto, ¿qué es de la niña? –preguntó Emilia, recordando de pronto-.

-          Al enterarse de que tu señorito había desaparecido, le entró tal congoja, que la mandaron de vuelta a Sepúlveda, con sus tías. Supongo que regresará cuando empiece el curso en la Universidad..., si es que la abren con todo este jaleo. Yo iré para allá la semana que viene, para llevarle ropa de más abrigo y algunos libros que necesita.

     La tata pasó parte de la noche rumiando qué haría con la carta. Por una parte, suponía que su lectura haría mucho bien a la sufriente Berta. De otra, le preocupaba que los intermediarios no permitieran que llegase a su destino. Finalmente, decidió confiar en su compañera Balbina, que para eso eran del mismo pueblo. Esta no le puso muy buena cara, pero aceptó el recado, como consuelo para la niña. Emilia le encareció:

-          Mira que no se entere nadie.  Dásela en propia mano.

-          Descuida. Ya sé que mis señores no ven al chico con buenos ojos, por culpa de la política.

     El caso es que las paredes oyen y las puertas tienen ojos. La Borrega –alternativa fonética de Isidra, para referirse a la Torrego- acechaba tras la mirilla aquella no tan inocente conversación de las fámulas en la escalera. La entrega del pliego acabó por escamarla del todo. Tan pronto entró Balbina por la puerta, la abordó:

-          ¿Qué es eso tan secreto que te acaba de dar tu amiga?

     Balbi se puso roja como un tomate y comprendió que lo mejor era batirse en honrosa retirada, con las menores bajas posible:

-          No lo sé, señora. Creo que es una carta para la señorita Berta, de parte de su novio.

-          ¿Novio? Pretendiente y gracias, que lo que es ahora... Trae acá que, si procede, ya se la daré yo.

     Naturalmente, no procedía. Aunque con algún regomello, la mamá hizo pedacitos la carta, que fue a perecer en la cocina bilbaína. No era cosa, sin duda, de complicar el amor con la política. Aquella noche, el farmacéutico tuvo noticia del auto de fe. Su talante acomodaticio tropezó en hueso:

-          Creo que has hecho bien. Más adelante y, si sigue tan encaprichada, ya le diremos…

-          ¡Ah, no!, de ninguna forma. ¡Buena es la niña, si llega a enterarse! Borrón y cuenta nueva. Menudas están las cosas, como para casarse con un rojo.

     Tres puertas más allá, en su cuarto de servicio, Balbina roncaba sonoramente. La señora se había limitado a amenazarla con el despido, si volvía a ejercer de Celestina. Sobre el asunto caía un manto de silencio, solo rasgado al encontrarse con Isidra, días más tarde:

-          ¿Le entregaste la carta?

-          Ciertamente, pero no pareció recibirla con mucho interés.

 

 
2.  La carta perdida
 

     De tanto hablar de la Borrega del primero, apenas hemos aludido a la Dacal del segundo, es decir, la madre de Ricardo. Y mal empezamos, pues lo de Dacal es un préstamo de su marido, que en paz descanse. Ella era una Monsalve, ya se sabe, de los Monsalve del notario de los soportales, una familia de toda la vida. Aunque ahora está bastante estropeada, hubo un tiempo en que los pollos de Castellar bebieron los vientos por ella. Luego, el catedrático gallego cayó en la Meseta y los caballeretes de la tierra hubieron de batirse en retirada. ¡Pues no era nadie don Ramón Dacal, con su mezcla armoniosa de rigor científico y dulzura galaica! El más frustrado fue, sin duda, Bienvenido Céspedes, un cadete murciano de la Academia militar castellarense, engominado y presuntuoso, que paseaba uniforme y bigotito a la alfonsina, con gran éxito de público. Con mucha más labia que pecunia, el militar estaba muy ilusionado en emparentar con aquellos terratenientes del águila exployada[3]; tanto como de mirarse de por vida en los dulces ojos azules de Aurora, inmensos como el mar. Hasta su tópica vena de poeta tenía el lechuguino.

     En fin, entregáronse los despachos de teniente y el murciano voló, lo que sin duda facilitó el olvido. Allá por el año treinta, convertido en todo un comandante, Céspedes tornó a Castellar, al mando de un batallón del regimiento de Alcántara y profesor de equitación en la Academia a tiempo partido. Se encontraron en la Acera de Teatinos y, tras las cortesías de rigor, Bienvenido evidenció que la encontraba bien hallada:

-          Estás estupenda; por ti no pasa el tiempo. Y eso que, a lo que veo, no te falta distracción –comentó, aludiendo a las dos pequeñas que, a duras penas, lograba sujetar su madre-.

-          Toma, y faltan los dos mayores, que ya van al Instituto. ¿Y tú, te casaste?

