martes, 31 de diciembre de 2013

LA VIOLINISTA DE JUILLIARD


 

La violinista de Juilliard

(Un cuento de Navidad)

Por Federico Bello Landrove

 

     Todo cuento de Navidad que se precie ha de contener equilibradas dosis de magia y sentimentalismo. En el que les ofrezco me parece que hay bastante más de este que de aquella. Y es que, de Dickens hasta nuestros días, el Otro Mundo y este han ido perdiendo comunicación. Tampoco es que hayamos progresado mucho con los buenos sentimientos pero, si también nos los cargamos, ¿qué quedaría de Navidad?

 

     Así la llamábamos los amigos, con cierta envidia y retintín: la violinista de Juilliard. Para todos nosotros, esa celebérrima academia musical nos era desconocida, hasta que Leticia marchó a los Estados Unidos para concluir sus estudios musicales. Su primer destino había sido, en realidad, el famoso conservatorio Peabody[1]. De allí, tras los exigentes exámenes de rigor, había pasado al fin a la Escuela Juilliard[2], en calidad de estudiante de posgrado. Eso había sido el año anterior; de modo que, en el tiempo de este relato, llevaba curso y pico de permanencia allí.

     Como de costumbre, Lety había venido a Castellar para pasar las vacaciones navideñas con su familia. Aunque estuviera acostumbrada al frío neoyorkino, no dejaría de traspasarla la rasca de aquellos días finales de 1970, cuando empezó una ola de frío de diez días, con temperaturas gélidas[3], niebla y cencellada en el ambiente y el suelo convertido en una pista de patinaje sobre hielo. Habíamos hablado los de la panda de reunirnos para celebrar la Nochevieja, pero uno tras otro fueron excusándose. Leticia, Fabio y yo, menos drásticos, decidimos reemplazar la velada por un cafetito caliente antes de cenar. No sin dificultades y deslices, fuimos llegando a la cafetería a la hora prefijada; Fabio el último, como siempre. Antes de su llegada, Leticia me comentó:

-          Vengo asombrada. ¿Quieres creer que en los soportales estaba Plácido tocando el acordeón como si tal cosa?

-          Es decir, plácidamente –bromeé-. Tendrá que hacerlo con guantes.

     No le agradó la guasa a mi amiga, pero hizo gala de su paciencia habitual y decidió pagarme con un cuento, mientras hacíamos tiempo para la llegada del ausente. La verdad es que la historia no me era del todo desconocida, pero la escuché con agrado, dadas las fechas navideñas. Espero que a ustedes les pase lo mismo:

-          Seguramente conoces a Plácido, el acordeonista que, acompañado de un perro callejero, pide musicalmente limosna: en el verano, en la Acera o en el Campo y, en el invierno, por los soportales. No lo hace mal y, sobre todo, siempre me agradó la amplitud y variedad de su repertorio, inasequible a la rutina y la indiferencia de los transeúntes. El caso es que, desde que dispuse de propina, reservaba unas pesetas para echarle cuando lo viera. Él se limitaba a esbozar una sonrisa, sin dejar de tocar. Casi me mostraba más interés el perro, seguramente por ser yo portadora de los efluvios de mi perra Triki. Por eso, me extrañó la reacción de Plácido, una vez que lo socorrí camino del Conservatorio, llevando mi inseparable violín.

Señorita –me dijo- no me pague la interpretación con dinero. Hágalo con la misma moneda. Sorprendida y avergonzada, me quedé inmóvil. Él insistió: Vamos, señorita, aunque sea a dúo. Ya ve que no pasa casi nadie. En fin, haciendo de tripas corazón, desenfundé el violín y el arco, los puse en posición y aguardé a que él se arrancara con la pieza que se le ocurriese. Recuerdo que pensé: Con tal que la conozca de memoria…

Atacó el tango La cumparsita. Le tengo cariño pues es una de las canciones favoritas de mi madre. Así que pulsé con decisión, mientras Plácido pasaba a hacerme solo el acompañamiento. La tocamos de cabo a rabo, mientras iban formando corro unas cuantas personas de edad, que se rascaban el bolsillo modestamente, a juzgar por el tintineo de las pequeñas monedas. Dio lo mismo: ese no era por el momento el pago que más me interesaba. Aún arrebolada, guardé el Palatino[4] y recogí mi primer sueldo, de manos del mendigo: Toma este duro y guárdalo como recuerdo de tu primer concierto. Seguro que, si no abandonas, vendrán luego otros muchos.

