viernes, 22 de marzo de 2013

¿TIENEN FUTURO CANCIONES DE AMOR?




¿Tienen futuro canciones de amor?

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Muchísimas canciones cantan al amor como la panacea de todos los males y, por eso, instan a rendirle tributo, o a recuperarlo, para superar el dolor y la tristeza. Pero, ¿es eso cierto? ¿Qué sucedería si hiciésemos caso de lo que las baladas amorosas promueven y nos aconsejan? He aquí cuatro ejemplos, al hilo de otras tantas hermosas canciones de amor.

 

 

1. Bata blanca, corazón negro[1]

 

     Eran mis primeros días como galeno de Medicina general en el Centro de Salud de La Olmeda. Atrás habían quedado quince años, dando tumbos por los bacheados senderos de la sanidad rural. Por delante, poner rostro e historial a mil quinientos pacientes, cuyo bienestar físico se me encomendaba a partir de ahora. Se supone que la salud mental es cosa de médicos especialistas, aunque bien sabemos todos que no siempre los hay a mano, por no aludir a lo impreciso de la frontera entre cuerpos y almas, por parodiar a van der Meersch[2].

 

     En estas estaba, cuando el enfermo de las 09:40 horas de mi tercer día de consulta apareció por la puerta, provocando mi curiosidad. En realidad, debería haber sido su historial clínico el que la hubiese generado previamente, pero no era cosa de estudiar sobre el papel –de un día para otro- un voluminoso cartapacio, cuyo papeleo interior arrancaba de diez años atrás y había pasado por las manos de, al menos, los tres colegas que me habían precedido en el desempeño de la plaza.

 

     Les decía que aquel paciente despertó mi curiosidad. En efecto, entre tanto pensionista ajado y tanto inmigrante mal vestido, aquel sujeto de unos cuarenta años, elegantemente trajeado, oliendo a English Lavender y pidiendo permiso al entrar, era una rara avis. Tanta mayor sorpresa, cuanto que, aunque muy ceremonioso, me espetó sin dudar:

 

-          Bien, doctor, aquí me tiene, para la revisión trimestral. ¡Ah, y se me ha acabado el Placebil, 10 mg! Si me extiende una receta...

 

     Obviamente, el Placebil –llamémoslo así, para que no se ofenda ningún laboratorio- era el típico medicamento de pega, que se recetaba a los hipocondriacos y los palizas, para cumplir con el doble objetivo de estimular al enfermo imaginario y, de paso, quitárselo de delante el médico de turno. Pero lo de la revisión trimestral...; revisión, ¿de qué? Decidí hacerme de nuevas, con finura.

 

-          Bien, ¿qué tal vamos? Tiene usted buen aspecto.

-          ¡Hum!, la procesión va por dentro. Ya sabe que esto es crónico.

-          Esa ha sido la opinión de mis predecesores –que respeto en lo que vale-. No obstante, ya que voy a ser su médico a partir de ahora, me gustaría mucho que me hiciese un resumen de cómo ve usted los síntomas de su enfermedad y la evolución de la misma. En fin, lo que los profesionales llamamos la anamnesis.

 

     Me miró con aire escéptico y como de cansancio. No obstante, muy correcto, atendió mi solicitud y narró esquemáticamente lo que sigue:

 

-          Fui hijo de los porteros de un inmueble de lujo, en el centro de la ciudad. Con el esfuerzo de mis padres y el mío propio, cursé estudios universitarios, costeándomelos con mi trabajo como albañil y fontanero. En aquella época, alrededor de los veinte años, hice amistad con la niñera de una familia vecina, hasta el punto de enamorarme de ella, sin que pueda aseverar que mi cariño fuese del todo correspondido. Digo esto, porque aquella relación, un tanto platónica y romántica, duró solo unos meses: los que tardó la coyuntural aña en reconciliarse con sus padres y retornar al domicilio familiar y al pretendiente de su misma clase social, que le estaba predestinado. En fin, todo eso hube de saberlo tiempo después, ya que en aquel momento Enriqueta, mi amada, se apartó de mi lado sin avisarme, ni dar explicación ninguna.

-          Dramático. Y, claro, eso lo afectó profundamente…

-          Más de lo que es habitual en estos casos. La cosa es que, a fuerza de anhelar el reencuentro, empecé a sufrir una especie de alucinación, consistente en ver su rostro en el de cualquier chica mínimamente parecida a ella en algún aspecto. Figúrese la vergüenza que pasaba, siguiendo a las mujeres, acercándome a ellas para cerciorarme o, incluso, dirigiéndoles la palabra, creyéndolas la Enriqueta de mis amores.

-          Algo así como las alucinaciones ópticas de la esquizofrenia.

-          En efecto. Hube de ponerme en tratamiento médico, con nulos resultados, hasta el punto de que abandonaba las consultas a cada poco y rechazaba la medicación. A duras penas, acabé los estudios de aparejador, haciéndome la ilusión de que, si nuevamente la encontraba, sería esencial haberme convertido en una persona culta y buen profesional, lejos del patán con mono que ella había conocido. De ahí, pasé a convertirme en empleado y, luego, gerente de una empresa constructora importante. Esta es la fecha en que puedo considerarme rico, capaz de sufrir sin desdoro la comparación con la familia de Enriqueta, cualquiera que sea.

-          Creo entender que no tiene ningún dato para llegar hasta su adorada, ni conoce cuál pueda ser su familia, ni su paradero.

-          En efecto. Puede parecer absurdo en nuestros tiempos, pero todo se explica por el interés de ella en aquel momento por pasar desapercibida, de escapar de su pretendiente y, en fin, de no figurar como mujer de fortuna, sino chica de servir. Ni siquiera conmigo reveló rasgo alguno de su intimidad.