-          Qué remedio, en vista de que tú preferiste la Física y Química.

-          ¿Tenéis hijos?, inquirió Aurora, tratando de desviar un poco la conversación.

-          Un chico y una niña. Tal vez podríamos quedar alguna vez para que jugara con las tuyas.

-          Déjalo para después de las vacaciones. Veraneamos en Corme y no volveremos hasta ferias.

-          ¡Qué suerte tenéis los docentes, chica! Nosotros, un mes y gracias.

     Mientras se alejaba, Aurora decidió que sería tarde cuando se le ocurriese quedar con Bienvenido. Tenía toda la pinta de haberse convertido en un calavera. Si no me tachan de machista, les diré que, cuando la señora de Dacal conoció de vista a la de Céspedes, se explicó en parte la rijosidad de este.

***

      La guerra le pilló a Bienvenido demasiado mayor para ir a pegar tiros, según gráfica expresión de su esposa. Además, una caída del caballo le había dejado escacharrada la cadera izquierda (¡ah, las izquierdas!) cuando galopaba desalado entre los árboles del Pinar. Estuvo en un tris de que lo retirasen por incapacidad física. Dolorido y huraño, se refugió en la vida cuartelera, entre el cuarto de banderas y la cantina. Aunque le tocó aguantar muchos sofiones, doña Daría casi prefería la situación actual: Al menos así, no irá tanto de picos pardos. Claro, con la pata quebrada… Y sotorreía la ocurrencia, aunque la pata marital no lo recluyese en casa –como a ella-, sino en el café Suizo, hasta las tantas.

     Lo que son las cosas, aquella minusvalía hizo su suerte. El regimiento salió para el frente del Guadarrama y él, cincuentón y achacoso, se vio ascendido a teniente coronel y puesto al mando de la Sección de Personal del Gobierno Militar. Allí fue donde volvió a coincidir con Aurora.

     La pobre señora, como era costumbre entonces, recorría las mil y una estaciones, en busca de alguna recomendación que evitara la última pena a su marido. La verdad es que Bienvenido estuvo superior. La recibió en cuanto se la anunciaron; dejó su poltrona tras la mesa de despacho y sentose junto a ella en el sofacito del rincón; tomó manos y enjugó llantos; en fin, la acompañó hasta el zaguán y la despidió obsequioso:

-          Me temo que el Consejo de Guerra sea severo con tu marido. Ya sé que es una buena persona, pero está muy significado. En fin, sabes que haré lo que pueda.

     El beso de despedida, así de pronto y en público, produjo en Aurora un escalofrío. En un momento se le vino encima su pasado y supo que no había sido una buena idea la de aparecer por allí. Salió sin volver la vista atrás y, apenas embocó la calle de Granada, sacó del bolso un pañuelo y estregó la mejilla del ósculo.

     Cuarenta y siete días más tarde, era ejecutado el antiguo alcalde de Castellar y exdiputado de Izquierda Republicana, don Ramón Dacal Salgado. Todos los esfuerzos y gestiones por salvar su vida habían sido en vano. En Lugo, ignorante de su orfandad, Ricardo lustraba las botas para incorporarse como voluntario a una Bandera de Falange, el mejor lugar para esconder sus ideas, según el tío Vicente. En la Cárcel Nueva castellarense, el hermano mayor esperaba su turno de la Justicia Militar. Doña Aurora, haciendo de tripas corazón, decidió que era el momento de emprender un nuevo vía crucis.  

     Dicen los abogados que excusatio non petita, accusatio manifesta[4].  Algo así pudo pensar Aurora cuando, de nuevo en el sofá con Bienvenido, este se deshizo en disculpas:

-          Es imperdonable no haberte llamado, pero te aseguro que moví Roma con Santiago para salvar a tu marido. Incluso escribí a Fuset[5], al que conozco bastante, pero, chica, no hubo forma. Dicen que Franco no quiso hacer una excepción con el alcalde azañista de una capital de provincia. Lo lamento muchísimo. Si puedo hacer algo por ti...

-          Ramoncín sigue preso, en espera de juicio. Si me lo llevan también, no sé si podré soportarlo.

-          No digas eso, Aurora. Siempre has sido una mujer muy sufrida y yo estoy dispuesto a hacer por ti lo que sea... Por ti, lo que sea...

     El énfasis del teniente coronel rompió de golpe la delgada capa de hielo que la viuda mantenía ante el mundo. Se echó a llorar, incontenible, sollozante. Bienvenido la abrazó algo más fuerte de lo debido. Sus palabras llegaban a la mujer entrecortadas y resonantes, como lo permitía su llanto:

-          Lo que sea, ya digo... pásate por casa y... el muchacho podría escribir una breve retractación... qué mala suerte has tenido, con lo que tú vales... yo podría, si quisieras... como en otro tiempo... hacer tú algo por mí.

