jueves, 1 de noviembre de 2012

UN DÍA EN LA VIDA DE CLARETTA SANT'AMBROGIO


 

Un día en la vida de Claretta Sant’Ambrogio



Por Federico Bello Landrove

 

     Más de una vez nos habremos preguntado de qué sirve el arte si no procura libertad y respeto para quien lo posee o ejerce. Eso mismo inquirió una joven oboísta, formada en el famoso Ospedale della Pietà veneciano, allá por 1719. Su respuesta, una entre las posibles, es el objeto de este cuento.

 
 

1.      Una carta sobre la mesa

 

      En el Hospital de Nuestra Señora de la Piedad de Venecia, a quince de junio de mil setecientos diecinueve. 

     Admirado maestro[1]:

    Le escribo a Mantua, ciudad desde la que me llegó su amabilísima del pasado mes de abril, de manos del mismo correo que hizo llegar a la Pietà una partitura de su espléndido Tito Manlio, estrenado al parecer en esa ciudad en Carnaval con gran éxito. Sus consejos no han podido menos de reconfortarme, aunque no hasta el punto de seguirlos al pie de la letra. ¡Oh, maestro, si al menos Su Reverencia estuviese aquí! Pero es cosa sabida que nuestros gobernadores le han dado larga licencia  para prestar servicio al Príncipe mantuano. Con todo, sus conciertos nos llegan puntualmente y he podido constatar con emoción que no se ha olvidado de mi pequeño y rústico instrumento, por más que aquí –como bien sabe- casi todo el interés lo concitan el canto y el violín. Además, su dulce Claretta lo es cada vez menos, por los dolores que ya sufría cuando Su Reverencia estaba aquí y por aquellos otros que tuve el atrevimiento de exponerle. Entre una cosa y otra, ensayo cada vez con más desgana y me resultan de una endiablada dificultad las exigencias de sus partituras. Me siento presa de una cárcel sin cerrojos, pero sin fin; incapaz de tocar con espíritu y de transmitir a las niñas que empiezan lo que de vos recibí, como un invalorable tesoro para compartir y legar con generosidad y esplendidez. En fin, cualquiera que sea la suerte que me depare el futuro, quiero hacerle llegar mi admiración y agradecimiento, como al padre que nunca conocí según la carne, pero que el cielo tuvo a bien hacerme llegar por la música.

     Vuestra humilde hija,

     Claretta dell’Oboe.

***

     El sol entra ya por la ventana del tercer piso, que se asoma a la calle de la Piedad [2]. Son los días más largos del año y, por ende, las noches más cortas. De hecho, estuvo tentada de dejar inconclusa la misiva antes transcrita, para evitar que la aurora la sorprendiese aún escribiendo. Mas lo que has de hacer, hazlo pronto, que cada día ha de traer su propia tarea. Y, por otra parte, ¿dormir? ¡A quien se le ocurre semejante cosa, con esta zozobra!

     No había caído. Nadie ha golpeado a su puerta, al constatar que no aparecía al toque de campana, para las abluciones o la colación de la mañana. Habrán pensado que, siendo su último día en el Hospital, puede relajarse la disciplina, máxime estando todo dicho. En efecto, todavía la tarde anterior, uno de los gobernadores, en presencia de la hermana Dorotea, le había entregado la cédula, con los últimos avisos:

-          Su desposado ya ha dado formal consentimiento a recibirte sin dote, dadas las especiales circunstancias por las que atravesamos. El párroco de San Zacarías está advertido para celebrar la boda a las ocho de pasado mañana. Te acompañarán dos hermanas en la ceremonia en representación del Hospital. Yo mismo, si pudiera…

-          No se moleste, señor. Eso sí, ¿no sería posible que me acompañase la pequeña Vittoria? Me tiene tanto cariño…

-          Ello queda a la decisión de la hermana Dorotea. En principio, no veo inconveniente.

     Al final, se quedó traspuesta. La luz del sol inunda ya su pequeña cámara de asilada veterana, con privilegio de habitación individual. Mientras cumple la liturgia de friccionar su pierna renca, va repasando mentalmente los deberes de la jornada. Sin duda, el primero es dar gracias a Dios por un nuevo día, y radiante al parecer. Todavía en ropa de cama se asoma a la ventana, que da a la calle de la Piedad, ya muy animada de gente que va a mercadear a la aledaña Riva degli Schiavoni. Por asociación de ideas, imagina que pueda ser uno de ellos su Vito, Vito Borlini, el maduro importador de alfombras y tapices de Oriente. Por más que –ahora que recuerda- nada se le ha perdido al acaudalado comerciante, con almacenes en Malamocco y tienda abierta en Campo San Maurizio, entre los mínimos puestos de pescado y verduras frescas, que pregonan ajadas campesinas o sonrosados muchachos descalzos de pie y pierna.

