viernes, 25 de enero de 2013

EL MALEFICIO DEL GENIO




El maleficio del genio


Por Federico Bello Landrove


     Muchos son los relatos que tienen un cuadro o fotografía como objeto de atención, o protagonista inerte de la peripecia. En este caso, un amigo me pone sobre la pista de la desgracia que cayó sobre él, a consecuencia de un dibujo de Beethoven;  aunque, bien mirado, ¿tiene algo que ver el genio de Bonn en el suceso? Lean y juzguen ustedes mismos.




-          Ya conoces, amigo Federico, dos de mis debilidades. La primera, una falta total de habilidad para el dibujo. La segunda, mi entusiasmo por las obras de Beethoven. Ello era especialmente cierto en los años de mi adolescencia, cuando aún tenía recientes los sofocos para aprobar raspadamente la asignatura de Dibujo Lineal y todavía no había sustituido a Ludwig por Amadeus, en mi primacía de los compositores.

-          En efecto, Miguel. Conozco bien esas debilidades tuyas, pero supongo que no me habrás llamado para recordar lo ya sabido, sino para hacerme un encargo. Al menos, eso me dijiste por teléfono.

-          Tienes razón: vamos al grano, que tiempo habrá luego de explayarse.


     Desapareció de mi vista, pasillo adelante, para regresar a los pocos momentos con una especie de grabado, enmarcado en negro a la antigua y protegido por el consabido cristal. Un cordón blanco trenzado serviría para colgar el cuadro, caso de pretenderlo.


     Dejó el objeto sobre la mesa camilla a la que nos sentábamos, como si no quisiera más contacto o familiaridad con aquel, que los estrictamente precisos. Tomé, pues, la iniciativa de cogerlo y ponerlo frente a mí. Un Beethoven treintañero me contemplaba, con rostro sereno, cabellera crespa y paletó de cuello alto que dejaba asomar un corbatín de encaje. Insinué:


-          Me recuerda los retratos de la época de la Heroica.

-          Y no te engañas. Lo copié de la funda de un disco de la Deutsche Gramophon, que contenía una hermosa versión de la Tercera, dirigida por Markevitch[1].

-          ¿Que tú...?


     No terminé la frase de asombro, para mirar la firma, con letra clara, que acreditaba la autoría del presunto grabado. No cabía duda: M. Lafuente, y rubricada. Miguel sonrió con un deje de cansancio, o de tristeza, y respondió a la esbozada pregunta:


-          En efecto, yo, la persona de quien menos podías suponer que pudiese firmar un aceptable retrato, dibujado a tinta china y sin un solo borrón.


     Levanté la vista del cuadro y miré atentamente a mi amigo:


-          ¿Y se puede saber qué encomienda me vas a encargar, respecto de este Beethoven de tu mano?

-          Como tú, me quedé viudo hace unos años; solo que he decidido retirarme a una residencia. Tengo que levantar la casa, puesto que el piso es alquilado. Llevaré algunas cosas a mi minúscula habitación en el Hogar Nuevos Horizontes y, en cuanto al resto, mis hijos se lo repartirán o lo tirarán a un contenedor. Pero esto...

-          No me vas a decir que has decidido legármelo en vida.

-          Pues, sí. Quiero que tengas un recuerdo mío, en aras de nuestra vieja amistad. Y que haya pensado en este modesto dibujo no responde, solo, a tu amor por la música, sino a la historia que hay tras él.

-          ¿Historia?

-          Por supuesto. Voy a contártela y así podrás calibrar la importancia que tiene para mí. Luego, si el relato te incomoda, no tienes más que rechazar gentilmente el regalo y procuraré reemplazarlo por algo menos inquietante.


     Volvió a desaparecer bruscamente de mi vista, para retornar con un par de cervezas y unos cacahuetes, por lo que colegí que la historia iba a ser un poco larga. Espero que no se les haga tal a ustedes, aunque no tengan a mano frutos secos y una bebida fría. Vamos allá.


***


     Has de saber –comenzó Miguel- que mi vida sentimental no tuvo un buen principio. Cual hermosa manzana del Árbol de la Vida, cayó en nuestras manos quinceañeras el fruto de un amor, tan tierno e inexperto como todos a esa edad, pero con el buen fundamento y futuro que nos brindaba la armonía de caracteres y la existencia de sólidos lazos de amistad entre nuestras familias. Vamos, lo que suele decirse un amor para siempre, o estar hechos el uno para el otro.


     Con cierta cursilería, he empleado el símil del árbol inocente del Paraíso. Otros debieron entender que el fruto procedía del maléfico de la Ciencia del Bien y del Mal. Quiero decir que, aprovechando la proximidad entre las familias y nuestra propia debilidad, se interfirieron en aquella unión incipiente, de todas las formas posibles: quien, reprochando su prematuridad; quien, el riesgo para la moral; unos, animando a no cejar en el empeño; otros, minimizando nuestras virtudes y exaltando las imperfecciones. Aquella orquesta disonante de sujeciones y de impulsos vino a resultar fatídica para personas tan jóvenes, de sentimientos inexpertos. Ella, de forma paulatina y yo, tajantemente, cedimos en nuestro afecto o, cuando menos, en su armonía y manifestación. El futuro no estaba aún escrito, pero el presente había sido aniquilado.