 

      Habían dado las diez y cuarto y la consulta iba con notable retraso. Decidí poner fin a la entrevista, con una pregunta final:

 

-          Así que, en lo social, ha superado usted con pleno éxito el problema. ¿Y en lo afectivo? ¿Se ha casado?

-          ¡Cómo puede preguntarme una cosa así! Yo no tengo corazón, ni paz, ni vida personal. Vivo arrastrando mi dolor y padeciendo las mismas visiones que hace casi veinte años. Ni sé por qué me pongo en manos de ustedes, los médicos, que nada consiguen y seguramente se burlan de mí.

 

     Me sentí molesto con tan peyorativo juicio de nuestra labor. En consecuencia, extendí la receta inocua que me había solicitado al principio y lo despedí con un desabrido hasta dentro de tres meses, si le parece bien.  El hombre, un poco corrido, recogió su prenda de abrigo y salió, balbuceando una fórmula de despedida.

 

***

 

     Al siguiente fin de semana, me llevé para casa el expediente clínico de aquel Leonel Sánchez, que en tan poco tenía a los médicos. El segundo de los que lo había tratado (por cierto, una mujer) recogía con sorprendente detalle y exactitud las visiones del paciente, con especial atención a los rasgos que podrían permitir la identificación de la tal Enriqueta, para el caso de coincidir la fantasía con la realidad. Llegué a preguntarme si aquella doctora había pensado en curar al enfermo de la manera más obvia, es decir, localizando al sujeto de sus amores.

 

     Y así, se documentaba parcialmente una entrevista médica de seis años atrás, de la siguiente forma: El paciente despertó muy sobresaltado de su sueño, al haber tenido durante el mismo la visión de una mujer vestida con una blusa blanca, en la que aparecían bordadas en rosa las letras E.M., de forma similar a las que había contemplado en una prenda de la tal Enriqueta, en su juventud. Asegura que se trataba de esas iniciales, ya que, nada más despertarse, anotó las mismas en una agenda, que me enseña en este acto.

 

     E.M. No era mucho para empezar. Por otra parte, me importaba un comino que Leonel hallase a Enriqueta, o no. Yo era médico, no alcahuete. No obstante, por la cabeza me iban rondando las imágenes desvaídas de mi colega y amigo, Tristán Azara, y su opulenta novia, Quety[3] Menéndez, tal y como yo las recordaba del día de su boda, en la iglesia de los Claretianos. Aquel solemne fiasco había venido precedido de ciertas habladurías, relativas a que la novia había realizado alguna escapada previa, tratando de eludir su destino manifiesto, marcado por la íntima amistad de ambas familias. Luego, la pronto infeliz pareja marchó a una ciudad del norte, donde Tristán ejercía exitosamente de médico privado y Quety veía volar sus atractivos personales y sus –no menos importantes- caudales de rica por su casa. Y es que, como es sabido, ni la juventud ni la industria azucarera duran siempre.

 

     Aquello parecía un disparate sentimentaloide, pero es deber de todo buen médico el de agotar las posibilidades de curación de sus enfermos. Así que busqué en mis álbumes una foto añeja, en la que Quety y Tristán posaban junto a otras parejas en un congreso médico y se la hice llegar a Leonel anónimamente, enviada desde Madrid, aprovechando una estancia mía en la capital de España. Contra lo que suponía, el resultado se hizo esperar. Al fin, dos meses más tarde, Leonel apareció por mi consulta. Reclamó mi consejo:

 

-          Verá, doctor, he logrado localizar a la mujer de que le hablé, pero ahora estoy como paralizado por el temor. ¿Y si ella me rechaza, o a estas alturas se ha convertido en una persona muy diferente de la maravillosa que conocí?

-          Señor Sánchez, no puedo contestarle como adivino, sino como hombre de ciencia. Si el problema de otros tiempos fue el de la diferencia de clase y de fortuna, no cabe duda de que ahora lo ha superado, gracias a su esfuerzo, y puede aspirar a lo mejor y más valioso que pueda encontrar.

-          Quizás esté usted en lo cierto, pero hay otra dificultad. Me he informado de que Quety está casada y tiene un hijo mayorcito.

-          ¿Se ha informado también sobre si le va bien con su marido y es feliz? Pienso que eso es lo que mayormente debería importarle.

 

     Leonel se quedó muy pensativo, frotándose las manos y rebullendo en la silla. Acabó por levantarse y, por todo saludo, me soltó:

 

-          Tendrá noticias mías.

 

***

 

     La verdad es que las noticias no me llegaron de boca de Leonel, sino por un correo electrónico del doctor Azara, que me veo obligado a transcribir, en aras de la verdad del relato. Helo aquí:

 

     Querido colega y, sin embargo, amigo: Correspondo a tu felicitación navideña y de año nuevo, comunicándote al propio tiempo grandes novedades en materia familiar. Creo ya sabes que mi matrimonio llevaba muchos años naufragando, aunque ni Quety ni yo nos resolviéramos a romper, por diversas razones, entre ellas, la reacción de Paquito y lo costoso de un divorcio en mis circunstancias. Pero todo saltó por los aires al aparecer en escena un constructor muy pintoresco, con el que mi ex había mantenido relaciones de jovencita. Parece ser que, al reencontrarse por casualidad, él le perdonó el pretérito abandono y ella decidió repetir la fuga, esta vez, de mí. En fin, que la cosa les duró no más de seis meses, entre otras causas, porque él empezó a obsesionarse con que ella solo lo quisiera ahora por lo que tiene (el tío está forrado), no por lo que es. Y no anda descaminado el tipo, pues ya sabes que la familia de Quety está prácticamente arruinada. En fin, Alberto, que se han separado de forma tan airada y brusca, que no puedo menos que tenerles lástima, considerando lo mucho que han perdido por tentar la suerte de forma tan ilusa. Claro que yo sí he salido ganando: he conseguido el divorcio sin coste alguno y Paquito se ha quedado conmigo. Así que a ver si voy pronto por ahí y nos corremos una juerga como las de antaño, para celebrarlo.

