jueves, 28 de febrero de 2013

SUEÑOS DEL RING



Sueños del ring

Por Federico Bello Landrove

A la memoria de Walker Smith Jr. (1921-1989)


     Algunos me reprochan ser propenso a utilizar los sueños como recurso narrativo. Pero, a veces, la realidad supera la fantasía o –dicho de otro modo- la naturaleza imita al arte. He aquí un impresionante ejemplo, tomado de la vida del declarado mejor boxeador de la Historia, libra a libra: el conocido como Sugar Ray Robinson, aunque nacido con el nombre que en mi dedicatoria reflejo. 



1.  Los sueños de un campeón



     El viaje por ferrocarril de Nueva York a Cleveland es lo suficientemente largo, como para que un viajero, por muy locuaz y acompañado que vaya, desee descabezar un sueño o quedarse a solas con sus pensamientos. Y, si el viaje era nocturno y se producía en 1947, pues razón de más. Además, pasado mañana, 24 de junio[1], hay que poner en juego el título mundial de los medios ante un rival bastante asequible, pero que dista de ser un paquete. Así que el manager sentencia: a la cama. Ray se deja llevar, casi a empujones, pasillo adelante, hasta su cabina individual. Atrás van quedando sus acompañantes. No tantos, empero, como bromearía la revista especializada The Ring, en su número de diciembre de 1949:

     En sus giras se mueve siempre rodeado de una corte de secretaria, barbero, masajista, peluquero, instructor de golf, profesor de canto, chicas guapas y un par de tipos que le hagan reír. Entre tanta gente, no le será fácil encontrar a su manager y al entrenador de toda la vida.

-          Toda la vida: qué pronto se escribe eso. ¿Se habrán parado a pensar que boxeo desde los ocho años? Claro que, para ingenuidad, la de mi pobre madre, llevándome al gimnasio de la iglesia metodista para hacerme un hombrecito y sacarme de las calles. Lo que hizo fue meterme de lleno en este mundo del boxeo, el más sucio y duro al que pudo predestinarme.

     Sugar, sin duda, exagera. Es verdad que un entrenamiento tan temprano hizo de él el púgil completo, armonioso y demoledor que luego ha llegado a ser; mas los cristianos promotores de aquel club de boxeo de Salem inculcaron en él más, mucho más: la reflexión concienzuda que genera estrategia; el juego limpio y la amabilidad hacia los contrincantes; esa indefinible mezcla de valor, ilusión y ansias de mejora, que él un día llamaría corazón.

-          ¡Y un cuerno, narrador! Yo fui y seré escoria de las calles, un negro al que sacar el jugo y tirar luego a la basura. ¿Sabes que, en tres años de boxeador amateur celebré ochenta y cinco combates, engañé con mi edad, me apoderé de un nombre falso y me casé a los dieciséis años, erradamente y de penalti?

     Si él lo dice… Claro que pocos se hacen profesionales del mamporro por amor al arte. Sin embargo, algo tiene este Ray Robinson que engancha. Chicos y chicas de todo el país lo adoran y lo tienen por el más atractivo y apuesto de su raza. Él hace lo que puede por mantener ese carisma y a fe que, entre lo que la naturaleza le dio y lo que los dólares a manos llenas le procuran, el ídolo se deja admirar y querer.

-          ¡Vaya, hombre! Seguro que vas a hablar del diamante Hope de Harlem[2] o de mi grupo de empresas, Ray Robinson. No soy un estúpido que piense que esto vaya a durar siempre –afortunadamente-, pero tampoco un ratón de gimnasio, que no goce de la vida. Y a quien no le guste, ya sabes.

-          Me parece, Ray, que te he entrado mal, aun con mi mejor voluntad. Te considero un tipo muy superior a la mayoría de tus colegas. Para empezar, te has constituido en ejemplo y modelo de un nuevo deportista negro, concienciado para no aceptar ningún tipo de discriminación, como la que quisieron imponerte en el ejército durante la Guerra. Ya sabes a que me refiero.

-          No sé si estoy hablando conmigo mismo o si eres real. En fin, claro que sé de qué hablas. Me negué a dar combates de exhibición en donde los soldados negros no pudieran entrar junto con los blancos. Una nadería, una gota en el mar, mas corrí el riesgo de que se les hincharan las narices y me mandaran a liquidar japoneses. Pero no estoy especialmente orgulloso de eso, sino de algo que tú, como picapleitos que pareces ser, estarás al cabo de la calle.

-          Supongo que te referirás a la Mafia.

-          En efecto, tío, a esos italianos bolas de grasa, que te meten en sus chanchullos de apuestas y combates amañados y, o pasas por el aro, o no hay campeonato mundial[3]. A mí, aquí me tienes, con el cinturón de los welters, después de setenta y cinco peleas como profesional, con una sola derrota, precisamente contra el pobre La Motta que, aun siendo italiano, anda todavía por ahí, suplicando un combate por el título de los medios, que no conseguirá hasta que obedezca.

-          Bueno, amigo Ray, llegaste a la cima con veinticinco años. Todavía te quedan muchas peleas por delante, con buenas bolsas. Sin ir más lejos, la de pasado mañana…

-          Ya, ya, no puedo ocultarte nada: veinticinco mil pavos[4] y el cuarenta por ciento de las ganancias. Poco va a quedar para el californiano pero, al menos, él tendrá su oportunidad siendo aún un chiquillo.

-          Vale, Ray, gracias. No quiero entretenerte más, que tienes que dormir y relajarte.

-          No sé como rayos has entrado aquí pero, en fin, visión o real, cierra la puerta al salir.


2.  El niño que peleaba como un hombre



      El trimotor de línea que cubre el trayecto Los Ángeles-Cleveland consume sus últimas horas, que coinciden con las del amanecer del 23 de junio de 1947. Acunado con la nana de su ronroneo, el aspirante al título, Jimmy Doyle, duerme plácidamente. A su lado, el manager Palazzola intenta concentrarse en una novelucha para entretener el insomnio, pero es en vano. Le remuerde la conciencia.

- Precisamente en Cleveland –piensa-, como la otra vez. Y es que el niño no ha vuelto a ser el mismo desde entonces: aquella alegría tumultuaria, casi de colegial; aquellos bailes hasta las tantas... Ya no disfruta en el gimnasio; se pasa horas leyendo. Diríase que sube al ring como quien entra en una oficina para ganarse el jornal. Claro, ya ha cumplido los veintidós y es hora de que el niño, no solo pelee como un hombre, sino que lo sea en su integridad. Lo cierto es que, ni a él, ni a mí se nos olvidarán nunca esos quince minutos eternos que estuvo sin conocimiento después del combate con Levine[5]. Eso ha tenido que dejar secuelas importantes, aunque no lo parezca. Pero ha sido él, no yo, quien decidió volver a pelear y me pidió concertar el ciclo de luchas que nos ha traído hasta aquí. ¡Quién iba a pensar que las ganaría todas, hasta convertirlo en aspirante al título! No, si ya lo sé: posibilidades, pocas. Sugar Ray es superior a Jimmy, y casi mejor así, para que se replantee su continuidad en el oficio. ¡Es un chiquillo: no sabe lo que quiere! Tan pronto dice que esta pelea será la última, como que no va a enterrarse en vida a sus años. Unas veces, quiere comprar con los beneficios un gimnasio y dedicarse a entrenar. Otras, se trata de que su madre tenga una casa de su propiedad. El caso es aducir disculpas, para no reconocer que, en el fondo, lo que quiere es ponerse a prueba, superar el miedo, ver hasta qué punto ha perdido facultades o puede llegar todavía a ser algo grande en el boxeo. ¡Ahí está la madre del cordero! Y yo, rezando a todos los santos para que no lo peguen duro, para que no sea tan gallito y se cubra o se tire, sin importarle el qué dirán. Mira cómo duerme, como un bebé, mientras yo no paro de darle vueltas al asunto, de preocuparme como si fuera su padre... Amanece. A ver si en el hotel puedo echar una cabezada, antes de atender a la prensa.

***

     Horas más tarde, ya ambos contendientes en su destino, coinciden en el pesaje. Doyle sonríe ilusionado a su gran rival, que lo abraza. Estaturas espigadas, planta juvenil, peso casi idéntico (146 libras, Ray; 147, Doyle). Bromean unos momentos y se despiden deseándose suerte. Pero ¿qué sabe cada uno de la vida íntima del otro, de sus sueños, de las miserias y tristezas de sus caminos? Mejor que sepan poco o nada, como efectivamente sucede. Ya es bastante duro el oficio, como para aplicarle sensibilidad y consciencia. Golpear y no ser golpeado: eso es lo único importante. Dejémonos de pamplinas y aparquemos los buenos modales a la puerta de la Arena de Cleveland.

     Con todo, esa noche, en la gran cama de la gran suite del gran hotel, el gran campeón tiene un sueño, que podrá recordar al despertar inmediatamente, empapado en sudor. ¿Soñó también el pequeño aspirante? Sin duda, pero su contenido no ha quedado para los pequeños anales de su pequeña historia.



3.  A veces, los sueños se cumplen


     No es hombre Smittie, el campeón, que guarde para sí sus preocupaciones. Años después recordaba su revelación del sueño, gracias a la cual este relato es poco más que una historia totalmente verídica:

     Apenas acababa de soñar, cuando me desperté empapado en sudor frío. En mis sueños noqueaba a Doyle y lo veía morir. Estaba aterrorizado. A la mañana siguiente conté a todo el mundo que había tenido la premonición de que algo horrible iba a suceder. Se lo conté a la prensa, al público y a las autoridades del boxeo.