     La música clásica, entonces apenas comprendida, era mi mayor solaz y consuelo. De entre los pocos discos que oía una y otra vez, los orquestales de Beethoven me llegaban al corazón y evocaban mi felicidad perdida. El dulce adagio del concierto Emperador significaba en mi corazón los paseos con mi amada junto al río, majestuoso y profundo; pero era de la Heroica la armonía, violenta y versátil, que mejor cuadraba a mi estado de ánimo y con la fuerza que yo necesitaba, pero estaba lejos de poseer. Y cada vez que tomaba el disco, o lo guardaba en su estuche, el rostro del genial compositor, embellecido respecto del retrato original, me miraba, olímpico y cercano, sobre un fondo de columnas dóricas.


     ¿Qué me impulsaría a emplear parte de las vacaciones de Navidad de aquel año en reproducir la imagen? Tal vez, el hecho de que esta resultaba sencilla de perfilar, con sus manchas negras y espacios blancos, estrictamente bidimensional. El hecho es que tomé una lámina sobrante de mis lecciones del bachiller y, primero a lápiz, con tinta china después, emprendí la ímproba tarea de crear mi Beethoven. Yo mismo me iba admirando de lo bien que quedaba, habida cuenta de que el Señor apenas me dio las manos para acariciar y, si acaso, para escribir.


     Creo recordar que era un domingo gélido y nublado. Mis padres habían salido con el confesado objetivo de ir a misa. Se conoce que la liturgia les inspiraría la fraternal idea de ir a felicitar las pascuas a aquellos amigos de siempre, ahora un poco distantes con las fricciones y discrepancias por sus hijos. Intuyo que la iniciativa sería bien recibida de adverso –como dicen los abogados-, porque sonó el teléfono y, por él, la voz sonora de mi padre:


-          Miguel, estamos en casa de los de Alvarado. ¿Por qué no te vistes en un momento y vienes tú también a saludarlos?


     Aunque supongo que me quedaría atónito y deseando decir que sí, recuerdo que mi respuesta fue evasiva. Mi padre –cosa rara- insistió:


-          Anda, hombre. También está aquí la hija.


     Aquello fue demasiado. Los mayores daban y quitaban a voluntad; así, de golpe y porrazo, sin más, por un capricho navideño. Y, además, estaba Beethoven, mi amigo, mi líder, cuyo retrato estaba en trance de acabar aquella misma mañana:


-          Que no, papá. No me apetece salir ahora, que estoy terminando un trabajo.


     Como es natural, aunque algo corrido, mi progenitor no insistió. He olvidado si me echaron en cara a la vuelta mi desobediencia. Para entonces, el Beethoven estaba terminado y yo, buscando afanosamente un digno albergue para su busto: el mismo que ahora ves, que tomé prestado de una litografía del salón, con permiso de mi madre, naturalmente. ¿Qué podrá negar una madre a su hijo artista?


     Podrás suponer que, aquella misma tarde, empecé a lamentar mi negativa. Me habría dado de bofetadas por haber rechazado la oportunidad -¿quién sabe?- de obtener la aquiescencia de los mayores y el perdón de la menor, a fin de reanudar aquella maravillosa relación. Pero ya era tarde: tenía un retrato de Beethoven, a cambio de la felicidad perdida. ¿Perdida? Como corresponde a mi mente calenturienta de entonces, se me ocurrió la salida más compleja y más extraña. Nada de sincerarme con mis padres, de dejarme caer por el hogar de mi amada o de invitarla a salir, aunque solo fuera para visitar el famoso belén del Oratorio. ¡No! Un retrato había tenido la culpa: otro supondría la penitencia del pecado.


     Con más atrevimiento de lo habitual, pedí a su hermano alguna fotografía de mi bien. Aquel, comprensivo y tolerante, me hizo llegar una de medio plano, en que la bella sonreía abiertamente a la cámara, apoyada ligeramente en una repisa, con fondo de arbolito de Navidad. Esta era la mía. El dibujante de cualidades ocultas, emergidas al son de la Heroica, bien podía repetir éxito con su amada del alma y ofrendarle un digno retrato en señal de desagravio. Por un árbol entró la muerte en el mundo… En este caso, entre retratos andaría el juego.


     Pasé el resto de las vacaciones tratando de trasladar los entrañables rasgos de la fotografía a la lámina de dibujo. Fue en vano. Los que quieran encontrar al hecho una explicación racional, aludirán a lo complejo de trasponer los volúmenes huidizos de una instantánea, a la superficie y el nítido perfil del lápiz, y aún del carboncillo. Los irónicos me repetirán que no me llamaba Dios por los caminos de las bellas artes. Pero yo, cruel y agotado, tenía que reconocer que la fotografía ya había cumplido su objetivo con grabárseme a fuego en el corazón; allí donde sigue ahora, amigo mío, tan clara como entonces y, por descontado, mucho más intangible.


     Han pasado de aquello cincuenta años. Ni un solo día ha dejado Beethoven de mirarme desde la pared más desembarazada de mi dormitorio. Me extraña, en efecto, que no te fijaras en el cuadro alguna de las veces que me visitaste en la enfermedad. Allí estaba el signo de mi deuda para con el gran músico, pero también la señal de mi cobardía y el símbolo de mi fracaso. Pues habrás de saber que, oportunidad tras oportunidad, un error tras otro, nuestro futuro se fue escribiendo al hilo y al dictado de aquellas navidades aciagas.


***


     Calló Miguel y hablé yo, entre sorprendido y molesto:


-          Según todo lo que me has contado, este retrato es una honda revelación de amor y de penitencia. ¿Por qué no lo llevas contigo a la residencia? ¿No lo echarás en falta, tras tantos años conviviendo con él?

-          Amigo mío –respondió Miguel-, se ve que no es solo el cuadro lo que te ha pasado desapercibido. Habrás de saber que la mujer de mi vida fue quien a ti te hizo feliz durante los muchos años que estuvisteis casados. Creo, pues, que este retrato del genio, y su atormentada historia, son también un poco tuyos.





