viernes, 30 de noviembre de 2012

LA JUGLARESA




La juglaresa

Por Federico Bello Landrove

 

     Siempre he pensado –seguramente, por error- que vale más el escritor que inventa, que aquel que traslada su vida al papel. En cualquier caso, resulta prácticamente imposible reducir la vida a literatura y viceversa. Escuchemos las confesiones de una poeta, en un momento culminante para su reconocimiento.

 

     En alguna ocasión, se había definido a sí misma como la juglaresa. Los glosadores de su obra juzgaban que tal aposición, a continuación de su nombre, iba en la línea de cantar su amor y soledad al modo de los antiguos poetas, declamándolo a todo aquel que quisiera escucharla. Y a fe que no era escaso su auditorio, pues belleza y sentimiento aunábanse en su quehacer literario, ya en prosa, ya en verso, con un eco cada vez mayor entre el público culto de su país de adopción.

     Es muy probable que hubiera preferido una vida plácida o, cuando menos, medianamente normal. Lo cierto es que cada cual vive lo que le toca y más vale aceptarlo sin acritud. Para ella, los muchos males de amores por los que había tenido que pasar habían sido transfigurados a la luz de la poesía. Aquel sencillo poemario, sincero y estremecido, aparecido tímidamente en una imprenta de provincias en edición de autor, acababa de obtener el Premio León A. Soto de poesía, lo que suponía el reconocimiento absoluto de su grandeza lírica y un espaldarazo para su incipiente carrera profesoral. Como acababa de afirmar el académico Artemio Villares, de la Panameña de la Lengua:

-          … Poesía testimonial, sí, pero de validez universal; muy en especial, tomando la voz y la palabra, en nombre de todas aquellas mujeres que no exhalan una sola queja, por el temor de dejar jirones de su alma en el empeño.

     Y Alicia procuraba abstraerse, gruñendo entre dientes algo acerca de que, si las mujeres de aquel país –y de otros muchos- no prorrumpían en lamentos literarios no era por dejar jirones de no sé qué en el proceso, sino porque tenían que levantarse a las cinco y apenas sabían leer.

     Y el presentador del acto proseguía su bien intencionada oración:

-          Brota Alicia, en la primera parte de su poemario, como una flor de impar belleza, de sensualidad apenas reprimida, que convoca al amado con un erotismo sutil, en una alborada de recuerdos y esperanzas.

     La aludida mira alternativamente a sus padres, con irritación creciente. Su madre le sujeta, acariciadora, la muñeca izquierda, mientras la derecha agita el abanico, golpeándolo ostensiblemente contra el pecho. Piensa:

-          Pero, ¿quién le habrá dado a este mastuerzo vela en el entierro? Habla de mí, como si me conociese de toda la vida. Alborada de recuerdos y esperanzas: ya, ya. Estúpida que es una, de seguir el camino exótico y tortuoso, con tal de llevar la contraria a todo el mundo. ¿Qué más ha dicho? ¡Ah, sí! Sensual y erótica. Je, je; más pava que Santa Teresita –Dios me perdone-. Pues buenos maestros tuve…

     El académico prosigue, incansable:

-          He de confesar mi predilección por la segunda parte del libro, tan justamente premiado. Aquí, la queja compartida por tantas mujeres relegadas a un plano secundario por sus amantes. Aquí, la rutina cotidiana, que se deshace en nostalgia. Aquí, la espera agónica, entre la fe y la desesperanza, raíz y la razón de la amargura…

     Alicia sonríe, un tanto sardónicamente. Su padre musita al oído una observación ligera sobre la pajarita del camarero al pie de su mesa. Ella conviene mentalmente:

-          Mira, ahí sí que el engominado este tiene razón. Claro que parece que está repitiendo al dictado mis poemas o, mejor aún, la recensión de Concha en la revista de la Facultad. A saber si al tipo también le gustan los trajes, las cuchipandas con los amigos, los caballos… o las yeguas. Me da en la nariz que este académico de pitiminí haya enterrado el amor con el alud de sus almibaradas palabras.

