domingo, 14 de octubre de 2012

LA NIÑA DEL CHUSCO




La niña del chusco

Por Federico Bello Landrove

     Al resaltarle los riesgos de la tauromaquia, replicaba un famoso torero: Más cornás da el hambre. Lo que pasa es que hay otras muchas cornadas, además de las de los toros y la gazuza, igualmente graves y dolorosas. Esta historia de posguerra nos lo demuestra.

 

1.  El pan de cada día

     Iba con alguna frecuencia con su madre a entregar las camisas de militar que la familia confeccionaba en su domicilio. Incluso, en ocasiones había sido él quien les había recogido el paquetón, contando al desgaire el número de prendas. Y es que el sargento Cifuentes comentaba a cada vez que madre e hija salían del almacén:

-          Puntual como un clavo, y limpia y concienzuda, como pocas.

     De donde había inferido que era gente de fiar, pues el sargento no era persona a quien se le escapase ripio, en eso de vigilar el suministro.

     Habré de hacer un inciso, para ponerles a ustedes en antecedentes de que el protagonista de este cuento es mi abuelo Lisardo, cuando con rango y galones de cabo cumplía su tercer año de mili, en el cuartel de Intendencia de Castellar. Sus dos primeras anualidades de caqui las había pasado pegando tiros por Levante, según constante y ambigua expresión suya, para referirse a su participación en la Guerra Civil con los nacionales. Luego, como el chaval se había ido voluntario, acabó la contienda y le dijeron:

-          Ahora, otro par de añitos más, hasta que se licencien los de tu reemplazo.

     Vamos, como para desertar. Menos mal que él sabía de cuentas, era honrado y tenía agarraderas. Así que lo transfirieron de Infantería a Intendencia y lo destinaron a la muy noble, leal y laureada ciudad de Castellar, no lejos de donde sus padres tenían casa y labranza. Más de un cordero viajó de un sitio a otro para pagar el favor de aquel momio de destino, que había de agradecer al comandante Romerales. Pero no es cosa de sacar los trapos sucios ni los colores de nadie, que todos tenemos cosas por que callar.

***

     Decía que mi abuelo no se había fijado en aquella mocita, hasta el día en que, al salir ella del almacén con la madre, los soldados que esta vez las habían atendido rompieron a reír escandalosamente.

-          ¿Qué tripa se os ha roto ahora?, inquirió Lisardo, conminador, como buen cabo.

-          ¿Pero no te has fijado en el vestido de la chavala? Está hecho con tela del forro de los capotes de campaña –respondió uno de los interpelados-.

     Sonrió mi abuelo, imaginando lo que habría sentenciado su madre en ocasión tal: apurado te veas para que lo creas.

***

     Una de las ventajas de servir en Intendencia era la de no pasar tanta hambre como el resto de los mortales. Mi abuelo debía de ser uno de los más modestos beneficiarios de tal privilegio. Me contaba que todo su pego como furriel se limitaba a coger un pan de munición más al día y una lata de sardinas cada quincena, que guardaba bajo llave en un chiribitil en desuso. Todas las tardes, cuando la tropa se preparaba para el paseo, Lisardo desaparecía de la vista de sus compañeros, para reaparecer poco después, con un sospechoso bulto en el bolsillo del pantalón o del tabardo. Seguidamente, mientras los demás soldaditos cruzaban el Paseo para perderse entre las frondas del Campo, el cabo furriel se apartaba de ellos, en dirección al río. Todos creían conocer su destino; de modo que pocas veces tenía que repetir la explicación:

-          ¡Eh, Lisardo, ven con nosotros, que nos esperan unas chachas de impresión!

-          Pasaos sin mí un rato, que voy a visitar a mi hermana, como todas las tardes.

