jueves, 4 de octubre de 2012

LA TARDE EN QUE CATALUÑA CLAMÓ


 

La tarde en que Cataluña clamó

Por Federico Bello Landrove

 

     Estuve en Barcelona durante la Diada del 11 de septiembre de 2012, lo que ha dejado en mí una huella imborrable. Fruto de ella es el siguiente tríptico de impresiones, nacidas de la experiencia y desarrolladas con la imaginación que se espera en un escritor.

 
 

1.      Carrera de obstáculos

 

     Sucedió en la cafetería de un hotel de la Rambla de Cataluña. Los ventanales, generosamente abiertos a una de sus bocacalles, me permitían contemplar la riada de gente, especialmente jóvenes, que se dirigían al punto de encuentro de la manifestación. Las banderas esteladas[1] eran casi tantas como las personas que circulaban, coreando frases o palabras, entre las que se repetía constantemente una, pronunciada al modo catalán: ¡independencia! Eran las cuatro y cuarto de la tarde.

     Mi actitud de huésped, y foráneo, empezó siendo de mera curiosidad. Al fin y al cabo, nada se me había perdido en aquellos acontecimientos, que me tocaba presenciar por la sencilla razón de que estaba haciendo turismo y mi hotel era muy céntrico. Pero, al cabo de unos minutos, el gentío transeúnte puso en mi nuca un hormiguillo, mezcla de respeto y sensación de hallarme ante un día decisivo. Eché un poco hacia atrás la silla de primera fila, de cafetero con derecho a espectáculo, y espacié la contemplación, fisgando más de reojo. Tal vez fue eso lo que me llevó a mirar en torno y a percatarme de que, en el escueto recinto del bar, era yo el único cliente sentado a una mesa. Otros tres individuos, relativamente jóvenes y bien trajeados, quedaban de espaldas a mí, acodados en la barra y, a lo que parecía, charlando con la camarera.

     La marea humana subía lentamente, con sus colores rojigualdas y las estrellas rojas o blancas. Los gritos se repetían, o me resultaban ininteligibles. Empecé a perder interés por la visión y decidí poner fin a aquel reposo sustitutivo de la siesta. Pero justo entonces, la gente de la barra se animó. Frases presuntamente chistosas y carcajadas saltearon la conversación durante algunos momentos. Luego, el trío de caballeros salió del recinto, sin dejar de reír, y la cafetería quedó en silencio, solo roto por los rumores y gritos apagados que llegaban desde la calle.

     Me acerqué al mostrador para pagar la consumición y, ya fuera porque la chica era muy mona, ya por el gesto adusto que a la sazón ofrecía, le comenté:

-          ¡Qué cantidad de gente se ve pasar desde las ventanas! Va a ser una manifestación enorme.

     La joven cogió el billete y me dio la vuelta, sin responder nada. Sorprendido por tan descortés reserva, me dio por forzarla a una contestación:

-          Y eso que todavía quedan un par de horas para que empiecen los actos…

     La chica, al fin, respiró por la herida, dejando esta parcialmente al descubierto:

-          Tanto me da: yo tengo que estar aquí hasta las diez.

-          Es lástima, contesté. Total, para los pocos que vamos a venir esta tarde, igual daba que cerrasen la cafetería, manteniendo el servicio de habitaciones.

-          Pocos y maleducados, me replicó, tomando pie en mi cuantificación de la clientela. Luego, para evitar malentendidos, agregó: Por supuesto que no me refiero a usted, sino a los señores que acaban de salir.

     Ahora parecía con ganas de explayarse; de modo que, como seguíamos solos y yo no tenía ninguna prisa, decidí facilitar las confidencias:

-          Así que todo el jolgorio que se traían la tenía a usted como víctima…

-           ¡Bah!, ya estoy acostumbrada a toparme con tipos pesados, pero lo de estos me ha afectado bastante.

     Y, dando por sentado que el tema había de interesarme, me contó la siguiente historia:

-          Ya sabrá usted que la Diada[2] es festiva todos los años. Los empleados del hotel hacemos turnos para librar, bien ese día, bien el de la Merced[3]. Como este año la manifestación iba a tener un carácter reivindicativo y multitudinario tan especial, intenté cambiar mi turno para poder ir con mi familia o mis amigos a los actos políticos, no creyendo me fuese difícil lograrlo, ya que muchos compañeros son iberoamericanos y les da lo mismo una fiesta que otra. Pero lo cierto es que, por unos u otros motivos, todos me negaron el favor.

