viernes, 26 de octubre de 2012

ENSEÑANDO A UNA MAESTRA


 

Enseñando a una maestra

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Todos tenemos mucho que aprender y, más que nadie, los maestros. Siempre se ha dicho que enseñando se aprende. Lo que descubrió la protagonista de este relato es que no siempre son los alumnos quienes aleccionan, ni lo aprendido tiene por qué ser estrictamente académico o intelectual. La historia es, sin duda, original del autor, pero este no ha podido menos de observar curiosos parecidos y oposiciones con una famosa novela, a la que se rinde tributo en la dedicatoria.

 

In memoriam, Charlotte Brontë (1816-1855)

 

 

1.  Una alumna aventajada

 

     Permitid que vuelva la vista atrás y retorne con la imaginación a los felices momentos en que la vida pareció sonreírme, por vez primera en mucho tiempo. Aquellos primeros años de la quinta década de la vida, en que dejé atrás los tiempos tormentosos de mi matrimonio y accedí al profesorado en un famoso liceo, cuyas puertas me fueron franqueadas por la fama que había ido adquiriendo con la publicación de mis ensayos y narraciones.

 

     En uno de los primeros cursos en que profesé Lengua y Literatura, tuve entre mis alumnas a una diablilla adolescente, bulliciosa y charlatana, cuyo apellido juzgaba coincidente por casualidad con el de un famoso poeta y dramaturgo, muy en el candelero en aquellas calendas –permítanme que no dé más detalles del personaje, para no provocar su ira, pues aún vive, ignoro si felizmente-. No se estilaba entonces tanto como ahora la conexión constante entre profesores y padres de alumnos, pero la cosa entre mi discípula y yo llegó a unos niveles, que me impulsaron a enviar un aviso de entrevista a los padres de la muchacha. Su tutora, mi colega de Matemáticas, me advirtió:

 

-          Los padres están en trámites de separación. Probablemente, vendrá la madre, que es una charlatana de tomo y lomo.

 

     Pero resultó que quien hizo acto de presencia fue el padre. De entrada, el hombre impresionaba: todavía joven; de estatura más que mediana; fornido, sin alcanzar la excesiva corpulencia; bien parecido y perfectamente trajeado; despidiendo un grato aroma a lavanda con un toque de jengibre. Pero todo ello quedaba en segundo plano, cuando hablaba: voz grave y expresión cadenciosa, que inevitablemente concitaban atención e invitaban al silencio, atrayendo a sus oyentes con una bien dosificada mixtura de cortesía, distanciamiento y palabras eufónicas y medidas. Claro que tan bellas cualidades quedaron en buena parte explicadas, cuando dejó traslucir que aquel Carlos Claraval no era otro que el famoso escritor y ponderado periodista, cuyos poemas yo reputaba entre los más inspirados y hermosos de los artistas de su generación.

 

     Me pareció ligeramente engreído y decidí darle un castigo, sin duda, excesivo, viniendo de una profesora de Literatura. Hice como si su nombre no me dijese nada, ni hubiera leído ninguna de sus obras. Él, por supuesto, me pagó con la misma moneda, en lo referente a mis modestos y aún poco conocidos trabajos. Por lo demás, en lo relativo a su hija, estuvimos sustancialmente de acuerdo. Al despedirse, me pareció que se fijaba en mi silueta más de lo que esta merecía y se comprometió:

 

-          Seguiré más de cerca los progresos de mi hija en su asignatura y volveré para ver cómo responde en conducta.

 

     Eso fue todo. La chica –llamémosla Clara- mejoró razonablemente su comportamiento y yo no tuve que esperar mucho a recibir la petición de audiencia por parte de su famoso padre. El día fijado aparqué mi habitual ropaje informal y reduje al máximo permisible el grosor y la holgura de las telas. ¡Qué caramba! No se recibe todos los días la visita de un literato famoso a mitad del camino de mi vida, como habría definido el momento el inmortal florentino. Por lo demás, era dudoso que yo me encontrase perdida, ni creo mereciese el liceo “Bernardo del Carpio” la consideración de selva oscura y terrorífica [1]–cuando menos, en aquel entonces-.

