sábado, 17 de noviembre de 2012

VOLVER A ACABAR


 

Volver a acabar

Por Federico Bello Landrove

 

     Volver a empezar es tarea hermosa y esperanzada, aunque pocas veces factible. Volver a/para acabar puede tacharse de nostálgico, inútil o vengativo, pero suele resultar más hacedero. En el presente relato, el protagonista hace de este retorno perfectivo la meta de su vida. ¿Logrará su propósito? Seamos sanamente escépticos: lo inacabado también puede tener sentido y belleza.

 
 

1.      Del cine, a la filosofía

 

     Han pasado tantos años ya, que no recuerdo si vi la película Volver a empezar antes o después del Óscar. Hasta es posible que nunca la haya contemplado sino en la pequeña pantalla. Da igual. Lo que sí recuerdo vivamente es la contienda homérica entre garcistas y antigarcistas en nuestra tertulia del café Rialto. La cosa estaba ya tan subida de tono, que el resto de los clientes permanecían en silencio y los camareros se habían ido acercando, haciendo corro en torno de nuestra mesa. Felipe Roquer, rugía de indignación:

-          ¡Es inaudito, en personas supuestamente cultas, confundir la cursilería con la sensibilidad! Con premios o sin ellos, Volver a empezar es una señora película y, por encima de eso, un canto al amor más allá del tiempo y de la edad…

-          … Sobre todo, si el ancianito es un premio Nobel, al que el Rey llama por teléfono para invitarlo a la Zarzuela. Vamos, el ocupante medio de los asilos, replicó zumbonamente Illarramendi, guiñando un ojo a don Ezequías, el decano de la reunión.

-          Tal vez, para valorar cuanto esa película encierra haya que ser viejo, y no maleado, sino de corazón puro. Ponerse en situación, ayuda –se aventuró a decir nuestro setentón-.

-          ¡Tan largo me lo fiáis!, replicó el vasco. En fin –ironizó-, concedamos que sea apta para ancianos de corazón puro y, por su ritmo, para afectados de bradipsiquia.

    

     Iba la discordia a enconarse de nuevo, cuando se me ocurrió una salida por la tangente:

 

-          Queridos amigos: nadie podrá negar a una cinta oscarizada ciertas calidades, como tampoco que haya espectadores a los que no agrade. En gustos no hay nada escrito. Pero tengo para mí que la mayor equivocación de la película está en el título.

 

     Roquer vaciló al contestar:

 

-          Bueno, ya sabes que fue una solución de componenda. Garci intentó titularla Beguin the beguine, pero hubo dificultades con los actuales propietarios de la famosa canción del mismo nombre.

-          Lo sé, contesté. Con todo, puestos a buscar una alternativa, a nadie sensato se le habría ocurrido un rótulo que significa justo lo contrario de lo que cuenta la película.

-          ¿Y eso?, inquirió Illarramendi, intrigado.

-          Pues porque a lo que viene el profesor Albajara a España no es a empezar, sino a acabar, a despedirse, a cerrar su círculo vital. Vamos, vuelve a terminar, por emplear una expresión antitética con la del título.

 

     Cifuentes, el malaje de los contertulios, no dejó de despreciar mi argumento:

 

-          ¡Qué bobada! ¿Quién se tomaría semejante trabajo, y aún riesgo, para acabar la vida? Para eso, mejor se habría vuelto a San Francisco sin pasar por Gijón.

-          Así que tú no crees que alguien se esfuerce por poner a su vida un broche que él juzgue que merece la pena -deduje-.

-          ¡Bah!, puestos a morir, con calmantes y, si acaso, un confesor hay más que de sobra.

 

     Me encogí de hombros y, contra el presunto deseo de los demás, no entré al trapo. Pero la displicencia de Cifuentes fue, sin duda, el detonante de mis recuerdos. En concreto, de parar mientes en un caso de mi experiencia profesional, acaecido algunos años atrás. Ahora han pasado otros treinta por encima de la historia, suficientes para no faltar al deber de reserva, impuesto a todo policía. Tal vez, ustedes la encuentren medianamente interesante. Y, de paso, le doy la réplica, bien tardía, al bueno de Cifuentes, que en gloria esté, aunque lo pongo en duda.