Seguí viendo y oyendo de vez en cuando a Plácido con un nuevo perro, sin intercambiar con aquel una palabra, hasta que empezaron a menudear mis ausencias de Castellar y sus achaques de salud. Abreviando, lo he vuelto a encontrar al venir para acá, en la Plaza Mayor, y no he podido menos de acercarme a él para felicitarle el año nuevo, en esta tarde tan heladora. Casi me desmayo al verlo…

-          Me lo imagino. Con la que está cayendo y al sereno…

-          No es solo eso. Se abrigaba con un jersey de cuello vuelto y una gorra de visera. Tenía la cara terriblemente macilenta y apenas contenía la tos. Por si fuera poco, solo tenía en el sombrero unas pocas monedas. Con decirte que hasta el perro lo había abandonado…

-          A lo peor es que ha fallecido.

-          No. Plácido me lo dijo desgarradamente: Señorita, no hace una noche como para que los perros anden pidiendo por la calle. Me conmovió hasta el punto de hacerle un ofrecimiento irresistible, del que ahora empiezo a arrepentirme.

-          ¿Tocar a dúo otra vez?

-          Peor aún. Le eché una buena bronca por jugar con su salud de esa manera y él me salió con que tenía que llevar algo a casa y que la Nochevieja era buena para conseguir una aceptable recaudación. A fin de cuentas, ¿quién era yo, la señoritinga de Juilliard, para gobernar la miseria ajena? Me sentí tan falta de autoridad moral, que se me ocurrió hacer algo fuera de lo común.

-          ¿Como soltarle las doscientas cincuenta pesetas que nos iba a costar el cotillón?, inquirí, creyéndome en posesión de la verdad.

-          ¡Algo así es lo que tendría que haber hecho, pero no! La hija de mi madre tenía que darse pote. Me ofrecí nada menos que para sustituirle esta noche. Así que, tan pronto nos tomemos el café, a casita corriendo, cenar, coger el violín y a ganarse las pesetas.

     Fabio –que había llegado poco antes- terció muy caballero:

-          Aquí me tienes, para pasar el sombrero entre la concurrencia.

-          Y a mí, para llevarte las uvas a las doce –agregué yo, un poco picado-.

     Leticia sonrió:

-          Nada de eso. El compromiso es mío y solo mío. Le pediré a mi abuela unos mitones.
 

 
***

      La bondad humana no conoce límites y la fanfarronería juvenil, tampoco. La noticia corrió entre los amigos, vía telefónica, y todos nos concitamos para aparecer por la Plaza Mayor después de las campanadas y dejar en el sombrero de Leticia cien pesetas por cabeza. Luego, le quitaríamos de las manos el violín y nos la llevaríamos a cualquier discoteca para que echase el frio afuera, a costa de alcohol y brincos.

     Fuimos llegando a partir de las doce y media, salvo los locos de Cristina y Javier que, caldeados por su recién estrenado amor, se atrevieron a escuchar las campanadas en el reloj del Ayuntamiento. Y fue gracias a ellos como llegamos a saber lo sucedido, porque Leticia brillaba por su ausencia cuando nosotros llegamos. Dejemos pues que sea Cris, como mejor amiga de Lety, quien nos narre los acontecimientos, con su miajita de preámbulo, dado que pocos de ustedes estarán al corriente de lo acaecido antes de aquella noche.