     Unos discretos golpes en la puerta rompieron instantáneamente el hechizo. El teniente coronel soltó la presa, se enderezó y dijo:

-          ¡Un momento, que estoy ocupado!

     El vozarrón hizo volver en sí a Aurora, que maquinalmente enjugó el rostro y recompuso el cabello. Bienvenido la ayudó a levantarse y, tomándola del brazo, la acompañó hasta la puerta. Como despedida, el militar agregó:

-          Quedamos en eso. Hablas con el chico cuanto antes y luego te pasas por mi casa. O mejor, vienes aquí por la tarde. A esas horas, podemos charlar sin que nos interrumpan.

***

     Las palabras sin ilación de Bienvenido habían ido fraguando en la mente de Aurora, como los fragmentos de un rompecabezas incompleto. No le cabía duda: el militar había vuelto a las andadas, solo que ahora sin rebozo, en descubierta. ¿Así que era eso? Favor por favor, carne por carne. ¡Pues buena era la viuda del alcalde, como para dejarse usar por el primer canalla que disfrutase con la aventura! Descartó cualquier nuevo contacto con el teniente coronel y siguió llamando a otras puertas, donde voces menos melifluas la despedían, entre la indiferencia y la desesperanza. Con todo, no olvidó el consejo de Bienvenido y planteó a su hijo la posibilidad de una retractación.

-          De ninguna manera, replicó Ramoncín, con toda la energía que permitía su hambre y las anginas supurantes que a la sazón padecía. Nunca traicionaré a papá ni a mí mismo. He vivido socialista y moriré como tal.

-          ¡Qué socialista ni farrapos de gaita! Universitario de postín y con cinco duros siempre en el bolsillo. ¿No puedes guardarte las ideas para cuando te sirvan para algo? ¿O es que vas a detener las balas con ellas, como los requetés[6]?

-          Lo siento, mamá. Si a juicio me llevan, procuraré nadar y guardar la ropa, por si acaso. No soy un héroe, pero tampoco un traidor. Si claudicara, desmoralizaría a los compañeros de aquí dentro y ¡qué gustazo para los asesinos de papá! Ya les estoy oyendo: El hijo de Dacal cambia de chaqueta para salvar el pellejo.

     Aurora hubo de convenir en su interior con el hijo. De poco iba a servir su palinodia. ¡Qué demacrado estaba! ¡Y aquellos ojos azules, inmensos, acuosos, febriles, tan alejados de la dulzura y serenidad de antaño! Como siempre que iba a visitarlo, pasó la noche de claro en claro. A la mañana siguiente, desayunó ligero y se echó a la calle, tratando de despejar la cargazón de cabeza con el fresco de la mañana otoñal. La tata murmuró enfurruñada:

-          Si por lo menos pasara por el Campillo e hiciera la compra… Pero no, a pasear, siempre a pasear. Si trabajase más, tendría menos tiempo para dolerle la cabeza.

     ¡Qué demonio de Isidra! El caso es que tuvo que ser ella la que, un mes más tarde, le trajese la noticia, de las páginas de El Diario, que le había prestado Balbina. Decía así:

     El Consejo de Guerra que juzgará el próximo jueves, día 5, a siete cabecillas de la extinta F.U.E. será presidido por el teniente coronel D. Bienvenido Céspedes. El juicio comenzará a las diez de la mañana, en el cuartel de San Benito.

     Como es natural, Aurora pasó en las horas siguientes la mayor de sus agonías. La experiencia habida cuando el de su marido le permitía comprender la importancia del papel del presidente en un Consejo de Guerra. Era mucho más que un voto, entre cinco. Su forma de llevar la audiencia y el influjo de su mayor graduación solían ser claves para evitar la pena de muerte. Pero, por otro lado, bien sabía ella lo que Bienvenido deseaba y que, a no dudar, procuraría cobrarse. Se encomendaba a la Virgen, en súplica de que le permitiera conservar su honor de viuda sin perder por ello la piedad de madre. Con la puerta de su alcoba cerrada, paseaba arriba y abajo, cual fiera enjaulada, retorciéndose las manos y murmurando argucias y predicciones. Todo era en vano y bien que lo sabía desde un principio. Comprendía, desde el fondo de su corazón, que no podría seguir viviendo, si no entregaba por su Ramoncín cuanto se le reclamara.

     Acompasó, al fin, la respiración y se sentó en la calzadora, cerrando los ojos. Todo estaba salvado, menos el honor. En fin, siempre se perdería en secreto y por la mejor de las causas. Pero, pero…

     De pronto, todo empezó a darle vueltas y una mano oculta pareció tirar de ella con fuerza salvaje, como un vórtice que la tragara hacia el abismo. ¿Y si aquel calavera, promiscuo y artero, gozaba de ella y luego burlaba el compromiso contraído? No le resultaría difícil, pues siempre podía culpar a los otros compañeros de tribunal. ¡Señor, tomar una decisión tan tremenda para que resultara estéril a la postre!