[1]  Igor Markevitch (o Ihor Markévych), compositor y director de orquesta (Kiev, 1912-Antibes, 1983), primer director de la Orquesta Sinfónica de Radio Televisión Española (1965).

domingo, 20 de enero de 2013

EL OBISPO Y EL GOBERNADOR




El obispo y el gobernador


Por Federico Bello Landrove



     Este es un relato basado estrictamente en hechos reales. Los protagonistas figuran bajo nombres supuestos, como también algunos lugares, mas no tendrán ninguna dificultad para identificarlos, si es que tienen la curiosidad de ello. El episodio central, producido en los inicios de nuestra Guerra Civil, pone bien de manifiesto que la estupidez y el encanallamiento no conocieron de bandos y, en ocasiones, se dieron la mano en el espacio y en el tiempo.




1. El mecanógrafo del Obispo



     Había llegado julio, pero don Frutos no daba señales de empezar las vacaciones. Es más que probable que intuyese la que se avecinaba, pero yo ya estaba ansioso por escapar al país de la neblina, para reunirme con mis padres. Y eso que no era nada grato el ambiente que habían dejado las terribles jornadas de la Revolución de octubre del 34[1]. De hecho, aunque yo fuera tan de Ujo como la iglesia de Santolaya, el año treinta y cinco me había sentido allí muy incómodo: me recluí en casa todo lo posible y, de tener que salir, prescindía de la sotana, aun sin licencias.  Total, el Caudal quedaba muy lejos del río Chico y yo estaba sometido a la disciplina del señor obispo de Murada, no del ovetense.


     La verdad es que la nostalgia del terruño nada tenía que ver con la ociosidad. Don Frutos, mi obispo, era un hombre infatigable. Con una salud excelente y una edad todavía dentro de la cuarentena, prestaba una atención especial a las tareas de despacho, que llevaba o dirigía férreamente. Ello daba lugar a que tuviera varios secretarios particulares para tales menesteres. Uno de ellos era yo.


     No me daré postín por tal destino. Años atrás, cuando mi Monseñor era el alma del seminario, había llegado yo a él, como acreditado profesor de Ciencias Naturales. Ambos éramos entonces muy jóvenes, de parecida edad y con formación en la Gregoriana (mucho más completa y provechosa la suya, por supuesto). Con todo, lo que más le llamó la atención fue mi dominio de la mecanografía. Por lo que me dijo, él era en tales tareas un negado absoluto. Admiraba mis pulcros catálogos de especímenes y mis apretadas fichas para las clases. Ponderaba:


-          ¡Y los latines, con letra cursiva! Admirable.


     Yo reía y aprovechaba su presencia para poner mi Underwood a toda velocidad. Don Frutos se colocaba tras de mí y acechaba la menor errata, la primera omisión de acento. Yo era muy pulcro, por lo que su satisfacción maliciosilla tardaba en llegar. Al fin:


-          Profesor, ha escrito usted  cotilefón.

-          ¡Qué se le va a hacer! Tiraremos de goma.


     Él escribía con letra menuda y fina, razonablemente legible, con notable rapidez, pero malamente podría competir con una máquina en manos de un casi profesional. El colmo de mi superioridad se alcanzaba cuando metía papel de calco y sacaba tres o cuatro copias, a base de aporrear el teclado hasta extremos dolorosos. Le sugerí que hiciera él lo propio, con una o dos, sujetando las hojas con clips. Resultó inútil, por su tendencia a deslizar la pluma rozando muy levemente el papel.


     Luego, yo seguí tecleando y desasnando cazurros –como decía mi hermana Telva-, mientras don Frutos ampliaba sus horizontes: canónigo; director diocesano de Acción Católica; consultor espiritual o capellán de diversos colegios y cofradías… El hecho es que, sin moverse de nuestra ciudad, fue preconizado obispo de Murada, con general beneplácito. Y entonces:


-          Braulio, hijo, ¿podrías ayudar en mi secretaría? No tengo, ni por asomo, un mecanógrafo tan diestro como tú. Además, eres discreto y conoces el italiano y el francés.

-          Pero, monseñor, mis clases del Seminario…

-          No será a tiempo completo. Y don Acisclo te liberará de las lecciones y estudios de la tarde.


     De modo que aquí me tienen ustedes, en el viejo e inmenso palacio episcopal, sujeto a una disciplina burocrática que me aherroja en vacaciones y me obliga a reemplazar La Creación[2] por el Boletín diocesano y la correspondencia con los arciprestes. Sin embargo, algunos hermanos me envidian la cercanía al prelado y las posibilidades –escasas- que mi destino brinda de estar bien informado. Como no soy ambicioso ni tampoco estoy pasando una buena temporada de fe, digamos que no aprovecho tales ventajas y aspiro, como el Santo[3], a no hacer mudanza en tiempos de tribulación.


     Ahora bien, una cosa es no hacer mudanzas y otra muy diferente, no disfrutar con las novedades que inexorablemente se producen. Como la llegada de un nuevo gobernador civil, por ejemplo. Y eso es lo que acaeció, en esta Murada de mis pecados, el día 5 de julio de 1936, precisamente cuando el señor obispo se disponía a partir para Villafranca, a dar unos Ejercicios espirituales, invitado por el Ordinario de esa diócesis, predecesor de don Frutos en la de aquí. Además, en lo que a mí respecta, el nuevo Poncio era una persona muy especial. Ustedes me perdonarán si, para explicarlo, retrocedo casi treinta años. Les prometo que no me demoraré demasiado en el viaje. Remontémonos, pues.  