-          Cuando Javier y yo llegamos a la Plaza, allí estaba Leti, medio acogida a la protección del zaguán del Teatro, tocando maravillosamente. La poca gente que afluía hacia el centro de la Plaza apenas se detenía, entre el frío y la prisa por colocarse ante el reloj. No obstante, el sombrero presentaba un buen aspecto, sobre todo, cuando nosotros dos le echamos las doscientas pesetas convenidas. Lety nos hizo el mohín de un beso y siguió con Vivaldi. Javi le advirtió: Algo más popular, Lety, que en Nochevieja la gente no está para clasicismos. Acabó, pues, la pieza y, tras un instante de vacilación, se lanzó con Y volvamos al amor[5]. Ya sabéis por qué digo que se lanzó…

-          Ni idea, contestó Fabio. ¿Es que tenía algo que ver esa canción con ella?

-          Y tanto –prosiguió Cris-. Bailando esa canción se le había declarado Fran, su primer novio, del que seguramente os acordaréis, un chico con el que estuvo saliendo un par de años, hasta que a ella le dio la ventolera de tomarse la música tan en serio, como para irse a estudiar a Madrid y, luego, a Norteamérica. El caso es que, en mi opinión, el título y la letra de esa canción les venía como anillo al dedo pues la ruptura fue una torpeza de chavales, con más amor propio que sentido común. Bueno, el caso es que llevaba la interpretación mediada, cuando ¿quién diréis que apareció?

-          ¡El novio!, exclamamos casi todos al unísono.

-          ¡En efecto! Pero ¿cómo habéis acertado?... En fin, que Fran la saludó con una inclinación de cabeza, tras echar un billete en el sombrero; ella, demudada y casi sin aliento, dejó de tocar y allí que tuvimos que intervenir nosotros -¿verdad, Javi?- para saludarlos y hacerles reaccionar, que se habían quedado como pasmarotes.

-          Bueno pero ¿a dónde han ido? ¿Dónde están ahora?, inquirió Fabio, en mi opinión con una cara que trasparentaba cierta decepción sentimental.

-          ¡A vosotros os lo voy a decir, para que rompáis el hechizo!, replicó Cris, muy en su papel de amiga del alma, un poco celestina. Dejad que aprovechen el poco tiempo que les queda de estar juntos y sacar los atrasos.

     Nos quedamos en silencio; tanto, que la narradora se explicó:

-          Es la última noche de Fran en España durante un tiempo. Mañana tiene que coger el tren para París. Parece ser que está practicando como interno en un hospital de allá.

-          Pues ya fue casualidad que Cris sustituyese al músico callejero –comenté-. Por cierto, ¿cómo le damos ahora las cien pesetas por barba?

-          ¡De eso nada!, rugió Fabio. Hemos venido a buscarla, ¿no? No estaba en la Plaza, ¿no es así? Pues no sé vosotros pero, lo que es yo, me voy a fundir las pelas a la boîte más próxima.

     La moción fue aprobada por unanimidad. De camino, alguien se arrancó con el estribillo de la canción de marras, coreado a voz en cuello por los demás:

-          Lalalá, lalala, lalalá… lalalá, lalala, lalalá…

     Dicen que aquella noche los termómetros de Castellar bajaron hasta diez bajo cero, o más. ¡Pues nosotros no lo notamos y supongo que Leticia tampoco!

 
 



 



[1] El Instituto Peabody fue fundado en 1857 en la ciudad de Baltimore (Maryland, USA). Institución muy prestigiosa, desde 1977 (es decir, después de graduarse allí Leticia) ha pasado a integrarse formalmente en la Universidad John Hopkins.
[2] Instituto de Arte Musical de fama mundial, fundado en la ciudad de Nueva York en 1905. El ingreso en él de Leticia coincidió con el traslado de sus instalaciones al Lincoln Center (1969).
[3] En los primeros días de enero de 1971, en Castellar bajaron las mínimas hasta los -13⁰ y en su aeropuerto, hasta -18,8⁰.
[4]  Conocida marca estadounidense de violines con buena relación calidad/precio, especialmente idóneos para estudiantes.
[5]  Original francés, titulado Les vendanges de l’amour (1963), de Daniel Gérard y Michel Eugène Jourdan. Fue muy popular en ese año y el siguiente en España, bajo el título reseñado en el texto y la interpretación vocal, en castellano, de Marie Laforet.

sábado, 14 de diciembre de 2013

AYÚDAME, RONDA


 

¡Ayúdame, Ronda!