 

     No he vuelto a ver a Leonel Sánchez, ni falta que me hace. Él sería un necio, pero había jugado honradamente la partida y la había perdido. En cambio yo había tirado maliciosamente de los hilos, quedándome entre bambalinas.  Tengo la bata blanca pero ¿y la conciencia?

 

 

2. La dama sin nombre[4]

 

     Todos la conocíamos por la Lady, apelativo que denotaba un exotismo mezcla de ridículo y desprecio. Por lo demás, no hacía falta mucha imaginación para inventarlo, ni de reflexión para explicárselo. Alguien puso un día letra y música a su paso por la calle Mayor y resumió de esta forma la apariencia de aquella señora que ya formaba parte de nuestro cotidiano paisaje:

 

Su pamela gris,

Su traje de almidón,

Perfume de jazmín,

Botines de charol…

Se pinta los ojos de azul,

Aunque hace mil años

Que dejó atrás su juventud.

 

     Yo no sería capaz de describirla mejor con tan pocas palabras. Solo discrepo en un aspecto: Para mí, el lugar de Lady era el Parque del Salón, entre la fuente de Hércules y el Teatro del Campo, sentada en un banco de la Rosaleda o extasiándose con el plumaje de los pavones y faisanes de la Pajarera. Me parece estar viendo a mi madre charlando con ella del tiempo o de los trabajos, mientras yo correteaba en torno a ambas espantando las palomas o dedicado a la vivisección de insectos.

 

-          ¡Jesús!, comentaba Lady fingiendo horror, ¡qué curioso es este niño!

-          No se crea, doña Manuela –replicaba mi madre-. También reparte el bocadillo, o los gofres, con los patos del estanque.

-          Eso está bien –apostillaba la señora, atusándome el flequillo-: tener buen corazón.

 

     Aquellas pláticas duraban poco. Lady se levantaba sin preámbulos, estiraba su falda e invariablemente se despedía, tomando el sendero hacia Paseo Central:

 

-          Es un poco tarde. Hasta otro día,… si Dios quiere.

 

     Era lo bastante para sentirla como algo común e inevitable, fruto de aquellas inolvidables tardes del buen tiempo de mi infancia: como los estridentes planeos de los vencejos o las nubes rojas del atardecer. Ella parecía estar siempre igual, mientras los niños crecíamos a ojos vistas y las madres –según ellas- se marchitaban:

 

-          Es increíble lo de la Lady. ¿Cuántos años tendrá?

-          Debe de ser el vestuario, intemporal y recatado, o los afeites.

-          O la eterna espera de su perpetuo amor –poetizaba doña Julia-.

-          Todo influye, concluyó mi madre, mirándome con aprensión.

 

     En efecto, tan pronto despedimos a doña Julia, surgió incontenible mi curiosidad:

 

-          Mamá, ¿qué es eso del amor perpetuo? ¿Es que la Lady está esperando a su novio?

-          Ya te explicaré cuando seas mayor. Y no me gusta que le digas Lady. Se llama doña Manuela.

 

     Como es natural, pronto me hice mayor, pero la información requerida no me llegó de labios de mi madre, sino de los mucho más atractivos de Rufina, mi primera novia, quien vivía dos plantas más abajo que la Lady:

 

-          ¡Uf!, hace un siglo que esa señora vive arriba, en una habitación realquilada a doña Emilia, la viuda del militar. ¿De qué la conoces?

-          Mi madre solía charlar con ella en el parque, cuando me llevaba de niño. Ahora hace bastante que no la veo.

-          Cada vez pasea menos. Deben ser los años. Bueno, los años y un ligue que le ha salido últimamente. Figúrate, a su edad.

 

     Por Navidad, nos dimos de manos a boca con Lady y su ligue en la calle Mayor. El acompañante era, más o menos, de su misma edad, alto, embutido en un abrigo tirolés azul marino, bastante encorvado y de rostro macilento. Se apoyaba en el brazo de ella, que estaba como siempre. Se protegía del frío con un chaquetón de garras de astracán y, sobre todo, reclinando con elegancia su cabeza en el hombro de él. Su gorrito de fieltro granate emanaba un halo de tenue luminosidad, a juego con su dulce mirada. Pensé: sería hermoso que Rufi y yo paseáramos así dentro de cincuenta años.

 

     Como si mi pensamiento hubiera tenido voz, Rufi comentó:

 

-          Ahí tienes a tu Lady. ¿Sabes que se ha ido a vivir con ese señor? Es un caso de lo más curioso. Fíjate que él la dejó a punto de casarse y desapareció de su vida hasta hace unos meses. Y la tonta de ella va y lo perdona…

-          Mujer, ¿tienes idea de por qué se fue? En aquella época hubo guerra, persecución política y todo eso. A  lo mejor tuvo que salir por pies, o anduvo prófugo…

-          Quizá. Mi madre dice que ha oído de todo. De todas formas, a buenas horas iba yo a esperar toda la vida a un novio que me dejase plantada ante el altar.