     Venciendo la terrible inercia, se levantó y fue a apoyar la frente en un cristal del balcón, buscando frescor y comunicación con el entorno. La tarde iba de caída y los colegiales regresaban a sus casas, con las carteras repletas de material escolar. Luisa y Carmiña estarían a punto de llegar. Las carteras… las carteras.

     Era la fórmula mágica, la solución a sus aprensiones. ¡Cómo no se habría dado cuenta antes! Si visitaba al sátiro no tendría ya valor ni fuerzas para rechazarlo en el momento y hacerle explícitas sus inquietudes. Pero una carta era otra cosa. Aquel trozo de papel, que a las carteras diera nombre, llevaría su ofrecimiento callada y prudentemente, con la sutileza que un vis a vis no permitía. Ligera y tenaz, salió de  su habitación y se encaminó hasta el despacho, sentándose al escritorio que, en su día, ocupara Ricardo para prometer amor e impetrar espera. Sin una sola corrección, ni apenas titubeos, escribió:

     Amigo Bienvenido:

     Entre ocupaciones y disgustos, me ha ido pasando el tiempo sin cumplir el propósito de visitarte, en la forma y con el objeto que me sugeriste en nuestro último encuentro. Aún sigo intentando que Ramoncín acepte lo de la retractación, al menos, de forma oral, durante el Consejo de Guerra, que he oído presidirás tú, de lo que me alegro mucho, pues es la seguridad de que libraremos la pena de muerte. Tienes mi palabra –por escrito, como ves- de que mi entrega será plena y agradecida, de conseguirse tan anhelado efecto. Hasta entonces, permíteme que permanezca a la expectativa, pues es tal la tensión y el dolor, que me es imposible hasta pensar en algo tan placentero, cuando se vive desde la gratitud y la salvación de la vida de los nuestros.

     Así pues, hasta muy pronto.

     Tu buena amiga,

    Aurora

     Pasado este Rubicón, estuvo dudando si llevar la carta en mano hasta la secretaría del teniente coronel en el Gobierno Militar, o echarla al correo, con idénticas señas. Le pareció más impersonal este último método; de forma que franqueó la carta y ella misma fue hasta la central de Correos a enviarla. El león de bronce devoró el documento y ella se sintió ligera y reforzada. Era ya tarde y, de camino a casa, le dio el alto una patrulla militar y le pidió la documentación:

-          ¿Qué hace usted por la calle a estas horas?

-          Perdonen, tenía que echar una carta con urgencia. Un hijo, ¿saben?

-          ¿Está en el frente?

-          Así es, y en grave peligro.

-          Señora, en peligro están todos los que combaten… Ande, siga y no se detenga hasta casa.

***

     Llegó el 5 de noviembre y, aunque sentía vivos deseos de estar presente, delegó la representación familiar en la tía Angelina, la hermana soltera de su difunto Ramón, que había vivido con ellos precisamente desde que naciera Ramoncín, cuando vino desde Corme para ayudarla con el bebé y allí se quedó para los restos. Los niños la adoraban y ella suspiraba de vez en cuando:

-          Soy como el castillo de Peñafiel: un barco varado en el corazón de Castilla, oliendo todavía a algas y a brea.

-          A lo que huele la señorita es al novio que la dejó a la puerta de la iglesia, rezongaba con hipérbole la tata, que no tragaba a aquel espécimen confuso, colocado entre la verdadera señora de la casa y su fámula de confianza.

     Al regreso, le trajo noticias esperanzadoras:

-          Ya sabes, apenas le dejaron hablar, pero estuvo muy en sus puntos: que era joven y de familia de izquierdas; que tal vez eso lo influyera en exceso; que nunca había hecho mal a nadie y, si estaba equivocado, pedía perdón; que no había tenido cargo directivo ninguno en la F.U.E. ni en las juventudes socialistas.

-          ¿Y el presidente?

-          Pues como todos, con malos modos y ganas de acabar pronto. Pero el peor, el Fiscal. Puso a Ramoncín a escurrir, comparándolo desfavorablemente con su padre quien, al menos, era un sujeto con buenas formas. Dijo que concurría no sé qué agravante y pidió pena de muerte, como para los restantes, menos dos.

-          ¿Y la sentencia?

-          Había luego otros juicios; así que hasta la tarde no sabremos nada.

