viernes, 14 de septiembre de 2012

LA CASA DE LAS PUERTAS CERRADAS


 

La casa de las puertas cerradas

Por Federico Bello Landrove

 

     De vez en cuando, no está mal remontarse a los orígenes e imaginar un cuento maravilloso, con su moraleja y todo. Por no sé qué extrañas sendas, el que sigue me lo hizo imaginar una alusión radiofónica al gran escritor a quien respetuosamente lo dedico.

In memoriam Máximo Gorki (1868-1936)

 

     Como me lo contó la dulce y rubia Marketa, se lo cuento yo.

     Marketa (Margarita, en román castellano) fue nuestra guía en Praga, hace ya un buen número de años. De estas cosas que pasan, algunos de los magistrados y fiscales que formábamos aquella hornada de visitantes queríamos más, como es habitual en la inefable capital de Bohemia, por así decir. Y Marketa, ni corta ni perezosa, nos dio gusto y extendió la visita a algunos lugares no previstos por la Organización. Uno de ellos, la espectacular iglesia (creo recordar que barroca) de Santiago, o Svaty Jakub, que, como es de suponer, ha dado nombre a la calle que hubimos de recorrer hasta acceder a aquella.

     De la tira de años que separan mis actuales recuerdos de la efectiva estancia praguesa, pude dar una idea la razón que nos dio Marketa para tal visita:

-          Siendo ustedes españoles, nada más lógico que visitar la iglesia de su santo Patrón.

     Ya de vuelta de la iglesia de los españoles, a la altura del cruce de Jakubska con Templova, la buena de Marketa comentó:

-          Aquí estuvo, más o menos, la Casa de las Puertas Cerradas. Mi abuelo materno aún alcanzó a verla en su infancia.

     ¡Buena la hizo! Nada, como ofrecer a un grupo de fanáticos turistas el señuelo de un nombre desconocido y sugerente. Apenas cinco minutos más tarde, una veintena de atentos juristas hispanos rodeaban a una bella flor de Brno, en la terraza del hotel Esprit, con la compañía de cafés con hielo y jarras de cerveza, pues el calor apretaba aquella tarde. Y así, Marketa tomó la palabra y dijo:…

***

     Hace muchísimos años, tal vez, en los comienzos del reinado del emperador Francisco José, vivía en una hermosa casa-chalet de la calle Jakubska la viuda de un acaudalado fabricante de muebles, afortunada ella misma, como heredera de ricas posesiones en la región de Líberec. Sus hijos habían volado del nido por razón de la edad y ella, trabajadora y económica, había decidido pasarse sin otra servidumbre fija, que un ama de llaves, quien también fungía de cocinera y aún de enfermera, si se terciaba.

     No diré que la buena señora –cuyo nombre ahora no recuerdo, pero sí su apellido de casada, Kralovska- fuese avara, ni tan siquiera egoísta, más allá de lo que casi todos lo somos, queramos reconocerlo, o no. Eso sí, tenía su punto de caridad cristiana, una virtud que vuecencias conocerán muy bien.

     Esperó a que se acallasen nuestras risas o picantes comentarios, para proseguir:

     En efecto, la señora Kralovska aprovechaba sus visitas diarias a la iglesia que acabamos de visitar, para depositar su óbolo en las manos de quienes, mendigando, se lo suplicaban; como también –es tradición- en varios de los cepillos colgados de los muros, muy en particular, el de las benditas ánimas del Purgatorio y el que rezaba: Lampadario del Santísimo Sacramento.

     Una tarde de invierno, en que la señora regresaba a su casa después de haber comido en la de uno de sus hijos, encontró desfallecido y claudicante a un niño, como de diez años, que solía hacer por unas monedas el reparto de los zapatos que un remendón de la vecindad arreglaba en un portal de la calle Masná. Ella lo recordaba de haberle devuelto unos chapines. La Kralovska se conmovió, tal vez por recordarle a alguno de sus nietos:

-          ¿Cómo es que andas por la calle a estas horas y tan ligeramente vestido? ¿Estás repartiendo?

     El niño se quitó respetuosamente la gorra y respondió:

-          El zapatero Stepánek ha caído enfermo y tenido que cerrar temporalmente el negocio. Ando rebuscando entre los desperdicios de las buenas gentes algo para comer.