 

 

 

2.      El hombre de Panamá

 

     Al menos, eso era lo que rezaba en su pasaporte, por no hablar del sombrero de paja que coronaba su magra y encorvada estructura. Mis compañeros de Barajas se fijaron en el lugar de nacimiento y le preguntaron, con más curiosidad que malicia:

 

-          ¿Nació usted en Castellar de España?

-          En efecto. Mi madre estaba pasando una temporada acá, en casa de unos parientes.

 

     Los años no habían discurrido en balde. Debió de ser en 1976 o, quizá, en el 77. Ya no se llevaba el registro minucioso de equipajes:

 

-          ¿Algo que declarar?

-          Nada en absoluto. Vengo a hacer turismo por mi cuenta.

 

     El razonamiento no era muy coherente, pero los de Aduanas lo dejaron pasar sin más trámite. Por aquellas calendas, los viajeros aéreos no tenían presunción de culpabilidad, como ahora.

 

     A la caída de la tarde, el panameño de Castellar llegaba a su ciudad natal –probablemente en el tren vespertino- y se hospedaba en el Moderno, en la Plaza Mayor. En cualquier caso, eso constaba en el registro de huéspedes del hotel. El recepcionista de turno lo recordaba perfectamente:

 

-          Sí, señor, llegó a eso de las nueve y media. No tenía reserva. Me llamó la atención que vistiera traje y corbata, ¡con el calor que hacía! Pidió una habitación interior y tranquila. Le pregunté si iba a quedarse unos cuantos días y me contestó: los precisos para hacer unas gestiones. Como ve, no fue muy explícito…

 

***

 

-          … Pues lo que son las cosas, inspector, el tal señor Lafuente me pareció en seguida un tipo algo extraño. No sé si sería por su apellido, de tanto arraigo en Castellar, o por el hecho de salir tan poco de su habitación y siempre muy temprano, o ya de noche. Vamos, muy poco apropiado para hacer gestiones, como él nos había adelantado. Tan es así que, una de las veces, pretendió explicárselo a Purita, la del turno de noche.

-          ¿Y qué le dijo?

-          Que en este demonio de ciudad no se podía salir a buena hora, por el tremendo calor que hacía. Ya ve, como si un panameño no estuviese acostumbrado. Pero, eso sí, siempre trajeado y con su corbata. Lo que decía Purita...

-          ¿Le servían ustedes la comida?

-          No, señor. Nosotros no tenemos servicio de cocina, más que para el desayuno. Debía de apañarse en los bares de la zona. Un cliente coincidió con él una noche en La Viña del Señor. ¡Claro!, como la frecuentan gentes de izquierda...

-          ¿Y cómo sabe usted, o se figura, la ideología política del personaje?

-          ¡Toma!, pues porque resultó ser un exiliado de cuando la guerra. Pero qué le voy a contar a usted que no sepa.

 

       El recepcionista me estaba levantando dolor de cabeza. Con lo que ya me había referido, y con el mudo testimonio del equipaje abandonado por Germán Lafuente, tenía bastante para hacerme una idea de sus andanzas castellarenses, durante la semana que estuvo entre nosotros. Pero seguía a oscuras de lo que había venido a hacer por aquí. Encender esa luz me llevó bastante tiempo y diligencias varias. Como no hay nada más árido que la práctica policiaca, me permitirán que dramatice y dé color al núcleo de mis indagaciones. En todo caso, les aseguro que no invento nada. Todo lo más, doy unidad de tiempo a lo que fui sabiendo a lo largo de semanas. Aristóteles me lo premiará.

