viernes, 7 de septiembre de 2012

EL LEÓN EN VERANO


 

El león en verano

Por Federico Bello Landrove

 

     Este es un cuento inspirado en las sorprendentes peripecias del consejo de guerra contra el general de división, Nicolás Molero Lobo (1870-1947), celebrado en Valladolid, el 31 de agosto de 1937. Solo inspirado; de modo que no me vayan a asaetear, ni con el arco de la Historia, ni con la ballesta de la Memoria. Yo solo soy un modesto cuentista que, a lo peor, ha leído y reflexionado más de lo aconsejable.

 
 

1.      El taquígrafo del Congreso

 

     Cuando yo lo conocí, a finales de los sesenta, trabajaba en una correduría de seguros de la calle Santiago y presumía, a pesar de la reúma, de ser el mecanógrafo más veloz de la oficina. Pero ser –lo que se dice ser- Luis era taquígrafo. Había ganado, con sólo dieciocho años, las oposiciones al Congreso, a primeros del año 36. Ya fue mala suerte: apenas había empezado a foguearse en las Comisiones, cuando cerraron las Cortes por verano y lo mandaron de vacaciones a su casa de Burgos. Iban a ser unas largas vacaciones: De hecho, por fas o por nefas, él nunca volvió.

     Pero no se quejaba del fiasco. Cuando la caput Castellae se convirtió en Capital del Alzamiento, fueron necesarios allí todos los mecanógrafos que Castilla la Vieja era capaz de engendrar. Y Luis, no solo era un hacha con la Olivetti o la Underwood: tomaba notas a velocidad de vértigo, sabía de cuentas y tenía sus buenas nociones de francés. Carta de presentación más que suficiente para colocarse en una de las numerosas oficinas cuasi-ministeriales, que se iban trasladando o implantando en la capital de los Nacionales. Ganaba un dinerito y, sobre todo, se guarecía del envío al frente, pues la guerra podía durar mucho. Y allí lo llamó el destino o, como él más prosaicamente reconocía:

-          No sabe uno dónde la tiene.

 

***

 

     Era en vísperas de la fiesta de Santiago, el Patrón de España. Sus colegas de la Secretaría de Guerra se habían visto obligados a abandonar los despachos para ensayar el desfile de la Unidad de Destinos. Luis, todavía muy joven y felizmente paisano, seguía tecleando una Orden para el Diario oficial, con el salero y la energía que acostumbraba. Los ecos llenaban la gran antesala, entonces vacía, del despacho del Secretario. En esto que su sexto sentido le hizo volver la cara y se percató de que un señor corpulento, de cabeza cuadrada y edad provecta, le contemplaba con una sonrisa complacida. Esa cara –pensó-, pero no fue capaz de identificarla; así que se puso respetuoso en pie y preguntó:

 

-          ¿En qué puedo servirle?

-          Nada, joven. Sigue, sigue. Me encanta que la gente trabaje aunque no los vigilen… ¿Puedes anunciarme al general Secretario?

-          Veré si está. ¿Quién pregunta por él?

-          Dile que Martínez Anido; el teniente general Martínez Anido.

 

     Luis comentaba que aquel encuentro había sido tal cual él lo recordaba y relataba. Yo tengo mis dudas, de que un jefazo de ese calibre anduviera por ahí sin escolta y sin avisar. En fin, algo de verdad habría en lo narrado pues es lo cierto que, desde aquel día, entre el León del Paralelo [1] y Luis Mañes se desarrolló una relación muy especial.

 

***

 

     A principios de agosto, lo llamó el coronel ayudante y le dijo:

 

-          De parte del teniente general Martínez Anido, que te presentes a él sin falta en Capitanía, mañana a las diez y media. Ponte a su disposición para todo lo que necesite.

 

     Con mucha curiosidad –y no sin algún cerote-, Luis se presentó en el lugar y tiempo indicados. Le tocó una espera de dos horas, que acabó con sus nervios. Al fin, apareció en lontananza la cara cuadrada de su convocante y le hizo un ademán amistoso de aproximación:

 

-          ¡Caramba, rapaz, pues no me había olvidado de ti! Anda, pasa. Deben de ser los años. ¿Sabes que ya me han caído los setenta y cinco? [2]

-          Según eso, mi general, usted y yo somos de otra época.