     Nadezda -¡ahora, al fin, he recordado su nombre!- hizo honor a su significado de Esperanza y le indicó que la siguiera:

-          Algo tendré para ti en casa, mejor que los desperdicios.

     Llegados al hogar, la señora ordenó a su sirvienta:

-          Lenka, prepara una merienda para este chico. Era ayudante del zapatero de la calle Masná y se ha quedado sin trabajo.

     Dicho esto, subió a las habitaciones del piso superior, mientras Lenka y el chiquillo se encaminaban a la cocina.

***

     La sirvienta no era precisamente derrochadora, pero preparó en un santiamén una merienda contundente, a base de lomo marinado que había sobrado de la comida, tostadas con mermelada de frambuesa y miel, así como un kolache relleno de albaricoque, que era un seguro éxito culinario de Lenka. El chocolate ya humeaba en el fogón, llenando el ambiente de su tropical fragancia.

     Por un momento, Jiri –que es como se llamaba el niño- estuvo a punto de zambullirse en tan suculentos manjares; llegó, incluso, a pinchar el lomo marinado y engullir un trozo. Al punto, como si le faltasen las ganas de comer, soltó el tenedor, se puso en pie y dijo con toda seriedad a Lenka:

-          No es posible que me coma todo esto yo solo. Tengo que repartirlo con mis hermanos.

     Dicen los críticos de la historia, que bien pudo llenarse los bolsillos de comida, o pedir a la buena de Lenka que le preparase un atado para llevársela. El hecho es que Jiri salió como alma que lleva el diablo. Desde la puerta, gritó:

-          ¡Vuelvo en seguida! ¡Espéranos junto a la entrada!

     Lenka gruñó. Desde lo alto de la escalera, la señora Kralovska, alarmada del grito y del portazo, preguntó:

-          ¿Qué sucede? ¿Ya terminó la merienda?

-          Nada de eso señora. Ha salido corriendo a buscar a sus hermanos para que lo ayuden a dar cuenta de ella.

     Nadezda imaginó en un instante la cocina llena de pilluelos, carreras por la casa, algún mozalbete echando al bolsillo un adorno de plata. ¿Pero qué era aquello? Su casa invadida y con fama de hospedería del buen yantar para vagabundos y miserables. Rugió:

-          ¿Que va a volver con sus hermanos? ¡Eso vamos a verlo!

     Al oírse pronunciar la palabra hermanos dicen que a la Kralovska se le ablandó por un momento el corazón. ¡Era un vocablo tan hermoso, tan humano, tan…, tan… espiritual!

     De lo espiritual a lo religioso, solo hay un paso. La señora se percató de que se había hecho la hora de sus devociones vespertinas. Advirtió:

-          Yo me voy inmediatamente a la iglesia. Entre tanto, te sientas en la cocina y bajo ningún pretexto se te ocurra abrir la puerta a esos pillastres.

     Salió rápidamente a la calle, echó la llave –por si Lenka tenía un momento de debilidad- y se perdió entre las sombras y la neblina que subía del Moldava, mirando atrás a cada paso. Se encaminaba a la iglesia de Santiago, como de costumbre, pero pensó que no le vendría mal demorarse aquella tarde todo lo posible en volver a casa. Se dijo:

-          Hace mucho que no voy a rezar a Nuestra Señora de Tyn.

     Dicho y hecho. Permaneció orando hasta que el sacristán, apagando las velas, sugirió que iba a cerrar inmediatamente la iglesia.

***

     Regresó parsimoniosamente, pasadas las ocho. La casa estaba totalmente a oscuras y nadie merodeaba en torno. Metió la llave en su cerradura, pero aquella no giró, ni la puerta se movió lo más mínimo. Repitió y sucedió lo propio. Una y otra vez, más y más azorada, sacó y metió su clave, pero fue en vano. Parecía como si, entre llave y portón, existiese una enemistad visceral. Llamó a Lenka pero la doncella, seguramente en la cocina según lo ordenado, no acudió. Abochornada, reclamó la ayuda de sus vecinos y la del vigilante público. Todo en vano. La casa ya empezaba a ganarse su sobrenombre de la de las Puertas Cerradas.