 

     Aquella segunda entrevista tuvo un desarrollo muy distinto al de la precedente. Ignoro lo que a ello contribuyese mi indumentaria, un poco provocativa para lo que era costumbre en tan severo recinto. En cambio, él vestía de modo casi deportivo, exhalando frescor y fuerza por cada uno de sus poros. Como si de nuestro primer encuentro se tratase, ambos olvidamos las manidas tácticas entre colegas y nos reconocimos como buenos lectores recíprocos, con su parte alícuota de alabanza por nuestra obra. Creo recordar que, aunque la charla fue larga, Clarita ocupó pequeña parte de ella. Al decir de su padre, mi maestría, con un leve toque por su parte, le había dado la vuelta a la chiquilla como a un calcetín. Símil bastante mediocre para un poeta, ahora que lo pienso.

 

     Como ustedes supondrán, el segundo encuentro enlazó con un tercero, lejos esta vez de la sala de visitas del liceo. Al hilo de las cosas que convenía supiese de su hija, me hizo una sinopsis de su vida de familia, indudablemente sesgada, para destacar las desavenencias conyugales y la trascendencia que ellas estaban teniendo en su trabajo intelectual. Algo debió hacerme reflexionar su orgullosa matización de que hablaba de dificultades logísticas, que no de inspiración, la cual se mantenía incólume. ¿Qué quieren? ¿Podrá pedirse reflexión y perspicacia a quien, como yo, había pasado años atrás por una ruptura tremendamente conflictiva? ¿Cómo mantener la cabeza fría, cuando un hombre encantador te toma de la mano y te eleva hasta su Olimpo, para hacerte las más sinceras confidencias?

 

     Y así llegamos a un punto, que me cuesta trabajo trasladar al papel,  y no porque sea una mojigata, que más de una vez he tenido que recibir críticas por lo contrario. Es, más bien, indignación conmigo misma, al haber caído en la celada contra la que tantas veces  antes me precaví. Aludo a la actitud de dejarse querer, de cerrar los ojos a lo evidente y creer en las palabras, haciendo abstracción de su contexto. ¿Entienden lo que quiero decir? Pues eso. Entre su imponente suficiencia, su atractivo poético y varonil y los cantos de sirena de la soledad presente y la felicidad futura, acabé en sus brazos como una colegiala, que apura la vida de un trago, víctima de la ansiedad y la embriaguez, sin preocuparle en el fondo otra cosa que lo que siente en el momento.

 

     Me he referido a sus brazos. ¡Y qué brazos! No me duelen prendas al reconocer que el poeta era un amante experto y generoso. Bueno, la verdad es que yo tenía muy pocos puntos de comparación, por así decir. Con él viví la plenitud del amor, hasta extremos que tenían muy poco que ver con la tranquilidad de espíritu ni con mi experiencia anterior. No me cabe duda –porque aún lo siento muy dentro- que esa fue la gota maravillosa que hizo rebosar el vaso de mi felicidad y entrega. Es verdad que parecíamos almas gemelas, por dedicación literaria y comunes amistades y aficiones. También lo es que tenía la sensación de que la vida me estaba dando por fin cuanto merecía, después de ser tan avara conmigo en cariño, cuanto pródiga en decepciones. Todo eso, sin embargo, significaba poco o nada. Eran los momentos de alcoba, la dación total y placentera lo que contaba. Tan es así que, si hubiera sabido entonces el desenlace, me habría comportado lo mismo. Todavía hoy doy por bueno lo acaecido, aunque mi afirmación resulte incongruente con el ajuste de cuentas que suponen estas páginas. Las releo y noto que he incurrido en un defecto imperdonable para una escritora con oficio: casi les he contado el final de la historia, cuando están a mitad de ella. Es obvio que, si tanto lo hubiese llegado a despreciar, si hasta tal punto lamentase haberlo conocido y amado, tendría la frialdad de guardar para el final el factor sorpresa, tan necesario para embelesar a los lectores.