Por Federico Bello Landrove

     Con base en la conocida canción de los Beach Boys, titulada Help me, Ronda[1], una joven homónima desarrolla su cruzada de fe y fortaleza, muy en la línea del triunfo de la voluntad y de su moderna versión, el principio de atracción universal. ¿Logrará alcanzar sus propósitos? De algo podemos estar seguros: el triunfo o el batacazo serán mayúsculos.

 


1.      Una vecinita muy especial


     Alguna vez he definido mis años universitarios como de apuntes, cine y rock and roll. En lo que a mí respecta, bien podría haber sucedido que el rock tuviese más de pop que de energía roquera. En cuanto al cine, prefería bocadillo y programa doble, a las salas de arte y ensayo. Lo relativo a apuntes nada tiene que ver con esta casi verídica historia.

     Mi afición al cine tenía el curioso efecto de asociar imágenes fílmicas y reales, hasta el punto de encontrar con frecuencia en las chicas parecidos con las estrellas de la pantalla. Consecuencia de ello, perdían al punto su carácter anónimo, para alcanzar el honroso patronímico de sus bellas parecidas: Deborah, Nancy, Donna. No es extraño, pues, que al cruzarme en la escalera con aquella joven desconocida la bautizase, al punto, como Emmanuelle[2].

     Su efigie se me ha desdibujado mucho con los años, pero lo esencial permanece: alta, delgada, rostro anguloso, media melena y un halo de tristeza o, al menos, de profunda seriedad. Vamos, una chica, si no atractiva, sí interesante a primera vista. Con el trato, habría de corroborar esa impresión inicial.

***

     Emmanuelle no venía de París, desde luego, sino de Rioseco, histórico poblachón con agricultura de secano, y era hija única de una típica coyunda de las de entonces, entre un mando de la Guardia Civil y una señorita de familia de terratenientes. Aunque esto no lo supe hasta mucho más tarde, les anticiparé que en aquella pareja regía una armoniosa distribución de funciones entre ambos progenitores: la madre imponía sus decisiones en casa, en tanto el teniente hacía valer sus estrellas entre los tricornios.

     A poco de cruzármela por primera vez en la escalera, estaba ya al corriente de lo esencial respecto de ella. El marido de la portera era hermano del susodicho teniente, siendo la razón de acoger en su casa a la joven, mientras cursara en Castellar los estudios universitarios. La carrera elegida había sido la de Filosofía y Letras, muy acomodada a lo que entonces se juzgaba propio de su sexo. Yo andaba a la sazón por la mitad de la de Derecho, que cursaba con soltura, y no tenía con la de Letras otra relación que esporádicos contactos con los compañeros del bachiller, que se habían aventurado en aquel culto y femenino ámbito. No obstante, durante la comida de Todos los Santos, mi madre intercedió:

-          David, me ha pedido la portera que te hable de su sobrina, Ronda[3]. Parece que la chica está muy desorientada en sus primeros momentos de Universidad y en esta ciudad. Ya sabes, que la aconsejes sobre formas de estudiar, bibliotecas y todo eso. Y, a ser posible, que la presentes a algunos amigos tuyos.

-          Pero, mamá, ¿qué puedo aconsejarle yo para una carrera que desconozco? Y, en cuanto a lo de las presentaciones, no lo veo muy factible, dadas las circunstancias.

     Por supuesto, mi señora madre conocía perfectamente las circunstancias. Mis mejores amigos estaban en la etapa de noviazgos más o menos estables, la cual había recorrido yo prematuramente y con peores resultados. Tímido y escaldado, me había retraído a estudios y aficiones que vivía en solitario. Los insoslayables anhelos juveniles de compañía quedaban satisfechos por mis compañeros de facultad, con los que mantenía un trato afectuoso, pero superficial y pragmático. Es posible que la sugerencia de mi madre pretendiera servir, más que a la portera de toda la vida, al deseo de hacer salir a su retoño de aquel temporal y voluntario caparazón.