     Nadie había visto nunca a la tal, pero tampoco le habían pillado en renuncio. Así que, decidido, mi abuelo llegaba a la orilla del río, remontaba el paseo fluvial hasta la altura de la Chopera, sentábase en un banco, sacaba del bolso un par de hojas de periódico y, mientras aparentaba su lectura, en realidad encubría la ingestión del más sabroso bocadillo de sardinas que imaginarse pueda. Claro, había que aderezarlo con apetito y regarlo con ilusión. Luego, con el bolo aún en el gaznate, el mozo cruzaba al Parque del Reposo, bebía interminablemente de la fuente y, entre niños y mamás, atravesaba el recinto, camino de la Plaza Mayor y del ulterior reencuentro con sus compañeros. Y así, siempre, con esa dulce y sabia costumbre que hace excelentes las cosas más sencillas.

***

     Creía recordar que había sido por octubre, a juzgar por los festejos de su patrona, Santa Teresa. Empezaba a llover y apretó el paso, bajando la cabeza y sujetándose el gorro. No la vio hasta que la tuvo encima y tropezó con ella. Estaba tan inmóvil, contemplando la estatua…

-          Perdón, no te había visto… Pero, ¿no eres tú la hija de doña Sonsoles, la camisera?

     En efecto, lo era. Sorprendida, esperó a que mi abuelo se identificase, antes de contestar afirmativamente. Empezaron a caer unos goterones y la muchacha se escabulló, corriendo en dirección a los soportales. Lisardo se quedó mirando aquellas piernas, largas y finas, que le recordaban a su hermana Vicen, fallecida de tuberculosis en el treinta y siete. Se le hizo un nudo en la garganta y pensó que hoy no merecía la pena buscar a sus colegas, ni librarse de la lluvia. Se dejó empapar, caminando hacia el cuartel despaciosamente. Fue entrar por la puerta y escampar. Otro día habría maldecido su mala suerte. Aquella tarde pensó en la hija de la camisera: ¡parecía tan frágil! Ojalá no agarrase una bronquitis por la mojadura.

***

     El sargento le dio algunas explicaciones, en vista de su interés:

-          Dicen que la señora era modista de profesión, pero luego se casó y dejó el oficio. Al marido lo mataron cuando la guerra y ahora, ya ves, todos a trabajar para salir adelante. Y no es poco que le hayan dado esta comisión. Claro que el difunto dicen que no era mala persona.

     Mi abuelo se tomó interés con aquella historia, tan triste, como tantas otras. La niña –pues casi lo era- volvió a aparecer por el cuartel, con el hato de camisas, tan flaca al lado de su madre. Era alta, morena, de grandes ojos negros y curvas apenas incipientes. Mi abuelo hizo por atenderlas, pero el sargento Cifuentes se adelantó. Quedóse remoloneando y, en un aparte momentáneo, susurró a la chica:

-          No te acatarrarías el otro día con la mojadura.

     Ella negó con el gesto y esbozó una sonrisa. Fue lo bastante para que Lisardo tomara la decisión que da sentido a esta historia.

 

2.   Como buenos hermanos

     Recuerdo la primera vez que, llegado a este punto del relato, le pregunté a mi abuelo:

-          ¿Cuántos años teníais la chica y tú?

     Él se puso muy serio –aparentemente- y replicó:

-          Esa pregunta es maliciosilla. Se ve que estás espabilando mucho últimamente.

     Conociéndome bien, yo lo tomaría más como prurito de precisión, que no de malignidad. Sea como fuere, agregó tras algún titubeo:

-          Esto fue a finales del año cuarenta. Así que yo tendría… veintiuno. Ella acababa de cumplir los trece, según me dijo. Y ahora, si me permites seguir…

     Quedamos, pues, en que Lisardo se apostó en el banco corrido de la pérgola, medio tapado por el consabido periódico, teniendo bien a la vista la estatua donde el tropezón. No habían pasado ni diez minutos, cuando la adolescente llegó casi corriendo y volvió a plantarse frente al polícromo muñecote de Pinocho, según la versión del dibujante Bartolozzi [1].  Cautelosamente, el cabo se le acercó por la espalda y la saludó como Dios le dio a entender; más o menos, así:

-          Hola. Parece que esta tarde no lloverá.