-          Lamentable, en verdad, pero no alcanzo a entender qué hayan tenido que ver en el disgusto esos tres garrulos que acaban de salir.

-          Déjeme continuar, por favor. Ante el fiasco, acudí al jefe de camareros, quien no se quiso implicar –entre otras cosas, porque no es nacionalista en absoluto-. En vista del nuevo fracaso, planteé la cuestión al director de personal, proponiéndole que me concediera licencia sin sueldo por este día. El tipo me negó el favor, aduciendo que esas eran cosas a resolver entre compañeros, sin implicar –amoïnar, me dijo literalmente- a todo un alto cargo del hotel. Así que aquí me tiene usted, compuesta y sin escapatoria posible.

     Mientras pronunciaba la palabra compuesta, desabrochó el primer botón de la camisa del uniforme, dejando asomar un pañuelo al cuello, con los colores de la senyera[4]. Contuve mis ganas de sonreír y repliqué muy serio:

-          Por más que lo intento, sigo sin entender la conexión de sus cuitas con los clientes de marras.

-          Ahora llegamos a ellos. Esos señores me preguntaron si no pensaba ir a la manifestación. Yo les respondí escuetamente que no me era posible, dado que había de trabajar. Por mi acento, coligieron que era catalana, por lo que volvieron a la carga, preguntándome por mis ideas políticas y poniendo en duda mi sinceridad, dado que –según ellos- ningún empresario negaría a un nacionalista la posibilidad de acudir a los actos de la Diada. Yo callé y me puse a cargar la cafetera, para abstraerme de sus comentarios, más y más ofensivos. Cada uno, por turno, imaginaba en voz alta alguna razón oculta para que yo no quisiera manifestarme: que si, en realidad, había nacido en Murcia; que si los colores de la bandera no iban con el de mis ojos; que si me lo había prohibido mi novio, que era policía. Y, a cada ocurrencia, risas a coro, como ha tenido usted la oportunidad de escuchar.

-          Desde luego. Muy desagradable, en verdad. Gente así nos desacredita a los forasteros en esta tierra.

-          Finalmente –prosiguió la camarera, sin preocuparse de mi comentario-, uno de ellos dijo: ¡Ya di con la respuesta, chicos! Y es que, con Diada y sin Diada, ¡la pela es la pela[5]!

-          Lo que le digo, apostillé. El típico comentario ofensivo que seguro no se habrían atrevido a hacer sin estar la barra de por medio.

     La muchacha me miró de hito en hito:

-          Unos lo dicen y otros lo piensan. ¿Cree usted que yo traicionaría mis ideas por dinero?

-          Mujer, no creo que sea tan grave no ir a una manifestación.

     Dejé una moneda de un euro en el platillo, me despedí con un adéu y me encaminé a recepción. En el vestíbulo, el trío de la guasa se había sentado junto a las cristaleras y parecía departir animadamente acerca del gentío que pasaba. Una de las manifestantes entró un momento en el vestíbulo y sopló ruidosamente en la bocina que portaba, provocándonos un sobresalto. El guardia de seguridad la acompañó con severidad, hasta que la intrusa salió a la calle. Recuerdo que pensé:

-          Tal para cual. Energúmenos haylos en todas las etnias.

***

     A la tarde siguiente, volví a tomar café en el bar del hotel. Al no encontrar a la camarera de la víspera, pregunté a un colega suyo:

-          ¿Y la chica de ayer tarde? ¿Se le pasó ya el berrinche de no poder manifestarse?

-          Quite, quite –se sinceró el empleado-. Le dio la ventolera y se largó sin permiso, dejando la cafetería abandonada. La han despedido, como es lógico.