     Un poco a regañadientes, quedé con Ronda para el siguiente fin de semana. Y, para empezar, noté algo que no había percibido hasta entonces. Al acompañarla, aprecié que cojeaba de manera ligera, pero ostensible. De modo inocente, le pregunté:

-          ¿Algún esguince?

-          ¡Ojalá! Una fractura mal consolidada. A estas alturas, ya es irreversible… y bastante dolorosa con los cambios de tiempo.

     No me gusta ser determinista pero, desde la reflexión y la distancia, creo que, sin ese defecto físico, nada habría sido igual.

***

     Ronda María Padilla tenía muchas cosas peculiares. Para empezar, su nombre, terco empeño de sus padres, quienes se habían declarado su amor después de ver una película de la bellísima Rhonda Fleming[4]. Luego, su amplia cultura literaria, fruto de una biblioteca familiar bien surtida y de una vida inevitablemente sedentaria. Y, por descontado, aquel percance sufrido a los nueve años, que le había hecho pasar un calvario de escayolas, operaciones y dolores sin cuento. A ella no le gustaba dar detalles al respecto, pero su tía, agradecida de mis atenciones, no cejaba ante mí en sus loas y confidencias:

-          ¡Qué chica! No la hay mejor ni más valiente. ¡Lo que le ha tocado sufrir, sin una queja, luchando con toda la fe del mundo por curarse! Ahora ya ha pasado lo peor y, aún así, ya ves, siempre con dolores, sin poder hacer la vida propia de las jóvenes. Y luego, los chicos, superficiales y crueles, despreciándola por su defecto, como si no tuviese otras muchas cualidades para hacer feliz a quien la quiera.

     Aquella monserga, la verdad, era excesiva. El calzado tobillero o las medias compresivas disimulaban su leve deformidad articular, que apenas había alterado la simetría de las pantorrillas. Y, por lo que hace a las limitaciones funcionales, yo tampoco le veía la gracia a la bicicleta, el baile o las caminatas por los pinares. En cierto modo, aquella superación del ejercicio físico –voluntaria en mí; forzosa para ella- nos acercaba en óbices y aficiones.

     Por lo demás, Ronda era tranquila y paciente. Sin necesidad de compromisos ni confidencias, íbamos abriendo en nuestras vidas un hueco para el otro, cada vez más amplio y necesario. Ella curaba el desarraigo y yo el desengaño. Todo era armonioso y placentero, sin exclusividades ni etiquetas. Y así siguió por un corto tiempo, hasta que Álex vino a romper el hechizo.

 


    
2.  Un amigo necesita ayuda

     El tal Alex había sido mi mejor amigo en la adolescencia, hasta que los amoríos y los diferentes estudios nos distanciaron. De vez en cuando, nos cruzábamos por la calle, él casi siempre acompañado de su novia quien, por las apariencias y los años de relación, me figuraba que llegaría a ser su esposa. Por ello, me llevé la sorpresa del siglo cuando la vi muy del brazo de otro joven por la calle de Santiago. Yo soy circunspecto y un poco indiferente por la vida ajena. Quiero decir que no se me ocurrió llamar a Alex, ni hacerme el encontradizo, para confirmar lo que tan a la vista estaba.

     Pero en una pequeña ciudad todos nos vemos al cabo de cierto tiempo. Avanzado el curso de mi conocimiento de Ronda, coincidimos Álex y yo sacando las entradas para el cine y entretuvimos la espera charlando de nuestras cosas. Ahí tomó él pie para revelarme lo que, aunque le doliera, juzgaba que no me podía ocultar.

-          ¿Vas a sacar dos entradas? –preguntó-. Pues yo con una tengo bastante.

-          ¿Has roto con Elvira?

-          Di mejor que ella ha roto conmigo.

     Continuamos la charla en una cafetería próxima, aunque el tema no daba para mucho: La típica pelea de novios; solo que, en este caso, la chica se había dejado querer por un médico recién licenciado, amigo de su hermano mayor. La posibilidad de que se casaran de forma inmediata había dejado a mi amigo sin capacidad de contraataque:

-          Fíjate, aún me quedan tres años largos para acabar la carrera, y lo que te rondaré después, hasta colocarme. Yo creo que eso es lo que ha llevado a Elvira a comportarse así. Tres años de novios y todo lo que teníamos por delante. Ha debido parecerle demasiado. En cambio, con este, es llegar y besar el santo.

