viernes, 26 de octubre de 2012

ENSEÑANDO A UNA MAESTRA


 

Enseñando a una maestra

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Todos tenemos mucho que aprender y, más que nadie, los maestros. Siempre se ha dicho que enseñando se aprende. Lo que descubrió la protagonista de este relato es que no siempre son los alumnos quienes aleccionan, ni lo aprendido tiene por qué ser estrictamente académico o intelectual. La historia es, sin duda, original del autor, pero este no ha podido menos de observar curiosos parecidos y oposiciones con una famosa novela, a la que se rinde tributo en la dedicatoria.

 

In memoriam, Charlotte Brontë (1816-1855)

 

 

1.  Una alumna aventajada

 

     Permitid que vuelva la vista atrás y retorne con la imaginación a los felices momentos en que la vida pareció sonreírme, por vez primera en mucho tiempo. Aquellos primeros años de la quinta década de la vida, en que dejé atrás los tiempos tormentosos de mi matrimonio y accedí al profesorado en un famoso liceo, cuyas puertas me fueron franqueadas por la fama que había ido adquiriendo con la publicación de mis ensayos y narraciones.

 

     En uno de los primeros cursos en que profesé Lengua y Literatura, tuve entre mis alumnas a una diablilla adolescente, bulliciosa y charlatana, cuyo apellido juzgaba coincidente por casualidad con el de un famoso poeta y dramaturgo, muy en el candelero en aquellas calendas –permítanme que no dé más detalles del personaje, para no provocar su ira, pues aún vive, ignoro si felizmente-. No se estilaba entonces tanto como ahora la conexión constante entre profesores y padres de alumnos, pero la cosa entre mi discípula y yo llegó a unos niveles, que me impulsaron a enviar un aviso de entrevista a los padres de la muchacha. Su tutora, mi colega de Matemáticas, me advirtió:

 

-          Los padres están en trámites de separación. Probablemente, vendrá la madre, que es una charlatana de tomo y lomo.

 

     Pero resultó que quien hizo acto de presencia fue el padre. De entrada, el hombre impresionaba: todavía joven; de estatura más que mediana; fornido, sin alcanzar la excesiva corpulencia; bien parecido y perfectamente trajeado; despidiendo un grato aroma a lavanda con un toque de jengibre. Pero todo ello quedaba en segundo plano, cuando hablaba: voz grave y expresión cadenciosa, que inevitablemente concitaban atención e invitaban al silencio, atrayendo a sus oyentes con una bien dosificada mixtura de cortesía, distanciamiento y palabras eufónicas y medidas. Claro que tan bellas cualidades quedaron en buena parte explicadas, cuando dejó traslucir que aquel Carlos Claraval no era otro que el famoso escritor y ponderado periodista, cuyos poemas yo reputaba entre los más inspirados y hermosos de los artistas de su generación.

 

     Me pareció ligeramente engreído y decidí darle un castigo, sin duda, excesivo, viniendo de una profesora de Literatura. Hice como si su nombre no me dijese nada, ni hubiera leído ninguna de sus obras. Él, por supuesto, me pagó con la misma moneda, en lo referente a mis modestos y aún poco conocidos trabajos. Por lo demás, en lo relativo a su hija, estuvimos sustancialmente de acuerdo. Al despedirse, me pareció que se fijaba en mi silueta más de lo que esta merecía y se comprometió:

 

-          Seguiré más de cerca los progresos de mi hija en su asignatura y volveré para ver cómo responde en conducta.

 

     Eso fue todo. La chica –llamémosla Clara- mejoró razonablemente su comportamiento y yo no tuve que esperar mucho a recibir la petición de audiencia por parte de su famoso padre. El día fijado aparqué mi habitual ropaje informal y reduje al máximo permisible el grosor y la holgura de las telas. ¡Qué caramba! No se recibe todos los días la visita de un literato famoso a mitad del camino de mi vida, como habría definido el momento el inmortal florentino. Por lo demás, era dudoso que yo me encontrase perdida, ni creo mereciese el liceo “Bernardo del Carpio” la consideración de selva oscura y terrorífica [1]–cuando menos, en aquel entonces-.

 

     Aquella segunda entrevista tuvo un desarrollo muy distinto al de la precedente. Ignoro lo que a ello contribuyese mi indumentaria, un poco provocativa para lo que era costumbre en tan severo recinto. En cambio, él vestía de modo casi deportivo, exhalando frescor y fuerza por cada uno de sus poros. Como si de nuestro primer encuentro se tratase, ambos olvidamos las manidas tácticas entre colegas y nos reconocimos como buenos lectores recíprocos, con su parte alícuota de alabanza por nuestra obra. Creo recordar que, aunque la charla fue larga, Clarita ocupó pequeña parte de ella. Al decir de su padre, mi maestría, con un leve toque por su parte, le había dado la vuelta a la chiquilla como a un calcetín. Símil bastante mediocre para un poeta, ahora que lo pienso.