-          Eres muy imaginativa, Rufi, concluí. Y, mientras continuábamos el paseo, comprendí que ella y yo nunca llegaríamos a envejecer juntos. Mas, por ahora, se trataba de sacar entradas para el cine. ¡Ah, el cine de aquellos años! Apreté aún más la mano de mi chica y decidí olvidar mi incierto y lamentable futuro en el siglo XXI.

 

     A lo lejos, nos saludaban Sofía Loren y Marcello Mastroianni sobre un campo de girasoles, con la catedral de San Basilio al fondo[5].

 

***

 

     Seguí creciendo, ya sin Rufi y –poco después- sin mi madre. Me licencié en Medicina y, mientras preparaba el examen para M.I.R.[6], me ofrecieron hacer una sustitución en el asilo de ancianos (descarto eufemismos) de la Diputación. Y allí me la volví a encontrar. Como habría dicho mi madre, parecía una pavesa, toda arrugas y corcova, de pelo blanquísimo, aferrada a un bastón de puño horizontal. Sentada en uno de los bancos del pasillo, apenas se podía apreciar el brillo de sus ojos azules y el detalle coqueto de la gorguera de terciopelo con camafeo. Contra mi costumbre, me dio por pegar la hebra; me senté junto a ella y la saludé. Sorprendiose. Me vi obligado a refrescar su memoria:

 

-          Sí mujer, el hijo de la maestra; aquel que se pasaba la tarde destripando cochinillas.

-          ¡Ahora caigo! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué ha sido de su madre?

-          Murió hace un par de años.

-          Lo siento mucho. ¿Llegó a verlo a usted de médico?

-          Me licencié el mismo año. Ahora ando por aquí, a la espera de los exámenes para especialistas.

-          ¡Qué suerte! Si he de ponerme mala, aprovecharé mientras esté entre nosotras.

 

     Le estreché su mano sarmentosa, aún firme, como su cabeza. Debió entender mi admiración por lo bien que se conservaba, pues dijo simplemente:

 

-          Lo que me falla son las piernas. No puedo pedir más. Por San Marcos, cumplo noventa y dos.

 

     Me quedé a comer en el asilo, pues ese día tenía guardia diurna. Una monja enfermera me preguntó:

 

-          ¿Conoce usted a Manuela? Es un sol de anciana.

-          Un poco. ¿Lleva mucho tiempo ingresada?

-          Diez años, más o menos. Y eso que, al principio, lo pasó muy mal. Eran otros tiempos…

 

     Tenía ganas de explayarse. Resultó que la Lady y su compañero habían solicitado plaza, cuando él ya no estaba para que lo cuidase Manuela sola. Dejaron su pisito de pareja y lograron una habitación en el pabellón de matrimonios. Así fue… hasta que los papeles demostraron que no estaban casados, como se había supuesto. Los separaron inmediatamente y pasaron a salas colectivas diversas, coincidiendo solo en la capilla y, si acaso, a la hora del paseo. Él estaba para pocos trotes –no creo que la sor jugase con el doble sentido-; de modo que apenas podían encontrarse. Duró poco, el pobre. Aunque era ya muy añoso, quién sabe si la separación de Manuela aceleró su muerte.

 

     Suspiró. Pregunté:

 

-          Y a Manuela, ¿cómo la ve?

-          Orgullosa y feliz, como siempre. Orgullosa de haberlo esperado. Feliz, por haber compartido los últimos años con el hombre de su vida.

 

     La miré fijamente a los ojos, hasta hacérselos bajar. Comenté:

 

-          Está visto que a ciertas personas no las quiebran los desengaños.

 

     Ella replicó:

 

-          No puedo decirle. Yo he puesto mi amor en Alguien que no puede defraudarme.

 

     Yo era entonces un poquito cruel y no me privé de demostrarlo:

 

-          ¿Y viceversa?

 

 

 

3. El futuro en sus manos[7]

 
     Mi edad y posición en la oficina hacen de mí un poco el confidente para los compañeros. Tal vez influya el carácter, o ese sexto sentido que ahora se llama química. Con todo, hay ocasiones en que uno se asombra de la sinceridad y falta de reserva de la gente; como cuando, hace ya bastantes años, una auxiliar bastante mona, de unos treinta años, me preguntó:

 

-          Gabriel, ¿no te has fijado en cómo me mira Felipe?

 

     Creí que la pregunta encerraba un sentido de reproche, que pretendía que yo hiciera de intermediario para embridar al atrevido. Ella se percató y aclaró conceptos:

 

-          ¡Oh, no es que me desagrade! Simplemente, quería saber si lo habías notado. Como es tan tímido…

 

     Yo no compartía despacho con los aludidos, ni tenía un especial olfato para percibir sentimientos reprimidos. Opté, pues, por lo más fácil. Cecilia era mujer observadora y prudente, compañera de despacho del vergonzoso Felipe y de la perspicaz Rebeca. Decidí interrogarla.

 

-          Cecilia, reina, tú que lo sabes todo, ¿hay algo entre Rebeca y Felipe?

-          ¡Huy!, menudo tema has tocado. Empieza a ser un tópico en el café. Como casi siempre, eres el último en enterarte.

-          No me digas que también Felipe está al tanto.

-          Bah, lo que es, tratándose de él, no sería al tanto, sino al tonto. Yo creo que se hace el ídem.

 

     Ceci ya estaba embalada y me costó muy poco trabajo que me pusiera al día de lo que prometía ser la típica historieta entre compañeros, que acaba teniendo ribetes psicoanalíticos. Juzguen ustedes, si no.