 

 

2.  Una silla de niño



     Eran, más o menos, las cinco y media de la tarde de ese mismo día. Aquella pareja de turistas de edad más que mediana había quedado bloqueada por el dispositivo de orden de la manifestación. Se lo habían hecho saber en su centriquísimo hotel:

-          ¡Huy, un taxi para el Parque Güell! Imposible. Les va a tocar ir a pie, por lo menos, hasta la Diagonal. Y allí, a saber…

     La tarde iba avanzada en una ciudad tan oriental. El señor se echó la pequeña mochila a la espalda y rezongó:

-          Adelante, pues. Para que luego canten las excelencias de un alojamiento bien situado.

     Huyendo de la avalancha de personal que descendía por la Rambla de Cataluña, tomaron una paralela. Justo en el cruce de Diputació con Balmes, una pareja de municipales hacía lo posible por dirigir y orientar. La pareja se les acercó, en busca de asesoramiento vial. La respuesta de los municipales fue confusa y descorazonadora:

-          Lo mejor, el metro. Vayan ustedes hasta la estación más próxima, que está en... Cojan la línea... hasta... O mejor, bajen en... y luego, hasta el Parque Güell, ya podrán tomar un taxi o caminar una buena tirada.

-          Hum... ¿Y no podríamos ir andando hasta el final del espacio cerrado? ¿Hasta la Diagonal, quizá?

-          Si se animan. Vayan por Enrique Granados arriba, hasta que encuentren el terreno despejado.

     El caballero, rezongando pero decidido, localizó por el plano la calle en honor del ilustre músico y, seguido de su señora, la emprendió, calle arriba, sorteando manifestantes y la interminable hilera de autobuses aparcados, cada uno, con su número y procedencia. Habrían recorrido dos o tres manzanas, cuando ella advirtió:

-          Mira, Adolfo, parece que alguien ha olvidado a un niño.

     En efecto, adosado a la pomposa puerta de forja de una casona modernista, yacía una sillita de niño, con capota azul marino y una pequeña señera de plástico a modo de gallardete. La pareja se detuvo, sin comprobar aún la ocupación, o no, del vehículo, sino solo si alguien próximo venía a hacerse cargo de él. Tras una infructuosa espera de dos o tres minutos, aprovechados para tomar conocimiento de la criatura, el caballero se decidió a buscar al portero del inmueble, en solicitud de información. El conserje colaboró a regañadientes:

-          Les aseguro que no es de nadie de esta casa. A saber si, con las prisas y el gentío, alguien de los autobuses lo ha olvidado.

     Después de cinco minutos más de espera, los samaritanos agarraron la silla y retrocedieron en busca de los policías locales de antes. Pero el deber es el deber:

-          Lo sentimos, no podemos abandonar el lugar, pues tenemos que ordenar el tráfico.

-          Pero si los accesos están bloqueados y solo pasan peatones...

-          Imposible, tenemos órdenes. Pero pueden llegarse a nuestra oficina más próxima, o a la comisaría de los Mossos[6]

-          ¡Pero cómo vamos a andar de acá para allá, si no conocemos la ciudad y está colapsada toda la zona!

      Empezaba a perderse la compostura. El cabo que estaba al mando terció:

-          ¿Tendrán ustedes, al menos, un teléfono móvil?

-          Desde luego.

-          Pues vamos a hacer lo siguiente. Nosotros llamamos a nuestra central, dando todos los detalles del hallazgo y el número de ustedes. Y, una vez hecho esto, pueden continuar su jornada con el niño, o quedarse por aquí si lo desean. Por lo que veo, en la red de la silla hay ropa para cambiarlo y la merienda. Además, seguro que la familia se da cuenta en seguida y nos llaman.

     Don Adolfo no veía las cosas tan mollares como el agente. En cambio, su mujer, doña Lucía, empezaba a hacer amistades con la criatura, gracias a la manipulación del perrito de goma que había surgido tras la espalda del pequeño. El cabo comprobó sus documentos identitarios, realizó la comunicación prometida y les dijo, muy sonriente:

-          Listo. Ya pueden retirarse, si lo desean. De hecho, es lo que les aconsejo, pues los alrededores de la plaza de Cataluña se van a poner imposibles dentro de nada.

     La señora tomó la iniciativa:

-          ¿Regresamos al hotel? Sería lo mejor.

-          ¡De eso nada!, tronó su esposo. Teníamos programado el Parque Güell y allí vamos a ir: lejos de todo este barullo y un buen sitio para que el niño tome el aire.