 

     Como ustedes supondrán, el segundo encuentro enlazó con un tercero, lejos esta vez de la sala de visitas del liceo. Al hilo de las cosas que convenía supiese de su hija, me hizo una sinopsis de su vida de familia, indudablemente sesgada, para destacar las desavenencias conyugales y la trascendencia que ellas estaban teniendo en su trabajo intelectual. Algo debió hacerme reflexionar su orgullosa matización de que hablaba de dificultades logísticas, que no de inspiración, la cual se mantenía incólume. ¿Qué quieren? ¿Podrá pedirse reflexión y perspicacia a quien, como yo, había pasado años atrás por una ruptura tremendamente conflictiva? ¿Cómo mantener la cabeza fría, cuando un hombre encantador te toma de la mano y te eleva hasta su Olimpo, para hacerte las más sinceras confidencias?

 

     Y así llegamos a un punto, que me cuesta trabajo trasladar al papel,  y no porque sea una mojigata, que más de una vez he tenido que recibir críticas por lo contrario. Es, más bien, indignación conmigo misma, al haber caído en la celada contra la que tantas veces  antes me precaví. Aludo a la actitud de dejarse querer, de cerrar los ojos a lo evidente y creer en las palabras, haciendo abstracción de su contexto. ¿Entienden lo que quiero decir? Pues eso. Entre su imponente suficiencia, su atractivo poético y varonil y los cantos de sirena de la soledad presente y la felicidad futura, acabé en sus brazos como una colegiala, que apura la vida de un trago, víctima de la ansiedad y la embriaguez, sin preocuparle en el fondo otra cosa que lo que siente en el momento.

 

     Me he referido a sus brazos. ¡Y qué brazos! No me duelen prendas al reconocer que el poeta era un amante experto y generoso. Bueno, la verdad es que yo tenía muy pocos puntos de comparación, por así decir. Con él viví la plenitud del amor, hasta extremos que tenían muy poco que ver con la tranquilidad de espíritu ni con mi experiencia anterior. No me cabe duda –porque aún lo siento muy dentro- que esa fue la gota maravillosa que hizo rebosar el vaso de mi felicidad y entrega. Es verdad que parecíamos almas gemelas, por dedicación literaria y comunes amistades y aficiones. También lo es que tenía la sensación de que la vida me estaba dando por fin cuanto merecía, después de ser tan avara conmigo en cariño, cuanto pródiga en decepciones. Todo eso, sin embargo, significaba poco o nada. Eran los momentos de alcoba, la dación total y placentera lo que contaba. Tan es así que, si hubiera sabido entonces el desenlace, me habría comportado lo mismo. Todavía hoy doy por bueno lo acaecido, aunque mi afirmación resulte incongruente con el ajuste de cuentas que suponen estas páginas. Las releo y noto que he incurrido en un defecto imperdonable para una escritora con oficio: casi les he contado el final de la historia, cuando están a mitad de ella. Es obvio que, si tanto lo hubiese llegado a despreciar, si hasta tal punto lamentase haberlo conocido y amado, tendría la frialdad de guardar para el final el factor sorpresa, tan necesario para embelesar a los lectores.

 

 

 

2.  Lo que la vida enseña

 

     Me he preguntado muchas veces por la primera señal de alarma, obviamente desoída por mi corazón en deliquio. Doy por cierto que fue el desdén que Carlos empezó a manifestar por mis nuevos trabajos literarios, lo cual despertó en mí el recuerdo del ahora llamado maltrato psicológico, que asfixió mi matrimonio. No le di suficiente importancia, entendiendo que no era sino envanecimiento varonil por su éxito social, unido a un superficial encono hacia la mujer que había roto sus esquemas y colocado al borde de la ruptura familiar. A fin de cuentas, lo que realmente valía –pensaba yo- era lo que él me daba, no su crítica profesional, la cual siempre he tenido en poco, venga de quien viniere.

 

     Algunas imágenes de este tiempo de plenitud han quedado grabadas a fuego en mi memoria. La solidez de nuestro amor tenía reflejo en aquellas reuniones de escritores, a las que acudíamos juntos, sin rebozo alguno; o en las fiestas de tiros largos, donde lucíamos nuestra maestría como bailarines y él brillaba, apolíneo y chispeante. Era entonces cuando me llegaba, reflejada en el espejo de otras gentes, su imagen superior y envidiada, apurando mi vanidad de mujer.

 

     No parecía importarnos el formalizar socialmente nuestras relaciones. No obstante, fue para mí fue muy emocionante que Carlos sugiriese acompañarme en el anual viaje a mis raíces, como he llamado siempre al tradicional retorno a mis padres y a la tierra en que nací. Viajar con él, presentarle a mis seres queridos, visitar los lugares en que transcurrió mi infancia y mi juventud, tuvo aquel año mucho de periplo iniciático. Personas y ámbitos adquirían nuevos significado y apariencia, al mostrárselos a mi amado. Al tiempo, aquel ritual rejuvenecía mi alma y purificaba mi corazón, como una novia virginal que se muestra ante el mundo, diciéndole sin voz: Heme aquí; soy yo; hasta hoy, insignificante e indiferenciada pero, desde ahora, transfigurada por la felicidad de mi amor.