     ¡Pierna! ¡Qué decir de la suya derecha, más corta de la cuenta por un desaguisado en la cadera, fruto de caída del moisés por culpa de una cuidadora desatenta. El Prete Rosso[3] sabía hacerle reír con su cuento de la niña coja que iba casi arrastrándose hasta las orillas del Sile, a fin de coger buenas cañas para la embocadura de su oboe, cuando las mejores estaban a la puerta de su casa, a la vera del Rio della Frescada. Claro que –concluía el maestro- había que taparse las narices y lavarse luego bien los pies, ya que, como sucede con frecuencia, los mejores hijos nacen en los peores ambientes.

     También el bueno de Vito era del mismo parecer, aunque no sabía expresarlo con tanto garbo. Seis meses atrás, se había empeñado en buscar esposa entre las jovencitas de la Pietà, listas por su edad para el matrimonio. Era muy mala época para la Institución, hasta el punto de haber tenido que suspender las dotes y salir en grupos a dar conciertos y serenatas a cambio de algunas monedas. Es probable que el desahogado Vito se aprovechase de ello para decir adiós a su viudez pero, en todo caso, había sido considerado:

-          Si a ella no le importa casarse con quien podría ser su padre, a mí tampoco que venga sin dote y sea un poco coja. Total, para estar al frente de la tienda, puede permanecer sentada y, para la casa, ya tengo buen servicio.

     Esto había dicho a uno de los gobernadores, en presencia de ella, cuando se cerró el trato. Así pues, no quedaba alternativa. Bueno, lo que es quedar, sí que quedaba: la de haberse despedido del Ospedale con una mano detrás y otra delante, quedando como una ingrata, y destinada a mendigar con su oboe por el teatro Sant’Angelo, o a hacer la carrera en las inmediaciones del Arsenal o de Campo San Giacomo. Con su cojera, era esa la única carrera que podía intentar. En cuanto a su instrumento, ya era sabido que las mujeres no podían integrarse en orquestas ni formar parte de conjuntos de cámara.

 

2.  Un día de junio

 
     El sol estaba alto y una brisa apenas refrescante entraba por la ventana. Ya compuesta, sintió la llamada del deber. Cogió su oboe de boj y, sin pensar siquiera en desayunar a aquellas horas, se encaminó a la capilla. Pero la lección había ya empezado y no quiso dar la nota discordante, presentándose tarde a los ensayos el último día. Siguió camino por los amplios pasillos, hasta desembocar en el umbroso patio, con su cerco de soportales que parecían acunar entre sus columnas de mármol los frondosos olmos y nogales, cuya sombra protegía, a su vez, los bancos austeros y la callada fuente central. Si su agua no corría, los pájaros atronaban con sus gorjeos la cabeza de Claretta, confusa y flotante. Buscó no obstante un asiento escondido, posó los labios en las cañas y esbozó la melodía del adagio del concierto de Patrizio Veneto[4]. Tal vez fuese una traición vivaldiana, pero ella adoraba esta obra, desde que el signore Alessandro había hecho llegar la partitura al Ospedale.

     Notó con enfado alguna humedad en sus ojos. Al frente, un jardinero recogía las hojas caídas durante la noche. Bajo el sombrero de paja, su rostro tenía rasgos indefinidos, tales como los que le ofrecía Gianni en la vigilia de Pascua de tres años atrás; aquel adolescente, apenas entrevisto las pocas veces que los jóvenes de ambos sexos se reunían en las dependencias de la Institución, para las mayores ceremonias religiosas o en los grandes eventos políticos. ¿En quién se iba a fijar, si no? Repetidas veces había venido a su mente aquel hermoso inciso, pues no conozco varón. Solo que, para ella, la expresión tenía un sentido literal. Por eso, aún se avergonzaba más de sí misma, al recordar aquella estúpida iniciativa, cuando las famosas rondas mendicantes del pasado mes de abril. Algunos mozos acogidos aún al Ospedale –Gianni entre ellos- las habían acompañado como guardia de protección y de honor. El aire de la noche hacía oscilar la llama de las antorchas y batir con fuerza su corazón, transido de dolor y zozobra ante el himeneo que se le avecinaba.

-          Gianni, ¿cuándo saldrás del Ospedale?