     La muchacha dio un respingo y, al verlo, quedó como titubeando entre quedarse o salir disparada. Pero Lisardo tenía ya mucha gramática parda:

-          Por favor, quédate, que tengo que darte un recado para tu madre, de parte del comandante.

     Ante tan imperioso pretexto, la jovencita se relajó un tanto y se le quedó mirando con cara de perplejidad. El militar carraspeó, al contemplar aquellos ojos que parecían taladrarlo. Decidió que era preferible ganar tiempo y evitar su mirada, a la vez, dulce e inquisitiva. Improvisó:

-          A lo mejor se te hace tarde. Te acompaño un momento y voy contándote de qué se trata.

      A la altura de las traseras del Ayuntamiento, ya conocían ambos sus respectivos nombres y Lisardo le había sonsacado el motivo de sus visitas al Parque del Reposo. La chica, Cecilia, fue tajante:

-          Lo mandó hacer mi padre. Me lo recuerda. Al salir del colegio por la tarde, paso siempre por allí…, aunque me toque correr, para no retrasarme en casa.

-          Claro, tendrás que hacer los deberes.

-          Los deberes y pegar los botones. No sabes cómo acabo con las manos. Pero a lo que íbamos. ¿Qué se le ofrece a tu capitán?

-          Comandante. Pues… es algo relativo a los ojales… y a los cuellos. Que los repaséis bien y que se noten lo menos posible las puntadas. Es que va a haber unos desfiles y, eh, unas… recepciones, y tenemos que estar lo más elegantes posible delante de los alemanes y de los italianos –a estas alturas, Lisardo empezaba a soltarse-.

-          ¿Y de los botones? ¿No ha dicho nada de los botones?

-          Pues no. Dicen que los de vuestra tarea vienen siempre perfectamente cosidos.

-          Menos mal –resopló la pequeña costurera-. Ya me veía yéndome de madrugada a la cama.

     Burla burlando, habían recorrido los soportales hasta llegar junto a la casa de Cecilia. Prudentemente, ella se detuvo antes de volver la esquina y explicó:

-          Vivo aquí; vamos, a la vuelta. Así que, si has terminado de darme el recado…

-          Sí, sí. Por hoy no tengo más avisos que darte.

     Ella hizo intención de alejarse. Lisardo tuvo un pronto. Echó mano al bolsillo, sacó el chusco de matute y lo puso repentinamente en manos de su interlocutora. Mientras se alejaba raudo, aprovechando el factor sorpresa, alzó la voz:

-          Eso es también para ti, pero no de parte del comandante.      

***

     A la tarde siguiente, fue Cecilia quien se dirigió a él, decidida y enfadada:

-          ¿Cómo se te ocurre darme un bocadillo? ¿Es que tú no tienes hambre?

-          Déjate de monsergas. ¿Estaba bueno o no?

-          Delicioso, aunque casi me mancho el camisón con el aceite.

-          Pues entonces, dame las gracias y punto. Lo necesitas tú bastante más que yo.

     Cecilia bajó los ojos, avergonzada, ante el recorrido conmiserativo que Lisardo hizo con los ojos de todo su cuerpo. Dueño ya de la situación, mi abuelo sacó el chusco suyo de cada día y se lo alargó, envuelto en papel de estraza. La chica dio un paso atrás y paró la donación con ambas manos haciendo tope:

-          De ninguna forma. Y, además, no me gustan las sardinas.

-          Habráse visto, la remilgada… El caso es que hoy hemos comido alubias en el cuartel y no me apetece merendar… Verás, vamos a hacer una cosa: ni para ti ni para mí. A medias.

     Lisardo cortó el chusco con una navaja y le pasó el trozo mayor a Cecilia. Esta lo asió con firmeza, diciendo:

-          Como buenos hermanos.

