viernes, 25 de enero de 2013

EL MALEFICIO DEL GENIO




El maleficio del genio


Por Federico Bello Landrove


     Muchos son los relatos que tienen un cuadro o fotografía como objeto de atención, o protagonista inerte de la peripecia. En este caso, un amigo me pone sobre la pista de la desgracia que cayó sobre él, a consecuencia de un dibujo de Beethoven;  aunque, bien mirado, ¿tiene algo que ver el genio de Bonn en el suceso? Lean y juzguen ustedes mismos.




-          Ya conoces, amigo Federico, dos de mis debilidades. La primera, una falta total de habilidad para el dibujo. La segunda, mi entusiasmo por las obras de Beethoven. Ello era especialmente cierto en los años de mi adolescencia, cuando aún tenía recientes los sofocos para aprobar raspadamente la asignatura de Dibujo Lineal y todavía no había sustituido a Ludwig por Amadeus, en mi primacía de los compositores.

-          En efecto, Miguel. Conozco bien esas debilidades tuyas, pero supongo que no me habrás llamado para recordar lo ya sabido, sino para hacerme un encargo. Al menos, eso me dijiste por teléfono.

-          Tienes razón: vamos al grano, que tiempo habrá luego de explayarse.


     Desapareció de mi vista, pasillo adelante, para regresar a los pocos momentos con una especie de grabado, enmarcado en negro a la antigua y protegido por el consabido cristal. Un cordón blanco trenzado serviría para colgar el cuadro, caso de pretenderlo.


     Dejó el objeto sobre la mesa camilla a la que nos sentábamos, como si no quisiera más contacto o familiaridad con aquel, que los estrictamente precisos. Tomé, pues, la iniciativa de cogerlo y ponerlo frente a mí. Un Beethoven treintañero me contemplaba, con rostro sereno, cabellera crespa y paletó de cuello alto que dejaba asomar un corbatín de encaje. Insinué:


-          Me recuerda los retratos de la época de la Heroica.

-          Y no te engañas. Lo copié de la funda de un disco de la Deutsche Gramophon, que contenía una hermosa versión de la Tercera, dirigida por Markevitch[1].

-          ¿Que tú...?


     No terminé la frase de asombro, para mirar la firma, con letra clara, que acreditaba la autoría del presunto grabado. No cabía duda: M. Lafuente, y rubricada. Miguel sonrió con un deje de cansancio, o de tristeza, y respondió a la esbozada pregunta:


-          En efecto, yo, la persona de quien menos podías suponer que pudiese firmar un aceptable retrato, dibujado a tinta china y sin un solo borrón.


     Levanté la vista del cuadro y miré atentamente a mi amigo:


-          ¿Y se puede saber qué encomienda me vas a encargar, respecto de este Beethoven de tu mano?

-          Como tú, me quedé viudo hace unos años; solo que he decidido retirarme a una residencia. Tengo que levantar la casa, puesto que el piso es alquilado. Llevaré algunas cosas a mi minúscula habitación en el Hogar Nuevos Horizontes y, en cuanto al resto, mis hijos se lo repartirán o lo tirarán a un contenedor. Pero esto...

-          No me vas a decir que has decidido legármelo en vida.

-          Pues, sí. Quiero que tengas un recuerdo mío, en aras de nuestra vieja amistad. Y que haya pensado en este modesto dibujo no responde, solo, a tu amor por la música, sino a la historia que hay tras él.

-          ¿Historia?

-          Por supuesto. Voy a contártela y así podrás calibrar la importancia que tiene para mí. Luego, si el relato te incomoda, no tienes más que rechazar gentilmente el regalo y procuraré reemplazarlo por algo menos inquietante.


     Volvió a desaparecer bruscamente de mi vista, para retornar con un par de cervezas y unos cacahuetes, por lo que colegí que la historia iba a ser un poco larga. Espero que no se les haga tal a ustedes, aunque no tengan a mano frutos secos y una bebida fría. Vamos allá.


***


     Has de saber –comenzó Miguel- que mi vida sentimental no tuvo un buen principio. Cual hermosa manzana del Árbol de la Vida, cayó en nuestras manos quinceañeras el fruto de un amor, tan tierno e inexperto como todos a esa edad, pero con el buen fundamento y futuro que nos brindaba la armonía de caracteres y la existencia de sólidos lazos de amistad entre nuestras familias. Vamos, lo que suele decirse un amor para siempre, o estar hechos el uno para el otro.


     Con cierta cursilería, he empleado el símil del árbol inocente del Paraíso. Otros debieron entender que el fruto procedía del maléfico de la Ciencia del Bien y del Mal. Quiero decir que, aprovechando la proximidad entre las familias y nuestra propia debilidad, se interfirieron en aquella unión incipiente, de todas las formas posibles: quien, reprochando su prematuridad; quien, el riesgo para la moral; unos, animando a no cejar en el empeño; otros, minimizando nuestras virtudes y exaltando las imperfecciones. Aquella orquesta disonante de sujeciones y de impulsos vino a resultar fatídica para personas tan jóvenes, de sentimientos inexpertos. Ella, de forma paulatina y yo, tajantemente, cedimos en nuestro afecto o, cuando menos, en su armonía y manifestación. El futuro no estaba aún escrito, pero el presente había sido aniquilado.


     La música clásica, entonces apenas comprendida, era mi mayor solaz y consuelo. De entre los pocos discos que oía una y otra vez, los orquestales de Beethoven me llegaban al corazón y evocaban mi felicidad perdida. El dulce adagio del concierto Emperador significaba en mi corazón los paseos con mi amada junto al río, majestuoso y profundo; pero era de la Heroica la armonía, violenta y versátil, que mejor cuadraba a mi estado de ánimo y con la fuerza que yo necesitaba, pero estaba lejos de poseer. Y cada vez que tomaba el disco, o lo guardaba en su estuche, el rostro del genial compositor, embellecido respecto del retrato original, me miraba, olímpico y cercano, sobre un fondo de columnas dóricas.