 

     El general se echó a reír de la ocurrencia. Muy serio, Luis puntualizó:

 

-          Aquí donde me tiene, a mis diecinueve, he trabajado en el Congreso de los Diputados de la República.

 

     Don Severiano quedó boquiabierto. El muchacho aclaró las cosas y recibió el beneplácito de su interlocutor:

 

-          Ya me parecía a mí que tenías una distinción especial; como que voy a contar contigo para una tarea de gran responsabilidad.

 

     Y, de forma breve, le contó que acababan de nombrarlo, bien contra su voluntad, presidente del tribunal que había de juzgar al general Molero en un consejo de guerra de oficiales generales. Luis estaba in albis. Anido se percató de ello y le preguntó:

 

-          ¿No te dice nada el nombre de Molero? ¡Sí, hombre, el jefe de la VII División Orgánica! Vamos, como si dijésemos, el capitán general de Valladolid [3].

-          ¿Y van a juzgar a todo un general?, inquirió maliciosamente Luis.

-          Toma, claro. No se quiso unir a los sublevados, digo, a los nacionales y casi lo apiolan allí mismo. De hecho, resultó herido y, con tal motivo, se ha retrasado tanto el juicio, afortunadamente para él.

-          ¿Y qué puedo yo hacer en el Consejo de Guerra? No tengo estudios de Derecho, ni he trabajado en la Auditoría.

-          De eso no te preocupes. Solo quiero que hagas de secretario mío durante el juicio; vamos, que tomes nota de todo y me ayudes con los escritos que tenga que hacer. Pero eso será dentro de unas semanas. Ahora, vuelve a tu oficina, que ya te avisaré con la antelación necesaria.

 

     La entrevista había concluido. Luis se encaminó a la puerta de salida. Anido agregó:

 

-          El consejo de guerra será en Valladolid. Así que tendrás que hacer algo de equipaje.

-          ¿Para cuántos días, mi general?

-          La cosa, en sí, será rápida, pero pienso tomarme mi tiempo. Apresta lo necesario para una semana.

 

     Tan pronto cerró la puerta, Luis gruñó entre dientes:

 

-          Me iban a dar un mes de permiso, pero no. ¡A Valladolid! A ver si, por lo menos, me facilitan alguna cantidad para dietas y gastos de viaje.

 

     Es lo de siempre. Unos se jugaban la vida en el envite. Otros pensaban en obtener una ganancia, aunque modesta. Y otros preparaban el terreno para un beneficio bastante mayor: una finca, llamada España, a disfrutar durante treinta años. Conste que eso no lo digo yo: era una apostilla de Luis, cuando todavía les quedaban a los vencedores algunos años más de usufructo.

 

 

2.      El hombre del Tiempo



     Luis hacía una gracia, de actualidad en aquel momento, pues era la época de los hombres del tiempo, es decir, de los meteorólogos que lo predecían en televisión. Me refiero a la de apodar a su viejo conocido, de la forma indicada. En realidad, aludía al corresponsal de guerra de la publicación francesa Temps, que cubría los sucesos en los frentes del Centro, allá por 1937.

 

     Anido decidió acogerse en Valladolid a la hospitalidad del Jefe de la División, en el macizo y siniestro palacio de Capitanía, en la plaza de San Pablo, y pretendió alojar a Luis en el acuartelamiento de San Benito. El muchacho torció el gesto:

 

-          Mi general, yo soy un paisano y querría seguir libre de parásitos; más que nada, por no contagiar a vuecencia.

 

     El general se echó a reír y encajó el golpe de buena gana. El rapaz se alojaría en un hotel, lo más cerca posible de la ubicación del consejo de guerra. Así que acabó en la habitación 27 del hotel Imperial, al costado del Ayuntamiento y al lado de la Plaza Mayor. Y allí fue donde encontró al hombre del Tiempo.

 

     Su acento francés lo delató, tan pronto pidió café y un suizo para desayunar. Luis, dos mesas más allá, oyó la petición y obró en consecuencia. Al salir, lo saludó con un au revoir lo más exacto posible. Y así empezó todo.