     Antes de que marchase desalada, rumbo a su casa, Lisardo le aconsejó:

-          Cómetelo por el camino. Así no mancharás el camisón…, ni tendrás que dar explicaciones.

     En sus oídos resonaba aún la voz de la niña, que le traía el recuerdo de su propia y refranera madre: ¿Quién es tu hermano? El amigo más cercano [2].

***

      Todos los días, inventaba una disculpa para pasarle a la chica la mitad de su chusco:

-          Hemos tenido comida extraordinaria.

-          Hoy ando con el estómago revuelto.

-          Anda, que te veo muy descolorida.

-          Esta mañana he apañado dos bollos.

     Cecilia, muy seria, hacía como si lo creyera y recogía de buen grado aquel maná que con cariño se le daba. Debía sentirse confusa, a juzgar por lo que en vísperas de Navidad le dijo a mi abuelo, al pie de los árboles cubiertos de escarcha:

-          Antes pasaba por este parque porque me parecía sentir la caricia de mi padre. Ahora, cuando llego a la cancela, solo pienso en el pan con sardinas.

-          Vaya, muchas gracias. Ya veo que a la señorita solo le interesa el sorche por el bocadillo.

     La joven se puso como la grana. Lisardo trató de enmendar el malentendido, con un lugar común:

-          No hagas caso. Un día dejarás de pasar hambre y lo verás todo claro.

     Cecilia replicó:

-          No sé qué será peor, si la claridad o el hambre.

     Mi abuelo guiñaba admirativamente el ojo y me comentaba:

-          Es que las monjas le enseñaban Filosofía.

 

3.  Moral, ante todo.

     Habían pasado dos semanas, sin que Cecilia apareciera por el Parque. Lisardo se temió lo peor, en forma de enfermedad o accidente. En una ocasión, aportó al cuartel la madre, pero acompañada en esta ocasión por una moza robusta, más o menos de la misma edad que él, en la que a duras penas descubrió parecido con su hermana. Un sexto sentido lo llevó a no preguntarles por la ausente, decidiendo emplear otro medio.

     Pidió permiso una tarde para vestir de paisano y fue a buscarla a la puerta del Colegio; a la puerta trasera, que era por donde entraban y salían las alumnas gratuitas, como lo era Cecilia. Gracias a tal rasgo de desigualdad, no le fue difícil divisarla desde un portal frontero, donde se había guardado. La joven apenas lo reconoció con atuendo civil. Contestó escuetamente y sin pararse a las preguntas por su salud y, notando a su espalda la observación malévola de sus compañeras, lo despachó con aseo:

-          Ahora no puedo hablarte. Espérame el domingo por la tarde junto al estanque del Campo.

***

     Bien mirada, la cosa era de lo más natural. Incluso Lisardo y Cecilia habrían tenido también que reconocerlo, aunque les doliese. Una tarde, mientras cosían, doña Sonsoles, la madre y modista, le había olido el aliento a sardinas. Extrañadísima, le ordenó una exhalación a corta distancia. Confirmación del dato. Preguntas cada vez más inquisitivas y respuestas paulatinamente menos evasivas. Al final, una bronca de campeonato, en presencia de su hermana y de una vecina que había subido a ayudarlas.

-          En esta casa, todo se comparte, porque todos hemos de ser uno, para lo bueno y para lo malo. ¿No tienes madre y, sobre todo, hermanos? Aquí, Pilar no para, de la costura a la droguería, para aportarnos todo lo que gana. ¿Y tu hermano? Estudiando Derecho, con beca y pasantía, que habrá de ser no tardando el mayor sostén de la familia. Mientras tanto, la señorita dejándose invitar por un soldado desconocido y comiendo a dos carrillos lo que tiene a bien obsequiarla. ¡Valiente manera de ayudar y de darse a respetar! ¡Que no vuelva yo a enterarme de que te paseas por el Parque del Reposo a la salida del colegio, o que te ves con ese militar!