     Claro que, entre los informados, no parece que se encontrara su onírica víctima. Suele darse por cierto que, en cambio, Ray pidió el consejo espiritual de algunos hombres de iglesia, quienes le invitaron a dejar de lado los ominosos presagios y cumplir con su deber profesional, en vez de suspender el combate por tan nimios motivos. Yo creo que la cosa no llegaría a tanto, y no porque se obviara el lenitivo del consejo espiritual, sino porque Sugar era demasiado profesional como para no presentarse a un combate con el título en juego, con una disculpa tan ridícula. Me pregunto cuántas veces más no habría tenido el púgil sueños de muerte, propia o ajena, sin repercusión ni realidad ningunas.

     Nat Fleischer, en un artículo de la revista El Ring[6], sí que nos pone sobre la pista de una reacción eficaz y más sensata del campeón, ante su tremendo sueño. Recuerda así el combate de la noche del 24 de junio de 1947:

     Fue una pelea buena y limpia, en la que Robinson llevó ventaja en todos los asaltos, salvo el sexto (cuando Sugar Ray se tambaleó por dos veces ante los golpes recibidos). Un solo gancho de izquierda puso fin a un combate, en el que Doyle no había pasado por dificultades reseñables hasta entonces…

     ¿Era tan capaz Doyle, o el campeón se estaba reservando? En cualquier caso, un buen gancho de Ray era suficiente para poner fin a una pelea. En este caso…

     El golpe dejó en el acto a Jimmy rígido y sin conocimiento. Cayó hacia atrás como una masa inerte y se golpeó de lleno la cabeza contra la lona. El árbitro empezó la cuenta pero, al llegar a nueve, sonó la campana del final del octavo asalto. Los segundos de Doyle pidieron el final del combate y el púgil, inconsciente, fue trasladado al Hospital de la Caridad de San Vicente donde, tras ser intervenido quirúrgicamente, falleció diecisiete horas después. Era el mismo hospital al que Doyle había sido llevado, un año antes, tras su pelea ante Levine.

     El campeón Robinson apostillaba:

     Sucedió justo como en mi sueño.

***

     Hasta aquí, el cumplimiento del sueño de Sugar Ray. En lo que sigue, el del aspirante. Refieren las crónicas:

     Robinson entregó el montante de las bolsas de sus siguientes cuatro combates a los padres de Doyle, con lo que pudieron cumplir la voluntad de su hijo de adquirir una casa más acondicionada y capaz. Además, instituyó un fondo en favor la madre del boxeador fallecido[7], pagadero mensualmente durante los siguientes diez años.

***

     De modo que, si los luchadores sueñan, ¿por qué no hemos de hacerlo los escritores, sin que ello se tache de artificio estilístico?




[1] Más que un sueño, esto es una pesadilla. Las fuentes escritas consultadas por mí dan unánimemente esa fecha: 24 de junio de 1947. Pero he visto un pasquín anunciador y una entrada para el combate, que señalan la fecha del viernes, 30 de mayo de 1947. No creo que ello importe mucho para el relato, pero me veo obligado a evidenciar mi perplejidad.
[2]  La fotografía que encabeza este relato muestra el soberbio descapotable al que Ray llamaba así. Tengo poderosas razones para suponer que ese automóvil no se adquirió hasta 1949, fecha en que el auténtico diamante Hope adquirió efímera notoriedad en los Estados Unidos.
[3]  Dime de qué alardeas y te diré de lo que careces. Ray Robinson estaba lejos de la pureza, aunque sí es cierto que se había enfrentado a la Mafia en ocasiones. Ver Fuego cruzado, de Sam y Chuck Giancana, edit. Grijalbo, Barcelona, 1992, página 230.
[4] Equivalencia aproximada del dólar de 1947, comparado con el actual (2012): un poder adquisitivo doce veces mayor.
[5]  El combate aludido, entre Jimmy Doyle y Artie Levine se celebró en Cleveland, el 11 de marzo de 1946, y en él el primero fue severamente noqueado, con obvias secuelas cerebrales.
[6] Número de septiembre de 1947.
[7]  El fondo era de 50 dólares mensuales, equivalentes a unos 600 de este año de gracia de 2012.

viernes, 22 de febrero de 2013

EL AMOR ES ALGO MUY PELIGROSO


 

 

 

 

El amor es algo muy peligroso

 

Por Federico Bello Landrove

 

Para Susana y Diego, compañeros de Pepe Villares

 

     El amor es algo maravilloso, se titulaba una hermosa canción de la película La colina del adiós. Sin rechazar ese epíteto, un veterano policía, amigo nuestro, añade este otro: muy peligroso. Para probarlo, nos aporta, con su frialdad y precisión acostumbradas, tres relatos, en cierto modo conexos y complementarios. Aunque, a fin de cuentas, ¿quién osará poner en duda la inevitable peligrosidad del amor?

 

 
 

El amor perdido



     De lo que ahora les voy a contar, ha pasado ya la friolera de veinte años. Pese a ello, mantengo muy vivos los recuerdos, como me pasa siempre que un caso se me escapa de las manos y vuela hasta el limbo de los expedientes sin resolver. ¡Ya nos destripó la historia!, se dirán ustedes; he aquí un tipo que empieza el relato policiaco por el final. Pero es que yo no soy un escritor, sino el poli que investigó el asunto, el profesional falible que tuvo que afirmar al final aquello de in dubio, pro reo; aunque en este caso se trataba de una rea,...¡y qué rea!

 

     Cuando mis colegas me pasaron el asunto, al regresar yo de las minivacaciones navideñas, la investigación estaba prácticamente completa y, sin embargo, empantanada. De forma escueta, el inspector Zarzuelo, me puso al corriente de los hechos que, aunque con ciertas lagunas, inculpaban claramente a la Profesora, como desdeñosamente llamaban a la única sospechosa:

 

-          El día 26 de diciembre, la profesora estaba en su casa de la calle Auto de Fe, pasando la noche con un arquitecto, amigo suyo. No había nadie más con ellos. Durante la noche, cerca ya de la madrugada, el amigo se bebió una taza de infusión relajante –al parecer, en la cocina- y volvió a acostarse y dormirse plácida... y eternamente. A las 09:43 horas del día 27, una mujer llamó a la centralita del 091 para poner el óbito en nuestro conocimiento. Fuimos para allá y constatamos la defunción y la presencia en la casa de una sola persona viva: la profesora que nos había avisado.

-          Curioso –opiné-: llamar a la Policía por una muerte aparentemente natural. ¿No avisó antes a un médico?

-          ¡Je! Yo también pensé: ¡qué error subconsciente más tonto! Por más que convendrás conmigo en que, de ser una asesina, habría tenido mejor pensados los pasos siguientes. Y más, teniendo en cuenta el veneno que empleó.

-          ¿Difícil de detectar?

-          Yo no diría tanto. Se trataba de E[1]. Ya sabes, rápido, insípido y sin síntomas particulares. Tienes que ir tras él para encontrarlo en el hígado.

-          ¿Lo ha confirmado el forense?

-          Aún no llegaron los análisis de Toxicología, pero la señora cantó la gallina, sin necesidad de que la apretásemos. Daba la impresión de encontrarse desolada por lo sucedido. Pero lo que no me cuadra es…

-          Para, para, Zarzu, no empieces con tus deducciones. ¿De dónde dijo haber sacado el producto? Porque, lo que es en farmacia, se andan con cien ojos.

-          Ahí empezamos con las peculiaridades del personaje. Resulta que la profesora reside habitualmente en Cartagena y solo estaba en Castellar pasando las vacaciones.

-          ¿Ya os habéis puesto en contacto con nuestros colegas murcianos?

-          ¡Estás fresco, Pepe! Me refiero a Cartagena de Indias; en Colombia, vamos. Y, por si fuera poco, me dijo que no recordaba la farmacia que le había expedido allá esa especie de medicamento.

-          Bueno, mientras siga confesando el producto que era y su compra… ¿Y qué razón da para haberlo adquirido?

-          No he logrado sacarle otra cosa que era para ella, por si llegaba a necesitarlo, y que se lo habían envuelto en un par de sobrecitos como los de infusiones, para poder disimularlo mejor en casa. Con decirte que lo había guardado en un envase de té rojo con canela… Eso sí, había retirado de la cajita todos los sobres originales, a fin de evitar confusiones.

-          ¡Madre mía, qué disparate! Pretende evitar errores y lo guarda en una caja de té en la cocina. ¿No comprendía que cualquiera podría equivocarse?

-          No digo que sea muy coherente, pero recuerda que estaba sola en casa, pasando unos días.

-          Esa es otra: vivía en Colombia y tenía casa abierta en Castellar para venir de vez en cuando. ¡Qué dispendio!

-          No parece que le preocupe mucho el dinero, a juzgar por las apariencias. Y, además… ¡Qué demonios, Pepe!, ¿no te vas a hacer cargo del caso? Pues no te molestaré más con mis deducciones. Date una vuelta por la casa de la calle Auto de Fe y sácalas tú solito.

 

     Tengo que reconocer que Zarzuelo estaba un poco envidiosillo de mi condición de inspector jefe de la Criminal.

 

***

 

     Efectivamente, decidí entrevistarme con la Profesora en su propio terreno, para conocer de primera mano la escena del crimen. Tomando un café esa misma mañana, el Jefe me sermoneó:

 

-          Ándate con tiento, que la señora es una escritora de campanillas y su familia fue muy conocida en esta ciudad. Fíjate que, siendo lo duro y puntilloso que es, el Juez Salmerón le tomó una declaración versallesca y la dejó en libertad sin fianza.

-          Sí, pero -según me aseguró Zarzuelo- encareció vivamente que continuásemos practicando gestiones, porque también su señoría tiene sospechas vehementes.

-          Claro, si no te digo que no, pero actúa con mucho tacto: que ella misma se meta en la ratonera.