 

     Todo comenzó como suelen estas cosas, cuando media una cierta atracción o, cuando menos, un poco de aburrimiento: una frase amistosa; alguna pregunta intencionada; una miradita a las piernas o un poco más arriba… Lo curioso es que Felipe era de los que usaba hasta tal punto del disimulo, que nadie habría dicho que sentía interés por Rebeca, más allá de lo mínimo que se espera en un –digamos- heterosexual. Nadie, decía, … salvo la propia Rebeca.

 

     Según Cecilia, la convicción de sentirse admirada despertó en ella sentimientos encontrados. La chica estaba acostumbrada a despertar general afecto y, además, acababa de romper con un novio que le había durado un par de años. Por si fuera poco, Felipe era un soltero vocacional al que, pese a sus treinta y tantos, no se le conocían relaciones anteriores y…

 

-          Perdona, Ceci, -interrumpí-. Nuestro compañero acaba de llegar a esta ciudad; con lo que me parece muy normal que no se le conozcan relaciones anteriores.

-          Hombre, si me lo tomas al pie de la letra… Pero eso es una cosa que se nota. Nosotras, cuando menos, la notamos. Y ahora, si me dejas seguir…

 

     La dejé o, tal vez, me lo contó en otro momento posterior. Lo cierto es que Rebeca mejoró mucho de carácter y –dentro de lo que entonces no se juzgaba descoco- también de apariencia y vistosidad. Fue famoso en la oficina el escote corazón con el que apareció en la comida de navidades. Ningún vestido verde fuera más celebrado. Pero aquella etapa gloriosa pasó y fue sustituida por otra de enfados y morros, que yo achacaba a la parquedad de su sueldo, pero que seguramente tenía orígenes más viscerales. Finalmente –siempre según Ceci- llegó la fase lacrimosa y depresiva, ante la inamovilidad de Felipe, a quien ya empezaban a apodar Marmolillo y Don Tancredo [8]. Fue entonces cuando –como antes dije- Rebeca acudió a mí, como último y desesperado recurso. Uno tiene su corazoncito y tenía su prestigio entre los colegas. Así que me lancé al ruedo, y no como Don Tancredo precisamente:

 

-          Ceci, amiguísima, ¿crees que se podría hacer algo para aclarar las cosas entre Felipe y Rebeca?

-          Gabriel, eres un cielo, pero yo creo que ambos están al cabo de la calle. De todas formas, si decides actuar en pro de la buena convivencia oficinesca, ándate con pies de plomo.

 

    Un día que Rebeca entró en mi despacho para hacerme una consulta, enlacé con su visita anterior:

 

-          ¿Qué tal van las cosas, Rebeca? ¿Se van aclarando?

-          Para mí están clarísimas, transparentes. Basta con tener un mínimo de experiencia y de psicología.

-          ¿Entonces, qué? ¿No se te ha declarado aún?

 

     Me miró con cierta displicencia, se sentó con la mesa de por medio, suspiró y dijo así:

 

-          No solo no se declara, sino que parece darme a entender que no me ama, que se siente molesto con mi interés. La cuestión es que no sabe mentir. Mil cosas denotan su cariño: me habla con una severa cortesía, que pretende enmascarar el temblor de su voz; pregunta por mí, cuando llego tarde o no vengo a la oficina; se cala las gafas al ir a hablarme, para que no aprecie los matices de su mirada; me espía cuando más concentrada estoy en mi trabajo; se le aflojan también los esfínteres (literal) cuando yo me levanto para ir al servicio; se le arrebolan las mejillas cuando le sonrío. En fin, Gabriel, estoy segura de que me quiere, pero su amor es un secreto, que guarda en su mente.

-          Y, según tú, ¿que puede impulsarle a provocar la infelicidad de ambos? Porque supongo que tampoco él estará a gusto con esta situación.

-          Al principio creí que sería timidez o, más bien, algún fracaso amoroso anterior. Yo también he pensado varias veces que el mundo se había acabado para mí, al romper con mis novios. Pero no; ahora ya tengo la respuesta.

-          ¡Estupendo! La causa es…

-          La pillé la otra noche en un libro de psicología amorosa. Lo llaman el síndrome de Polonio. Es una manera especial de amar: detrás de las puertas, como un ladrón. Unas veces, el enfermo se conforma con espiar y ver la felicidad ajena. Otras, pierde la confianza en sí mismo y en su amada, y no se atreve más que a permanecer cerca de ella, sin destacar, pasando desapercibido.

-          ¡Arrea! Nos las habemos con un enfermo mental. ¿Qué remedio aconseja ese libro para el síndrome de Laertes, perdón, de Polonio?

-          Ahí está el problema. La amada tiene que seguirle la corriente: llevar la relación como un misterio, como si ella fuese una clave secreta para acceder a la eterna ocasión; vamos, llevarlo al huerto, pero por un pasadizo oscuro, de noche y lejos de las miradas de otras personas.

-          Ya caigo. Pues, nada, Rebeca, a ensayar la visión nocturna y, si a mano viene, usar luz de infrarrojos.

 

     Se levantó echando rayos por los ojos –y no infrarrojos, precisamente-, me soltó un hideputa a la moderna y salió dando un portazo que hizo temblar los muros. Seguramente, me lo tenía merecido.

 

***

 

     Cada vez que me tropezaba con Rebeca, me remordía la conciencia. Por otro lado, el aire de la oficina se me estaba tornando irrespirable.  Cada ceño del jefe, cada desplante de Cecilia o de Rebeca, los asumía inmediatamente como un castigo bíblico de mi perversidad. Tenía que hacer algo y se me ocurrió ir directamente al fondo del problema. Abordé a Felipe de manera brusca y agresiva, para atraparlo alevosamente:

 

-          Felipe, el ambiente de la oficina, antaño tan amable, se ha vuelto ominoso y todo por tu culpa.