-          Pero el taxi... la sillita...

     Don Adolfo no respondió. Apartó a su esposa de la barra del cochecito y tomó la dirección de las operaciones. Tuvieron una suerte loca: en el cruce de Granados con Provença, acababa de estacionarse un taxi, tras dejar a un inválido. Le preguntaron si los llevaría hasta el Parque Güell. El taxista respondió:

-          Podemos intentarlo. Lo que no puedo calcular es el tiempo que tardemos.

     El improvisado cuidador no estaba para muchas reflexiones. Plegaron la silla, dejando al lado la enseña nacionalista, y pasaron al habitáculo, con el mocito en brazos de doña Lucía. Esta preguntó al taxista:

-          No tendrá usted una sillita especial para niño.

-          Lo siento, señora, pero no se preocupe. Tal como está hoy el tráfico, tendremos que ir a paso de procesión.

     Arrancaron. Don Adolfo se sintió aliviado. Tanto que, por primera vez, se encaró con el picaruelo y le hizo un guiño. La criatura se tomó confianzas y echó mano al plano de la ciudad.

***

     Lejos del clamor de la historia, el Parque ofrecía el abigarrado aspecto de todos los días. Bajo un sol todavía veraniego, el dragón ofrecía su lomo a las inacabables poses de las japonesas. La sala hipóstila brindaba su acogedora penumbra a los sofocados turistas. La terraza, serpenteante, invitaba a la conversación. En los paseos, con sus falsas grutas de kárstico diseño, los paseantes jugaban su particular escondite. Y, a lo lejos, allá donde la ciudad acababa, el azul del mar se fundía con el del cielo de un atardecer, brillante y dorado.

     De todo eso disfrutó nuestra osada pareja, empujando la silla horra de la senyera olvidada en el taxi, temiendo que, en cualquier momento, una ominosa llamada telefónica los forzase a poner fin al esparcimiento. Porque la verdad es que el trío se lo estaba pasando en grande, entre las bellezas del arte y las gracias de la naturaleza. A media visita, pararon en la terraza, se sentaron en el polícromo banco, dieron la merienda al peque, lo mudaron y ayudaron a dar unos cortos paseos por la gran explanada. Luego, fue el turno de los mayores, quienes consumieron los bocadillos de la mochila, con la ayuda de unos refrescos del chiringuito. En el pabellón de la entrada dedicado a tienda, mientras su marido esperaba con la silla en la escalinata, doña Lucía hizo las compras rituales para la familia. Todas fueron a parar a la bolsa, salvo un dragonzuelo de trapo, que lo fue a las manos del niño, justo cuando parecía a punto de dormirse. Como si el feroz juguete hubiera roto el encanto, don Adolfo gruñó:

-          Las siete y cuarto. Va a hacerse de noche y esos gaznápiros, sin llamar. ¿Cómo es posible que no se den cuenta?

     Tomaron con facilidad un taxi, a la puerta del Parque, e indicaron:

-          Déjenos lo más cerca que pueda de la Plaza de Cataluña.

     La concentración debía de estar en su plenitud, pues la carrera acabó con toda facilidad a la puerta de su hotel. El crío estaba frito, en el decir de su provisional abuela. Don Adolfo suspiró:

-          Vamos a dar un paseo. Les doy de plazo hasta las ocho. Si para entonces no han llamado, expondré la situación al detective del hotel.

     Se ve que nuestro protagonista había visto muchas películas americanas.

***

     El suboficial de los Mossos estaba terminando su explicación, tanto más prolija, cuanto se enteró de que don Adolfo era el presidente de la Audiencia de S.

-          … Así pues, resultó que la niñera –boliviana, por más señas- se paró a esperar a su novio, que venía en los autocares de Tarrasa, y debió armarse tal tremolina, que arrambló con los otros dos chiquillos hermanos del de la silla y se olvidó de este, hasta que estuvo metida entre todo el gentío de la concentración. Ella se justifica con que era la primera vez que la cargaban con los tres críos.

-          Me parece increíble la disculpa –juzgó doña Lucía-. Que se hubiera perdido uno de los pequeños que caminaban, bueno. ¡Pero el de silla!