     A la mañana siguiente, hijos y cerrajeros tomaron parte en el asalto, pero el castillo resistió. El ataque por las ventanas fracasó, ante la resistencia de rejas y postigos. Ya iba la estrategia camino de la chimenea, cuando la señora Nadezda Kralovska tuvo el presentimiento que todos ustedes a estas alturas han adquirido. Juzgando lo sucedido un justo e inevitable castigo del Cielo, decidió pasar unos días en casa de su hija menor y, seguidamente, visitar por un tiempo la tranquila ciudad de Líberec, cobrar las rentas de los arrendatarios y tomar las aguas en Kárlsbad. Es obvio que la iniciativa resultó acertada pues aún vivió otros veinte años, durante los que no volvió a pisar su casa de la calle Jakubska de Praga. Sus deudos, intuyendo que tras aquellos muros se escondía algún misterio, no hicieron nuevos intentos de allanamiento. En cuanto a la criada, nadie pareció echarla en falta: después de todo, bien podía haber salido de la casa antes de su mágica clausura e irse también a tomar las aguas a Bohdánek, que quedaba cerca de su pueblo de origen.

***

     Al morir la señora Kralovska, los hijos pusieron inmediatamente en venta la casa encantada, a la que ya todos denominaban la de las Puertas Cerradas. No iba a ser fácil la transacción, pues el edificio tenía cierta mala fama y los primeros aspirantes a adquirirlo se encontraron con algunas dificultades de acceso, como suavemente calificaba el insoluble problema el promogénito Kralovsky.

     Quiso la fortuna que posara sus ojos en la casona un mayor del Ejército, veterano de las campañas de Italia y gravemente herido en Sadowa. La segunda vez, acudió acompañado de su esposa, deteniéndose ante la oxidada reja, que malamente cercaba el bosque en que se había convertido el jardín delantero. Quedó asustada y atónita:

-          Pero, querido, ¿estás seguro de que este es el hogar que nos conviene? Imagínate a los niños en esta selva impenetrable. ¡Y qué desconchones!

-          Lo sé, Jana, pero hay algo que me ha atraído de esta mansión, desde que era un niño. Y me consta que la venden a muy buen precio, que podría compensar las indudables obras de conservación que necesita.

     Jana se colgó del único brazo útil de su marido y sonrió:

-          Veo que te has informado muy a conciencia… Está bien, mayor, le rindo mi espada.

     Días más tarde, se firmaba el contrato. Los antiguos dueños estaban asombrados, aunque obviamente contentísimos:

-          ¿No quiere ver la casa por dentro, antes de comprarla?, preguntó imprudentemente la nuera del Kralovsky de más edad.

-          La conozco un poco, fue la oscura respuesta del militar.

***

     El flamante dueño, acompañado de su mujer y sus dos hijos, giró con total facilidad la vetusta llave, abriendo así la puerta, cuya hoja móvil giró con un agudo chirrido.

-          Claro, está a falta de que la engrasen, concedió el mayor. -Y luego:- Disculparás que no te tome en brazos, querida. Los alemanes disparaban su artillería con una precisión endiablada.

     Sin un titubeo, tomó el camino de la cocina, dejando atrás al resto de la familia, que parecía pelear con la oscuridad y las telarañas. Llegó a su destino y sonrió beatíficamente. La estancia estaba iluminada por quinqués y velas. Sobre el hogar, un puchero humeaba, pregonando su contenido chocolatero. En la mesa, las sabrosas y abundantes viandas que un día, muchos años atrás, fueron ofrecidas a un chiquillo aterido y hambriento. Y, además…

     Sí, sentada en una silla, Lenka, canosa y arrugada, pero vestida como antaño, se frotaba los ojos y bostezaba, desperezándose del sueño. Miró alternativamente al hombre y a la mesa y, extrañada, rezongó:

-           Vaya si has tardado en regresar. Anda, sentaos a la mesa y coméoslo todo antes de que llegue la señora.

     Justo entonces, entraban en la cocina Jana y los niños. Jiri se dirigió a ellos jovialmente:

-          Vamos, chicos, que Lenka nos tiene preparada la merienda.

 

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