     En efecto, hasta la tarde. Esta vez, Isidra fue por noticias. Aurora, esperanzada, sugirió entre tanto el rezo del rosario. Su cuñada era poco o nada devota pero aceptó, por acompañarla. Ya oscurecido, sonó al fin la llave en la cerradura y los pasos confluyentes de las tres mujeres, hasta quedar frente a frente en el pasillo. La tata rompió a sollozar. Angelina la agarró por la toquilla y zarandeola exigiéndole a gritos una respuesta explícita. Aurora, sintiéndose a la vez madre dolorosa, viuda infiel y amante rechazada, apoyó la espalda en el tabique y fue deslizándose, muda y flácida, hasta quedar sentada en el suelo, con la mirada perdida y la mente vacía.

     Con algún breve intervalo lúcido, Aurora Monsalve continuó así los siguientes veintisiete años, es decir, el resto de su vida.

     Claro que tampoco había que exagerar la gravedad de los hechos. Jóvenes mueren todos los días. Sin ir más lejos, aquella misma mañana habían enterrado a José Rincón, un cabo destinado en el Gobierno Militar, en la secretaría del teniente coronel Céspedes. Este había pedido un permiso semanal para preparar los Consejos de Guerra. Lo cierto es que, lejos de estudiar los autos, pasaba los días en su antiguo Cuartel, haciendo vida social. Llevaba ya dos días sobre su mesa de despacho una carta de correo interior y el muchacho quiso hacer el favor, por si era algo urgente. Cogió la bicicleta y tomó el camino de la Residencia de Oficiales del Regimiento de Alcántara. No vio salir un camión de la bocacalle a la carretera y allí quedó la carta, sangrienta y embarrada, en el arcén. Claro, a nosotros nos interesa aquella carta, perdida para siempre en los entresijos del destino. Otros hubieron de llorar al improvisado cartero o acompañaron su cuerpo, respetuosamente, camino del camposanto. Son diversos puntos de vista, como hay otros muchos.

 

3.  La carta retenida
 

-          ¿Ricardo?

-          ¡Isidra, que sorpresa! ¿Pasa algo?

-          Tía Angelina está muy mal. Dice don Antonio que no sale de esta.

-          Mañana mismo me pongo en camino.

     Sabía que habría de llegar demasiado tarde. El viaje en tren de Málaga a Castellar, allá por el año 1950, duraba día y pico, contando con el trasbordo en Madrid. Preparó al punto la maleta con ropa de alivio de luto y dijo a su esposa:

-          Estaré fuera lo necesario para asistir a entierro y funeral, así como para hacer las primeras gestiones hereditarias. Dejaré una nota para Peláez, con los asuntos más urgentes.

     Era lo bueno de tener un bufete compartido, cosa no muy común en aquellas calendas. Por lo demás, Manolita se las arreglaba bien con las niñas, dado que iban al colegio del que ella era maestra.

     Al día siguiente, ya en su vagón de segunda del exprés, se adormiló muy pronto, como solía cuando trataba de evocar la memoria o de echar a volar su imaginación. Curiosamente, lo primero que le vino al ensueño no fue la figura enlutada, enjuta y cada vez más severa de su tía, sino aquel nefasto encuentro con su condiscípulo José Antonio Colmenares, seis años atrás, en plena calle de Santiago:

-          ¡Coño, Ricardo! ¿Cómo tú por aquí? ¡Con lo comunista que eras!

     Manolita, neófita del castellarismo, quedó estupefacta. Él apenas balbuceó una disculpa, mirando en derredor aprensivamente:

-          ¡No tanto, hombre, no tanto! Además, todos cambiamos con la edad y la experiencia.

      Aquello había pasado la primera vez que se le ocurrió visitar a su madre, intentando que esta conociese a su joven esposa. Tía Angelina, apoyada por Manolita, fue tajante:

-          No queremos volver a verte por aquí hasta que cambien las cosas y eso va para largo. Tu madre ni siente ni padece y, entre Isidra y yo, vamos bandeándonos. Si necesitamos algo, ya te lo haremos saber. Para lo demás, está tu hermana Carmiña, que para eso es mujer y vive mucho más cerca.

     Ricardo seguía tan terco como siempre, pero ya era todo un padre de familia. Así que fue mandando dinero y tan solo hizo una brevísima escapada con motivo de defender un recurso de casación en el Supremo. Eso sí, con bigotito, sombrero y gafas oscuras era difícil reconocerlo. La tata, al abrirle la puerta, se echó a reír:

-          Jesús, señorito, se parece usted a González Ruano[7].  

     Dos sonoros besos en las mejillas compensaron el jocoso rigor del tratamiento.