 

     Los dioses primero encumbran a quienes quieren destruir. Al regreso de tan mágico viaje, empecé a sentir ciertos desarreglos menstruales, que decidí consultar clínicamente. El diagnóstico fue la tremenda palabra de las seis letras, que augura los peores presagios. Todos conocemos el tratamiento: cirugía, ulterior terapia destructiva y –si ha lugar- severo control posterior. Carlos fue la primera persona a quien revelé la ominosa noticia. Como es lógico, atónito y alterado, pidió un tiempo para digerir la nueva y actuar en consonancia. La operación, no obstante, había de ser inmediata, hasta el punto de que resolví no avisar a nadie de mi familia que viviese lejos de Buenos Aires. Mi amante tardó varios días en reaparecer y, cuando lo hizo, fue para formularme una absurda pregunta:

 

-          ¿Qué pronóstico tiene el caso, si la cirugía cumple su cometido?

-          Pues te puedes figurar. Radioterapia, quimio y rezar para que no haya ya metástasis, o se produzcan recidivas.

-          ¿Y así, por cuanto tiempo?

-          Los cinco años de rigor…, por lo menos.

 

     Si alguna vez el cáncer ha servido de alivio para alguien, lo fue entonces para mí. No era el momento, ni tenía ganas, de preocuparme por otra cosa que sumergirme en los preparativos de la operación, desde los puramente médicos, a los legales y familiares. Por eso recuerdo, con tanta frialdad como desgarro, la sinopsis de su vergonzosa despedida, en la cafetería del hospital. Más o menos, esto:

 

-          Juana, es posible que yo sea más débil de lo que nos figurábamos. En todo caso, no tomes lo que voy a decirte por insensibilidad o falta de cariño. Yo puedo asumir una mortal incertidumbre por un tiempo. Tal vez pueda superar las limitaciones permanentes que habrás de tener como mujer en el futuro. Pero no me considero preparado para soportar años y años de convivencia con una situación de interinidad y desasosiego, temblando ante los chequeos y suspirando por que cada año que pasemos juntos no sea el último.

-          En fin, Carlos, que no estás preparado para que mi enfermedad agüe tu fiesta.

-          Comprendo tu rudeza, pero trata también tú de aceptar mi punto de vista. Siempre hemos sido sinceros y no puedo ofrecerte la seguridad de algo que me considero inepto para intentar y cumplir.

-          Bien, siendo así, no sé si tenemos más que decirnos, ni si harás por volverme a ver.

-          ¡Qué severa eres! No voy a negar que lo que está pasando me impulsa a replantear la relación con mi familia pero, por encima de todo, está lo nuestro. Estaré informado en todo momento, te visitaré –por supuesto- y, si necesitas algo…

-          Gracias, Carlos. Afortunadamente, concerté hace un par de años un buen seguro, que cubrirá todo. Bueno, casi todo.

 

     Bien, vale como resumen, dialogado incluso. Y no hace falta que les confirme que el poeta del amor y del sexo no pisó por el sanatorio. En aras de la objetividad, reconozco que me llamó un par de veces por teléfono. Y luego…, Buenos Aires es muy grande y mi corazón se ha vuelto muy duro. Con eso, está todo dicho.

 

     ¡Ah, claro, tienen razón! Y les agradezco su interés. Aunque limitada permanentemente como mujer, creo que sobreviviré al cáncer de útero. De hecho, estoy escribiendo malévolamente estas líneas, ocho años después de que se me detectara. Por otra parte, su inquietud por mí no tiene, bien mirado, mucho fundamento. La vida es una guerra que siempre se pierde, por más victorias parciales que se logren. Tal vez con el amor suceda lo mismo.

 

 

3.  Epílogo



     Hasta aquí, las páginas que su autora me hizo llegar, meses ha, al cuaderno de bitácora, con un mensaje que, debidamente alterado en sus datos personales, decía así:

 

     Estimado Federico: La alusión al gran Borges en el título de su blog movióme a acceder a este y leer, con interés y respeto, algunas de sus historias. Constato similitudes en las protagonistas de algunas de ellas conmigo misma. He aconsejado a algunos de mis amigos y colegas su lectura, con resultado vario, todo hay que decirlo. En fin, las bases están puestas para rogarle que inserte en su cuaderno informático el relato que adjunto, el cual nadie se ha atrevido a publicar en la Argentina, por temor a la reacción, incluso judicial, del pomposo e influyente Carlos, baqueteado en la historia con verdad y con desprecio. Si decide aceptar mi proposición, habrá rendido, por tanto, un servicio a la libertad de expresión y a esta su lectora amiga, que lo saluda muy afectuosamente,  Juana Aires.