***


     Tal vez hayan oído hablar de la Huelgona, un paro general de las minas y fábricas de Mieres, allá por la primavera de 1906[4], que duró más de dos meses y que acabó con el fracaso de las pretensiones de los trabajadores y el despido y la represión de cientos de ellos. Yo era entonces un chiquillo, que aún no había empezado el seminario, ni mi familia tenía mayores implicaciones con un conflicto que afectaba a la Fábrica de los Guilhou, no al imperio del Marqués de Comillas, al que Ujo pertenecía.


     Tenían mis padres, para ayudarse en la manutención de la familia, un pequeño negocio de cantina y fonda, a la vera de la estación, escaso en bebidas alcohólicas y presidido por una estampa del Sagrado Corazón, como convenía a las pías creencias del citado prócer y a las santas sugestiones de su sindicato. Por allí apareció, asendereado y ligero de equipaje, un señor, algo mayor a mi parecer, pero que ahora colijo apenas rebasaba la treintena. Espigado, vestido con un traje de paño basto, con gafas, gruesa nariz y belfo pronunciado. Su cabello, peinado hacia atrás con conspicua raya en medio, dejaba a la vista un soberbio par de orejas, perfectamente comparables con las de mi condiscípulo Ezequiel Solanes, alias Soplillo. Vamos que, aunque la global fisonomía no era desagradable, su rostro tenía poco de agraciado.


     Oteaba yo todo esto, a la caída de la tarde, desde el barandal del piso alto, mientras el caballero pactaba con mi madre las condiciones del hospedaje. No solo no puso inconveniente alguno al precio, sino que pareció sentirse aliviado de la acogida. Según contó mi madre en la cena, el señor –que se registró como Rafael Dijes- era un periodista de Madrid, que andaba husmeando por las cuencas, y por ende, no había sido bien recibido por los hosteleros mierenses[5].


     No paró muchos días el huésped en nuestra casa, pero fueron los suficientes para que charlara conmigo en algunas ocasiones, de manera que me hizo sentir importante. Recuerdo especialmente la vez en que me descubrió resolviendo problemas de matemáticas bajo el mostrador de la cantina. Comprobó la corrección de las soluciones, sonrió y comentó con mi padre:


-          Parece listo el chico y es capaz de concentrarse incluso en este ambiente. ¿Qué quiere ser de mayor?


     Mi padre se encogió de hombros, pero yo respondí muy seguro:


-          Yo quiero ser picador[6], pero mi madre dice que cura.

-          ¿Cura? ¿Irás al seminario de Oviedo?


     Intervino mi padre, un poco molesto por la intromisión del forastero:


-          Es que va al colegio de los Hermanos[7] y ellos dicen que tiene buena cabeza.

-          Desde luego, mejor que la mina ya será, concluyó su interlocutor, de forma probablemente irónica.


     Días después, nuestro huésped se despidió –quizás, a instancias de mis padres-. Me buscó a la salida de la escuela y puso en mis manos una espléndida peseta.


-          Para una cartera nueva –destinó-. En el seminario te será muy necesaria.



2.  El inquilino del palacio de Revenga



     Lo habíamos comentado más de una vez en el obispado: Aquel gobernador, hechura de Azaña –según decían- era lo menos parecido a un político que habíamos tenido por Murada. Claro que esa crítica podía tener su lado positivo, si bien se mira. El caso es que era un hombre muy viajado, poeta vanguardista, colaborador en revistas y periódicos y hasta biógrafo de Luis Candelas. Había llegado a la ciudad con el viento del Frente Popular y, cuatro meses después, la tramontana se lo llevaba para Baleares. Personalmente, a mí me daba lo mismo, siempre que el poncio [8] que lo sucediera no fuese demasiado sectario en materia de religión –el trasladado, señor Cortina, no lo había sido-. Al decir de don Matías, verdadero Secretario del señor obispo, había pasado sin pena ni gloria. Otro vendrá que bueno me hará, repliqué yo.


     El que vino después constituía, parafraseando la famosa sentencia, la continuación de la incapacidad por otros medios. Por cierto, la similitud era chocante pues el recién venido, bastante mayor que el anterior, era también periodista y escritor destacado, amigo de Azaña –por descontado- y, curiosamente, había empezado su carrera como gobernador… en Baleares. Claro que, en su caso, había ido de más a menos: Baleares, Santander, Lugo y, ahora, Murada. Se ve que había alcanzado a la primera el límite de su –lógica- incompetencia.


     El Diario de Murada publicó la noticia sin aparato gráfico, pese a lo cual no tuve duda sobre la identidad del gobernador, pues mantenía muy vivo su recuerdo de mi infancia. Habría sido insólito –por no decir contraindicado- que un sacerdote asistiese a la toma de posesión de un político de Izquierda Republicana. Mas, como quiera que le guardara afecto desde Ujo, hice por coincidir con don Frutos y le comenté, como quien no quiere la cosa:


-          Otro periodista y literato. Dicen de él que es bastante moderado; vamos, que le han hecho gobernador por ser amigo de don Manuel, para que saque adelante holgadamente a su numerosa familia.

-          Lo de moderado lo dirás tú. Menuda novelita anticlerical despachó en mis años mozos.


     Sin duda se refería a El coadjutor, que se publicó poco antes del reportaje sobre la Huelgona, aunque yo la leí mucho después. En cualquier caso, de la respuesta del obispo deduje que, en principio, no íbamos a coincidir en el juicio acerca del señor Dijes.