     La homenajeada se incomoda. ¡Pues no está ya inventando ridículas metáforas, al hilo de la facundia del tal don Artemio! Pero él, ajeno al fastidio que genera, prosigue impertérrito su periplo por el libro galardonado:

-          ¡Cuán profundo el tercer tranco (sic) del poemario! ¿Qué razones nos hacen amar? ¿Qué verdad puede justificar el nacimiento del amor? Alicia Nanclares nos lleva de la mano a esas poderosas pequeñeces que para cada mujer han nucleado el cariño y enlazado su vida. No es una palabra, ni una mirada, ni la llamada del alma o de la carne. Es todo y no es nada. Pero, de ahí, el amor surge como un grito.

     Alicia ha decidido tirar la toalla. Entre dientes musita, hasta que su madre le roza levemente la pierna:

-          Un grito. Eso es lo que tú quisieras, besugo, mastuerzo, patoso. Pero no, aquí quietecita y con cara de buena, que todavía no he recibido la medalla, el diploma y el cheque. Luego, juro que en el vals te clavo el tacón en el astrágalo, que es el hueso más literario del pie. Pero, por ahora, calma y paciencia, que me ha costado veinte años llegar hasta aquí.

     El señor Villares promete que ya va terminando. De hecho, alude a la cuarta y última sección del poemario:

-          He ahí la cima lírica de este bellísimo libro. Ese mensaje, tímido y desgarrado, que la mujer envía inútilmente al amado. Tras él, la resignación triste, callada, sin amargura. La autora –pues ella es, sin duda, quien nos interpela- ha comprendido que debe conservar el amor, aún contra toda esperanza, porque es la única forma de iluminar la ausencia y, ¿quién sabe?, de resurgir un día de las cenizas.

-          Vaya –piensa mientras arrecian los aplausos y recuerda horrorizada que tiene que contestar al ditirambo-, ahora sí que ha estado sembrado. ¡A buenas horas la hija de mi madre va a reconocer que se ha equivocado un montón de veces, que ha vivido en agonía, que ha amado contra el sentido común!  Nada, nada, cristales luminosos para guardar y reflejar el pasado en la soledad de su alcoba y aves fénix –muchas aves fénix- para remontar el vuelo, que nunca se sabe: todavía estoy de buen ver y, ahora, con el premio y la cátedra segura…

     Su madre vuelve a posar la mano en su antebrazo. Es la señal. Bebe un sorbo de agua, respira hondo y se dirige al estrado, donde el atril la espera. ¡Cielos!, ha olvidado la octavilla de notas. ¿Volver atrás? ¡Ni pensarlo! A improvisar tocan:

-          Señoras y señores, con una benevolencia que no merezco, el académico Villares, que ha ofrecido este homenaje, se ha referido al fracaso, el dolor y la soledad –desde luego, relativa- de los que es deudor Tinta o sangre, el poemario que se ha dignado premiar este año el jurado del premio León A. Soto. A mí me toca ofrecer la perspectiva opuesta, un tanto escondida entre los versos, pero diáfana siempre en mi corazón: la de las personas a quienes, a mi vez, yo no supe reconocer, comprender o amar. Es seguro que ellas no tienen la culpa de mi libro, pero sí de lo mejor y más valioso de mi vida.

     Su mirada se dirige a las mesas desde donde la contemplan, arrobados, sus padres, sus hijos, sus colegas del alma o sus mejores alumnos. Luego, por encima de los presentes, sus ojos se pierden en el horizonte, más allá de la inmensa cristalera que tiñe de azul el océano. Sin palabras, sin reproches, con ternura casi olvidada, hace un aparte íntimo y agrega, ya en voz alta:

-          Afortunadamente, queridos amigos, mi vida y mi verdad son mucho más que literatura.

 

 

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