 

     Era una forma muy vulgar de expresar la conveniencia de conocer a la fémina y pulsar sus puntos flacos. Así que demoré la entrevista unos días, durante los cuales consulté sus datos por Internet, leí un par de cosas suyas y, sobre todo, profundicé en la historia de su familia. Complementariamente, también me informé sobre el finado arquitecto y ahí empezó a hacérseme la luz. Pero permítanme que no sea más explícito por ahora: está comenzando a entrarme el gusanillo de la narración policiaca.

 

     Quedábamos en que, apartándome un poco de lo habitual en España, fui a casa de la sospechosa para entrevistarme con ella. En seguida me percaté de lo que Zarzuelo había querido transmitirme: aquella vivienda era, ante todo, un verdadero museo, a mayor honra y gloria de los antepasados recientes de su ocasional moradora. Amueblada cuarenta, o más, años atrás, era un compendio de libros, cuadros, fotografías y figuras de época, con una constante referencia a la imagen, afable y angulosa, del abuelo de la profesora y a la firma, al pie de lienzos y acuarelas, de su progenitor. Parecía increíble un orden y pulcritud tales, en una casa habitada solo ocasionalmente y sin servicio conocido. Empecé por ahí:

 

-          Es asombroso lo bien cuidado que tiene usted todo, con el compendio de cosas que hay.

-          No creo que la palabra compendio sea la correcta para el caso, pero le entiendo. Antes de mis viajes a Castellar, encargo a una chica de toda confianza que abra la casa y la deje en perfectas condiciones. Luego, una vez aquí, yo misma me encargo.

-          Claro. Será muy emotivo…

 

     La profesora pareció sentirse incómoda:

 

-          ¿Quiere ver usted algo en particular?

-          ¡Oh, sí! Empecemos por la cocina.

-          Y luego, el dormitorio, me figuro.

-          ¿Qué dormitorio?, pregunté de la forma más inocente y desconcertante que pude. ¿El de la víctima o el suyo?

 

     Me miró con una mezcla de rabia y de desprecio:

 

-          O me toma el pelo, o no parece muy al corriente del caso.

-          Por eso último he venido. He decidido partir de cero y que sea usted quien me lleve de la mano por el camino de la verdad.

-          Para empezar, lo guiaré hasta la cocina. Tenga la bondad.

 

     Cubrí el expediente del recorrido por la casa. De vuelta a la sala, el reloj de péndulo dio solemnemente las cinco. Tal vez ello le hizo recordar los deberes de cortesía en una anfitriona:

 

-          ¿Le apetece un café?

-          Mejor un té con canela.

 

     Me la había jugado y gané. La profesora se echó a reír de muy buena gana. Tanto, que la acompañé de nuevo a la cocina, mientras se calentaba la infusión. Lancé el sedal:

 

-          Profesora Velarde…

-          Llámeme Alicia.

-          Con gusto. Mi nombre es bastante más corriente: José.

-          No está mal, siempre que no lo vulgaricen en Pepe.

-          Me temo que es mi sino. En fin, quería decirle que estoy a punto de pedir que me releven del caso. De una parte, la ponen a usted por las nubes y me piden que la aborde con toda clase de precauciones, pero, por otro lado, la juzgan escurridiza y omisiva y entienden que estamos ante un crimen, llegue a probarse o no. Y luego, mi manera de ser…

-          ¿Su manera de ser? No entiendo.

-          A mí no me vale, como vulgarmente se dice, sentar a alguien en el banquillo, ni siquiera meterlo en la cárcel. Yo necesito llegar al fondo de cada caso, explicármelo en términos psicológicos y estar completamente seguro de acertar. Así que, si no me ayuda usted, Alicia, tendré que arrojar la toalla.

-          Hombre, presenta las cosas de una manera, que parece como si tuviese que colaborar con usted, hasta el punto de ponerme el dogal al cuello.

-          Nada de eso. Tenemos que apoyarnos el uno en el otro, para llegar hasta la verdad, cualquiera que ella sea. Además, lo cierto es que tengo ya muchas de las claves del caso. Con un par de cosillas que me aclarase…

 

     Alicia se quedó atónita, pero no era tonta. Tenía que demostrarle que mi seguridad no era engañosa. Cogí la taza, bebí un par de sorbos. Hice con segundas el elogio de la calidad del té y le resumí:

 

-           Mis colegas no han tardado mucho en deducir que el arquitecto y usted pasaban la noche en amor y compañía, cosa no del todo conforme a la moral –recalqué irónicamente estas últimas palabras-, dado que él era casado…

-          Ya, pero la moral quedaba a salvo, porque nos reunimos fuera de la ciudad de su residencia y no nos habíamos exhibido por ahí, escandalizando a sus pudorosos conciudadanos.

-          No, si comprendo su deseo de volverse a reunir. ¡Después de tantos años!

-          ¿Qué quiere usted decir?

-          Que he estudiado los precedentes de usted y el pobre arquitecto, señor Céspedes. Estoy al corriente de que fueron novietes en sus años mozos, que la cosa no fue adelante y que, por avatares de la vida, acabó usted al otro lado del charco. Así que, después de veintitantos años sin verse, es lógico el calentón, si me permite la vulgaridad.

-          Permitida. Pero, oiga inspector, si lo tiene todo tan estudiado, no será precisa mi ayuda en el caso.

-          Ya le dije que solo iba a necesitar su cooperación en un par de cosillas…

-          Pues vamos con la primera.

-          Aunque la pregunta pueda perecerle ociosa, dado que se llevaron tan bien en otra época, me intriga por qué se puso usted en contacto con Céspedes, después de tantísimo tiempo sin verse.

-          Presupone muchas cosas, pero no voy a discutírselas, pues está usted en lo cierto. Fui yo quien llamó a Jenaro para citarnos y es verdad que no lo había hecho ninguna de las otras veces –pocas- que había venido a España, ni siquiera para avisarle del fallecimiento y entierro de mis padres. Pero voy al grano, que ya observo su impaciencia: Estoy preparando una extensa biografía de mi abuelo…

-          El ministro de la República…

-          El ministro, en efecto. Ya es hora de que se pase de los homenajes rutinarios y las coronas en su tumba, a exponer en detalle su altura de estadista, sus obras y su martirio. Y ahí es donde entraba Jenaro quien –como sabrá- vivía en Villafranca, provincia donde el abuelo ordenó un plan de obras hidráulicas muy ambicioso. Le escribí pidiendo su apoyo sobre el terreno, como quien dice, y ese día vino a Castellar para informarme de sus avances. ¿Quiere que le enseñe la documentación?

-          Luego, más tarde. Si me lo permite, pasemos a la segunda pregunta. ¿Qué demonios hacía una mujer, tan rozagante y valiosa como usted, con dos gramos de E. en la caja del té con canela?

 

     Alicia se ruborizó notablemente, mientras sonreía con mi apasionado elogio.

 

-          No tan rozagante, amigo. Precisamente, la presencia de ese mágico compuesto que, según dosis, puede ser hipnótico, anestésico y pócima letal, se debe a una seria complicación de salud.

 

     Hizo ademán de levantarse, como para aportar algún informe médico. La detuve con el gesto. Prosiguió:

 

-          Hace un par de años, me vaciaron por un cáncer de matriz. Desde entonces, sufro de agudos dolores en esa parte –algún nervio que descompuso el cirujano- y, además, vivo con la espada de Damocles de una metástasis intestinal. Esa es la razón de haber comprado y tener la E. a mano. Tan a mano, como para que se confundiese el pobre Jenaro y con tan mala suerte, que se le ocurriese tomársela toda. ¿Quién le mandaría…?

-          A eso iba. Tomarse un té con canela a las tantas de la madrugada y sin avisar…

-          Ciertamente. Si yo llego a enterarme…, pero –no sé cómo decirlo-… habíamos tenido mucha charla y agitación aquella noche y me quedé traspuesta. No obstante, tengo un pálpito acerca de las intenciones de mi fogoso amigo.

-          Diga lo que piense, aunque resulte baladí.

-          Pues bien, helo aquí. De tantas cosas que salieron a relucir aquella noche, se vio que Jenaro estaba un poco, o un mucho, preocupado por no cumplir conmigo hasta el punto juvenil que él quería. Con aquel humor tan especial que le caracterizaba, me dijo muy serio: Querida, de saber que mis indagaciones sobre tu abuelo iban a concluir de manera tan apasionada, habría venido pertrechado de algún afrodisiaco de mi predilección. Lo lamento –le contesté, así mismo muy en mis puntos-, mi salario de profesora no me ha permitido invitarte a cenar ostras. ¡Oh, yo soy mucho más modesto! –repuso Jenaro-; ajo o cebolla habrían bastado. Menos mal que no se te ocurrió ingerirlos –repliqué-; con tales olores ni acercarte te habría permitido. Pues, entonces, canela –concluyó-.

-          ¡Rayos! ¿No le diría usted que tenía té con canela en los armarios de la cocina?

-          Por supuesto que no, pero debió adivinarlo y mire lo que pasó… En fin, parecerá estúpido, pero tengo para mí que esa fue la historia del bebedizo. Una vez más, Jenaro fue víctima de sus amplísimos conocimientos. Bueno, una vez más, no: la última.

 

     La verdad, el cuento de la canela venérea me pareció muy endeble. Mas, para no desilusionarla, decidí cambiar de tema:

 

-          Bien, Alicia, no quiero cansarla. Ahora, si me deja un rato a solas con esos documentos…

-          Nada de eso. Lléveselos a casa y estúdielos con tranquilidad. Ya sabe que el juez me tiene retenido el pasaporte, cosa que será una delicia para usted… y para mis alumnos de Colombia.