     Como creo haber dicho antes, Don Frutos marchó a los pocos días para Villafranca, a dar unos Ejercicios espirituales, dejándonos a todos trabajo encargado. Que Dios me perdone pero, como en la fábula de los ratones cuando falta de casa el gato, lo primero que resolví fue saludar al señor gobernador. Estuve dudando si ir en persona –y de seglar- o pedir audiencia por teléfono. Finalmente, decidí esto último, pero desde el Seminario, en la discreción de cuyos telefonistas confiaba más que en la de sus colegas del Obispado. Al otro lado de la línea, se puso alguien de la secretaría de Dijes:


-          … Dígale que soy un viejo amigo ujense…¡ujense!, que tengo que verlo para devolverle una peseta.


     Le faltó tiempo al bueno de don Rafael para ponerse al teléfono y, una vez aclarado que yo también estaba en Murada, quedar para tomar café, que pagarás tú con la peseta de marras.


***


     La verdad es que el café no lo tomamos en público, sino en sus habitaciones del Gobierno Civil, que como caserón destemplado e inhóspito, no le iba a la zaga al palacio episcopal. Nos sirvió una criada. Don Rafael me explicó:


-          Estoy casado y tengo tres mozalbetes y una chiquilla, aquí donde me ves, con los sesenta y tres cumplidos. Pero, ¿y tú? Por lo que me dices, el meapilas del Marqués de Comillas se salió con la suya.

-          No crea, que su trabajo le costó. Mucho pensé y vacilé, tras leer su Coadjutor.


     Dijes se echó a reír:


-          Pero si es una obrita de juventud, hombre. Lo verdaderamente bueno mío son los reportajes periodísticos. ¿No has leído el que publiqué sobre la Huelgona?

-          A duras penas, don Rafael. Ya sabrá que todos los ejemplares que llegaron a Asturias los compró Fábrica de Mieres, para retirarlos de la circulación y que no se supieran ciertas cosas…

-          Ya decía yo que había tenido un gran éxito de ventas, repuso mi interlocutor, haciéndose de nuevas y riendo incontenible.

    

     Lo miré de hito en hito. Sus pronunciados rasgos faciales apenas se habían dulcificado con los años, pero el cabello, entrecano, dejaba al descubierto la mitad frontal del cráneo y su magra silueta había recrecido un tanto. Elegante sin afectación, su indumentaria y gafas le daban una imagen de profesor, más que de hombre de acción. Se lo dije y sonrió:


-          Azaña es bastante más duro que tú: dice que tengo pinta de encargado de  Tejidos La Esfera o de Almacenes El Águila. Claro que me aprecia y me respeta, hasta el punto de querer hacer de mí un burócrata distinguido. Ya ves, estoy en el machito desde febrero del treinta y tres, con un par de meses de descanso. Baleares, Santander, Lugo, Murada. A juzgar por los destinos, y con pleno respeto a esta tierra, creo que voy a menos[9]. No es nada extraño, pues me siento viejo.

-          La edad no perdona, es cierto, pero también lo es que las cosas de la política se están poniendo cada vez más difíciles.

-          Y que lo digas, Braulio, y que lo digas.


     Y, acercando su butacón a mi sofá, con voz queda, me contó algunas anécdotas, que yo celaré por respeto a su memoria. En Santander, sobre todo, el pobre señor las había pasado de a quilo, sin poder meter en cintura en modo alguno a tirios ni a troyanos. Bueno, algún modo sí habría tenido, pero el respeto de las leyes, y lo incierto y pusilánime de las órdenes que recibía, le habían vedado toda eficacia, o así lo entendía él. Agregó:


-          Han sido tan solo tres meses y pico, pero agotadores. Estaba decidido a tirar la toalla, pero don Manuel no abandona a los suyos –bromeó-. Me prometió un destino más sencillito y mandóme a Lugo pero, apenas habíamos deshecho el equipaje, cuando nos ha lanzado a esta altísima ciudad, cuna de caballeros y de santos. Cortina, mi buen amigo y colega de pluma, ha salido de aquí harto de bostezar y supongo que yo acabaré por hacer otro tanto, si es que la situación general no nos da una desagradable sorpresa.


     El tema me resultaba vidrioso; así que trasladé la conversación a las familias respectivas:


-          Los suyos, ¿se quedarán en Madrid o piensan instalarse en este caserón?

-          No sabes como es mi Consuelo, firme y sólida, de las de donde tú vayas, iré yo. En cuanto a los chicos, no es mal sitio este para pasar el verano, fresquito y con la sierra cerca. Así que los tendré aquí en unos días. ¿Y tus padres, viven aún?

-          Están buenos, a Dios gracias y, al saber que haría por verle, me han dado recuerdos para usted –mentira piadosa-.

-          Se los devuelves. Por cierto, aunque no debiera preguntártelo, ¿qué tal es el ilustrísimo señor obispo?

-          Un hombre santo y muy ponderado. Con todo, tiene sus limitaciones, como la de no caerle muy bien mi visita de hoy, si llegara a enterarse.

-          Descuida, nada sabrá por mí, aunque no sé si olfateará el olor a azufre azañista.

-          Está en Villafranca, dando unas conferencias. Antes de que regrese, daré mi ropa a lavar.


     Ambos rompimos a reír y nos despedimos con un vigoroso apretón de manos. De haberse mostrado él más efusivo,  tal vez lo habría abrazado…, a pesar del azufre.