 

 

 

2.  Lo que la vida enseña

 

     Me he preguntado muchas veces por la primera señal de alarma, obviamente desoída por mi corazón en deliquio. Doy por cierto que fue el desdén que Carlos empezó a manifestar por mis nuevos trabajos literarios, lo cual despertó en mí el recuerdo del ahora llamado maltrato psicológico, que asfixió mi matrimonio. No le di suficiente importancia, entendiendo que no era sino envanecimiento varonil por su éxito social, unido a un superficial encono hacia la mujer que había roto sus esquemas y colocado al borde de la ruptura familiar. A fin de cuentas, lo que realmente valía –pensaba yo- era lo que él me daba, no su crítica profesional, la cual siempre he tenido en poco, venga de quien viniere.

 

     Algunas imágenes de este tiempo de plenitud han quedado grabadas a fuego en mi memoria. La solidez de nuestro amor tenía reflejo en aquellas reuniones de escritores, a las que acudíamos juntos, sin rebozo alguno; o en las fiestas de tiros largos, donde lucíamos nuestra maestría como bailarines y él brillaba, apolíneo y chispeante. Era entonces cuando me llegaba, reflejada en el espejo de otras gentes, su imagen superior y envidiada, apurando mi vanidad de mujer.

 

     No parecía importarnos el formalizar socialmente nuestras relaciones. No obstante, fue para mí fue muy emocionante que Carlos sugiriese acompañarme en el anual viaje a mis raíces, como he llamado siempre al tradicional retorno a mis padres y a la tierra en que nací. Viajar con él, presentarle a mis seres queridos, visitar los lugares en que transcurrió mi infancia y mi juventud, tuvo aquel año mucho de periplo iniciático. Personas y ámbitos adquirían nuevos significado y apariencia, al mostrárselos a mi amado. Al tiempo, aquel ritual rejuvenecía mi alma y purificaba mi corazón, como una novia virginal que se muestra ante el mundo, diciéndole sin voz: Heme aquí; soy yo; hasta hoy, insignificante e indiferenciada pero, desde ahora, transfigurada por la felicidad de mi amor.

 

     Los dioses primero encumbran a quienes quieren destruir. Al regreso de tan mágico viaje, empecé a sentir ciertos desarreglos menstruales, que decidí consultar clínicamente. El diagnóstico fue la tremenda palabra de las seis letras, que augura los peores presagios. Todos conocemos el tratamiento: cirugía, ulterior terapia destructiva y –si ha lugar- severo control posterior. Carlos fue la primera persona a quien revelé la ominosa noticia. Como es lógico, atónito y alterado, pidió un tiempo para digerir la nueva y actuar en consonancia. La operación, no obstante, había de ser inmediata, hasta el punto de que resolví no avisar a nadie de mi familia que viviese lejos de Buenos Aires. Mi amante tardó varios días en reaparecer y, cuando lo hizo, fue para formularme una absurda pregunta:

 

-          ¿Qué pronóstico tiene el caso, si la cirugía cumple su cometido?

-          Pues te puedes figurar. Radioterapia, quimio y rezar para que no haya ya metástasis, o se produzcan recidivas.

-          ¿Y así, por cuanto tiempo?

-          Los cinco años de rigor…, por lo menos.

 

     Si alguna vez el cáncer ha servido de alivio para alguien, lo fue entonces para mí. No era el momento, ni tenía ganas, de preocuparme por otra cosa que sumergirme en los preparativos de la operación, desde los puramente médicos, a los legales y familiares. Por eso recuerdo, con tanta frialdad como desgarro, la sinopsis de su vergonzosa despedida, en la cafetería del hospital. Más o menos, esto:

 

-          Juana, es posible que yo sea más débil de lo que nos figurábamos. En todo caso, no tomes lo que voy a decirte por insensibilidad o falta de cariño. Yo puedo asumir una mortal incertidumbre por un tiempo. Tal vez pueda superar las limitaciones permanentes que habrás de tener como mujer en el futuro. Pero no me considero preparado para soportar años y años de convivencia con una situación de interinidad y desasosiego, temblando ante los chequeos y suspirando por que cada año que pasemos juntos no sea el último.