 

     El enviado especial, Marcel Duchamps, era el sustituto de su compañero, Jacques Berthet, malquisto de los nacionales desde que reflejó crudamente las brutalidades de Badajoz [4]. Hablaba español con dificultad, por lo que vio los cielos abiertos cuando Luis se dirigió a él en aceptable francés. Paseando, calle Santiago abajo, en dirección al Campo, uno y otro intercambiaron su información respecto del asunto que había traído a ambos hasta Valladolid.

 

-          Tengo para mí –apuntó Marcel- que parte del  interés de mi periódico por este caso responde a algunas peculiares circunstancias del acusado. Se trata de un masón, amigo o, al menos, conocido de Azaña, alcalaíno como él. De hecho, don Manuel le encargó las operaciones militares en Cataluña, en el 32, para acabar con el levantamiento anarquista en el Alto Llobregat.

-          Creo que fue ministro de la Guerra, poco antes del Alzamiento –añadió Luis-.

-          Justo antes de la victoria del Frente Popular [5].

 

     Poniendo en común sus conocimientos –no siempre precisos-, fueron perfilando los avatares del general Molero, desde que se le ocurriera declinar el ofrecimiento de los generales Saliquet y Ponte, de que se sumara a la sublevación, en la noche del 18 al 19 de julio de 1936. Uno de los ayudantes del general inició un tiroteo, que acabó con varios muertos [6] y heridos, entre estos, el general Molero, quien estuvo a punto de ser rematado por alguno de los asaltantes, de no ser por la reacción contraria inmediata de Saliquet. Llegó a ser falso rumor generalizado la muerte o ejecución de Molero [7], quien, por el contrario, fue curándose en hospitales de Valladolid y Burgos, para acabar preso en el tristemente famoso fuerte de San Cristóbal de Pamplona. Solo en marzo de 1937, decidió la así llamada Justicia militar de los nacionales –ya franquistas- encausar al bueno de don Nicolás.

 

     Todo eso comentaban nuestros dos jóvenes –pues Marcel también lo era, aunque bastante menos que Luis-, transitando por la Acera de Recoletos, camino de la estación de ferrocarril, en cuya cantina pararon a tomar una cerveza fresquita, para mitigar el bochornoso ambiente. El burgalés informó a su interlocutor:

 

-          En junio lo trasladaron  a prisiones militares de Valladolid, en concreto, a la Academia de Caballería. Aprovechando esta oportunidad, me ha encargado Anido…

 

     Mañes se cortó, avergonzado. Estaba desvelando información reservada a un periodista, y extranjero, para más inri. Marcel sonrió y le apretó el antebrazo:

 

-          No te preocupes. No me interesan los detalles. Si quieres, para tu tranquilidad y mi exactitud, te daré a leer el borrador de mis crónicas y podrás suprimir o corregir lo que te parezca mal. Es lo menos que podemos hacer entre amigos.

-          Pero, ¿tenéis amigos los periodistas en estas cosas?

-          Por supuesto, pero solo en el caso de no tratarse de colegas.

 

***

 

     Lo que Martínez Anido había encargado a Luis Mañes era la preparación de una entrevista con Molero, tres días antes del juicio. La habían enmascarado de tentativa para conseguir un plenario pacífico, sin sobresaltos, y con posibilidades de conformidad. En el fondo, Anido quería cambiar impresiones a solas con el acusado; vamos, solo en presencia de Mañes, quien tomaría notas taquigráficas de lo que hablasen.

 

     Muchos años después, Luis aún estaba impresionado de la forma cortés y hasta sensible en que Anido había llevado la conversación. Fue entonces cuando mi relator empezó a pensar que el león no era tan fiero como lo habían pintado…, o había envejecido mucho y bien [8]. Me decía:

 

-          Parecían dos ancianos [9] que estuvieran a la sombra, contándose sus batallas: que si Cuba o Filipinas, que si Marruecos o las algaradas de Cataluña. Aunque Molero, deteriorado y fondón, no era tonto, Anido lo llevaba adonde quería, aprovechando la superioridad de grado y de posición. Fue entonces cuando me percaté de que el tal consejo de guerra iba a ser poco más que un paripé, en el que todo parecía estar bien atado.