-          Pues lo siento, Álex. Se os veía tan unidos…

-          Y lo peor de todo es que ha sido fulminante y sin una explicación.

     Lo vi tan alicaído, que decidí cambiar de conversación o, al menos, de sujeto:

-          A mí, en cierto modo, me está pasando lo contrario. Ya sabes lo escarmentado que quedé de lo de Mary Luz. Me prometí no volver a ir en serio con una chica hasta acabar los estudios. Sin embargo, me lo estoy pensando. He conocido a una…

-          ¿Una morena, alta y un poco coja? Te he visto un par de veces con ella.

-          Pues sí. Estudia Letras y es vecina mía. Por ahora, nada serio.

     Nada serio. Es que la displicencia con que Álex había hecho la descripción de Ronda me había cohibido, o avergonzado. Tenía que pensármelo mejor, ser más objetivo, no volver a tropezar en la misma piedra… Nos despedimos:

-          Ahora que estamos más libres, podríamos salir juntos los fines de semana, como antaño.

-          Claro, Álex, cuenta con ello. Y ánimo. Acertar a la primera es casi imposible.

***

     Pocas cosas unen tanto como la desgracia; cuando menos, si se es de buen natural. Yo estaba convencido de que, de no ser por su limitación física, no me habría interesado tanto por Ronda. A ella le pasó lo propio con el desengaño de Álex. Así que la culpa fue mía por contarle aquel sucedido.

-          Y dices que ha quedado sin capacidad de reacción –me comentó Ronda-.

-          Pues sí. Como le ha pillado por sorpresa y el otro es bastante mayor…

-          Pamplinas –enfatizó, ruborizándose-. Eso no es más que falta de fe y de convicción.

-          Mujer, hay quien prefiere aceptar y olvidar. Tal vez sea mejor para todos así.

     Como si nada, se descolgó con un tercetillo, cuyo recuerdo tal vez sea infiel:

Para vivir el amor

Hay que gozar el placer

Y hay que tener valor

-          ¿Qué te parece?, inquirió.

-          Una reflexión digna de Campoamor, repuse.

     Pero resultó que era suya propia y no tomó a bien mi humorada[5].

***

     Dije antes que Álex y Ronda acabaron entendiéndose como compañeros en la desgracia. Presentarlos y leerle la cartilla ella a él, fue todo uno. Aquella muchacha, crecida en el dolor y su superación, estaba convencida de que todo podía lograrse con fe y con fortaleza. No las tenía Álex todas consigo. Es más, intuyo que iba incubando en su alma perversa muy otros propósitos. Digo esto, a juzgar por la pregunta que me hizo, días después de conocerla:

-          David, me dijiste que no ibas en serio con Ronda…

-          Si te refieres a si somos novios o lo pretendo, seguro que no.

-          Me parece lo más sensato. Es una chica muy extraña. No sé qué mosca le ha picado para andar todo el tiempo animándome a recuperar a Elvira.

-          Pues aprovecha sus consejos, que sabe mucho de superar dificultades. Ya sabes, help me, Ronda[6].

     Álex sonrió:

-          No, si estoy convencido de que puede ayudarme. La cuestión es fijar el objetivo.

     Desde bastantes años atrás, mi amigo era más alto, más guapo y más rico que yo. A juzgar por mi perplejidad ante aquella salida de tono, supongo que también había llegado a ser más listo.

***

     Aquel final de curso se convirtió en una especie de comedia de las equivocaciones, que a punto estuvo de hacernos perder a los tres el año y la cabeza. Tal como ahora lo recuerdo, cada uno de nosotros empezó ocupando una posición o buscando un objetivo, para terminar consiguiendo algo muy diferente de lo intentado. Eso sí, a diferencia de la citada forma de comedia, sin que su final pudiera considerarse feliz.