 

     P.S. Como no me mueve mi honor como escritora, sino el esclarecimiento de la verdad sobre un grajo soberbio[2], le ruego presente el relato como suyo. De ese modo, no resaltará entre los demás hermanos de ubicación y sentimientos.

 

     Así estaba dispuesto a hacerlo, hasta reflexionar sobre lo contagiosa que es la enfermedad del grajo. De modo que cumplo con el jurídico principio de dar a cada uno lo suyo. Espero que doña Juana no tome a mal este prurito de legista.

    


[1]  Este párrafo contiene obvias y conocidas alusiones a los primeros versos de la Divina Comedia. Pido perdón a los lectores por tan elevada referencia.
[2]  Obvia alusión a la fábula clásica Graculus superbus et pavo, en la que, a fin de parecer más hermoso, el grajo se adorna con plumas de pavo real, como si le fuesen propias.

CUENTISTAS


 

Cuentistas

Por Federico Bello Landrove

 

     Un cuentista es, tanto una persona que suele narrar o escribir cuentos, como quien exagera o falsea la realidad. Son dos cosas muy distintas pero nada impide que puedan coincidir en un mismo sujeto. He aquí dos ejemplos paradigmáticos de ello.

 

1.  Nicéforo, o la autosuficiencia

 

     La primavera entraba a borbotones por los ventanales que daban directamente sobre el Pentacrest [1]. Ese podía ser un motivo para no agotar el tiempo de la clase. Otro era que el profesor Valdivia tenía cierta prisa para tomar un avión. Con todo, no había que apresurarse. Los alumnos parecían pender de los labios del disertador, que estaba a punto de abordar uno de los temas recurrentes en sus explicaciones:

-           Imaginad que ahí fuera, sentados en el césped, nadando en el río o flotando entre las nubes, cientos de personajes esperan que fijéis en ellos vuestra atención. Algunos son seres reales, que vivieron, o viven, en el mismo mundo que habitamos. Otros, los más, son criaturas de vuestra imaginación, alentados en días de ensueño o noches de insomnio. Están ahí afuera, esperando que los dotéis de presencia con imaginación y técnica. Dependen de vosotros; solo vosotros podéis crearlos y darlos a la Humanidad. ¿Les negaréis el derecho a vivir? ¿Os encogeréis de hombros cuando supliquen vuestra atención? He ahí el gran reto, la mayor función del escritor en la sociedad. No creamos riqueza, no trabajamos con nuestras manos; pero damos vida y, si somos grandes, la damos para siempre.

     Ahora, sí. El maestro recoge las escasas cuartillas del guión, las guarda en el portafolios, que cierra seguidamente, y se encamina parsimoniosamente a la salida. Sabe, por tradición y por el silencio, que aquel selecto ramillete de hawkeyes [2] ha recibido el mensaje con emoción y propósito de seguirlo. Por tanto, remacha desde la puerta:

-          ¡Ánimo, pues! Solo se necesitan tres cosas: pluma, papel… y fantasía[3].

     Esta vez, agregó:

-          Olvidaba decir que no podré daros clase la próxima semana. He de viajar a España, para recibir un galardón que me ha concedido el Ateneo Literario de mi ciudad natal.

     Hubo un inicio de aplausos y silbidos de júbilo, que Valdivia aparentó cortar con una de las frases favoritas que dedicaba a sí mismo:

-          No es nada. Lo importante de un premio no es ganarlo, sino merecerlo.

***

     No es breve precisamente el viaje entre Chicago y Madrid, con escala en Nueva York. El profesor –Nicéforo, en la intimidad- ha decidido aprovecharlo, dando los últimos toques al libro de cuentos que está a punto de entregar a la imprenta. De hecho, Lucy O’Connor, su traductora, ya está trabajando en la denodada tarea de trasladar su compleja estructura al inglés americano. No obstante, él repasa, corrige y enmienda partículas, comas, reiteraciones, para la mucho más comprometida versión original española, que prepara la editorial Hontanares, su casa de toda la vida, en la que, hace lo menos veinticinco años, publicara El desván luminoso. Luego, cinco libros –no, seis-: dos poemarios, tres compendios de narraciones breves y la novela Asido a la vida, aquella que debe su ser al terrible accidente que estuvo a punto de llevarlo prematuramente a la tumba. ¡Quita si no es ese sobrecogedor testimonio lo que ha despertado, por fin, la valdiviomanía entre los carcamales del Ateneo!, piensa.

      Para empezar la tarea, vamos con el dichoso título del nonato empeño: Antología del desamor. Desde luego, es una rúbrica sonora, transparente, redonda. El profesor, no obstante, titubea: un poco grandilocuente y, quizá, no lo bastante íntima.