    

3.  La feroz siega de aquel año



     No es mi intención, al redactar estas páginas, la de narrar la forma en que Murada vivió la tragedia del verano del 36, entre otras cosas, porque mi visión de la misma habría de ser necesariamente sesgada y fragmentaria. Quiso Dios traer con nosotros de vuelta a don Frutos, quien osadamente retornó desde Villafranca, tan pronto se enteró de que el Alzamiento fructificaba en Castilla. En nuestra provincia, la división fue, en principio, notoria. Doce arciprestazgos de la diócesis quedaron en territorio nacional, en tanto otros seis habrían de permanecer, por poco tiempo, en poder de los partidarios de la República. Sería lo suficiente para que veintiocho sacerdotes y religiosos fueran martirizados, entre ellos, un hermano mayor de don Frutos, párroco de una importante villa en el sur de la provincia. Plugo a la Divina Providencia que nuestro obispo, en vez de tomar vacaciones, hubiese ido a predicar, pues la población de Navazo de Pinares, lugar favorito para el reposo veraniego de los prelados de Murada, permaneció durante varios meses sin ser liberado. No creo sea una vana presunción la de que, de caer en manos de las milicias libertarias, habría seguido el sino mortal de tantos otros hermanos suyos en el episcopado[10].


     Pero no adelantemos acontecimientos, ni nos demos a la digresión. Es lo cierto que, tan pronto regresó a Palacio, don Frutos dio absoluta prioridad a la protección de sus sacerdotes e iglesias, así como al socorro de los detenidos y desplazados. A tal fin, repartió tareas y destinos concretos a todos los integrantes de su secretaría. Yo hube de fungir de protector del Seminario, a la sazón casi abandonado por vacaciones, y visitador de los colegios y residencias docentes de diversas Órdenes, repartidas por toda la ciudad. No era tarea cómoda, aunque felizmente el orden y la tranquilidad reinaran en Murada, bajos sus nuevos gobernantes.


     En ello estaba cuando el día 24 de julio, al concluir el almuerzo de mediodía, me avisaron de una visita, que me esperaba a la puerta del seminario. Por su nombre, Alfredo Dijes, supuse se tratara de un pariente del gobernador, probablemente hijo suyo. Estaba en lo cierto. Un mozo, como de dieciséis años, me saludó con esta presentación:


-          Soy el hijo mayor de don Rafael, el exgobernador, y vengo a verlo de parte de mi padre, para decirle que está detenido en casa y que le agradecería cuanto pudiera hacer por su familia y por él mismo.


     El pobre chico, ante la falta de libertad de su padre y el riesgo para las mujeres, era –según me dijo- quien iba de la ceca a la meca, tratando de que conocidos y autoridades ampararan su causa. Supongo que, en un principio, se habría tratado, además, de recibir noticias y contactar con sus correligionarios pero ya, a estas alturas, Murada y su entorno estaban totalmente en manos de los alzados.


     Le pregunté sobre el estado de su familia y, llegándome a la cocina, hice un pequeño paquete con fruta y carne. Lo despedí con ello y con una promesa:


-          Di a tu padre que hablaré con el señor obispo y, si me es posible, iré a verlo, ya que le tienen cortado el teléfono.


     Entre el sosiego de la ciudad y el temor de desagradar a don Frutos, demoré cualquier gestión durante dos o tres días. Hube, al fin, de decidirme pues, de ida y vuelta al frente del Alto del Aguilón, tropas y voluntarios pasaban por Murada y cada vez se tensaba más el ambiente. Algunos oficiales y falangistas de relieve morían en los combates y empezaba a respirarse aire de venganza. Por si fuera poco, se hablaba y no se acababa de matanzas por los milicianos. Y, entre tanto, Dijes seguía detenido en el palacio de Revenga, en la curiosa situación de ocupar la vivienda oficial, mientras otros ejercían el cargo. El caso es que, cuando me decidí a abordar a don Frutos, fue en el peor momento. O eso me figuré yo.


     Estaba sentado en su despacho, rodeado de sacerdotes que le daban el pésame por el fallecimiento de su hermano párroco, asesinado en una carretera no lejos de su sede. El prelado parecía abatido, pero no abrumado. Al verme, aprovechó para cortar la retahíla de condolencias, se levantó y dijo:


-          Braulio, hijo, ¿qué noticias me traes? Pero espera: Vamos antes a rezar unos momentos en la capilla.


     La verdad es que don Frutos era un hombre de fe.


     A la salida, se libró de los demás orantes, me tomó del brazo y nos apartamos por una de las crujías del patio. Le di las novedades propias de las instituciones a mi cuidado y, poco a poco, lo llevé a mis inquietudes:


-          Entre la dureza de los combates y la crueldad de esos verdugos, mucho me temo que acabe por contagiarse esta ciudad y la parte de la provincia controlada por los militares. Tengo miedo por algunas personas significadas, que no tienen otra falta que la de ser de izquierdas.


     Don Frutos trató de tranquilizarme. Los mandos que lo visitaban o con los que estaba en contacto le aseguraban normalidad y protección.


-          Pero esos energúmenos que vienen de Castellar… –repliqué-. Creo que en su provincia están campando por sus respetos y se rumorea que ha habido fusilamientos.

-          Rumores, rumores… Procuremos que aquí no se conviertan en noticias. ¿Estás preocupado, en particular, por alguien?

-          Pues ya que Su Ilustrísima me pide una opinión personal, me preocupa el antiguo gobernador. Es hombre de bien, poco político y algo conocido de mi familia. Si pudiera levantarse su detención o canjearle por alguien importante de derechas…

-          Vete a verlo de mi parte, sin muchas alharacas, e infórmate de su estado y el de su familia. Por mi parte, intentaré algunas gestiones.