-          En fin, Carlos, que no estás preparado para que mi enfermedad agüe tu fiesta.

-          Comprendo tu rudeza, pero trata también tú de aceptar mi punto de vista. Siempre hemos sido sinceros y no puedo ofrecerte la seguridad de algo que me considero inepto para intentar y cumplir.

-          Bien, siendo así, no sé si tenemos más que decirnos, ni si harás por volverme a ver.

-          ¡Qué severa eres! No voy a negar que lo que está pasando me impulsa a replantear la relación con mi familia pero, por encima de todo, está lo nuestro. Estaré informado en todo momento, te visitaré –por supuesto- y, si necesitas algo…

-          Gracias, Carlos. Afortunadamente, concerté hace un par de años un buen seguro, que cubrirá todo. Bueno, casi todo.

 

     Bien, vale como resumen, dialogado incluso. Y no hace falta que les confirme que el poeta del amor y del sexo no pisó por el sanatorio. En aras de la objetividad, reconozco que me llamó un par de veces por teléfono. Y luego…, Buenos Aires es muy grande y mi corazón se ha vuelto muy duro. Con eso, está todo dicho.

 

     ¡Ah, claro, tienen razón! Y les agradezco su interés. Aunque limitada permanentemente como mujer, creo que sobreviviré al cáncer de útero. De hecho, estoy escribiendo malévolamente estas líneas, ocho años después de que se me detectara. Por otra parte, su inquietud por mí no tiene, bien mirado, mucho fundamento. La vida es una guerra que siempre se pierde, por más victorias parciales que se logren. Tal vez con el amor suceda lo mismo.

 

 

3.  Epílogo



     Hasta aquí, las páginas que su autora me hizo llegar, meses ha, al cuaderno de bitácora, con un mensaje que, debidamente alterado en sus datos personales, decía así:

 

     Estimado Federico: La alusión al gran Borges en el título de su blog movióme a acceder a este y leer, con interés y respeto, algunas de sus historias. Constato similitudes en las protagonistas de algunas de ellas conmigo misma. He aconsejado a algunos de mis amigos y colegas su lectura, con resultado vario, todo hay que decirlo. En fin, las bases están puestas para rogarle que inserte en su cuaderno informático el relato que adjunto, el cual nadie se ha atrevido a publicar en la Argentina, por temor a la reacción, incluso judicial, del pomposo e influyente Carlos, baqueteado en la historia con verdad y con desprecio. Si decide aceptar mi proposición, habrá rendido, por tanto, un servicio a la libertad de expresión y a esta su lectora amiga, que lo saluda muy afectuosamente,  Juana Aires.

 

     P.S. Como no me mueve mi honor como escritora, sino el esclarecimiento de la verdad sobre un grajo soberbio[2], le ruego presente el relato como suyo. De ese modo, no resaltará entre los demás hermanos de ubicación y sentimientos.

 

     Así estaba dispuesto a hacerlo, hasta reflexionar sobre lo contagiosa que es la enfermedad del grajo. De modo que cumplo con el jurídico principio de dar a cada uno lo suyo. Espero que doña Juana no tome a mal este prurito de legista.

    


[1]  Este párrafo contiene obvias y conocidas alusiones a los primeros versos de la Divina Comedia. Pido perdón a los lectores por tan elevada referencia.
[2]  Obvia alusión a la fábula clásica Graculus superbus et pavo, en la que, a fin de parecer más hermoso, el grajo se adorna con plumas de pavo real, como si le fuesen propias.

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