-          Me ha contratado como oficial un ebanista de la calle de la Mandola. Supongo que será cosa de semanas, o de días.

-          ¡Llévame contigo!

-          Estás loca. ¿Qué iba a hacer yo, sin casa y sin dinero, con una música?

-          Conozco bien las labores de la casa y soy fuerte.

     El chico miró con ironía la pierna que a duras penas le permitía seguir el paso de sus compañeras de comitiva. Ella sabía que estaba deseando zaherirla por su atrevimiento, pero solo escuchó el rítmico batir de sus zuecos en el pavimento, camino de la libertad, inasequible para la pobre oboísta que, para más inri, apenas podía tocar en público sino para pedir limosna y, tal vez, para avivar los amores ajenos.

***

     El oboe parecía sonar sin que nadie lo rozara. ¿Dónde estaba Claretta? Diríase que sepultada bajo quintales de alfombras, asediada por los clientes, importunada por su marido, requebrada por los hijos de este y despreciada por sus hijas. Quería asir el instrumento de su vida y este, staccando risueño, volaba a lo alto de una inmensa pila de tapices otomanos. Llamaba a su amado Vivaldi pero él, lejano y contemporizador, le hacía observaciones sobre la postura de sus labios en la caña. Un creciente rumor la hizo volver en sí. Era la hora del recreo y las pequeñas alumnas iban llenando el jardín con sus gritos. Su primera intención fue alejarse de aquel bullicio, tan contrario a su ánimo, mas ya la había visto Vittoria, que se acercaba corriendo exultante para –como de costumbre- abrazarse a su cintura y contarle sus progresos musicales. Le pasó el brazo por los hombros y se sentaron en el mismo banco del sueño. Claretta le anticipó misteriosamente:

-          Esta tarde, dejaré un regalo para ti en mi habitación.

-          ¡Qué bien! Así que ya te vas…

-          Mañana, pero no sin antes de despedirme de ti. O mejor, no: despidámonos ahora, cuando todavía podemos estar juntas y hablar. Tal vez mañana sea demasiado triste y demasiado tarde.

-          Pero, ¿no vas a venir a verme? Me lo has prometido.

      Claretta trata de sonreír. Asegura a la pequeña:

-          Claro que sí, aunque tal vez tengas que cerrar los ojos para verme.

-          ¿Por qué?

-          Porque yo estaré muy lejos de aquí, pero muy cerca de ti: en tu corazón.

     La niña duda, se abraza a su tierna mentora y seguidamente escapa, perdiéndose entre los corros de juego. La joven mueve la cabeza, entre comprensiva y desolada:

-          Niña mía, ojalá llegues a ser un día Vittoria dell’oboe…, con más suerte que yo.

***

     Se siente desfallecer y se da cuenta de que no ha probado bocado desde la tarde anterior. Acude al refectorio buscando su lugar habitual. La gobernanta la llama:

-          Claretta, ven a sentarte con nosotras, ya que es el último día.

     Ella accede y se sienta junto a la hermana Dorotea, su favorita. Todas la agasajan, tratando de animarla ante su inminente cambio de estado:

-          El tapicero dicen que es un buen hombre. Seguro que eres feliz…

-          Y qué rasgo el de sacrificarte por el Ospedale. Andamos tan mal de medios…

-          ¿Sacrificio, hermana?, contradice otra. Un marido con posibles y, a no tardar, unos hijos alegres y sanos. ¿Qué más se puede desear?

     Dorotea la mira como diciéndole: deja que hablen. Finalmente, harta de charla sin fundamento, cambia de conversación y se remonta a la tarde en que un bebé apareció en el torno del Ospedale, apenas tapado con una toquilla tazada de lana basta:

-          ¡Con qué fuerza llorabas!, recuerda la hermana Dorotea. Ya prometías como instrumentista de viento.

     Concluye la comida. Claretta se despide, besa a Dorotea y trata de alcanzar a sus compañeras, que han desalojado el comedor poco antes.

-          ¡Cecilia!

-          Ah, Claretta. Chica, como ahora te codeas con las autoridades…

-          No digas tonterías. Quería despedirme especialmente de ti y darte las gracias por tu amistad.

-          Bah, hemos pasado buenos ratos y nos hemos ayudado en lo posible, pero esto es una cárcel y feliz tú, que ahora escapas.

-          Mujer, no es para tanto. Yo, si pudiera, creo que me quedaría aquí para siempre.

-          Pues pásame a mí a tu prometido, que lo vamos a tener crudo para casarnos, mientras no vuelvan los buenos tiempos en que nos dotaban.