***

     Esta vez no le recibieron las bromas de Isidra, sino un aroma a cirios y bisbiseos de oraciones. El modesto túmulo doméstico había sido instalado en el dormitorio grande de esquina. El perfil afilado y apacible de la difunta se duplicaba en la luna del armario modernista en cerezo, que también le devolvía las caras impersonales y falsamente compungidas de las vecinas orantes. De entre aquellas imágenes de fondo, surgió una figura que le echó los brazos al cuello. Era su hermana Luisa, experta en soltar en medio minuto una perorata acerca de su espantoso viaje desde Gijón y las dolencias que habían apagado la vida de la finada. Ricardo le rodeó con un brazo la cintura y sacola casi en volandas de la habitación. Ahora era tiempo de dignidad y de eficacia: momento habría para sentimientos y pequeñeces.

     No hemos llegado –ustedes y yo- hasta la casa de los Dacal para asistir al sepelio ni darles nuestras condolencias. Después de todo, los años pasan y yo mismo no conocí a tía Angelina, ni a sus numerosas panegiristas de aquel momento. Entre ellas –lo cortés no quita lo valiente- estaba la Borrega, que por fin había echado dolores compartidos al platillo opuesto de la frialdad y las discordancias políticas. Si Ramoncín yacía en el cuadro treinta y cinco del cementerio de Castellar, Guillermo había sido dado por desaparecido en la batalla del Ebro, aunque no era difícil colegir que su cuerpo de valiente sargento provisional estaba enterrado en alguna fosa común de la cota 544. Y, si aún existía un farmacéutico Torrego y no un catedrático Dacal, no era menos cierto que esta familia había sacado adelante tres vástagos fecundos y moderadamente felices, en tanto que la pobre Berta…

     La verdad es que Ricardo había preguntado poco o nada por ella. Le habría dado lo mismo, pues tía Angelina era impermeable a los chismes de escalera y la tata se dejaría matar antes que entristecer a Ricardito, que bastante había tenido ya que pasar. Eso, por no descender a sentimientos más sórdidos, como los que dejaba traslucir en sus interminables soliloquios, mientras enceraba el linóleo o restregaba furiosamente las sábanas en la tabla de lavar:  

-          Bien merecido se tiene lo que le pase. ¡Mira que no haber contestado siquiera a la carta de Ricardo! Y luego, acaba la guerra y ¡zas!, se casa con el guarnicionero ese de Plasencia, más feo que Picio. Decían que estaba preñada, pero lo cierto es que no tuvieron hijos en un par de años. Y todavía la Balbina la defendía y andaba camelándome para que yo convenciera al señorito de que volviese a por ella. ¡Anda y que la zurzan! La malagueña es bien maja y, además, tiene una forma de hablar que da gloria oírla.

     Algo así, aunque más prolijo y refinado, hubo de escuchar Ricardo de labios de doña Daría, cuya invitación a tomar café no pudo menos de aceptar, la tarde anterior a su partida. Su marido estaba en la farmacia y Balbina entraba y salía con cualquier pretexto, cuando no pegaba la oreja lo más cerca posible de la puerta de cristales. La Borrega se pasó toda la tarde pingando el moco, como habría dicho Isidra: Que a su pobre Guillermo ni siquiera le podía llevar flores a parte alguna; que el marido estaba muy mal del hígado –y no por ningún vicio, no se vaya a creer-; que ella misma había estado a punto de perder la fe y tenía unas jaquecas tremendas… Ricardo comía pastas y saboreaba aquel café sin mezcla de sucedáneos, mientras los ojos se le iban a la foto juvenil de Bertita sobre el aparador y los oídos insensiblemente buscaban parecidos de la voz de la pesada matrona con la de su hija, que parecía resonar aún en aquellas paredes. La señora hablaba y hablaba:

-          Un don nadie, ya ves, un talabartero placentino. Claro que las cosas eran muy diferentes cuando acabó la Guerra. Su padre era un militar de alta graduación; tal vez oyeras hablar de él, Bienvenido Céspedes. Guardó a su hijo como oro en paño, para que no fuese al frente. Ya sabes, mucha camisa azul, mucho correaje y pistola al cinto. Pusieron el almacén aprovechando el buen momento para el trabajo del campo y las amistades del padre entre los militares de Caballería. El caso es que empezó a rondar a Bertita y ella, bueno, pues acabó cayendo. Como quedó tan afectada con lo tuyo…

-          Señora, ni para ella ni para mí fue plato de gusto que tuviésemos que separarnos tan precipitadamente. Además, yo no podía descubrir mi paradero, por razones obvias. No sé si sabe que le hice llegar una carta explicándole todo y pidiéndole que me esperara hasta mi posible regreso. Comprendo que era mucho pedir pero es que no dijo una palabra a los míos, ni procuró que me hicieran llegar unas letras. En fin, yo di por sentado que no estaba dispuesta a aguardar, lo que corroboró con su boda, apenas acabar la Guerra.