 

     El pobre –que seguramente desconocía el significado de ominoso- balbuceó lo que parecía una disculpa. Bajé efectistamente la voz y proseguí:

 

-          Cuando uno siente interés por una compañera de trabajo, lo menos que puede hacer es decírselo francamente y no andar con subterfugios y medias tintas, entorpeciendo el quehacer de toda la plantilla.

 

     Felipe bajó los ojos, silente. Me hizo la gracia de no tener que dar detalles personales. Concluí:

 

-          En nombre de todos los compañeros, te conmino a que me confieses si amas, o no, a Rebeca y, en caso afirmativo, que me reveles las razones de tu abominable falta de franqueza.

 

     El pobre hombre, abrumado, se tomó unos momentos de respiro, tragó saliva y declaró:

 

-          ¡Cuánto lamento que mi llegada a esta oficina haya ocasionado perturbaciones! Lejos de mi intención usar de astucia o de malicia en las cosas del amor. No te ocultaré mi afición a Rebeca y la ternura que provocan en mí sus atenciones. Mas no puedo entregarme al deseo, ni quiero –por otra parte- traicionar mis sentimientos.

-          Pues, si eso no es doblez, amigo mío, que venga Dios y lo vea.

-          No, no lo es en modo alguno. Se trata de que me es imposible asegurar la realidad y pureza de mi inclinación hacia ella, porque… porque… me recuerda a alguien.

-          Ese es un truco muy manido, Felipe; solo que se suele usar para acercarse a las mozas, no para alejarse de ellas.

-          Es que, en mi caso, no es ninguna táctica, sino la más estricta verdad. Hace muchos años, cuando era un adolescente, me enamoré perdidamente de una colegiala; tanto, que mi timidez y su gran valía me impidieron durante mucho tiempo hacer otra cosa que adorarla en silencio. Finalmente, cuando ya parecía decidido a confesarle mi amor, pasó lo que en esos casos suele: la moza se ennovió con otro. Luego debió mudarse de ciudad, pues no la volví a ver, aunque sí al chico que me la birló.

-          Y, según dices, Rebeca te la recuerda intensamente, por así decir.

-          En lo físico, salvando la diferencia de edad, sin ninguna duda. Pero, sobre todo, se trata de una sensación extraña: la de haberla conocido en otro tiempo; la de que ella y Aurora compartiesen algo más, mucho más, que un mero parecido corporal.

-          Así que se llamaba Aurora… -aventuré, para ganar tiempo-. Hermoso nombre para el primer amor.

 

     Me dio la impresión de que el bueno de Felipe estaba a punto de sollozar. Decidí mantener las riendas en mis manos.

 

-          Mira, voy a hablarte como decano de este centro de trabajo y buen compañero vuestro. Muéstrate simpático con Rebeca; busca una ocasión favorable y revélale cuanto me has confesado a mí. Que sea ella la que decida si le merece la pena ser el avatar de Aurora y aceptar tu cariño por delegación. La sinceridad es siempre mucho mejor que el paternalismo.

-          ¿Tú crees? Me da miedo del futuro.

-          ¿Y a quién no, mi buen amigo? Pero, si la vida tiene lógica, irás olvidando a Aurora según intimes con Rebeca. Seguro.

 

     Así quedaron las cosas. De su continuación, hube de saber –como casi siempre- por medio de Cecilia:

 

-          Bueno, Gabriel, las cosas marchan viento en popa. No me extrañaría que hubiese boda este mismo año.

-          Pero, ¿le dijo él lo de que le recordaba a su amor primero y todo eso?

-          Tal cual, pero ya sabes cómo es Rebeca. Le pareció un cuento chino, una pobre disculpa para explicar su timidez en temas amorosos. A lo más que ha llegado es a admitir que Felipe sea tan parado a causa de algún desengaño precedente.

-          Y, claro, nada de eso la ha disuadido de aceptarlo.

-          ¡Quiá! Literalmente, me dijo: ¡Con parados a mí, con la marcha que yo tengo!

-          Sí, redaños no le faltan… Oye, Ceci, ¿tú te creíste lo del parecido, el recuerdo del pasado y toda esa historia?

-          Querido Gabriel, ya soy mayorcita para esas patrañas. Por cierto, ¿no te acuerdas de que, a poco de llegar yo aquí, me dijiste que era clavada a Meg Ryan[9]?

 

     Creo que me puse colorado, aunque –como ustedes comprenderán- mi búsqueda de parecidos razonables está muy lejos de ser una táctica de aproximación.

 

***

 

     Al día siguiente de la boda, con Felipe y Rebeca tomando el sol en Punta Cana, entró Cecilia en mi despacho, presa de gran agitación.

 

-          Gabriel, ¿te fijaste en una amiga de Rebeca, muy guapa, rubia y con un vestido malva?

-          No caigo. Ya sabes que soy muy distraído. ¿Por qué me lo preguntas?

-          Pues porque se trataba de la famosa Aurora. ¡Así que era cierto!

-          ¡Arrea! Y amiga de Rebeca…

-          Íntimas, desde el colegio, aunque hace bastantes años que la otra vive en Málaga. Está divorciada y sin hijos.

-          ¿Y qué tal fue la cosa? ¿Cómo se comportó Felipe?