-          ¿Y por qué no con alguno de los chicos de la Institución? Como…

-          … Como Gianni, ¿no? No sé qué has podido ver en él. En fin, si se te rompe la cama en casa del tapicero, siempre podrás buscar a un ebanista.

     Cecilia rompe a reír a carcajadas y se aleja. Claretta permanece junto al ventanal, viendo como el sol delinea nítidamente el rotundo perfil de Santa Maria della Salute.

***

     Nuestra novia ha vuelto a su habitación. Va desalojando con mimo el pequeño armario de sus escasas pertenencias. La joya, en su recuerdo, resulta ser –como es natural- el holgado sayal de tosco paño gris ratón, que fue creciendo con ella, cubriendo sus formas y su miseria. Lo extiende sobre el catre y coloca encima el cordón de lino blanco que completa la indumentaria de la Pietà, incluso en los más sonados conciertos[5]. Repasa el hato con las mínimas pertenencias que ha de llevarse al mundo. La carta para el maestro Vivaldi aún yace sobre la mesa, sujeta por el tintero, no sea que vuele por la ventana entreabierta, rumbo a su destino. Está tentada de buscar a la hermana Dorotea y pedirle que la haga llegar segura a su destinatario. Pero, ¿para qué? Dejémoslo en manos de la providencia, como el marino que arroja al mar una carta en el interior de una botella.

     Limpia escrupulosamente el oboe, lo sepulta en la funda de algodón y lo coloca también sobre el escritorio. Lo siente propio pero, como casi todo lo suyo, pertenece a la Pietà. De buena gana cometería delito por una vez en la vida y se lo llevaría pero, adonde va, ¿qué utilidad habría de reportarle? Sonríe con amargura. Más o menos, la misma que hasta ahora. Se siente con derecho a ser injusta, pero no víctima. ¡Aún es dueña de su destino!

     La penumbra del crepúsculo se va apoderando de la habitación. Ha de apresurarse, pues todavía le queda una cosa por hacer. Escribe una nota: Hermana Dorotea, por Dios, entregue este collar a Vittoria delle Erbe, cuando esté en edad y disposición de llevarlo. Es apenas una baratija, de pequeños fragmentos de piedras de colores, pero le fue obsequiado por el Maestro, cuando se atrevió a transponer una partitura suya, del fagot al oboe.

     Desde la puerta de la cámara, mira en torno y se despide de todo su mundo. Sube sigilosamente la crujiente escalera que conduce al piso abuhardillado, que corona el edificio. Las dependencias del mismo, a modo de desván muchas de ellas, se asoman al tejado por huecos heterogéneos, celados con postigos pandeados y carcomidos. Claretta abre penosamente la contraventana, espantando a una pareja de palomas que se arrullaban. La aguja de San Giorgio Maggiore le señala el cielo, ya cárdeno y sin una sola nube. Ella se encoge de hombros, escudriña la viguería y, muy lentamente, desenrolla el cíngulo albo que llevaba hasta entonces cuidadosamente oculto bajo la manga negra de su severo vestido de novia.

 

 



[1]  Del contexto del relato, parece inferirse que la carta iba dirigida al gran músico Antonio Vivaldi (1678-1741), vinculado al Ospedale della Pietà desde 1703. El título de Reverendo, que Claretta da al compositor –seguramente excesivo- deriva de su condición sacerdotal. La firma –Claretta dell’oboe- era una práctica corriente en el Ospedale, donde el caprichoso apellido de las muchachas expósitas se reemplazaba en ocasiones por la alusión al instrumento en cuya ejecución sobresalían.
[2]  Aclaro, desde ahora, que mi visión del Ospedale y de la vida en él es “libre”, aunque con base histórica. Quienes deseen profundizar deleitosamente en el tema, pueden leer la novela de Barbara Quick, Vivaldi’s virgins (edit. Harper, 2007), de la que existe traducción española, Las vírgenes de Vivaldi (edit. Maeva, 2008).
[3]  Totalmente innecesario recordar que el sobrenombre de Prete Rosso (sacerdote pelirrojo) corresponde por antonomasia a Antonio Vivaldi.
[4]  Orgulloso seudónimo del compositor Benedetto Marcello (1686-1739), cuyo famosísimo concierto para oboe en Re menor es el aludido en el texto. El signore Alessandro debe referirse al hermano del anterior, Alessandro Marcello (1669-1747), compositor y magistrado véneto, como su hermano Benedetto.
[5]  Acepto  en esto la modesta autoridad de la película Vivaldi, el príncipe de Venecia (J.L. Guillermou, 2006).

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