     Doña Daría fijó los ojos en el suelo y, por unos instantes, pareció ir a confesar su pretérito auto de fe de la carta de Ricardo. Finalmente, se volvió atrás, suspiró y dijo:

-          Bueno, al menos tú pareces haber encontrado la felicidad, pero ella… ¡Uf!, qué tarde se ha hecho; seguro que tienes que terminar de hacer la maleta.

-          En efecto. Gracias por el café; mis saludos a su esposo y, por favor, hágale llegar a Berta mi cariñoso recuerdo.

     Un gemido sofocado pareció responder a esta última sugerencia. Ricardo habría jurado que procedía del pasillo…

     Unos minutos más tarde, mientras preparaba el equipaje, lo interrumpió Isidra:

-          Ricardo, que está aquí Balbina –la criada de abajo-, que no sé qué viene a darte de parte de su señora.

     El no sé qué resultó ser una bomba, muchos años celada entre el temor y el arrepentimiento:

-          Verá, don Ricardo, les he oído esta tarde que… Bueno, resumiendo, que la culpa de todo la tiene mi señora. Ella me arrebató su carta a la señorita y la quemó. Luego, con amenazas, me hizo prometer que no diría nada y lo he cumplido hasta hoy. Así que ahí está la causa de sus desgracias, que no puedo seguir ocultando ni un minuto más.

-          Mujer, verdad es que nos cambió la vida, pero de eso a hablar de desgracias. Cada uno hemos seguido nuestro camino, solo que por separado.

-          Desgracias, sí, desgracias. ¿Tampoco se lo ha dicho la señora? No sé si debo… En fin, que el marido de la señorita es una verdadera bestia que la maltrata, le niega hasta lo más necesario y la tiene casi encerrada en casa. Hasta malmete a los hijos contra ella. Muchas veces ha estado tentada de separarse y de volver con sus padres, pero ya sabe usted como son estos, beatones y machistas. El marido, a mandar y la esposa, a soportar. Y el miedo que le tiene al animal, y el dolor por perder a sus hijos. ¿Le parecen pocas desgracias? ¡Maldita sea la hora en que dejé que me arrebataran aquella carta!

     Ricardo, lívido y taciturno, hizo ademán de acompañarla hasta la puerta, pero Balbina se le adelantó con presteza. Iba diciendo:

-          ¿Me podrán perdonar? Porque, lo que es yo, no puedo hacerlo.

***

     Después de cenar, Ricardo se sentó a aquel mismo escritorio de catorce años antes. Sus dos pequeñas vitrinas laterales parecían ojos irónicos y comprensivos para aquella nueva carta que, como su madre otrora, alumbraba hablando consigo mismo, mientras contorneaba la habitación. Al empezar los soliloquios, solo tenía una timorata preocupación: que su gesto no pudiera ser entendido como un retorno sentimental. Al concluir, era un mar de dudas cuyos embates lo lanzaban, ora contra el escollo de las consecuencias imprevisibles, ora hacia el bajío de la brutalidad del talabartero.

     Dificultades que habría previsto cualquier hombre sencillo llevaron su nave a puerto seguro. ¿Cómo iba a mandar la carta sin conocer las señas de la destinataria y arriesgándose a que fuese abierta por su torpe carcelero? No le sería difícil superar ambos óbices apelando a la cooperación de doña Daría o de Balbina, al día siguiente, antes de tomar el tren. Entre tanto, era cosa de redactar el texto, dejando por ahora el resto al albur. Sentose al fin y escribió:

     Estimada Berta:

     Al regresar a Castellar para el entierro de mi tía Angelina (q.e.p.d.), he tenido la oportunidad de saber con cierto detalle acerca de ti, después de la guerra. Tu madre me ha informado de tu matrimonio y doble maternidad, que coinciden casi punto por punto con mi situación. Ello me ha alegrado, pues te recuerdo con mucho afecto y te deseo, por tanto, la mayor felicidad. Pero también me ha puesto al corriente de las malas relaciones con tu esposo, que parece han llegado hasta el abuso y la violencia de todo tipo.

     De ser ello así, sabe que me tienes junto a ti para cuanto precises, no solo en lo afectivo, sino en lo material. Ejerzo como abogado en Málaga y mi profesión puede ser un buen punto de apoyo si, como te aconsejo, decides poner fin a esa aparente tortura e iniciar una nueva vida, lo que tu edad y el apoyo de la familia y amigos hace perfectamente posible.

     Antes de separarnos en el treinta y seis, dijiste que me pondrías siempre a tu lado. Pues ahí estoy. ¡Ánimo y adelante!

     Por ahora, no te digo más. Hazme llegar tu respuesta directamente, a la dirección que al pie te indico, o al teléfono de mi bufete en Málaga, que así mismo anoto.

     Con todo cariño,

     Ricardo.