     ¿Qué me impulsaría a emplear parte de las vacaciones de Navidad de aquel año en reproducir la imagen? Tal vez, el hecho de que esta resultaba sencilla de perfilar, con sus manchas negras y espacios blancos, estrictamente bidimensional. El hecho es que tomé una lámina sobrante de mis lecciones del bachiller y, primero a lápiz, con tinta china después, emprendí la ímproba tarea de crear mi Beethoven. Yo mismo me iba admirando de lo bien que quedaba, habida cuenta de que el Señor apenas me dio las manos para acariciar y, si acaso, para escribir.


     Creo recordar que era un domingo gélido y nublado. Mis padres habían salido con el confesado objetivo de ir a misa. Se conoce que la liturgia les inspiraría la fraternal idea de ir a felicitar las pascuas a aquellos amigos de siempre, ahora un poco distantes con las fricciones y discrepancias por sus hijos. Intuyo que la iniciativa sería bien recibida de adverso –como dicen los abogados-, porque sonó el teléfono y, por él, la voz sonora de mi padre:


-          Miguel, estamos en casa de los de Alvarado. ¿Por qué no te vistes en un momento y vienes tú también a saludarlos?


     Aunque supongo que me quedaría atónito y deseando decir que sí, recuerdo que mi respuesta fue evasiva. Mi padre –cosa rara- insistió:


-          Anda, hombre. También está aquí la hija.


     Aquello fue demasiado. Los mayores daban y quitaban a voluntad; así, de golpe y porrazo, sin más, por un capricho navideño. Y, además, estaba Beethoven, mi amigo, mi líder, cuyo retrato estaba en trance de acabar aquella misma mañana:


-          Que no, papá. No me apetece salir ahora, que estoy terminando un trabajo.


     Como es natural, aunque algo corrido, mi progenitor no insistió. He olvidado si me echaron en cara a la vuelta mi desobediencia. Para entonces, el Beethoven estaba terminado y yo, buscando afanosamente un digno albergue para su busto: el mismo que ahora ves, que tomé prestado de una litografía del salón, con permiso de mi madre, naturalmente. ¿Qué podrá negar una madre a su hijo artista?


     Podrás suponer que, aquella misma tarde, empecé a lamentar mi negativa. Me habría dado de bofetadas por haber rechazado la oportunidad -¿quién sabe?- de obtener la aquiescencia de los mayores y el perdón de la menor, a fin de reanudar aquella maravillosa relación. Pero ya era tarde: tenía un retrato de Beethoven, a cambio de la felicidad perdida. ¿Perdida? Como corresponde a mi mente calenturienta de entonces, se me ocurrió la salida más compleja y más extraña. Nada de sincerarme con mis padres, de dejarme caer por el hogar de mi amada o de invitarla a salir, aunque solo fuera para visitar el famoso belén del Oratorio. ¡No! Un retrato había tenido la culpa: otro supondría la penitencia del pecado.


     Con más atrevimiento de lo habitual, pedí a su hermano alguna fotografía de mi bien. Aquel, comprensivo y tolerante, me hizo llegar una de medio plano, en que la bella sonreía abiertamente a la cámara, apoyada ligeramente en una repisa, con fondo de arbolito de Navidad. Esta era la mía. El dibujante de cualidades ocultas, emergidas al son de la Heroica, bien podía repetir éxito con su amada del alma y ofrendarle un digno retrato en señal de desagravio. Por un árbol entró la muerte en el mundo… En este caso, entre retratos andaría el juego.


     Pasé el resto de las vacaciones tratando de trasladar los entrañables rasgos de la fotografía a la lámina de dibujo. Fue en vano. Los que quieran encontrar al hecho una explicación racional, aludirán a lo complejo de trasponer los volúmenes huidizos de una instantánea, a la superficie y el nítido perfil del lápiz, y aún del carboncillo. Los irónicos me repetirán que no me llamaba Dios por los caminos de las bellas artes. Pero yo, cruel y agotado, tenía que reconocer que la fotografía ya había cumplido su objetivo con grabárseme a fuego en el corazón; allí donde sigue ahora, amigo mío, tan clara como entonces y, por descontado, mucho más intangible.


     Han pasado de aquello cincuenta años. Ni un solo día ha dejado Beethoven de mirarme desde la pared más desembarazada de mi dormitorio. Me extraña, en efecto, que no te fijaras en el cuadro alguna de las veces que me visitaste en la enfermedad. Allí estaba el signo de mi deuda para con el gran músico, pero también la señal de mi cobardía y el símbolo de mi fracaso. Pues habrás de saber que, oportunidad tras oportunidad, un error tras otro, nuestro futuro se fue escribiendo al hilo y al dictado de aquellas navidades aciagas.


***


     Calló Miguel y hablé yo, entre sorprendido y molesto:


-          Según todo lo que me has contado, este retrato es una honda revelación de amor y de penitencia. ¿Por qué no lo llevas contigo a la residencia? ¿No lo echarás en falta, tras tantos años conviviendo con él?

-          Amigo mío –respondió Miguel-, se ve que no es solo el cuadro lo que te ha pasado desapercibido. Habrás de saber que la mujer de mi vida fue quien a ti te hizo feliz durante los muchos años que estuvisteis casados. Creo, pues, que este retrato del genio, y su atormentada historia, son también un poco tuyos.





[1]  Igor Markevitch (o Ihor Markévych), compositor y director de orquesta (Kiev, 1912-Antibes, 1983), primer director de la Orquesta Sinfónica de Radio Televisión Española (1965).

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