     Llegado a este punto, mi abuelo miraba al infinito, tragaba saliva y terminaba la historia con un chascarrillo:

-          Mira tú qué zapatiesta, por medio bocadillo de sardinas.

***

     Creo recordar que este cuento –mucho menos aderezado, por supuesto- nos lo empezó a contar el abuelo Lisardo a mi hermano Luis y a mí, para ponderarnos los valores nutritivos del pescado azul, que en la infancia nosotros rechazábamos. ¡Hay que ver qué gran narrador habría sido, si le hubiese acompañado la cultura literaria! Pero, ya de mayorcito, yo necesitaba más:

-          Abuelo, ¿qué fue de Cecilia? ¿La has vuelto a ver?

     Él salió del paso como pudo:

-          Te contestaré a eso, si das con la moraleja del cuento.

     Ni que decir tiene que tal hallazgo era prácticamente imposible para un muchacho de doce o trece años. Ahora, con mis treinta cumplidos, la cosa habría sido más hacedera; pero ya no merece la pena: Lisardo, el furriel proveedor de sardinas, falleció va para quince años.

     Tal vez por eso, la primera vez que fui a Castellar acabé en donde ustedes sin duda imaginan.

***

     Había concluido la Carrera y librado por los pelos el servicio a la Patria, como consecuencia de desaparecer la mili obligatoria[3]. Salió una oferta de trabajo golosa en Castellar –ya no, obviamente, en Intendencia militar- y allá que fui a pasar la entrevista y pruebas consiguientes. Acabada la tarea, abordé a un castellarense y le pregunté:

-          Por favor, ¿el Parque del Retiro?

     Con su proverbial amabilidad, el sujeto me dijo algo así como que ese parque estaba en Madrid y siguió incontinenti su camino. A la segunda, me preparé concienzudamente:

-          … un parque junto al río, que se llama algo así como del Retiro y que tiene una estatua de Pinocho.

     La señora sonrió y dijo: ¡Ah, ya, el parque del Reposo! Y, seguidamente, me orientó. No me fue difícil encontrar, sobre un plinto de caliza, la escultura, de cemento policromado a chafarrinadas. En torno, parterres escalonados, pérgolas cuajadas de rosas y una sencilla fuente rodeada de chiquillos. Me quedé mirando con tristeza aquella nariz rota, la basa pintarrajeada, el brazo manco que presagiaba tiempos peores. Una vocecita me sacó del doloroso ensimismamiento:

-          Ese es Pinocho. Le crece la nariz cuando dice mentiras.

     La niña me miraba con sus ojos negros, grandes, expresivos. La pregunta me vino del subconsciente:

-          ¿Te gustan las sardinas?

-          No sé que es.

-          ¿Y los barquillos?

-          ¡Eso sí! ¡Mira, ahí está el barquillero!

     Iba a tomar la iniciativa que se figuran, pero alguien me la quitó:

-          ¡Cecilia, ven aquí y deja en paz a ese señor!

     La niña se alejó corriendo y yo me quedé pensando en lo más estúpido: que, a mis veintitrés años, era la primera vez que me llamaban señor.

 

 



[1]  Salvador Bartolozzi Rubio (1882-1950), cuyas historietas (Pipo y Pipa, Pinocho, etc.) hicieron las delicias de muchos niños españoles en las dos décadas anteriores a nuestra Guerra Civil. Al concluir esta, hubo de exiliarse en Francia y posteriormente en Méjico, donde murió.
[2]  Tengo para mí que el refrán emplea la palabra vecino, no amigo; pero ¿quién soy yo para llevar la contraria a mi abuelo, o a mi bisabuela?
[3]  El servicio militar obligatorio fue suprimido en España por Real Decreto de 9 de marzo de 2001, que se hizo efectivo el 31 de diciembre de dicho año.

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