-          Hombre, no soy tan indiscreta. Me limité a charlar un rato con Aurora y, por lo que pude percatarme,  no tiene ni idea de haber conocido o visto a Felipe antes de ayer.

-          Claro, como entonces era tan tímido…

-          En efecto, entonces. Pero, ¿y ahora?

 

     No sé ustedes, pero yo no supe qué responderle.

 

 

4. De ida y vuelta[10]





     ¿Qué habría pasado si la cosa hubiese sido al revés? Lo digo porque las infidelidades pasajeras de los hombres (otrora llamadas canas al aire) suelen pasar mucho más desapercibidas y tolerarse con bastante mejor ánimo. De su respectiva frecuencia nada diré, pues el mundo moderno iguala los sexos, sobre todo en lo peor, que diría mi madre.

 

     El caso es que Conchita, la que fue nuestra vecina, era secretaria de dirección en una empresa de importación de maquinaria. Hubo un tiempo en que a mí me hacía tilín, con sus grandes ojos azules, el dulce acento gallego y sus formas generosas y un tanto mórbidas. Nuestras familias se conocían y ello me inducía a andar con pies de plomo. Luego, los padres de mi vecinita marcharon a Madrid y ahí acabó todo. Miento: hice por verla, bastantes años después, cuando hacía mis primeras armas como juez en prácticas. Me recibieron con los brazos abiertos. La niña era ya, por supuesto, toda una mujer, mucho más alta y estilizada de lo que la recordaba, con ese tono decidido y desenvuelto que da la vida en una gran ciudad. Como dije, era entonces secretaria, algo que a la sazón se juzgaba no exento de ciertos peligros. La mamá así parecía también reconocerlo:

 

-          Fíjate, Goyo, Conchitina, en ese mundo de extranjeros, yendo y viniendo, un poco de chica para todo. ¡Qué bien le vendría cambiar de aires y un trabajito menos aperreado!

 

     Vamos, blanco y migado: ¡Qué bien le vendría un matrimonio conveniente!

 

     Yo partí; ella quedó; el tiempo discurrió rápido e inexorable. Un verano, mamá me hizo saber que Conchita se casaba y nos había invitado a la boda. Naturalmente, declinamos con una disculpa tópica y un regalito. Un par de años más tarde, en mi visita navideña a la casa familiar, mi madre me tenía preparada una noticia bomba, en su opinión:

 

-          ¿No sabes lo más gordo? Conchita y su marido se han separado.

-          ¿Ah, sí? No acertaría en la elección del marido.

-          Nada de eso. Por lo que me cuenta su madre, debió de tener una aventura pasajera con algún jefe de la empresa, o con algún cliente importante, durante un viaje de trabajo.

-          Que se convirtió en algo más que de trabajo, al parecer.

-          ¡Qué bruto eres, Goyo! No eras tan insensible con ella cuando erais críos.

 

     En fin, ya conocen ustedes a las madres. Por mi parte, archivé la información en lo más superficial de mi memoria y pasé a dedicarme a montar el tren eléctrico de mis retoños. Sin embargo, con inducción materna o sin ella, algo impediría que aquella ruptura sentimental cayese en la sima de mi olvido.

 

     Recibí la carta, reexpedida por medio de mi madre. En ella, tras una breve introducción o presentación de doña Concha, su hija tomaba la pluma y me pedía consejo, como juez y como amigo. Alguien diría que ambas cosas son incompatibles. Más o menos, era así:

 

     Estimado Gregorio: Hace unos años, tuve un desliz con un directivo de mi empresa, durante un viaje de negocios. La cosa llegó a oídos de mi marido y, aunque le pedí perdón infinidad de veces, se marchó inmediatamente de casa, sin darme razón de su paradero. Yo, la verdad, lo quiero muchísimo y lo que más deseo en el mundo es que vuelva conmigo. Incluso, me despedí de la empresa y me puse a trabajar como auxiliar de clínica con mi hermano Ángel, que es dentista, como sabes. Bien, el caso es que, hace cosa de una semana, he recibido una carta del abogado de Julián, mi marido, anunciándome su propósito de divorciarse y su deseo de que fuese de mutuo acuerdo. Yo no quiero romper definitivamente con él, de ninguna manera. Por eso, acudo a ti para pedirte consejo. ¿Puedo negarme al divorcio? ¿Qué ventajas tiene el acuerdo mutuo? ¿Me perjudica el haber sido yo la culpable? En recuerdo de nuestra vieja amistad, etcétera, etcétera.

 

     Claro está, la respondí casi a vuelta de correo, en lo tocante a las preguntas legales. Y ahí debería haber terminado. No obstante, el prólogo de su madre y el epílogo de la mía, me llevaron al campo del consejo, un terreno abonado, no por el Derecho, sino por la cautela y la experiencia. Consideré que, dando una de cal y otra de arena, sería difícil no acertar y, más aún, que alguien me echase la culpa por haber metido la pata. He aquí, a la letra, mi sabia, aunque breve, disertación:

 

     De tu carta colijo que has vivido un poquito obsesionada por reencontrarlo y hasta has organizado tu vida en torno a ese anhelo. Yo creo que, entre tanto, puedes haber estado perdiendo nuevas oportunidades de conocer a otros hombres y ser feliz con ellos. Pero, de otra parte, comprendo y apoyo que hayas querido expiar tu trágico error y ser perseverante en tu cariño, sublimando así tu vida y tu amor.

 

     Vamos que, como diría mi esposa, áteme esa mosca por el rabo.

 

***

 

     Quiero creer que mi epístola contribuyó al asesoramiento jurídico de Conchita, pero no a sus decisiones sentimentales. Digo esto, por lo que acaeció a continuación y tuve noticia a través de mi madre, bastante tiempo después.