     El agente se encogió de hombros:

-          Si yo le contara casos… En fin, ustedes verán si quieren presentar una denuncia contra la muchacha, o damos por zanjado el incidente.

     Don Adolfo se mostró comprensivo. No quería verse mezclado en un asunto policial, ni perjudicar a nadie. De modo que apretón de manos y retirada al hotel, en coche puesto a su disposición por el sargento. En el camino, los comentarios se mezclaron:

-          Así que el niño se llamaba Uriol. Si es que hay cada nombre ahora[7]

     El presidente, por una vez, se abstuvo de sacar a su mujer de un error cultural. Tenía otras cosas en que pensar:

-          ¡No te fastidia, la boliviana! Se deja perder una criatura y luego nos pregunta por la senyera de plástico que tremolaba en la silla.

 

 

3.  La compra de la senyera

 

     Celedonio Alfageme era muy escrupuloso en todas sus cosas. Recién nombrado médico residente de primer año en el hospital barcelonés de la Santa Creu i Sant Pau, se había puesto en contacto con una vecina, natural de Reus, para recibir clases de catalán. No es menos cierto que Àngels era una estudiante de psicología muy bien parecida y poco más joven que Cele, pero, en cualquier caso, este era un alumno respetuoso y aventajado, sin necesidad de estímulos adicionales. El hecho de que, al sumergirse en la Història de Catalunya de Soldevila, las hazañas de Pedro el Grande se mezclasen en su imaginario con las piernas de la bella reusense, era algo puramente casual y, en cierto modo, inevitable.

     Un mes antes del inicio de las prácticas clínicas, nuestro amigo salmantino se constituyó en la Ciudad Condal para buscar hospedaje y tomar un primer contacto con los directivos de la Unidad Docente. Encontró pronto una habitación conveniente en el carrer de Lepant, lo que facilitó su inmersión lingüística y monumental en Barcelona. Y en esas estaba, cuando llegó la Diada.

     Como castellano, Cele decía comprender, pero no compartir, la deriva independentista de los masivos actos de aquel año. Bueno, más que decir, se decía, pues la prudencia es una virtud cardinal, sobre todo, en tierra poco conocida. Así que optó por pasar la tarde del 11 de septiembre en el Tibidabo. Llamó a su casa, para tranquilizar a la familia:

-          Ten cuidado, hijo, y no te metas en fregados, que luego acaban a golpes.

-          Descuida, mamá, yo estoy muy por encima de esas cosas. Lo menos quinientos metros[8]  por encima.

     Al ponerse el sol, como un turista cualquiera, cogió el teleférico de vuelta. Tomó un sandwich en la Ronda del Guinardó y decidió bajar paseando hasta el centro, para ver el ambiente residual de la manifestación. Atravesó la Diagonal a eso de las diez de la noche y embocó la Rambla de Cataluña, en sentido descendente. Lo que contempló, ya desde la Diputación, lo tranquilizó e impresionó a un tiempo.

     La riada humana circulaba ahora mayormente en dirección contraria a la que habían encontrado don Adolfo y su señora y, desde luego, con mucha mayor fluidez. Familias al completo, grupos juveniles de uno y otro sexo, individuos solitarios, todos bajo una misma y común identidad: la senyera catalana, en banderolas para bicicletas y carritos infantiles; en modestos rectángulos de plástico bicolor; en piezas grandes, ondeando al aire en calma de la noche; sobre todo, en improvisadas sábanas o capas, que envolvían cuerpos e ilusiones. Pocos gritos y ningún mal gesto: ambiente festivo y evidente satisfacción por el éxito numérico de la concentración.

     Desde su distanciamiento, Cele comprendía que aquella Diada de 2012 no había sido como las demás, de las que él había leído comentarios. Es más, tenía la sensación de ser espectador de un hecho histórico. No diremos que lamentase haber empleado la tarde en contemplar la vida en lontananza, pero sí experimentaba el deseo de guardar, y no solo en su retina, el recuerdo de aquel día, el primero del que podría decir en el futuro aquello de yo estuve allí.