     Porque, y ese es el meollo de la cuestión, amigos lectores, todos y cada uno de los trece relatos que componen la Antología son otros tantos episodios, apenas retocados, del recorrido amoroso de don Nicéforo. En fin, seamos exactos: los desamores solo son seis o siete, pero han dado de sí lo bastante, como para agregar otra media docena de variaciones o cambios de perspectiva.

     El profesor repasa y repasa, cada vez más mecánicamente. La pluma está a punto de deslizarse al suelo de entre sus dedos. Pide un café bien cargado a la azafata, pero eso, en un avión de la TWA, es pedir peras al olmo. Opta por guardar los folios y pensar…

     Desde el libro de sus desamores, el profesor remonta su trayectoria literaria, como los salmones el río. La historia de sus padres, transida de opresión y de angustias, que él dramatizó de forma tan tierna y emotiva, desde la distancia de su dorado destierro. La ya citada novela, incubada entre batas blancas, escayolas y terribles rehabilitaciones. Su Cuentas rendidas, aquél espléndido conjunto de historias, transgresoras y barrocas, que su difunto colega de Urbana[4], Braulio Guitián, quien tan bien lo conocía, apodó Ajuste de cuentas. Y así, hasta los orígenes.

     A punto de dormirse, Valdivia se sobresalta. Parece que le susurra de nuevo al oído su ex, Lillian: narcisista, escritor de ti mismo. ¡Bah!, al fin y al cabo, todos volcamos al texto nuestra experiencia, reconstruimos –o deconstruimos- nuestra vida, sazonamos a placer la memoria. Por más que, ¿estaré perdiendo la imaginación, la fantasía? ¿Me habrá alcanzado ya la inevitable vejez intelectual?

     Decide tomarse un valium. Como no acostumbra, el efecto resulta inmediato. Con todo, antes de reposar en los brazos de Morfeo, le llega del más allá el eco de su voz: ahí fuera, cientos de personajes esperan que fijéis en ellos vuestra atención. ¡Pues sí que…!

     Silencio, el profesor ya descansa.

 

 

2.  Clotilde, o la emulación

 

     Cuando la noticia llegó a Viana de Encinares, la destinataria pilotaba su eterno utilitario, con destino a cualquier pueblito donde algún discapacitado o excluido social precisara de sus atenciones. No era mal rollo el carecer de un colegio agrupado donde impartir su cariño y su docencia, sino tener que repartirse entre cinco localidades, en un radio de treinta kilómetros. Pero ella lo había querido. La ahogaba el caserón en el casco viejo de la capital, ahora que los chicos estudiaban fuera y su marido –aquel buen hombre que hacía por comprenderla y la acompañaba en silencio- había fallecido de un infarto fulminante. Total, Viana no quedaba lejos, con sus bosquecillos frondosos y aquellas raciones de volante que le permitían caer en la cama rendida; y escribir, vocación antes apenas esbozada, pero ahora apremiante y abundosa, hasta el punto de definirla entre las gentes del pueblo, de las que apenas era conocida:

-          Mira, ahí va la escritora.

     Y todo fue a raíz de una entrevista en el Eco del Duero. El periodista –siempre tan sensacionalistas ellos- había insistido, más que en su obra, en sus derechos de autor. Cito textualmente: La notable escritora Clotilde Iglesias dona los beneficios de sus obras a la Unicef, como forma de mejor servir a su vocación de atender a los niños con necesidades. ¡Jesús, cuánto circunloquio para decir que ella era profesora de P.T.[5] y que había puesto su ingenio al servicio de la infancia! No le gustaba ahondar en aquello en que una mano no debía saber lo que hacía la otra, pero hubo de explicarse:

-          Tengo mi sueldo de maestra y la pensión de mi marido. No es mucho, pero suficiente para mis hijos y para mí. Yo nada he hecho para adquirir mis modestas cualidades de escritora. Un día, releí aquello de lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis y tomé la decisión. Tampoco vaya a creer que es una fortuna: en España se lee poco y se compra menos aún.

-          Pero aseguran, doña Clotilde, que es usted muy leída en Hispanoamérica y que se prepara una traducción al inglés de La guerra del corazón.

-          Es un libro que he escrito con el alma, pensando en los ancianos que vivieron aquellos tiempos de hierro y todavía están entre nosotros.

-          Curioso, una maestra de niños que escribe cuentos pensando en los mayores.

-          Así es –sonríe-. No vea la de explicaciones que tengo que dar a mis pequeños amigos, cuando me piden que les lea alguno de mis cuentos. En fin, siempre cabe improvisar una adaptación.

     Dejemos ya El Eco del Duero y volvamos al telefonema que pilló a Clotilde en viaje. De boca en boca, la espera ya en Viñedos del Conde, donde los compañeros del colegio han formado comité de recepción. El director engola jocosamente la voz:

-          Profesora Iglesias, tengo el honor de comunicarle que le ha sido concedido el Premio Delibes del Ateneo Literario de Castellar.