 

***

 

     El 22 de julio de 1977 –por fin he dado con mis notas del expediente-, Germán Lafuente se levantó temprano. En el pequeño comedor del hotel, con vistas a la Plaza, fue el primero en reclamar el desayuno. Concluido este, salió a la calle a eso de las ocho y media, con su inevitable atuendo formal, jipijapa inclusive, no sin antes inquirir, a la camarera que lo había atendido, la hora de apertura de las floristerías. No es nada probable que cogiera el autobús, aunque el trayecto era largo. Lo cierto es que, a eso de las nueve, adquirió un ramo de claveles y gladiolos en un puesto ambulante de junto al camposanto. La florista lo recordaba perfectamente:

 

-          Un señor muy serio, de cara triste, con sombrero de paja y gafas oscuras. Me pagó con un billete de cinco mil y tuvimos dificultades para darle la vuelta. ¡Mi arma!, un papel de cinco talegos y muy de mañana. ¡Quita!, me parece que estuvo esperando un ratito, hasta que abrieron el cementerio.

 

     Una vez franqueada la verja, Lafuente se perdió en sus pensamientos... y en las veredas entre los cuadros. Tuvo que preguntar a un barrendero. Como llevaba escrito en un papel el número de la sepultura, el interpelado lo orientó sin dificultad. Me van a permitir que guarde a este respecto la intimidad de los muertos. Baste decir que la tumba, digna y bien cuidada, acogía los restos de algunos familiares de Germán: su padre y su hermano Emilio, fallecidos el mismo día de 1936; la abuela paterna; de una señora que, por la edad y apellidos, bien pudiera ser una hermana de su padre; sí, y de su madre –a juzgar por el apelativo y los años-, fallecida unos veinte años atrás.

 

     Yo no estaba allí, para decirles de la emoción del emigrante, o de las oraciones que pudo desgranar lentamente. Posó el ramo recién comprado junto a otro, algo ajado, que algún deudo o alma piadosa había dejado antes sobre la lápida. Luego se sentó en un cantón y allí le tocó la mano del destino.

 

 

3.      La vecina del cuarto



     Seguro que si la buena de Antolina Esteban me hubiera escuchado llamarla destino, se habría llevado las manos a la cabeza o, por mejor decir, al pañolón negro con que se tocaba, incluso en pleno verano. Pero la verdad es que fue ella quien rozó con sus dedos el hombro del pensativo Lafuente, haciéndole volver la cabeza:

 

-          Germán, hijo... Porque eres Germán, el hijo de doña Virtudes...

 

     Estoy convencido de que su primera intención fue negarlo, pero de poco iba a servir, estando sentado allí y habiendo reconocido, pese al paso de las décadas, el rostro arrugado de su antigua vecina del cuarto, en cuyo fondo relucían aún los hermosos ojos azules, que habría de heredar su hija.

 

-          ¡Jesús, y cuánto tiempo! Si no es por la sepultura, no te habría reconocido, claro; por más que sigues igual, tan serio, y tan delgado.

-          Y usted, doña Antolina, tan arrecha como siempre.

-          ¡Sí, si!, farfulló la anciana entre risas. Con un pie en la sepultura es lo que estoy.

 

     Sentáronse juntos. No tenía más remedio que escucharla aunque, por él, habría salido de estampida. Antolina rebulló hasta coincidir con la sombra de un ciprés y dio suelta a un entrecortado monólogo, no siempre bien comprendido, por defecto de la dentadura postiza.

 

-          ¿No habías vuelto desde el 36? ¿O fue el 37? Sí, claro, cuando iban a llamarte a filas. Tu madre me contó que habías logrado pasar a Portugal y, de ahí, a América. Bueno, eso lo dijo unos años más tarde, cuando ya no corrías peligro. No muchos años después, desde luego, que la pobre empezó muy pronto a perder la memoria. ¡Cómo no!, con lo que tuvo que sufrir. Porque fue lo de tu padre y tu hermano lo que la llevó a la tumba. Decían que era párkinson y tendrían razón, pero tan joven aún, seguro que influyó la tristeza.