-          Por mí, no va a permanecer retenida en España ni un minuto más de lo necesario. Obtendré unas fotocopias autenticadas por el secretario judicial y se los devolveré en un par de días.

-          Estupendo. Si quiere, podemos quedar aquí de nuevo.

-          Mejor en alguna cafetería. Querría corresponder a su té, invitándola a tomar el aperitivo.

-          Con tal que no consista en ostras…

 

     Nos echamos a reír. Yo, aunque parezca frío, soy un poco sentimental. De modo que aquello fue el principio de una buena –aunque breve- amistad.

 

***

 

      Valga lo dicho para explicar que, mes y medio más tarde, mi amiga tomaba el avión para Cartagena de Indias, todavía a tiempo de implicarse en los exámenes del segundo trimestre. Muy melosa, deshaciéndose en gentilezas, preguntó:

 

-          ¿Me acompañarás al aeropuerto?

-          Ya me gustaría, respondí, pero la acusación particular está que trina y mis propios colegas andan murmurando de mi credulidad. Así que dejémoslo en una postal a tu llegada y mi promesa de descubrir las bellezas de aquella tierra, cuando pueda disfrutar de unas largas vacaciones.

 

     Alicia parecía dudar. Al fin, me miró fijamente y dijo:

 

-          Así que te llaman crédulo. ¿Y qué opinas tú, tendrán razón?

 

     Me acordé de su ominosa enfermedad (que no hacía probable nos volviésemos a ver), así como del sobreseimiento acordado por la Audiencia, y decidí hacer de la necesidad virtud:

 

-          Querida amiga, hay certezas que solo pueden brotar desde la seguridad de los sentimientos.

 

     La profesora me tomó la mano:

 

-          Ni Bécquer lo habría podido expresar mejor.

 

     En verdad, yo había progresado mucho desde que había empleado erróneamente la palabra compendio en nuestro primer encuentro. Con todo, mi seguridad se resentía de apoyarse en bases tan frágiles. Meses después, aprovechando una operación de entrega vigilada de cocaína, entré en contacto con un compañero colombiano y, aunque era de Medellín, me atreví a pedirle:

 

-          Estimado colega, tenemos aquí en archivo provisional una investigación por muerte, en la que estuvo inculpada una profesora de Cartagena. ¿Tendría la amabilidad de ayudarnos informal y reservadamente con una pequeña indagación?

-          Con mucho gusto. Precisamente tengo un primo que trabaja en la Central de policía cartagenera. Es de lo más discreto.

 

     Un mes más tarde, el comisario jefe me llamó a su despacho:

 

-          Pepe, ¿has sido tú quien hizo un encargo a la Policía colombiana?

-          En efecto, algunos datos informales, por pura curiosidad. Vino todo rodado y no consideré necesario tramitar el asunto por medio de ti. Perdona.

-          No, si no es por ordenancismo, pero lo enviaron por conducto oficial, lo leí y… bueno, será mejor que te lo entregue sin comentarios. A ver qué deducciones sacas tú.

 

     Un tanto mosca, me llevé los tres folios a mi oficina y los leí a toda prisa. Casi todo era, digamos, tranquilizador: señora de mediana edad; inmigrante española con doble nacionalidad; profesora ilustre de la Universidad… divorciada con tres hijos; graves problemas de salud por cáncer… En fin, nada nuevo ni relevante, hasta que…

 

     Sí, ahí estaba lo que había alertado el olfato de mi jefe y también despertó en mí las alarmas policiacas, por muy adormecidas que respecto de Alicia estuviesen: Casada en España con el abogado cartagenero, Manuel Barrios… denuncias por malos tratos… divorcio conflictivo… discusión judicial enconada sobre la custodia de los hijos… difícil situación económica durante unos diez años, en que completó estudios, titulación y profesorado…

 

     ¡Para qué más! Dejé pasar la jornada y reaparecí por el despacho de jefatura al día siguiente, con mi mejor cara de falsa inocencia:

 

-          Ya lo leí, jefe. ¡Vaya vida más desgraciada! Por lo demás…

-          Pepe, ¿me tomas por imbécil? Eres demasiado buen policía para comportarte como un gilipollas. Ese suicidio olía a asesinato a una legua. ¿Qué no había móvil? Pues ahora ya lo tienes: la venganza. La pobre profesora –y, seguramente, sus padres- pasándolas putas en Colombia, mientras el arquitecto se daba la gran vida aquí en España. No digo que él tuviese la culpa, ni que sea lógica la reacción, pero es lo suficiente para reabrir el caso y volver a la carga con la sospechosa.

-          Pero, jefe, ¿vamos a hacer el ridículo con el Instructor y la Audiencia, por una hipótesis tan aventurada? No veo base para reabrir la investigación.

-          Nadie ha dicho que vayas ya con ese informe al juzgado, sino que hagas lo que omitiste hace meses: ser más profesional y menos… faldero. Así que ya te estás poniendo en contacto con tus amiguetes colombianos pero, esta vez, en plan oficial.

 

     Salí más corrido que una mona. Y aquello no era nada. Ya me imaginaba el choteo de Zarzu y compañía, las suspicacias de los colegas colombianos, la bronca del magistrado Salmerón y hasta del Presidente de la Audiencia. Un sexto sentido, muy burocrático, vino en mi ayuda. Una semana más tarde, llevé en mano la rogatoria policial, firmada por el jefe, a Sabino, el veterano agente de la estafeta:

 

-          Toma, Sabino, pero ya sabes –guiñé el ojo-, cúrsala por correo de urgencia.

 

     Contando con las prisas que le había metido y la tramitación en Colombia, pensé: hasta dentro de seis meses, por lo menos.

 

     Con efecto, en vísperas de cumplirse el cabo de año del pobre Jenaro Céspedes, nos llegó la misiva colombiana, en los términos por mí imaginados:

 

     Lamentamos comunicarles que no hemos podido atender su petición, dado que la doctora Alicia Velarde falleció en el Sanatorio Fuente de la Salud de Bogotá, el día 29 de septiembre del corriente año.

 

     Les aseguro que, al conocer la noticia, no sé si pudo más en mí la pena o el alivio. Una duda más que añadir al caso. Y ya saben ustedes que in dubio, pro reo. En masculino, en este caso.

 

 

2.  El amor robado

 

     Era mi primer destino, en una ciudad fronteriza de apabullante influencia militar – ustedes perdonen que no dé más detalles, por ahora-. Dio la casualidad de que el magistrado decano era natural de mi patria chica y teníamos conocidos comunes. Por cortesía, me presenté a saludarlo tan pronto tomé posesión en la Comisaría. Tal gentileza me dio muchos quebraderos de cabeza, gracias a los cuales puedo ahora contarles a ustedes la siguiente historia.

 

     Corría aquella época inestable y confusa del final del franquismo y la Transición. No era muy propicia –si es que alguna lo es- para hurgar en la vida cuartelera, ni para saltarse la cadena de mando. Por ello, me sentí inquieto al recibir el siguiente encarguito, por boca del inspector jefe de la Criminal:

 

-          Villares, que vayas a ver al magistrado Cerrón.  Tiene una investigación que encargarte.

-          ¿Personalmente a mí?

-          Pues sí, por extraño que parezca. ¡Como sois castellarenses los dos! Es algo relacionado con un soldado muerto en extrañas circunstancias.

-          No había oído nada sobre ello.

-          Un asunto muy chungo; así que no te arriendo la ganancia. ¡Ah! y que, aunque te lo comas tú solito, me informarás semanalmente sobre cómo va… Órdenes del comisario.

 

     Lo primero que se me ocurrió fue preguntar por el caso a los compañeros, pero algo me decía que lo mejor era alejarme de aquel ambiente. Me fui a la hemeroteca de El Faro y, sin revelar mi identidad profesional, me empapé cuanto pude del asunto en una tarde. En principio, el tema no me atrajo en absoluto, pues tenía que ver con un joven militar, fallecido por suicidio mucho tiempo antes. Luego, se habían propalado rumores, en el sentido de que al recluta aquel lo habían suicidado.

 

     El señor Cerrón –don Armando- me presentó la tarea en su despacho:

 

-          Verás, desde hace muchos años, se ha venido hablando de una muerte criminal disfrazada de suicidio, pero eran rumores que nadie se atrevía a analizar, por miedo a la reacción de los militares…

-          … Y porque, seguramente, sería competencia de la jurisdicción castrense.

 

     Su señoría se echó a reír:

 

-          Veo que estás muy puesto. En efecto, ese es un motivo más para que nos mantuviésemos al pairo. Pero ahora los familiares nos han pedido la reapertura del caso y solicitado exhumación y autopsia. Lo que pasa es que, entre unas cosas y otras, el caso está a punto de prescribir y ahora no será fácil adquirir con certeza los datos y detalles.

-          Tiene usted razón, don Armando. A propósito, ¿por qué me encarga usted a mí el asunto, de manera personal? Se sale de lo corriente y no les ha gustado a mis superiores.

-          Precisamente, por eso mismo. Necesito alguien de entera confianza, sin condicionantes en esta plaza y con una buena formación jurídica. Y arréglatelas como puedas, pero no informes del avance de tus investigaciones más que a mí. Entretén a tus jefes con titubeos y cosas superficiales: lo importante, solo a mí. No lo olvides.

-          Está bien; pero écheme una mano si me vienen mal dadas.

-          Descuida. Si hace falta, tengo amigos en la Dirección General de Seguridad. Eso sí, trabaja rápido que –como te decía- los veinte años del suceso no tardarán en cumplirse[2].

 

***

 

        En el caso del arquitecto y la profesora, me fui de la lengua con ustedes demasiado pronto. Ahora, para compensar, les tengo en ayunas de los datos más básicos. Esto no puede seguir así. Presten, pues, atención a lo que voy a revelarles.