     Empezando por Álex, ya fuese por admiración sincera, ya por buscarse una alternativa razonable, acabó por seguirle la corriente a Ronda y hasta por hacerle la corte. Claro que él estaba lejos de reconocérmelo, pero su asiduidad y comportamiento así lo corroboraban. Y, después de todo, ¿a qué, si no, su interés por conocer mis intenciones con la chica?

     Siguiendo con esta, su afán por instilar en el alma de Álex sus consejos y su consuelo la había convertido en una pigmaliona[7] enamorada de su obra, con el secreto, pero evidente, anhelo de hacer suya a aquella criatura modelada a su imagen.

     Y yo, entre celos y suspicacias, contemplaba aquella compleja trama psicológica, cada vez más irritado de no poder, ni comprenderla, ni impedirla. La amistad con Álex y el afecto tan particular hacia Ronda se convertían en nostalgia y reconcomio.

     He ahí los tres personajes de la minúscula farsa, sumidos en una vorágine de sucesos y sentimientos. Pero falta por intervenir una cuarta persona. Y en esto, llegó el verano.

 
 

 

3.  Las aguas vuelven a su cauce


     Felizmente, diversos compromisos familiares y de aprendizaje de idiomas me mantuvieron alejado de Castellar en aquellos meses. A mi regreso, Ronda debía de estar todavía en casa de sus padres, puesto que aún faltaba un mes para empezar las clases. Otros conocidos, en cambio, estaban bien presentes en la ciudad.

     Fue una tarde de ferias, de esas bochornosas y multitudinarias de septiembre. Me había quedado contemplando la barroca silueta del teatro Pradera, que cerraría sus puertas a finales de aquel mes, cuando me adelantó una parejita, que subió las escaleras y se encaminó a la puerta de entrada. Fueron unos momentos y de espaldas, pero no me cabía duda: eran Álex y Elvira. ¡Después de todo, el programa de fe y fortaleza había cubierto el objetivo inicialmente previsto!

     Me consumía la curiosidad pero no era cosa de preguntar directamente a Álex, tras aquel periodo de distanciamiento. Vino en mi ayuda el 23 de aquel mes, cumpleaños de mi amigo, que celebrábamos con merienda y regalo desde siete años antes, cualquiera que fuera el tiempo que hiciese sobre nuestra relación. Me armé de valor y compre Today!, el LP de los Beach Boys que –como ustedes saben- traía Help me, Ronda en el quinto corte de la cara A[8]. Salido al mercado dos años atrás, bien podía suceder que lo tuviera ya en su discoteca. Resultó que no y lo recibió con muy buena cara. Al percatarse del famoso quinto corte, me miró de hito en hito y se echó a reír.

-          ¡Cielos, menos mal que no está Elvira aquí! Porque no sé si sabes que volvemos a ser novios.

-          No estaba enterado. Como he pasado todo el verano fuera…

-          Pues, sí, chico, ha sido una suerte. De una parte, al matasanos le dieron trabajo en un pueblo perdido de la provincia de León y pretendía casarse en seguida y llevársela para allá, cosas a las que Elvira no estaba dispuesta. Y, de otra…

     Para abreviar: La relación veraniega de Álex y Ronda había progresado hasta el punto de salir juntos con frecuencia y ello le dio celos a su predecesora en el puesto, hasta el punto de hacerle recapacitar:

-          Fíjate, David: lo que más le dolió es que la reemplazara por una coja.

-          No me extraña –gruñí entre dientes-, siendo las piernas lo mejor que tiene ella.

***

     Pasé las jornadas siguientes pensando en cómo sería mi reencuentro con Ronda y en la actitud que debería tomar en el futuro. En el fondo, las dudas eran más de forma que de fondo. Ni quería volver a pasar por aquellos tragos tan dolorosos, ni estaba dispuesto a ser plato de segunda mesa. El círculo se había cerrado y, a fin de cuentas, yo me había quedado como estaba. ¡Lástima que la vecindad próxima impusiera encuentros e inevitables explicaciones!