 

     Germán no sabía si callar y asentir, o levantarse alegando cualquier prisa; pero su antigua vecina no era de las que dejaba meter baza:

 

-          Y luego, tu marcha. Cierto que quedaba tu hermana Lucía para acompañarla, pero no es lo mismo. Un hombre siempre es un hombre, y más, en época de violencia. Además, que tú te llevabas muy bien con ella. ¡Qué digo! Eras clavadito, en parecido y en carácter. Tu padre iba más con tu hermano. ¡Señor!, juntos hasta en la muerte.

 

     Lafuente empezaba a emocionarse. Decidió cambiar un poco de tema:

 

-          ¿Qué fue de su hija?

-          Manolita. ¡Qué bien os llevabais también vosotros, picarón! Y ella estaba por ti. Menuda llorera agarró cuando se enteró de tu marcha. ¿Cómo no le dijiste nada, ni le escribiste unas letras? Ya, no me lo digas: eran momentos terribles, de mucho miedo. Pero luego... Ella te esperó un tiempo. No lo confesaba, pero aún te esperaba. En fin, todo acaba superándose. Se casó en el 45, con un mozo del barrio del Carmen. Montaron un comercio y les va bastante bien. Tienen dos hijos, chico y chica. El marido es un poco bruto, como si dijéramos, pero no es mala persona. Ya sabes, el casado casa quiere. Así que yo, muy tranquilita, viviendo sola...

-          ¿En la misma casa que le conocí?

-          No hijo. La declararon ruinosa hace años. ¿No has pasado por allí? La derribaron y construyeron poco menos que un rascacielos. Ahora vivo junto a la estación, en un pisito de patronato. Como mi difunto Jacinto era de la RENFE...

-          Ya. Bueno, doña Antolina, tengo que irme. Ando con un poco de prisa.

-          ¡Qué alegría va a llevarse Manoli, cuando le diga…! ¿Vas a quedarte todavía unos días? Podrías hacer por verla.

-          Ya llevo en Castellar una semana y se me acaba el permiso. En fin, lo dicho, cuídese… y recuerdos.

-          Gracias, hijo. Cuídate tú también, que estás muy flaco. Ya sabes lo que te aprecio.

-          Ya lo sé, ya. Adiós.

 

     Rozó la frente de la anciana con los labios y se alejó rezongando. Era lo que le faltaba: tanto cuidado, para ir a toparse con aquella cotorra. Lo que había venido a hacer tenía que rematarlo cuanto antes.

 

     Regresó en un taxi. De eso se acordaba bien el recepcionista, quien puntualizaba:

 

-          Me pidió la llave de la habitación. Estaba nervioso y muy acelerado. A los pocos momentos, bajó por la escalera. Me pareció que se colocaba algo en la cintura, aunque no estoy seguro. Tal vez lo imagino, por lo que pasó después. En fin, dejó la llave en el mostrador y salió a paso ligero, sin decir ni palabra.

 

 

4.      Almacenes El Águila

 

     Los Grandes Almacenes El Águila habían conocido mejores tiempos, cuando sus sucursales se repartían por media España; aunque repartir, lo que se dice repartir, habían sido famosos veinte años atrás por su regalo a la grey infantil: los jueves, damos globitos. Lo que ahora tenía Germán ante sí era una modesta secuela del comercio de antaño, más pequeña sin duda, pero en el mismo sitio pregonado por las emisoras de radio durante lustros: Santiago, 9,  frente a la iglesia.

 

     Pero no creo que estuviera nuestro panameño como para fijarse en detalles, ni para rememorar viejos tiempos, por él vividos en el exilio. Lo único que le interesaba era el titular del negocio… y acabar pronto, pues el encuentro con doña Antolina había disparado sus temores y su urgencia. Palpó el bulto de su cintura y entró.