     Silencio absoluto durante unos instantes. Luego, el toque humorístico final:

-          Y lamento informarle de que lo ha sido ex aequo con un profesor de la universidad de no-sé-dónde.

***

     Se queda a comer con sus colegas. Hace por minimizar ante ellos la importancia del premio, aunque le enorgullezca haber sido, por fin, profeta en su tierra. Piden champán y brindan hasta que la botella se agota. La homenajeada no tiene costumbre de beber pero tampoco le apetece conversar más. Así que coge su coche y hace como si se dispusiera a regresar a Viana. La embroman:

-          Anda que como te pare la Guardia Civil…

     Por si sí o por si no, Clotilde pilota unos kilómetros y luego para junto al puente del arroyo Marimón. La cabeza le da vueltas. Se sienta en una piedra de la orilla y entretiénese tirando guijarros al agua. Es una forma tan buena como cualquier otra para abstraerse y pensar en voz alta:

-          Mujer, a nadie le amarga un dulce pero, como diría el otro, tarde piaches. Aunque la verdad es que tampoco llevo tanto tiempo emborronando cuartillas. Pero tampoco ha sido llegar y besar el santo, como asegura mi amiga Carmen Santacecilia, que seguro está detrás de todo este sarao del premio y presentó mi candidatura, sin yo saberlo. Tendré que pedir un par de días de permiso… ¡ah! y hacerme algún vestido, para el acto y la comida. Pues sí, lo que decía, en apenas cinco años, del ciclostil, a las librerías. ¡Qué explosión, yo que antes no había escrito otra cosa que cartas  e informes académicos! Y no me voy a engañar: que si distracción para el dolor de la viudez, que si una forma de recaudar fondos para mis niños. Bueno, no diré que no, pero el detonante fue otro y bien que lo sé, aunque si me preguntan para qué, sigo hecha un lío…

     El cercano ladrido de un perro la pone en guardia. No le apetece que la vean tirando piedras al río, como cualquier chico haciendo novillos. Se levanta, moja ambas manos en el arroyo y se las pasa por la cara. ¡Este champán! Siempre le hizo mucho efecto. Dicen que porque es bebida espumosa. Asciende lentamente la cuestecilla hasta el improvisado aparcamiento, pone en marcha a Renato –su viejo Renault- y conduce lentamente hacia casa:

-          Cuatro cursos ya en este agujero. Podría poner el piloto automático y me llevaría sin vacilar, como el caballejo de aquel médico rural. Pues lo que decía. Todo ayudó pero, por encima de todo, aquel libro de él, duro y restallante como un latigazo en pleno rostro. Treinta años sin saber, o querer saber, de su existencia y, de pronto, defunción de mi marido, libro, su historia vital, todo en uno. Al principio, fue como un amanecer, penumbroso e incierto. Luego, se ha ido convirtiendo en el núcleo de mi vida, su sentido, la razón de mi modesto y acariciador renombre. Claro, desde ese punto de vista, ¿qué más da lo que pretenda? Se hace, se disfruta y punto. Eso sí, a él tengo que agradecérselo, pero solo en cierto modo. Nunca hizo nada por mí, ni me tomó en serio. Por otro lado, aquel libro no era más valioso que otros muchos sobre el dolor y la soledad, pero eran los suyos, de aquel torpe y tierno visionario que un día lo dejó todo, incluso a mí, para abrirse camino en alguna parte, como decía en su carta de despedida. Sus padres echaron la culpa a la política, a la dictadura ominosa y asfixiante, pero tengo para mí que fue por cobardía, por timidez, porque yo no contaba lo suficiente para él,… ¿o sería, más bien, por todo lo contrario?

     Cuando llega a casa, no tiene ganas de cenar. Una ducha caliente, interminable, y a la cama, como la trajo su madre al mundo. Sigue, no obstante, excitada y la claridad de este interminable atardecer de primavera todavía se empeña en insinuarse por la persiana. ¡Qué le vamos a hacer!, un valium y a dormir. Antes es aún capaz de hilvanar el argumento definitivo, el compendio que le hace sonreír mientras se vuelve de cara a la pared:

-          Él mismo lo escribe: ¡ah, la femenina incoherencia! Pues eso: necesidad de imitarle, o ganas de demostrarle lo que valgo, o de que sepa de mí como algo más que Cloti, la empollona de las jesuitinas. Pero ahora la escritora ya vuela sola, impulsa sus alas en un aire diferente de su aliento. ¡Te… te chinchas!, Galatea se ha convertido en Lisístrata.

***

     La mañana la regala con un tremendo dolor de cabeza. Decide desayunar en la cafetería de enfrente. La vanidad la lleva a las páginas, rojo y negro, de El Eco del Duero. Busca y halla:

Clotilde Iglesias, premio Delibes

La escritora ha puesto su vida y su obra al servicio de los niños

     Deja de leer, avergonzada. Reconstruye mentalmente el titular: He puesto mi vida en el pasado y mi obra en recobrar un amor perdido.