     Sin embargo, llegaron el Pilar y Santa Teresa[9] y Ronda no apareció. Extrañado, lo comenté con mi madre, con aparente desgaire. La respuesta me vino días después, a través de la portera: Su sobrina había conseguido una beca en un colegio mayor de Madrid, con lo que estudiaría la carrera, a partir de ahora, en la capital de España. La niña, y toda su familia, agradecían mis atenciones para con ella y esperaba que pudiéramos vernos en alguna de las visitas que hiciera a sus tíos más adelante.

     Lo cierto es que nunca más volví a verla, ni a comunicarme con ella. Como nos cambiamos de casa por aquellos días, no estoy seguro de que Ronda hubiera mejorado de sensatez, aun a costa de aminorar su confianza en el poder de la fe y la fortaleza. A fin de cuentas, eso es lo que denominamos madurar, fruto habitual y a veces amargo del paso del tiempo.

***

     La historia, evidentemente, se ha acabado. No obstante, hace unos años cayó en mis manos un libro –de esos que llaman best sellers-, llamado El secreto, inextricable mezcla de tópicos, aciertos y disparates, cuyo núcleo parece ser el poder de la voluntad o, dicho de manera pseudocientífica, el principio de atracción. Me lo habían recomendado algunos amigos –les prometo que Álex no estaba entre ellos- y acudí a la librería con el recuerdo de Ronda María en la mente. Después de todo, hay personas inolvidables, por mucho que uno viva.

     Eché un vistazo a los expositores, hasta dar con el famoso libro. Lo tomé en las manos y se me escapó una exclamación, entre el asombro y el júbilo. ¡La autora se llamaba Rhonda[10]!

     Como me he vuelto bastante pérfido, adquirí un par de ejemplares, por si se terciaba regalar uno de ellos a alguien.

 
 





[1]  También conocida como Help me, Rhonda, fue grabada y publicada en 1965. Pese a la aparente claridad de su letra, tengo mis dudas sobre si la ayuda pedida a Ronda era para olvidar a la ingrata novia anterior, o para darle achares y provocar su retorno. Ronda/Rhonda es un nombre femenino gaélico, que significa Lanza.
[2]   Obviamente, en alusión a la actriz francesa Emmanuelle Riva. La procaz película Emmanuelle (cuya estrella se llamaba Sylvia) se estrenó en 1974; por tanto, con posterioridad a la trama de mi relato, ambientado en 1967.
[3]  Insisto en emplear la grafía más propia del español, en lugar de la de Rhonda, habitual en inglés. La falta de un santo o santa de dicho nombre dio lugar a la cristianización de nuestra protagonista como  Ronda María, inevitable en los registros civiles y de bautismos en la España de la época.
[4]  Famosa actriz, nacida en Hollywood en 1923, con el nombre de Marilyn Louis. Su belleza y fotogenia le valieron el apodo de Reina del Technicolor.
[5]  Juego de palabras evidente, al cultivar el poeta Ramón de Campoamor (1817-1901) un género, por él bautizado como Humorada. Por lo demás, es conocido el juicio generalmente adverso que como poeta viene sufriendo Campoamor, desde hace más de un siglo.
[6]  Véase nota 1. Help me, Ronda equivale en español a ayúdame, Ronda, lógico título de este relato.
[7]  Discutible feminización del personaje mitológico de Pigmalión, que se utiliza como símbolo de quien realiza una imagen tan perfecta, que acaba enamorándose de ella y logrando dotarla de vida.
[8]  Más precisamente, The Beach Boys Today!, editado por la discográfica Capitol en 1965, alcanzando el número 4 en las listas de Billboard. Help me, Ronda fue número 1 en las mismas durante dos semanas (finales de mayo y principios de junio de 1965).
[9]  Es decir, el 12 y el 15 de octubre, en que se celebran en España tales festividades.
[10]  Se trata de Rhonda Byrne, escritora, guionista y productora de televisión, nacida en Australia en 1951. Pido disculpas a la infinidad de lectores de la señora Byrne que, obviamente, no comparten mi pobre impresión acerca de su libro –y documental cinematográfico-, aparecido en 2006.