 

     Una vez más, era Navidad, aunque mis hijos ya no jugaban con trenecitos. Llegó de Madrid la consabida felicitación pascual de doña Concha y ello motivó mi inocente pregunta:

 

-          ¿Qué tal le iría a Conchita con lo del divorcio?

 

     Mamá respondió, ligeramente enfadada:

 

-          Si fuera por ellas, no podría contestarte. ¡Menuda grosería, con la lata que te dieron!

-          No fue para tanto, ni mucho menos. Además, es lógico que quieran mantener ciertas cosas en la intimidad.

-          Eso que yo he logrado enterarme, no hace mucho –adujo mamá, con sorna-, gracias a Benita, la tía de Conchitina, que sigue viviendo aquí, como sabes.

 

    Y, quieras o no, mi madre me repitió punto por punto la retahíla de su conocida quien, como ustedes constatarán, no se llevaba muy bien con sus parientes madrileños:

 

-          No, si tiene hasta su gracia. Verás, Conchitina no es muy lista, pero lo que es tenaz… Y, en cuanto a Julián, su marido, no sé si juzgarlo un imprudente o un listillo. Bien, el caso es que, con el pretexto de tratar del divorcio sin la presencia de los picapleitos, mi sobrina citó a su todavía esposo, en la consulta de Angelito, su hermano dentista. El bueno de Julián acudió, muy confiado, encontrándose con que la clínica estaba desierta y, por lo que he oído, Conchita con un vestido muy provocativo. Vamos, tú ya me entiendes. Así que, que si qué guapa estás, que cuánto te he echado de menos, la pareja acabó en la camilla, haciendo de todo. Y –no te lo pierdas-, de la consulta, pasaron días después a un hotel y acabaron encamándose en la misma casa de mi cuñada. ¿Te figuras? Tiene la cara de decirme que ella no sabía nada y que volvió a casa de sopetón, encontrándose con el pastel. ¡Venga ya! En fin chica, que se hizo un niño y se deshizo un divorcio.

-          ¡Cuánto bueno!, no pudo por menos de exclamar mi madre.- Y doña Benita:

-          Espera, espera, hija, que no he acabado todavía. Se conoce que los años no habían pasado en balde, o que los recuerdos y la ausencia habían deformado la realidad y cambiado la forma de ser de los dos –porque yo no pongo la mano en el fuego por mi sobrina, no vayas a creer-. El caso es que, a los seis meses de nacer la criatura, han vuelto a las andadas, quiero decir, a romper y divorciarse. Solo que esta vez va en firme y ahora con un hijo que sufrirá las consecuencias.

 

     Hasta aquí, doña Benita. Hubo de ser mi madre quien, sin querer –estoy seguro- me diese la puntilla:

 

-          Ya ves, Goyo, salieron de Málaga y fueron a meterse en Malagón… Por cierto, ¿qué le dijiste a Conchitina cuando te pidió consejo? Nunca me lo revelaste, con el cuento de que era secreto profesional.

-          No es cuento, mamá, y el motivo para la reserva sigue en pie.

 

     Entonces –se dirán-, ¿por qué nos lo ha referido a nosotros? La respuesta es clara: porque muchos de ustedes son Julián, o Conchita y, tal vez, puedan sacar alguna lección con este ejemplo. O, quizá, porque me sienta culpable y, con la confesión, pretenda purgar mi pecado.

 
 

      

 



[1]  Relato inspirado en la famosa aria para tenor de la ópera Martha (1847), conocida por las palabras iniciales en italiano (M’appari), aunque el texto original, debido al libretista F.W. Riese, es alemán (Ach  so fromm). El compositor de esta ópera fue Friedrich von Flotow.
[2]  Maxence van der Meersch (1907-1951), novelista en lengua francesa, cuya obra Cuerpos y almas (1943) es una de las más universalmente conocidas sobre temas médicos.
[3]  Para los lectores poco avezados en español, recuerdo que Quety y Queta son sinónimos familiares de Enriqueta.
[4]  Relato inspirado en la canción Lady, lady (música de Amaia Saizar, letra de Miguel Blasco), que representó a España en el certamen de Eurovisión de 1984, quedando en tercera posición. Fue cantada por el Grupo Bravo.
[5]  Este guiño para cinéfilos nos permite situar esta parte de la historia en el año 1970, fecha de estreno de Los girasoles (Vittorio de Sica) en España (en concreto, el 16 de octubre de dicho año).
[6]  Conocidas pruebas para acceder a la formación especializada de los médicos en el sistema público de sanidad español. Dicho examen comenzó en 1978 y continúa convocándose al presente (2013).
[7]  Historia sugerida por la canción Tu amor es un secreto (1985), popularizada casi en exclusiva por el Grupo Bravo, ya aludido en la nota 4.
[8]  Para los poco aficionados a la tauromaquia: Don Tancredo era un personaje de las corridas de toros bufas, que trataba de evitar la embestida de los astados, a base de mantenerse erguido e inmóvil, como una estatua. La Real Academia reconoce la palabra dontancredismo en la 23ª edición de su Diccionario.
[9]  Nombre artístico de Margaret Mary Emily Anne Hyra (1961), actriz de cine estadounidense, que saltó a la fama con la película Top Gun (1986).
[10]  Relato inspirado en la canción Vuelve conmigo (letra y música de José Mª Purón) que, cantada por Anabel Conde, representó a España en el Festival de Eurovisión de 1995, alcanzando el segundo puesto y la victoria moral (por motivos que no juzgo necesario exponer aquí).