     Leyó y releyó la misiva, cada vez con más satisfacción. Tenía empero dudas sobre el párrafo de estar siempre a su lado, así como del todo especificativo del cariño. Vaciló, estilográfica de censor en ristre, pero las manillas del reloj impusieron una tregua:

-          Al fin y al cabo, no deja de ser una minuta. En el tren la puliré cuanto sea preciso.

     Apagó la luz y salió a tientas del despacho, camino de su dormitorio. Mamá roncaba plácidamente, pero del cuarto de la tata se filtraba luz bajo la puerta. Los susurros de Isidra y de Carmiña llegaban confusamente a sus oídos. Siguió su ruta por el interminable pasillo, mientras el recuerdo del niño que allí fue le hacía temblar en la oscuridad. Tanteó hasta dar con el picaporte y hallar el tímido resplandor enmarcado por el balcón. Si pudiera dormir y soñar con ella, con papá, con Ramoncín, con todos...

Pero aquel sueño habría de esperar todavía muchos años. En cambio, lo esperaba anticipadamente en la estación de Morfeo el alocado tren que hace el viaje onírico entre la estación de Pasado y la de Presente.

     Las despedidas familiares fueron más largas de lo previsto, de modo que Ricardo salió escopetado en taxi, sin tiempo para la prevista parada informativa en casa de los Torrego. El envío de la carta a Berta habría, pues, de esperar un poco más.

***

     Hemos tenido la suerte de sorprender la charla de dos feligresas, a la salida del rosario vespertino en San Nicolás[8]. Es probable que tenga algo que ver con el contenido de este relato, ya largo en exceso:

-          ... Lo sé de buena tinta, pues una sobrina mía vive a la vera. ¿Te das cuenta de la guarnicionería de Céspedes, que queda en el Rincón de San Esteban, frente por frente con la verja de la iglesia?

-          Claro. Precisamente mi Fulgencio fue por allí el otro día para que le abriesen un par de agujeros en el cinturón. Como está cada día más gordo...

-          Pues gorda es la que pasó allí anteayer. La dueña de la tienda se ahorcó.

-          ¿Qué me dices? No había sentido nada.

-          Lo que yo te diga. Tienen la casa encima de la tienda y ella fue, cogió una rienda y se colgó de una viga del desván. Claro que la familia del marido tiene mucha mano y ha presentado el caso como de muerte natural, pero sí, sí...

-          ¿Y se han salido con la suya?

-          Claro. Ayer le dieron tierra en sagrado, como si tal cosa.

-          Jesús. ¿A dónde iremos a parar?

     Ellas no lo sé, pero yo me encamino a Málaga, en el mismo tren correo en el que viaja una carta que -¡esta vez sí!- va a llegar a su destino. Va dirigida al Señor Don Ricardo Dacal Monsalve (Abogado) y reza así –salvando sus innumerables faltas de ortografía-:

     Señorito:

     Le escribo la presente para informarle de que Berta, la chica del segundo, murió el mes pasado en su casa de Plasencia. Me lo ha dicho la Balbina y me pidió que se lo contara a usted.

     Por aquí estamos bien, aunque a su madre la saco poco de casa porque el invierno es muy frío. No se preocupe, que no nos falta de nada. La señorita Carmiña vino por Navidades con su hijita y se quedó hasta Reyes.

     Recuerdos a su mujer y muchos besos para sus hijos, que mucho me gustaría conocerlos.

Isidra.

     ¡Esta tata, siempre tan en sus puntos! ¿A qué dar detalles que hagan penar a los que quiere?

 




[1]  Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, primera edición, editorial Anagrama, Barcelona, 2004.
[2]  F.U.E. es el acróstico de Federación Universitaria Escolar, de tinte izquierdista, fundada en 1927. Conforme al Código de Justicia Militar entonces vigente, la edad para ser fusilado con todos los sacramentos legales (como dice el narrador) era la de 18 años. 
[3]  Término heráldico, alusivo al águila bicéfala con las alas desplegadas. Forma parte, generalmente reconocida, del emblema o escudo de los Monsalve.
[4]  Podría traducirse libremente así: Quien espontáneamente se excusa, manifiestamente se inculpa.
[5] Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), destacado e influyente Auditor militar del Cuartel Militar de Franco durante la Guerra Civil.
[6]  Alusión inequívoca a los detente bala, escapularios o amuletos religiosos, usados por muchos soldados españoles, pero tradicionalmente relacionados con los del movimiento carlista o requeté.
[7]  Alusión al periodista y escritor César González Ruano (1903-1965). Se ve que la tata Isidra era más leída de lo que algunos creían.
[8]  Esta referencia topográfica, unida a las que siguen, me llevan a asegurar que el suceso acaeció en Plasencia.