     Alcanzó la zona del bulevar en que las terrazas invitan a cenar al aire libre. Prácticamente, todas las mesas estaban ocupadas por gentes, así mismo portadoras de banderas cuatribarradas. La corriente había de estrecharse y bifurcarse, dificultando el avance de quienes, como Cele, iban a contramano. Le asaltó una idea, que fue creciendo y disputando con su timidez, mientras caminaba. Decidió ponerla en práctica, siempre que encontrase a la persona indicada.

     A la altura del cruce con la Gran Vía, halló lo que buscaba. Un muchacho solo, de buen aspecto, iba envuelto en una amplia senyera del modelo que a Cele más le gustaba: el de la estrella roja en fondo amarillo, a juego cromático con las tradicionales barras del Conquistador[9].  Lo abordó con respeto y verdades a medias:

-      Perdona que te moleste, pero soy un turista de paso en la ciudad y he quedado tan entusiasmado del ambiente cívico y festivo de este día, que querría llevarme un recuerdo tangible para mi tierra. ¿No me darías tu bandera? Naturalmente, estoy dispuesto a pagarte lo que te haya costado.

     El interpelado lo miró de hito en hito y respondió:

-          ¡Toma, también es un recuerdo para mí!

-          Ya –improvisó Cele-, pero tú tienes un recuerdo mejor, del que yo carezco: el de haber estado allí.

     El abanderado dudaba. Al parecer, no era cosa de egoísmo, sino de dejar la enseña en buenas manos. Al cabo de unos momentos, sonrió, evidenciando haber dado con la solución de sus dudas. Dijo:

-          Mi señera es tuya, si sabes responderme a la siguiente pregunta: ¿Quién fue el arquitecto que construyó el Hospital de San Pablo?

     Cele bendijo interiormente su buena suerte pero, no obstante, quiso puntualizar, por si acaso:

-          ¿A qué Hospital te refieres: al del siglo XV, que está junto a las Ramblas, o al actual[10]?

-          Al de ahora.

-          Entonces, Lluis Domènech i Montaner.

     La respuesta era correcta. El catalanista se despojó de su colorido e improvisado sobretodo y lo puso en manos de Cele, haciendo ademán de seguir adelante. Al donatario le sabía mal dejarlo ir, sin una contraprestación:

-          ¿No quieres nada a cambio?

     El donante opinaba que su gesto no había de ser entendido como mercadería. No obstante, sugirió:

-          ¿Hace una cerveza?

-          ¡Claro! Por cierto, me llamo Cele.

-          Yo, Llorenç.

Y siguieron juntos.

    

 

 

 

    

 

 

 



[1]  Es decir, estrelladas. Son banderas rojigualdas cuatribarradas, con una estrella, roja o blanca, en fondo triangular, amarillo o azul. Ese matiz estelar las dota de un componente federalista o, incluso, independentista.
[2]  Por si leyeren estas páginas personas no españolas, les aclararé que se trata del día de la fiesta nacional de Cataluña, celebrada cada 11 de septiembre, en recuerdo de una efeméride acontecida el 11 de septiembre de 1714, que no me parece del caso exponer ahora.
[3]   Día festivo en Barcelona, por ser la Virgen de la Merced la patrona barcelonesa. La festividad se conmemora el día 24 de septiembre.
[4]  Denominación habitual de la bandera catalana.
[5]  Figuradamente, el dinero es el dinero, aludiendo a que la camarera no habría ido a la manifestación para no perder el salario de aquella tarde.
[6] Los mossos d’escuadra son la Policía autonómica de Cataluña.
[7] Pronunciación a la catalana de Oriol, abreviación de José (Josep) Oriol, en honor del santo barcelonés, cuya vida terrena se desarrolló entre 1650 y 1702. Fue canonizado en 1909.
[8]  La altura máxima del Tibidabo es de 512 metros, en tanto la ciudad de Barcelona se halla a unos 10 metros sobre el nivel del mar. De forma que Celedonio calculaba con bastante precisión el dato.
[9]  Jaime I de Aragón (1208-1276) pasa por ser, de un modo u otro, el diseñador de la señera, asumida como distintivo por Cataluña y las demás Comunidades españolas históricamente ligadas a la Corona aragonesa.
[10]  En realidad el Hospital viejo se llama, más propiamente, de la Santa Creu, pero hizo bien Cele en precisar, por si acaso, debido a la sucesión funcional que hubo entre un hospital y el otro.

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