     Lo dicho: el obispo, en cualquier estado y situación, era una excelente persona.


***


    Con las debidas licencias y el pretexto –no del todo inexacto- de dar a la familia Dijes  consuelo espiritual, pude constituirme en su forzada residencia, en la tarde del 28. En apenas dos días, la situación en la ciudad había empezado a volverse ominosa, con detenciones masivas y grupos armados de paisanos, que desfilaban agresivos. Don Rafael y su familia se habían visto reducidos a unas pocas habitaciones de la descomunal vivienda oficial. En un pequeño estudio-despacho, él y yo mantuvimos una breve conversación, procurando no ser escuchados del resto de la familia. El ex gobernador tenía un aspecto muy cansado y parecía haber envejecido varios años en unos días. Me sorprendió mayormente la cita de un nombre por su parte:


-          El general Franco… Si pudiera ponerme en contacto con él… Coincidimos en Baleares durante un año y tuvimos buena relación; hicimos cosas juntos, la lucha contra el contrabando, las medidas de Azaña para defender las islas de las apetencias de Mussolini y cosas así.

-          Hombre, Franco sería una recomendación muy notable, pero debe de andar por Marruecos o quién sabe dónde. ¿Alguna otra influencia más cercana que mover?


     Aquí, don Rafael me citó dos o tres nombres, que no juzgo prudente expresar, ya que sí se les tocó  y no hicieron nada, o su esfuerzo resultó baldío. Añadió:


-          ¿Y el señor obispo no querría hacer…?

-          Todo lo humanamente posible, pero bastante tiene el pobre con sus sacerdotes.


     Le conté lo del hermano de su ilustrísima y tantos otros pastores asesinados. Bajó la cabeza, o triste, o abochornado:


-          Si las cosas se ponen así, nadie estará seguro. Y además, la muerte de ese abogado, jefe de Falange de Castellar[11]

-          En fin, don Rafael, si no tiene más que encomendarme...

-          Mi familia, Braulio. Al fin y al cabo, yo soy casi un viejo y tengo lo que me he buscado[12]. Procure echar una mano a Consuelo y a mis hijos.

-          De eso, puede estar seguro. Afortunadamente, no tienen aún edad de ir al frente. Y trasladaré esta petición suya especial al señor obispo.


     A la salida, se hizo la encontradiza doña Consuelo:


-          Muchas gracias por las provisiones de hace unos días. Afortunadamente, no nos han requisado el dinero que hay en casa.

-          Si tienen alguna dificultad para ir a comprar, avísenme por alguno de los muchachos.


     Salí al bochorno de la calle. Volví la vista atrás y, en el balcón principal del palacio, me pareció ver al comandante que había sucedido a Dijes. Me sentí como niño pillado en falta, humillé la cabeza y me pregunté si habría sido buena idea la de haber acudido con sotana a tratar de redimir al cautivo.


***


     Los días sucesivos pasaron entre brillantes acciones de guerra –según el Diario de Murada- y menos esplendorosas operaciones de retaguardia, pese a que el dominio de la ciudad por los alzados estaba plenamente consolidado. Bastante tenía yo con cumplir las órdenes de don Frutos y sufrir con las tristes nuevas del sur provincial. Pero tenía también otros motivos para ponerme las orejeras y pasar corriendo y de puntillas por las calles, camino de mis destinos eclesiales. Mi amigo, Jesús Arribas, lo ha resumido acertadamente así:


     La llegada de las escuadras falangistas de Castellar marca un punto de inflexión en el estilo de vida de la ciudad (Murada), que había aceptado la sublevación sin que hubiera derramamiento de sangre. Comienzan las “operaciones de limpieza”, se producen los primeros fusilamientos en el patio de la cárcel, se cambian los rótulos de las calles y se encienden las hogueras de siempre para quemar libros y cualquier impreso que se pueda relacionar con la izquierda[13].


     El 4 de agosto, martes, el hijo mediano de don Rafael, logra encontrarme en plena plaza de San Pedro y, casi sin aliento, me espeta:


-          Han llevado a mi padre a la cárcel, de orden de la Autoridad militar.


     Durante unos momentos, no supe qué hacer ni decir. En el mejor de los casos, aquello era un empeoramiento de la situación, si no el preámbulo de algo mucho más trágico. Al cabo, despedí al muchacho –viva imagen de su padre cuando joven- y me dirigí incontinente al palacio episcopal. Don Frutos estaba reunido y era imposible, por el momento, interrumpirlo. Rellené una octavilla con la noticia e hice que se la pasaran, mientras me ausentaba para visitar la residencia de las teresianas de Poveda. Después, me dirigí al Seminario para comer. Allí me llamó don Matías, para confirmar que, en efecto, Dijes estaba en la Prisión provincial, por orden del Comandante Militar, pero que no había nada que temer. La frase, por oposición a lo afirmado por el Comandante, a mí me escamó mucho, pero la verdad es que no pensé en un desenlace tan rápido. ¡Cuántas veces don Frutos y yo lamentamos nuestro error de cálculo!


     El resto, con muchas lagunas intermedias, es tristemente conocido. Vuelvo a dejar al señor Arribas el uso de la palabra:


     En la madrugada del día 5 (de agosto) el cadáver de Dijes aparecía con un tiro en la cabeza cerca del cementerio de la ciudad. Era el comienzo de la oleada de violencia y venganza que ensangrentó Murada durante todo aquel verano.