 

     Aunque deslumbrado por el resol exterior, lo identificó sin vacilar. Era aquel mismo Luisito Jover del consejo de guerra, el niñato que, por envidia o por despecho, había declarado como testigo del fiscal, el único que el tribunal admitió en el juicio. Decían que era alumno de su padre y que había tenido enfrentamientos con Emilio, a propósito de la rivalidad entre la FUE y el SEU. El hecho era –y Germán lo recordaba muy bien- que Jover había declarado -en falso- que la pistola que le mostraba el fiscal la había tenido en las manos su profesor en más de una ocasión y que había visto paquear con ella a su hijo mayor la noche del 18 de julio. Ello había sido suficiente para enviar a padre e hijo ante el pelotón de ejecución, en la pradera de San Vicente, en octubre del 36. ¡Y menos mal que no se le había ocurrido al perjuro decir que los tiros los había dado también el hermano pequeño! Bien o no tan bien, eso le había conservado la vida durante tantos años o, por mejor decir, durante un día repetido miles de veces. Pero ahora era llegado el momento de romper el círculo.

 

     Amartilló la pistola, pero no llegó a empuñarla. No le parecía digno disparar sin presentarse y exponer sucintamente los motivos. Por otra parte, Luisito estaba por el momento explicando a una clienta las excelencias de un satén estampado de flores. Toda precaución era poca, que tenía muy oxidado el manejo de las armas de fuego. Se hizo a un lado y simuló contemplar con interés los maniquíes del escaparate.

 

-          Perdón, ¿puedo servirle en algo?, preguntó una voz femenina, aún fresca y que a Germán resultó familiar.

 

     Lafuente se giró para darse, de manos a boca, con su pasado. La dependienta que lo interpelaba era, sin duda, Manoli. El mozo del barrio del Carmen había resultado, por tanto, el testigo Jover, que había destrozado la vida de toda su familia. La estupefacta fijeza de su mirada inquietó a su antigua vecinita, que no lo reconoció.

 

-          ¿Desea alguna cosa?, reiteró la señora.

 

     Germán desmontó el arma, sin poner ya mucho cuidado en ocultar la maniobra, se giró y dirigióse lentamente hacia la salida. A medio camino, volvió la cabeza y respondió:

 

-          Regalarte la vida del cabrón de tu marido.

 

     Abrió la puerta y salió.

 

     Unos minutos más tarde, en el segundo piso del hotel Moderno sonó una detonación, que don Miguel, el comandante retirado de la habitación 24, interpretó perfectamente:

 

-          Jenaro, avise inmediatamente a la policía, que ha sido un disparo.

 

     Y así fue como entré yo en la vida de Germán Lafuente. Mejor dicho, en su muerte.

 

***

 

     ¿Y qué diablos tendrá que ver este relato con la película de Garci, o con mi discusión sobre si hay, o no, gente que se esmera en volver a acabar? Yo creo que, para buenos entendedores –como sin duda son ustedes-, no harían falta más palabras. No obstante, no soy hombre reticente y, las pocas veces que cuento uno de mis casos, procuro no dejar nada importante en el tintero. En esta ocasión, el toque final lo puso el doctor Enríquez, médico forense del Juzgado que instruyó las diligencias por la muerte de Germán Lafuente, el panameño. Hablaba conmigo al día siguiente del óbito, que era sábado, si mal no recuerdo. Naturalmente, yo aún estaba in albis de lo sucedido en el cementerio y en los almacenes de los globitos.

 

-          Así pues, doctor, ninguna duda de que se trata de un suicidio.

-          Desde luego, inspector. La cosa no tiene vuelta de hoja.

-          ¿Qué podrá haberle traído desde tan lejos para hacer semejante cosa? Con lo bien que habría podido finar en Panamá o, por lo menos, dejarnos una nota.

-          Eso es cosa suya, inspector. Por si le ayuda, le adelantaré un dato de la autopsia: tenía un cáncer bastante avanzado de estómago, con metástasis en el páncreas. Debía de ser ya muy doloroso, pues los medicamentos que recogieron ustedes en su habitación eran casi todos analgésicos muy fuertes.

-          Vamos, que la cosa tiene tanto de suicidio, como de eutanasia. Pero, ¿a qué ton venir a Castellar a morir desde tan lejos?

-          ¿La querencia, tal vez?, replicó Enríquez con símil taurino.

 

     Pues sí, la querencia, y todo lo demás que se fue sabiendo luego. Un ejemplo perfecto de volver a/para acabar. ¿No lo creen ustedes así?

    

 

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