     Cierra el periódico, casi enajenada. ¡Pues no se le ha aparecido entre sus páginas la mirada, penetrante y fatigada, de su ideal!

 

 

3.  Epílogo



-          El doctor Valdivia, supongo.

-          Supones bien. Yo no tengo que suponer nada porque estás estupenda, como siempre.

     Clotilde va a replicar, pero no hay tiempo. Nice ha llegado a la crítica: según su disculpa, no le dejaban marchar los periodistas.

     Les ponen sendos sillones, uno junto a otro, a la derecha de la mesa presidencial. Cualesquiera que sean sus emociones, habrán de aplazarlas. El director del Ateneo ya desgrana sus méritos literarios, elogiosa, inacabablemente. Al final, puntualiza:

-          Con todo, aún hay algo más que ennoblece y relaciona a estos dos ilustres castellarenses. Han hecho de su oficio de escritores un servicio especial para sus semejantes, más allá del placer de la lectura. El profesor Valdivia impulsa permanente y denodadamente la vocación literaria de las nuevas generaciones, llamándolas a dotar de voz a las personas y personajes que todavía carecen de ella. Y doña Clotilde Iglesias prolonga su dedicación a la infancia más necesitada, con la donación a Unicef del fruto de su trabajo literario. Más allá de su calidad como escritores, ambos son un modelo de compromiso y generosidad humanos.

     Como de consuno, los premiados se miran. Nicéforo se encoge de hombros. Clotilde le sonríe. Es muy posible que engañen a quienes ocupan los estrados, incluidos ellos mismos. Pero al público que llena el salón de actos, a los miles que leen sus obras, a esos, no podrán engañarlos jamás.      

 



[1]  La referencia a este lugar permite suponer que el profesor lo fuera de la Universidad Estatal de Iowa (ISU), en Iowa City (U.S.A.).
[2]  Esto nos confirma lo apuntado en la nota anterior. Hawkeye, u Ojo de halcón, es el sobrenombre o apodo de los estudiantes de la Iowa State University.
[3]  La alusión a tan arcaicos medios de escribir –en vez de a los ordenadores- hace suponer que el profesor Valdivia diera esta clase hace muchos años. He intentado precisar la época en que don Nicéforo Valdivia profesó en la ISU, con resultado negativo. En fin, no dejan de ser minucias.
[4]  Urbana-Champaign, sede principal de la Universidad de Illinois (U.S.A.).
[5]  Nombre que, por ahora, define a los maestros de niños discapacitados o con graves problemas sociales. P.T. son las siglas de pedagogía terapéutica.

domingo, 21 de octubre de 2012

ADRIÁN Y LAS FLORES


 

Adrián y las flores

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Bien podría haber titulado este cuento El lenguaje de las flores, pero no quiero recordar tan vergonzantemente a mi tocayo García Lorca. El caso es exponer, como en una parábola, la actitud de mi amigo Adrián ante las flores y ante la vida. Y ustedes perdonen la sobreabundancia de nombres de plantas: ¡son tan hermosos!

 

     Adrián Palazuelo entraba y salía una y otra vez de las varias habitaciones de su casa. Revoloteaba por entre los muebles, acariciaba tapicerías, alisaba paños, borraba con los dedos la menor huella de polvo de rincones y cornisas. Pero, por encima de todo, echaba el ojo, escrutador y complacido, a las huellas de vida y de color, que su mejor voluntad y sentido artístico había colocado en repisas y maceteros, o posado sobre búcaros y mesillas. Al fin, entre cansado y satisfecho, se sentó en un sillón de la sala y pensó.

     Ante él estaba la obra de su vida, el destino de sus ahorros, el ambiente que habría de acogerlo hasta que Dios tuviese a bien llamarlo a su seno. No era nada probable que aquel trabajo, pleno y bien diseñado, hubiera de sufrir nuevas reformas ni retoques. ¡Vade retro!, volver a pelear con obreros, discutir con familiares, rebatir a decoradores. Cerró los ojos y, en la pantalla del envés de sus párpados, se proyectó la imagen de Norma, la locuaz y vistosa dueña de la floristería Ikebana, a quien había tenido la ocurrencia de encargar el ornato vegetal de la casa, por consejo de un vecino de su confianza.

     Y no es que Adrián fuese un novato en eso de poner una planta en su vida. Muy al contrario, siempre había creído en la importancia suprema de su belleza, como forma de potenciar la recóndita infraestructura de una vivienda y la elegancia del mobiliario. Precisamente, tal experiencia le había dotado de un sexto sentido en cuanto a lo que iba o no iba con sus posibilidades y, sobre todo, con su tranquilidad. Sucesivos ensayos y mudanzas le pusieron sobre aviso de su antagonismo con las especies más delicadas, aquellas que esparcían y regalaban vida a través del aroma y el color de sus flores. Invariablemente, la crisis y la muerte hacían presa en aquellos adorables seres vivos. El florista siempre encontraba algún motivo: mucho sol; excesiva agua; falta de abono o de mullido en la tierra; temperatura baja en exceso. Adrián movía la cabeza, entre escéptico y negativo. Uno le salió por peteneras:

-          Será que no les habla. ¿Les pone música de vez en cuando? La de Vivaldi va de maravilla.