     Me armé de valor y fui a reclamar de don Frutos una réplica condigna a la gravedad del crimen cometido y, conjuntamente, al engaño vergonzoso del Comandante Militar. Era demasiado pedir. El prelado, por toda respuesta, me ordenó:


-          Es la hora de la caridad, no todavía de la justicia. Ve al cementerio: que pongan una cruz sobre su tumba y le rezas un responso. Luego acude al palacio de Revenga, o dondequiera que esté la familia de don Rafael, y tráelos a mi presencia. Diles que mi palacio es desde ahora su casa, hasta que encuentren un acomodo mejor.



4.  Consideraciones finales



     Los papeles de don Braulio Friera terminan aquí. Ignoro los motivos por los que estableció tan abrupto final, máxime conociendo –como yo lo sé- que sus problemas de fe concluyeron emigrando a Francia y colgando los hábitos, algunos años después. Yo, por mi cuenta y riesgo, he decidido agregarles unas apostillas, con la ayuda de don Jesús Arribas, al que agradezco vivamente la cooperación. Helas aquí:


  • Doña Consuelo, esposa del señor Dijes, y su hija Pura fueron acogidas por don Frutos, permaneciendo bajo su protección hasta la conclusión de nuestra Guerra Civil. Los tres hijos varones fueron internados en el colegio de San Antonio de Murada, donde el trato les fue, con toda probabilidad, bastante menos humano y protector que el dispensado a su madre y su hermana.
  • Dicen que, cuando Franco se enteró del asesinato del exgobernador de Murada, lamentó no haberlo sabido a tiempo de impedirlo. En cualquier caso, al concluir la Guerra, dio instrucciones para que a la familia Dijes se les facilitara una vivienda en Vallecas, en condiciones que lamento no haber podido investigar[14].
  • La saca del señor Dijes de la cárcel, camino del paredón, tuvo el siguiente soporte documental: Es entregado este sujeto al Teniente de Seguridad para conducción a esta Comandancia Militar, en virtud de orden de dicha Comandancia, que se une. Y, a continuación: Es puesto en libertad el individuo a quien este expediente se refiere en virtud de orden que se une.- Se acusa recibo. Todo ello, con fecha 4 de agosto de 1936.
  • En la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1936, fue asesinada en una cuneta (kilómetro 6) de la carretera Madrid-Toledo, la Hija de la Caridad, sor Modesta M., hermana menor del obispo de Murada. La ejecución corrió a cargo de milicianos del Ateneo Libertario de Vallecas. Sor Modesta y una hermana que la acompañaba, fueron sorprendidas cuando, desde su pensión madrileña, se desplazaban a la Casa de su Orden, para celebrar en debida forma la liturgia del día de Todos los Santos.
  • El obispo de Murada, don Frutos Moral, tras ciertos rasgos de independencia y magnanimidad malquistos por el Gobierno, continuó rigiendo la misma modesta diócesis, hasta su jubilación en 1968. Dicho sea ello, en favor de los méritos y virtudes del susodicho prelado, fallecido en 1980.


    







[1]  En los sucesos de Asturias (5/18-X-1934) fueron asesinados 33 religiosos: 3 canónigos, 7 párrocos, 17 clérigos regulares y 6 seminaristas. El total de civiles muertos fue, como mínimo, de 855 y de 1.449 el de heridos (Sección de Estadística de la Dirección General de Seguridad, documento de 3-1-1935).
[2]  Supongo que don Braulio aludiría aquí a la siguiente gran obra: Dr. A.E. Brehm, Historia Natural. La Creación, edición española de Montaner y Simón, Barcelona, 1893 y sucesivas. La obra comprende 9 tomos en 8 volúmenes.
[3]  San Ignacio de Loyola.
[4]  En realidad, la huelga comenzó en el mes de febrero. Disculpemos este lapso de nuestro narrador, que parece escribir de memoria, muchos años después de los sucesos de 1906.
[5]  En realidad, Ujo forma parte del concejo mierense, de cuya capital dista unos cinco kilómetros, lejanía suficiente para sentirse distintos, por no hablar de las históricas diferencias patronales y de empresa, entre Fábrica de Mieres y Hullera Española, que se deducen de la narración.
[6]  De carbón en las minas, por supuesto: de tauromaquia, nada de nada.
[7]  La afinidad religiosa del Marqués de Comillas dio lugar –según refieren- a que se instalaran en sus posesiones asturianas los Hermanos de las Escuelas Cristianas, para encargarse de la enseñanza de los hijos de los mineros.
[8]  La insistencia de D. Braulio en esta palabra me impulsa a definir su significado, dado que no figura en el diccionario de la Real Academia: vulgarmente, sinónimo de gobernador, por el nombre de Pilato, el famoso Gobernador (recte, Procurador) de Judea, en tiempos de Jesucristo.
[9]  Esta apreciación no parece del todo exacta. Se dice que Azaña ya tenía pensado el siguiente destino para el señor Dijes: nada menos que el de embajador de España en Cuba. Quienes hayan dado con la real identidad de Dijes, podrán intuir el porqué.
[10]  En total, doce obispos y un administrador apostólico en sede vacante.
[11]  Muy probable alusión a Onésimo Redondo Ortega (1905-1936), caído en la tarde del 24 de julio, en Labajos.
[12]  Un juicio de sí mismo duro en exceso. Lo cierto es que un total de 18 gobernadores civiles de la República fueron asesinados o ejecutados –prácticamente, da igual- por los alzados.
[13]  Citas de elblogdejesusarribas.blogspot.com. No incluyo el título del artículo concreto, para respetar las reservas de D. Braulio en cuanto a nombres.
[14]  Datos suministrados al señor Arribas por el hijo segundogénito de Dijes, que alcanzó notoriedad como actor.