 

     El soldado Adolfo López Salazar, riojano de familia de agricultores, había sido destinado a C., para cumplir la mili en infantería, allá por los años cincuenta. Decían que era un tipo con pinta de actor de cine: alto, guapo, moreno de ojos verdes, simpático y con muy buena voz. El chico tenía alguna experiencia como barman y, entre unas cosas y otras, acabó haciendo horas extras en el casino militar, con un destino cómodo de ayudante en el botiquín del cuartel. A partir de ahí, empezaban las habladurías, encaminadas todas ellas a poner de manifiesto que el chaval se había dejado querer, o se había convertido en un ligón; de tal modo, que un día fue sorprendido en actitud muy cariñosa con la mujer de un capitán, a cuya casa había ido para llevar medicinas –según unos- o a poner una inyección, según otros. No haré comentarios.

 

     Los rumores seguían, indicando que Adolfo había acabando ennoviando con la hija de un jefe militar, la cual se enamoró de él de manera apasionada. No había datos concretos, ni de la graduación del padre, ni de la identidad de la hija. Existían notables discrepancias sobre los motivos principales por los que la familia de ella veía la relación con muy malos ojos. Aludían unos a la baja extracción social del soldado; alegaban otros que la moza era poco más que una niña; otros, en fin, apuntaban a que ya estaba comprometida con un joven oficial, a quien llevaban los demonios que le birlase la novia un recluta. Ya digo, todo muy vago e impreciso, y con casi veinte años encima, para complicar más aún las concreciones.

 

     En lo que sí había acuerdo es en que, por evitar problemas, los superiores del soldado habían tramitado su traslado a Madrid, para cumplir el año que aún le quedaba hasta licenciarse. Días antes de la partida, el chico había tenido una fuerte discusión, más o menos violenta, con otros soldados, estando en el patio del cuartel. Poco más tarde, a eso de mediodía, un teniente lo había encontrado casi desnudo, en los retretes del botiquín, con la cadena del wáter enroscada al cuello, sin dar señales de vida. Al día siguiente, sin hacerle la autopsia ni dejar ver su cadáver a los soldados amigos, el cuerpo había sido enterrado en la zona civil del cementerio, dado que la normativa canónica impedía entonces enterrar en sagrado a los suicidas. Y eso era todo, cuando me hice cargo de la investigación, con el celo y la inexperiencia de mi primer caso complicado y de cierta importancia.

 

***

     Una exhumación no es, desde luego, plato de gusto, pero alivia bastante que el cadáver lleve muchos años bajo tierra. Aquella presentaba algunas dificultades de identificación, pues le habían enterrado sin lápida y con desgaire. No obstante, la familia no tuvo dudas:

 

-          Es Adolfo, con total seguridad. Le falta solo la tercera muela de arriba.

-          Y el calzoncillo. Lleva cosidos los botones que, para mayor refuerzo, le ponía mamá.

 

     La verdad es que daba pena de ver aquellos despojos, con la ropa interior por toda mortaja.  El cuñado agregó:

 

-          Además, el brazo roto, como nos habían dicho. Y tiene que tener rota la cabeza.

 

     En efecto. El húmero derecho aparecía roto por su tercio medio. El forense habría de concluir sobre la causa, pero no parecía plausible la hipótesis de una fractura post mortem. Ante la alegación del hermano político, me adelanté y volví hacia mí el cráneo: en la zona parietal izquierda presentaba una fractura longitudinal, estrecha y como de unos tres centímetros. El forense me susurró al oído:

 

-          Es como si le hubieran golpeado con un objeto cortante…, o se hubiese dado al caer con un bordillo, o algo así.

 

     El médico legista se quedó a solas con los restos de Adolfo en el depósito, mientras yo aprovechaba para interrogar a los familiares. Había una primera cosa que aclarar, evidentemente:

 

-          Estaban haciendo la mili con él otros dos chicos de Arnedo. Nunca se atrevieron a decirnos lo que habían oído, por no meter la pata ni trastornarnos. Pero, claro, cosas así es imposible ocultarlas para siempre y, al enterarse de que veníamos a esto, nos dijeron: mirad si tiene roto un brazo y una fractura en la cabeza, pues se corrió por el cuartel que murió de una paliza.

-          Ya. ¿Y no sabrán ustedes quién y por qué se la propinó?

-          Sobre lo primero, no tenemos seguridad. En cuanto a los motivos, porque dejara a la novia hubo de ser.

-          Pero ya no era necesario. Lo iban a trasladar a Madrid a la semana siguiente.

-          No era bastante para la chica. Cuando se enteró, se puso como loca y les dijo a todos que lo seguiría hasta el fin del mundo, si era preciso. Adolfo no sabía cómo quitársela de encima, para evitarse las funestas consecuencias.

 

     Era cuanto podían decirme, sin entrar en elucubraciones. Tan solo pregunté:

 

-          ¿Me pueden indicar la identidad y paradero de los compañeros de Adolfo?

 

     Se miraron entre ellos. Finalmente, un hombre de mediana edad contestó:

 

-          Uno ya ha muerto, pero yo soy cuñado suyo y doy fe de cuanto aquí se ha dicho. En cuanto al otro, hablaré con él y lo prepararé, para que no le pille de sorpresa y se le cierre. Llámeme dentro de unos días: aquí tiene mi tarjeta.

 

***

 

     El magistrado Cerrón recibió mi informe con aire de estar al tanto de casi todo:

 

-          Fernando Villarrubia, el forense, me ha adelantado las conclusiones de la necropsia, que coinciden con las sospechas de los familiares. Además de esas dos fracturas, tenía un par de costillas rotas. Vamos, lo suficiente para sospechar con fundamento que le dieron una gran paliza.

-          Y, luego, las prisas por enterrarlo, como de tapadillo. Eso sí, con la cadena del wáter en la caja y vuelto boca abajo, como si se tratara de un suicidio de libro.

-          Bien, amigo subinspector, antes no teníamos nada y ahora ya tenemos muchas dudas. Es evidente que vamos progresando.

-          Tal vez, si me desplazase hasta Arnedo para hablar con ese sujeto que levantó la liebre…

-          Calma, calma. Antes de hacer turismo, agota la investigación acá. Sería interesante localizar a los esbirros que le dieron la paliza y sonsacarles lo que se pueda acerca del encarguito. Voy a darte un nombre y una dirección, como en las películas. Ve allá y entrevista al imán Ben Mimoun. Lo que él no sepa…

 

     Mehdi ben Mimoun resultó ser un antiguo oficial de las tropas regulares. Había luchado en nuestra guerra civil, donde alcanzó los galones de sargento. Se reenganchó al terminar la contienda y, en tiempos de la mili de Adolfo, era capitán en su mismo acuartelamiento. Al jubilarse, lo había llamado la religión y actualmente era uno de los imanes más respetados de la ciudad. Al presentarme de parte del cadí Cerrón y exponerle mi encargo, me dio toda clase de facilidades… menos la de identificar a posibles culpables.

 

-          Creo haber conocido al difunto Adolfo, como guitarrista y cantante en el Casino. Desde luego, no estuvo a mis órdenes pues, aunque compartíamos edificio, él era infante y yo capitán de una mía de Regulares[3]. Sí que estuve al tanto del caso, pues el comandante que gestionó el frustrado traslado a Madrid era amigo mío. Por lo demás, lo único de interés que puedo contarle lo supe, por así decir, como secreto de confesión. Años después del suceso, un musulmán de aquí, cabo primero veterano en el regimiento del jotero –como coloquialmente apodaban a Adolfo-, me relató, arrepentido, que, entre él y otros más, le habían dado una buena paliza en el cuartel el mismo día de su muerte.

-          ¿Le dijo algo sobre que la zurra fuera por encargo?

-          No es esa la conclusión que yo saqué. Más bien supongo que se la tendrían jurada por niño bonito, o por líos de faldas, y quisieron desquitarse antes de que se marchara.

-          ¿Cómo sabían que se iba a Madrid?

-          Porque en los cuarteles todo se sabe. Además, tendría que preparar el petate, conseguir el pasaporte y todas esas cosas.

-          ¿Y la paliza llegó hasta el extremo de matarlo?

-          Todo cuanto puedo decirle se reduce a que la solfa se la administraron en el patio del cuartel y que, de las resultas, la víctima cayó al suelo. Si fue por su pie hasta el botiquín, o si lo llevaron y simularon el suicidio, es cosa que desconozco.

 

***

 

     Para no tener que sincerarme con mis jefes, les pedí un permiso de una semana, por asuntos familiares. Debían estar disgustados conmigo pues me concedieron uno de tres días, y gracias. Sumados al fin de semana, alcanzaban lo suficiente para llegarme hasta Arnedo y volver, parando unas horas en Madrid, para lo que ustedes sabrán, si continuaren leyendo esta historia.

 

     Dositeo Campo se había convertido en un importante empresario del calzado, pero su apariencia y formas seguían siendo las de un rústico. Para empezar, intentó denigrarme:

 

-          Así que la Justicia ha decidido tomar cartas en el asunto, cuando ya nada puede hacerse. Y, para colmo, le confían el caso a un jovenzuelo.

-          ¡Oiga, oiga! Si el asunto no se ha investigado antes, se debe a que personas como usted estuvieron bien calladitas, mientras en política pintaron bastos. En cuanto a mi edad, no creo que tenga nada que ver con mis capacidades. Hay viejos que son unos completos mastuerzos.

 

     El zapatero recogió velas:

 

-          En fin, todo sea por Adolfo y su familia. Le contaré cuanto sé, y bien que lamento que Zacarías muriera hace dos años. Él sí que estaba al corriente.