     Adrián respetaba las plantas, como fuente de alegría y de aire puro. Reconocía sus derechos, como seres vivos verdaderamente superiores. No tenía empacho en reconocerles una vida privada [1]. A lo que no estaba dispuesto era a organizar su vida propia alrededor de una fucsia, ni a dedicar su voz ni su tiempo a las hortensias. Así que, tras honda y pretérita deliberación –muy anterior a las calendas de nuestra historia-, había fijado una regla práctica de inexorable cumplimiento:

-          Nada de plantas de exterior, ni interiores con flores. Hojas y más hojas, de todas formas y matices. Para el color, lo artificial. Y, si tuviese mucha nostalgia de los pétalos, unas flores secas podrían calmármela.


***

 

     Norma, la gentil florista, puso el grito en el cielo, pese a no conocerlo o, tal vez, porque no lo conocía:

 

-          ¡Hombre de Dios! Toda una casa florida, pero sin flores. ¿En qué cabeza cabe?

-          En la mía –replicó Adrián, hosco-. Y no va a cambiarme la opinión por nada.

-          Hay plantas para todos los ambientes, resistentes a todo, insistió la profesional. No tiene más que pedir… Le aseguro el éxito, o me la como literalmente.

 

     Adrián, aburrido, salió por la tangente:

 

-          Vamos a ver algunas cosas sencillitas y desdolidas [2] entre las plantas de hoja.

 

     Y, como experto con ideas propias, fue señalando plumas y cintas, potus y helechos, esparragueras y yedras, ficus y cactos. Norma lo seguía, tomaba nota y, de vez en cuando, dejaba caer algún consejo:

 

-          Mire qué maranta tan contrastada.

-          Ni hablar. Emiten efluvios venenosos.

-          No me dirá, que esta bromelia…

-          Quiá. En el trópico, tal vez, pero aquí se cargan de humedad en el cogollo y se pudren.

-          ¿Y este anturio? La espata, pese a su color, no deja de parecerse a una hoja…

 

     Adrián explotó:

 

-          No ignoro que la espata es una bráctea y que estas son hojas modificadas. Ahora, si le parece, dejemos la lección de Botánica y sigamos con la selección.

 

     Ni que decir tiene que la voluntariosa discípula de Flora no volvió a abrir la boca, hasta el momento de concretar precios y suministro. Ya más calmado y sin ápice de su anterior severidad, Adrián pasó a la zona de las plantas artificiales, donde seleccionó dos centros de flores secas y el más lucido y polícromo conjunto de rosas, azaleas, margaritas, orquídeas, lirios y tulipanes que ocurrírsele pudo. Mentalmente, los iba ubicando en las dependencias y muebles de la casa, sin dejar jarrón, repisa o estante libre de su carga multicolor. Por fin, relajó su ansia compradora y sonrió a la estupefacta Norma, que maldito si sabía qué pintaba su talento de diseñadora ante aquel Juan Palomo de tan mal genio.

 

-          ¿Qué me aconsejaría para poner en la mesilla de noche? Pienso decorarla con unas velitas y…

-          Deje que me ocupe –repuso la diplomada en decoración floral, al fin correspondida en su autoestima-. Será una sorpresa… y mi regalo para su casa, que espero disfrute muchísimos años.

 

     Adrián, repanchigado en el sillón, contuvo la risa. Norma le hizo llegar por un propio un espécimen crecidito de atrapamoscas, como obsequio de inauguración. El donatario no se ofendió, pero optó por regalarla, a su vez, a Samuel, el hijo pequeño de su vecino Paco. No era cosa, en efecto, de seguir cada noche el consejo que Norma había plasmado en la tarjeta de dedicación:

 

     No deje de dar la luz cada vez que eche la mano hacia la mesita.

 

***

 

     Y, antes de quedarse traspuesto, Adrián pensó complacido que la casa, su ajuar y la decoración floral elegida respondían a su personalidad, prolongaban su experiencia personal y se ajustaban a sus deseos. La imagen de Norma fue difuminándose en la sombría pantalla de sus párpados, a hacer compañía a otras Normas del pasado, que ya poblaban los anaqueles del polvoriento armario de sus sueños.

 
 

 



[1]  Con toda probabilidad, nuestro protagonista era asiduo lector de un libro absolutamente recomendable: La vida privada de las plantas, de David Attenborough, publicado en España por edit. Planeta. La primera edición data de 1995.
[2]  Ya es hora de que la Real Academia acoja este hermoso y diáfano adjetivo, de uso habitual en tierras de Salamanca, con el sentido de necesitado de escaso cuidado para medrar.