 

     En aquel momento, entró en la sala su esposa, quien me había abierto la puerta, decidida a tomar parte en las revelaciones. El marido relató:

 

-          Adolfo era un chico abierto y muy alegre. Cantaba como los ángeles y tenía mucho éxito con las chicas…

-          ¿Y con las mayores? Se dice que tuvo algo que ver con la mujer de un oficial.

-          La verdad es que algunas lo perseguían. Es que era un real mozo –terció la esposa-.

-          Puede que algo hubiera –agregó Dositeo, mirando ceñudo a su contraria-. Pero él no tenía ojos más que para Dorita, la hija del comandante Prados. Bueno, y ella para él.

-          ¿Llegaron a hacerse novios, o a tener relaciones íntimas?

-          ¡Vaya con el policía! Como que me iba a contar a mí esas interioridades, si se hubieran producido. Yo lo que sé es que salieron juntos bastantes veces y que estaban muy amartelados. Por lo demás, sus padres estaban encima y procuraron quitárselo a ella de la cabeza y, a él, hacerle la vida imposible.

-          Dicen que había un oficial, que también estaba por la moza…

-          ¡No! La chavala era muy joven, como de unos diecisiete, y no había salido antes con nadie.

-          Si tan joven era, ¿cómo es posible que hablara de irse con él a Madrid, sin autorización paterna?

-           Ya ve, una locura. Llegó el momento en que Adolfo estaba muy preocupado por su seguridad y quería darle esquinazo, pero ni por esas.

-          Bien, dejemos ese tema. ¿Qué me dice de lo de la paliza y la muerte?

-          ¡Qué le voy a decir! Lo provocaron a una pelea y, como castigo, lo metieron en el calabozo… y ya salió muerto de allí. Se puede figurar…

-          ¿Cómo que en el calabozo? ¿No fue el jaleo en el patio del cuartel?

-          No, no, lo llevaron detenido la tarde anterior. Por eso, cuando nos enteramos de la muerte, sospechamos lo peor.

-          Cuando se enteraron… ¿Se lo dijeron inmediatamente?

-          ¡Qué va! Nos informamos por radio macuto. Quisimos verlo y nos lo negaron. No hubo capilla ardiente, ni entierro, ni nada. Como lo quisieron presentar como un suicidio, lo sepultaron de cualquier manera. Fuimos los compañeros los que, días después, pusimos una cruz de madera sobre la tumba.

-          Y lo de haber aparecido en el retrete del botiquín con la cadena de la cisterna enrollada... Allí lo vio un teniente y dio la voz de alarma.

-          ¡Un cuerno! Se les fue la mano con la paliza en los calabozos y lo subieron al botiquín, seguramente ya sin vida. Luego, montarían todo ese teatro. ¡Un teniente! ¡Menudo testigo! ¿Qué pintaba un teniente sano yendo a cagar al wáter de la enfermería?

-          ¿Un cafetito, señor?, ofrecióme la zapatera, como tratando de suavizar las iras de su marido.

-          Muchas gracias, pero se me ha hecho tarde y no quiero desvelarme.

-          Más le valdría estar bien despierto –refunfuñó el áspero Dositeo-; si no, lo engañarán como a todos.

 

***

 

     Dije antes que pensaba hacer una parada en Madrid. Dorita Prados tenía la culpa, como antaño la tuvo de los sufrimientos de su amado Adolfo. Según mis indagaciones, vivía con su marido e hijos, así como con su madre viuda, en unas casas militares frente a la Virgen de Atocha. Tratando de desahogarla, quedé citado con ella en la cafetería de un hotel próximo. Me prometió llevar un vestido de cheviot rojo a cuadros, para facilitar la identificación. Yo me ofrecí a llevar una boina, cosa inusual en mí.

 

     Para facilitar sus improbables confidencias, tras un breve preámbulo en que me atreví a loar su buena presencia, le propuse:

 

-          Dori, vamos a hacer un trato de honor. Yo le digo todo cuanto sé del caso y usted se limita a confirmar o desmentir las informaciones que tengo a priori, muchas de ellas, contradictorias.

-          ¡Cuánto me agradaría poder ayudarle, por la memoria del pobre Adolfo! Pero yo misma estuve engañada y, cuando me enteré de su muerte, estoy segura de que me contaron las cosas de la manera que me hiciera menos daño.

-          Según eso, ¿no estuvo usted informada desde el primer momento?

-          ¡Qué va! Mi padre, que en Gloria esté, me hizo creer que habían metido a Adolfo en el barco, anticipadamente, camino de la Península y con el consejo de que no intentase ponerse en contacto conmigo o lo pasaría mal. Entre esa amenaza y que él no se dignase escribirme, me sentí muy triste, pero no me decidí a hacer mayores averiguaciones. Y así seguí allí, más o menos, durante un año, en que me mandaron a casa de unos tíos, para estudiar en Sevilla el último año del bachiller.

-          Luego, tenía…

-          Dieciséis años: una chiquilla, pero con mucho carácter.

-          ¿Cómo se enteró?

-          Año y medio después, en vacaciones de verano. Se me ocurrió pensar en voz alta que Adolfo ya habría acabado la mili y qué sería de él. La criada estaba presente y se echó a llorar de pronto. Todo lo que pude sacarle es que mi novio había muerto en unas maniobras, cerca de Madrid. Figúrese. Yo no me lo creí del todo y empecé a preguntar directamente a unos y a otros, hasta que me confesaron la verdad.

-          ¿La verdad?

-          Que él había muerto en la misma C. y que lo habían enterrado poco menos que de tapadillo, para no dar que hablar. Por lo demás, me dieron tres o cuatro versiones diferentes: que si suicidio; que un accidente con el mosquetón; una pelea entre soldados borrachos… Este es el día que no sé a ciencia cierta lo que sucedió.

-          Y, claro, habrá sufrido usted mucho por ello.

-          ¿Me creerá si le digo que podía más en mí la curiosidad y la rebeldía que el dolor por su pérdida? Pasé casi dos años creyendo que se había burlado de mí, que me había olvidado, que había huido cobardemente. En fin, después era tarde, demasiado tarde. No iba a pasar la juventud y la vida llorando por él. Eso sí, no volví a confiar en mis padres y decidí hacer mi vida al margen de sus consejos y convicciones.

-          No obstante lo cual, acabó casándose con un militar.

 

     Dori sonrió:

 

-          Pero no del gusto de papá. Este es un jurídico con ideas bastante avanzadas: de izquierdas, podríamos decir.

-          ¿Lo conoció usted en C.?

-          ¡Uf, ni loca! Coincidimos en Burgos, cuando debuté allá como archivera. Tenemos dos hijos, ya mayorcitos, y a mi madre con nosotros.

 

     Durante unos momentos, nos dedicamos a dar buena cuenta de las aceitunas y las patatas fritas. También el flujo de gente por la avenida parecía concitar nuestra atención. Fui yo, finalmente, quien rompió el silencio:

 

-          Entonces, ¿no puede darme más detalles sobre la muerte de Adolfo? ¿Cuál sería, según usted, la hipótesis más plausible?

-          Inspector Villares, quedamos en que las hipótesis las formularía usted y yo me limitaría a apoyarlas o rechazarlas. No obstante, voy a serle absolutamente franca. No creo en el suicidio, no creo que mi padre llegase hasta ciertos extremos y, en fin, no creo que merezca la pena remover el lodazal a estas alturas. Y, si no tiene más que tratar…

-          Nada más. Le agradezco su gentileza y le informaré de lo que decida el magistrado al cargo de la instrucción del caso.

 

     Nos despedimos a la puerta de la cafetería y tomamos sentidos opuestos. Cuando se alejaba, me pareció ver que se llevaba un pañuelo al rostro. Me habría gustado creer que el triste destino de Adolfo  todavía merecía alguna lágrima de aquella a quien robaron su primer amor.

 

***

 

     El magistrado Cerrón había terminado de leer mi informe. Se quitó las gafas y sonrió beatíficamente:

 

-          Pepe, si no fuera por el paisanaje que nos une, te echaría una bronca de las que me han hecho famoso entre tus colegas. Me has dado un dossier que más parece un compendio de dudas, hipótesis y opiniones. ¿Qué rayos quieres que haga con esto? Se supone que los policías tienen que ser claros y expeditivos. Es a los jueces a quienes nos corresponde ponderar, vacilar y dejarnos vencer en ocasiones por la incertidumbre.

-          Perdone, don Armando, pero yo no puedo presentarle a usted como cierto o unívoco lo que me resulta confuso y dubitativo. Le debo sinceridad y buena fe. Por otra parte, era de esperar el resultado, a juzgar por el tiempo transcurrido y el deseo de casi todos de enterrar el asunto.

-          ¿Y qué le digo yo a la familia? ¿Abro –o reabro- el caso, o lo entierro, como dices?

-          La verdad, don Armando, yo no creo que haya caso; ahora que, si es por complacerlos…

-          ¡Complacerlos! ¿De cuándo acá se instruye un sumario por complacer a nadie? Si quieres que los complazca, tú mismo puedes encargar para el finado un panteón esculpido en mármol de Carrara.

 

     Descarté inmediatamente la sugerencia, dado lo magro de mi sueldo, y me puse en pie, presto a despedirme. Cerrón esbozó el adiós con un gruñido. Ya en la puerta del despacho, me llegó la voz del magistrado, más templada y contemporizadora:

 

-          Agente, yo en su lugar habría hecho lo mismo. Así que a seguir así… y cuidado con los sofiones del comisario.

    

 

3.  El amor comprado



     Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había sacado la pasta aquella mujer, pulcra y simpática. Unos decían que un lejano pariente, boticario rural, la había nombrado su heredera universal. Otros, que había sido esposa de un magistrado, del que recibía desde su divorcio una importante pensión compensatoria. Otros, en fin, cotilleaban en voz baja que había ganado bastante dinero mercadeando con influencias desde su modesta pero influyente plaza en la Administración. De esto último no me cabían muchas dudas pues, aunque ella hubiese dicho de sí misma que estaba excedente, bien sabía yo que, unos años antes, había sido expulsada del Cuerpo, por estafa y tráfico de influencias. Como tampoco se me ocultaba que la señora había comerciado con el alquiler de una vivienda de protección oficial, hasta que se descubrió el pastel y le pusieron una multa importante. Ahora andaba de casa en casa, arrimada a la familia, que hermanos cariñosos no le faltaban.

 

     Ya se habrán figurado ustedes que mi razón de ciencia no era otra que la de haberme encargado de esclarecer la muerte de doña Remedios, cuando estaba a punto de jubilarme y entregar mi tiempo a coleccionar discos de vinilo, mi afición favorita. El caso estaba tomando unas proporciones escandalosas, que propiciaban el encomendarlo a un poli experto y que, a punto de retirarse, no le preocupase en exceso el qué dirán. Así lo dio a entender el comisario, al hacerme el encargo:

 

-          Pepe, no tengo más remedio que pedirte este favor, antes de que te jubiles.

-          Pero, ¿no es asunto de la Guardia Civil? Pues que se lo coman entre ellos, los fiscales y el juzgado, que parecen andar todos a la greña.

-          No se trata de que figuremos en primer plano, sino de echar una mano a un compañero y, de paso, evitar que le carguen el muerto –la muerta- por esas puñeteras piquillas que tenemos entre unos y otros.

-          Perdona, jefe, pero creo que te estás implicando en exceso por un colega, al que echaron del Cuerpo Nacional por maleante y que, de entonces acá, no ha hecho más que dar tumbos y ganar antecedentes penales.

-          No seas así, hombre. Recuerda los excelentes servicios que prestó cuando era un GEO[4]. Y ya sabes que le debo una y quiero pagársela con tu ayuda, informal y reservada.

 

     El comisario se refería, sin duda, al día en que Pedro Mary –el garbanzo negro policiaco- salvó de perecer ahogado a Felipín, el hijo del jefe, en la playa de Toró, bastantes años antes. Así que le di mi aquiescencia, a condición de que me trasladase a un destino más cómodo las pocas semanas que me quedaban de servicio activo. Si el favor mereció, o no, la pena, es algo que no me corresponde juzgar. Mejor les cuento lo que averigüé, haciendo lo que un investigador no debe permitirse nunca: poner las pruebas y las dudas al servicio de una tesis previa, no al de la verdad.

 

***

 

     Muchas coincidencias tendrían que haberse dado para que un policía de mal vivir y a la cuarta pregunta se topase con una señora en buena posición y que frecuentaba ambientes de postín. Pero dicen que el amor todo lo puede y, en este caso, flechas no le faltaban. Para empezar, Remedios –Reme-, aunque ya había cumplido los cincuenta, era un verdadero bombón, al que nadie le habría echado más de la cuarentena. La chica tenía buena salud y se cuidaba de miedo: peluquería, manicura, maquillaje, dieta, deporte… Por su parte, Pedro Mary, unos años más joven que ella, conservaba ese porte atlético y bronceado, adquirido en muchos años de entrenamiento y ejercicio. Y, si ella era divorciada y con los hijos en poder de su exmarido, tampoco Pedro tenía mucho compromiso familiar, pues los retoños eran ya mayores y su esposa, para él, un cero a la izquierda.

 

     Acabo de decir que Reme tenía buena salud. No es del todo exacto: debería haber aclarado que en lo físico. En lo mental, dejemos que nos informe Benigno, el simpático portero del inmueble en que la señora vivió en Oviedo, hasta que se fue a vivir con una hermana a Luanco:

 

-          Siempre fue muy fantasiosa: que si su familia, que si su fortuna… Yo le decía: doña Reme, no ande usted por ahí alardeando, que uno nunca sabe. Después, empezó a alterarse cada vez más. Bebía bastante y llevaba muy a mal las dificultades casi insalvables para ver a sus hijos. Y luego, la bomba: el juicio por estafa, la pérdida del trabajo y todo eso. Estaba ausente de la casa a temporadas. Finalmente, me confesó que seguía curas de no sé qué terapias psicológicas o psiquiátricas. Yo le mandaba la correspondencia a un apartado de Pola de Lena; así que por allí estaría el sanatorio, o lo que fuese.

 

     De modo que ya teníamos algo para igualar –por así decir- el mal currículo del policía a proteger, con el de su presunta víctima. Pero aún faltaba escrutar los caminos por los que Cupido había reunido a la pareja. Siempre hay un roto para un descosido –dicen-. En este caso, fue Remedios quien tomó la iniciativa de la costura:

 

     Viuda de cuarenta años entablaría relación sin compromiso con varón de similares características, que viva en la zona central de Asturias. Teléfono…

 

     Más o menos, ese era el tenor del contacto que nuestra solitaria amiga insertó en una publicación especializada… de Madrid. Pedro Mary, aunque residente en Mieres, no dejó de leer el aviso y se puso en comunicación con la anunciante, con un resultado positivo que el tiempo se encargaría de amargar.

 

     Para seguir el hilo de aquella relación, el susodicho portero me fue de poca utilidad:

 

-          Doña Reme, de aquella, ya había dejado esta casa; según decía, porque se encontraba muy sola. Yo creo que el dinero de la herencia del farmacéutico iba ya de capa caída y por eso…

-          ¿La viste alguna vez con el policía de marras?

-          No. Vino alguna vez por aquí, en busca del correo que le seguía llegando, pero siempre sola.

 

     No había forma. Parecía no haber testigos de los meses de felicidad de la pareja, que algunos había habido. Al fin, di con la respuesta, gracias al encargado de un bar de Mieres, en que paraba bastante el tal Pedro Mary:

 

-          Lo que es, en Asturias no los va a encontrar. Pedro se largó a Madrid con la querida. Tanta pasión y deseo de soledad me parecieron extraños en él. Tampoco es que quisiera ocultarse, pues a su mujer la tiene ya muy acostumbrada a aguantar y callar. La verdad, ni me lo explico ni, por supuesto, se lo he preguntado nunca. Ya sabe el genio que tiene. Es más, si llega a saber que hablo de esto con usted…

-           ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

-          Unos cinco meses. Cuando volvió, las cosas debían haberse torcido, pues se le notaba de mal humor y nunca hablaba de ella. En fin, ¿qué quiere que le diga?

-          Pues, por ejemplo, si usted cree que…

-          En absoluto. Es posible que Pedro, si vienen mal dadas, pueda cargarse a un tipo que le busque las cosquillas, pero a una mujer… No, no lo creo.

 

     Con toda discreción, pedí a un compañero de Madrid que reconstruyera en lo posible la vida de Reme y Pedro en la capital de España. La indagación resultó frustrante. Parecía como si la pareja se hubiese limitado a pasar en la villa unas largas vacaciones. Vivieron en un hotelito de la zona de Argüelles; frecuentaban dos o tres pubs; hicieron excursiones… y abrieron un par de cuentas indistintas, en que los ingresos y transferencias eran siempre a cargo de la señora, siendo las extracciones en beneficio del caballero. ¿Total? Unos doscientos mil euros; vamos, a razón de más de mil eurillos diarios. No es extraño que la economía de doña Remedios fuera de capa caída. Pero, ¿y la parte sentimental? Era lo más entretenido del resumen de mi colega:

 

     Me dicen los empleados del hotel que, en un principio salían poco y gemían mucho, como las parejas recién casadas (¿). Poco a poco, fueron menudeando las escapadas nocturnas y las excursiones. A ella se la veía más dejada y, en ocasiones, parecía disimular algún arañazo o hematoma, como si hubiese malos tratos, aunque solo recuerdan un par de discusiones serias. Al final, él salía casi siempre solo y ella se recluía en la habitación o iba a tomar copas a establecimientos próximos. Creen que ambos bebían bastante, pero a ella se le notaba mucho más.

 

-          ¿Qué tal va la investigación?, me preguntó el comisario. ¿Haces progresos?

-          Poca cosa que no figure ya en el sumario y sepan hasta los periodistas. Pero no pierdo las esperanzas de encontrar fisuras en la tesis de culpabilidad.

-          Eso sería bastante tratándose de un juicio con magistrados, pero con jurado…

-          ¡Qué quiere, jefe! Ya sabíamos que Pedro Mary era una joya. Ahora se trata de colocar a su mismo nivel a la difunta y, si se tercia, a la Guardia Civil y a las Acusaciones.

-          Exactamente, que aflore la basura y ventilador a todo trapo.

 

***

 

     Se preguntarán ustedes por qué no me entrevistaba por Pedro Mary, cuando se trataba de preparar su defensa, o poco menos. La verdad es que el tal no es santo de mi devoción y, por otra parte, me llevaban los demonios por actuar de machaca de mi comisario en un asunto que estaba empezando a caldearse. En efecto, a esporádicas alusiones periodísticas, habían sucedido con el tiempo tensiones institucionales, artículos sensacionalistas y la curiosidad desinformada de blogueros y páginas web. Resumiendo las posturas, la Guardia Civil creía a pies juntillas en la culpabilidad de Pedro, los jueces vacilaban y los fiscales tenían diversidad de opiniones; los abogados, por supuesto, a lo suyo.

 

     Creo llegado el momento de exponer los principales acontecimientos anteriores al día de la muerte de Reme, tal y como maliciosamente los exponían quienes querían encontrar un motivo para crucificar a su amigo. A mí, que soy bastante cinéfilo, me recordaban los que trata la gran película de cine negro, Perdición[5], cuyo visionado les recomiendo. Pero a lo que iba:

 

  • De retorno a Asturias, Reme se mostraba evasiva y temerosa. Salía poco de casa, siempre acompañada; rehuía encontrarse con Pedro y, si no tenía más remedio, lo hacía en algún lugar público; finalmente, abandonó la casa de su hermana en Luanco y se fue a vivir con un hermano, en Olloniego, una localidad histórica y minera en los alrededores de Oviedo. El tal hermano, minero jubilado, era un mulo, físicamente hablando; de donde podría inferirse que, con su proximidad, la señora buscaba protección.
  • Pese a que las relaciones amorosas estaban formalmente rotas, la procesión iba por dentro; solo que, en opinión de unos, era un malestar fruto del temor, mientras otros entendían que Reme seguía estando por los bíceps –y algo más- de Pedro. El hecho es que la moza continuaba sangrando sus cuentas corrientes, acudiendo a los bancos en unión de su antiguo novio. Algunos oficinistas –tan maledicentes como ineficaces- me hicieron llegar la especie de que doña Reme parecía coaccionada, como si nos suplicase en silencio que no le diésemos el dinero que solicitaba. Yo callaba y atesoraba munición, para el caso de que aquellos inútiles fueran llamados a juicio a testificar contra Pedro, si se llegaba tan allá.
  • Mi anterior referencia a Perdición tiene que ver con la espectacular guinda del pastel de la sospecha. Resultaba que, un mes antes de su muerte, Reme había concertado un seguro de vida, cuyos beneficiarios eran sus hijos, salvo en caso de muerte accidental, en que lo era… ¡Pedro Mary! Si eso no es el colmo de la confianza y la irracionalidad, que venga Dios y lo vea. Quizá sea digno de poner de relevancia ante ustedes que la póliza, por valor de 250.000 euros, tenía una cláusula muy usual: la de que nadie vería un céntimo, si la víctima fallecía como consecuencia de suicidio.

 

     Valgan los puntos anteriores como resumen y vayamos, al fin, al llamado día de autos, o sea, a la jornada de primeros de agosto en que Remedios perdió la vida.

 

***

 

     Había sido un día radiante y caluroso, que invitaba a irse de playa. Eso es lo que hicieron Pedro y Reme, por insólito y extraño que parezca, pues no cabe ninguna duda de que la señora llevaba el bikini: es más, se lo puso sin la parte de arriba, nada más llegar a La Canal, una recoleta y bellísima playa del concejo de Llanes, que también les recomiendo, siempre que tengan cuidado y la cojan con marea baja. No son fáciles los accesos y está a una hora de Oviedo; así que ya fueron ganas de llegarse hasta allá para discutir los términos de la separación, según dijo Pedro. El caso es –y eso nunca él lo negó- que allí llegaron juntos en su coche, a eso del mediodía, y se quedaron en bañador, muy acaramelados, según un excursionista que dijo haberlos visto bajar hasta la playa, por el peligroso camino que hay desde lo alto del acantilado. Luego, a eso de la una y media, un pescador afirmó haber oído gritos de mujer –dos o tres-. Luego…, Pedro se largó de allí en su coche, dejando a Remedios enfadada y distante: Me dijo de malos modos que me marchara y la dejase sola, que ya llamaría a unos amigos que tenía en Honrubia para que fueran a buscarla. ¡Qué genio tenía! Y total, porque no llegamos a ningún acuerdo para volvernos a juntar.

 

     El excursionista (en realidad, la) y el pescador de caña se acogieron a la situación de testigos protegidos, pero la verdad es que sus declaraciones eran confusas y sus descripciones de la pareja, poco coincidentes con los personajes de nuestra historia. Claro que eran muy pocos los bañistas en aquella miniplaya, ni aun en domingo, como era el caso. Y, por otro lado, Pedro, ante la razonable probabilidad de que Reme hubiese contado a alguien con quien iba a ir, decidió dar la cara y presentarse a la Guardia Civil, tan pronto los periódicos dieron cuenta del luctuoso suceso. Eso sí, con un pequeño matiz, que podía ser su ruina:

 

-          ¿Qué oyeron gritos a la una y media de la tarde? Pues yo ya no estaba allí. Me había marchado a la una o poco antes.

-          ¿Seguro? ¿Cuál es el número de su teléfono móvil?

 

     ¡Arrea, pues no había recibido el borrico de él una llamada en las inmediaciones de la playa a las dos! ¡Y la había contestado! ¡Menuda baza, en manos de los picoletos! Una coartada falsa, nada menos. Era el agua lustral que purificaría todas las demás contradicciones y deficiencias de la investigación.

 

     Porque, lo que es mala intención, la había y a modo. Como el cuento aquel de que Reme se hubiese ahogado en una lámina de agua de medio metro de profundidad. Todos sabemos que la marea sube y baja, y los cuerpos inertes van y vienen. Armado de un calendario de mareas, pude constatar que, a las trece horas y treinta minutos del dos de agosto, la profundidad del mar en el lugar del presunto ahogamiento era de metro y medio. No es mucho, qué caramba, pero sí lo suficiente para ahogarse en aquella playita tan peligrosa, a poco que uno se descuide.

 

     Desde luego, a mí no me darán el Nobel de Literatura[6]. ¡Mira que haber dado por sentado que ustedes conocían el triste final de Reme! En fin, así es: La pobre señora se ahogó. Descubrieron su cadáver a las cuatro de la tarde, cuando el pescador que oyó los gritos vio a lo lejos el cuerpo y, sin más ni más, fue hasta el cuartelillo de Llanes a dar la voz de alarma. No tenía más ropa encima que el culote del bikini, ni más huellas de violencia que un enrojecimiento en la nuca, tal vez fruto de una modesta contusión. Con la ayuda de Pedro, se encontró un par de días después, en una cueva de los cantiles, el equipaje de Reme: sostén del bañador, ropa interior, vestido, bolso, dinero y demás pertenencias personales. El metálico ascendía a trescientos cuarenta y ocho euros con setenta céntimos.

 

     ¿Les cuento algo más? Por ejemplo, que las autopsias no hallaron huellas de violencia alguna en el cuerpo de Reme, aunque se le llegaron a practicar tres, sustancialmente coincidentes en sus conclusiones. O que, evidentemente, Pedro Mary no verá un euro del seguro de vida de Reme, ya porque lo consideren culpable de su muerte, ya porque juzguen esta fruto de un suicidio. Así que, de una forma u otra, el crimen no paga. Le habría valido más a mi desagradable excompañero de profesión haber desplumado a su palomita con más tiento. Le hubiera sido mejor… y más grato, pues la señora estaba de muy buen ver.

 

     Eso mismo le estaba diciendo al comisario, ante un vermú y gambas, después de entregarle mi opinión del caso, con los puntos débiles de la instrucción y las posibles líneas de defensa, si se llegaba a juicio. Mi superior parecía contento:

 

-          Con todo lo que has investigado sobre el pasado de la tal Remedios, las mareas y la peligrosidad de la playa, hay más que de sobra para que no condenen a Pedro.

-          ¿Tú crees? Recuerda que puede caer en las garras de un jurado y nunca se sabe.

-          Bueno, habremos hecho cuanto podíamos. El resto es cosa del defensor y de la suerte. Gracias por todo, Pepe.

 

     ¿Iba en aquel todo los treinta y tantos años de vida profesional? Si es así, le acepto la gratitud. Si es por aquel trabajito de última hora, que se las guarde. ¡Vaya una manera de acabar mi carrera!

 

 

4.  Epílogo



     Pepe Villares me dio a leer el manuscrito de estos relatos, a fin de que se lo corrigiera, a tenor del diccionario de la Real Academia y las normas ortográficas actualizadas. Como es natural, me dediqué más a paladearlo que a ajustarlo a las reglas de las Autoridades lingüísticas. Pero, la verdad, no me dejó buen sabor de boca. Así que le dije:

 

-          A propósito, Pepe, veo que todos esos casos, o están a medio resolver, o no se saca nada en limpio de ellos. ¿Fueron crímenes? En caso afirmativo, ¿quiénes eran los culpables?

 

     Pepe me miró con cierta displicencia y repuso:

 

-          Mi estimado amigo, con el poco amor que hay en el mundo, no querrás que lo desprestigie, tildándolo de mortal. Así que dejémoslo en muy peligroso.

-          Tienes razón: dejémoslo. Después de todo, tú mandas. Yo no tengo vela en estos entierros.

 
    

 



[1]  He recibido autorización de mis Superiores para publicar este relato a condición de alterar las circunstancias personales y no revelar el nombre del producto tóxico letal. Literalmente, me dijo el comisario: Pepe, no demos ideas.
[2]  Conforme al Código Penal de 1973, entonces vigente, el delito de asesinato prescribía a los veinte años de cometido. Si era un simple homicidio, el plazo se reducía a quince años. Se ve que el magistrado Cerrón sospechaba que hubiese podido haber premeditación, alevosía o ensañamiento en el hipotético crimen.
[3]  Unidad equivalente a la compañía. Era habitual que la mandase un teniente, no un capitán, como sucede en el Ejército con las tropas genuinamente españolas.
[4] Grupo Especial de Operaciones, policías de élite, para misiones de alto riesgo. Se hicieron famosos en la lucha contra la organización terrorista ETA.
[5]  El título inglés original es Double indemnity; película de 1944, dirigida por Billy Wilder, con memorables interpretaciones de Barbara Stanwyck, Fred MacMurray y Edward G. Robinson.
[6]  Curiosamente, un Nobel de Literatura (Gabriel García Márquez) siguió como periodista el caso de Wilma Montesi (Roma y alrededores, 1953), que tiene cierto parecido con el que nos está contando Pepe Villares. Si lo desean, pueden consultar, en este mismo blog, el relato Un caso de cine.