 

     Departieron durante casi dos horas. Luis estaba ya exhausto de tanto copiar, en ambiente de calor e incomodidad. A la salida, don Severiano le conminó:

 

-          Pasa esta misma tarde las notas a máquina, original y copia. Luego, las destruyes y me llevas el material mecanografiado a Capitanía. Y ni una sola palabra, que te la juegas.

 

     Luis se lo prometió pero, en el vestíbulo del hotel, se topó con Marcel, quien obviamente lo esperaba. El español pasó ante él como un tiro, al tiempo que le decía muy quedo:

 

-          Podemos estar tranquilos. Este consejo de guerra no acabará en el paredón.

 

 

3.      El consejo de guerra… y sus secuelas



     Es posible que la fecha del 31 de agosto, un tanto intempestiva, hubiese sido buscada de propósito. Lo cierto es que, para tratarse de un general de renombre, su consejo de guerra no iba a ser lo que se dice un espectáculo masivo. Así lo pensaba Marcel, mientras subía aquella mañana la solemne escalinata del Ayuntamiento vallisoletano, camino del salón de sesiones, que apenas registraba una media entrada. En segunda fila, ya ocupaba asiento Luis, antes de que se franquease el acceso del público. Poco antes de las diez y media, el general Molero y sus vigilantes ocuparon el banquillo. Un par de minutos después de la hora señalada, fueron entrando los oficiales de justicia y, por fin, el imponente tribunal, constituido por Anido, tres generales de brigada y dos coroneles. También tenían esta última graduación el fiscal y el defensor.

 

     El conocimiento previo de los sucesos y el calor que se filtraba por vidrieras y muros, adormeció pronto a nuestro reportero, que desistió de tomar notas de la vista. No así Luis, que no perdía ripio de cuanto acontecía, plasmándolo en su bloc de encuadernación vertical, con aquella taquigrafía frenética y endiablada, que le permitía una transcripción casi literal de cuanto se dijese ante él.

 

-          Póngase en pie el acusado. ¿Quiere decir algo a este tribunal, antes de que quede el consejo de guerra visto para sentencia?

 

     Estas palabras concitaron la atención de todos los presentes, incluso de Monsieur Duchamps, que se había quedado traspuesto. Tan solo hubo una excepción: la joven trigueña, de la antepenúltima fila, que salió escopetada camino de la salida, sin cuidarse de guardar sala. El periodista se sobresaltó y el quejido de la puerta le impidió escuchar lo que el general Molero tuviera que decir a sus jueces. Un campanillazo y el solemne Visto para sentencia. Todos se alzaron y fueron saliendo perezosamente.

 

     Luis esperó a que el salón se desalojara. Recogió con parsimonia sus papeles y avanzó por el pasillo central, hasta el puesto en que aguardaba Marcel. No le agradaba que lo viesen con tal compañía en aquel lugar; de modo que abrevió:

 

-          Excuse moi, mon ami. Voy al hotel a mecanografiar las notas taquigráficas, que Anido me las va a pedir inmediatamente.

-          ¿Cuánto tardarán en sacar la sentencia?

-          Lo que tarden en tomarse unos refrescos y en redactarla. Me parece que el consejo ha ido como se presumía.

 

     Salió al pasillo y caminó a zancadas hacia la escalera. La chica trigueña lo abordó.

 

-          Perdone usted. ¿Es ayudante del señor Martínez Anido?

-          No exactamente, señorita, pero ¿qué se le ofrece?

-          Pertenezco a una familia ferrolana, conocida de la del general. ¿Podría pedirle, por favor, que me conceda unos minutos? He de exponerle urgentemente un caso de conciencia.

-          Ahora me es imposible, pero en una hora habré de entregarle unos documentos. ¿Puede decirme su nombre y lo que quiere tratar?

-          Me llamo Valentina Lago. En cuanto a lo que he de exponer a Su Excelencia, permita que no le dé más detalles. Solo que es un caso de conciencia.

-          Está bien. Puede esperarme, si lo desea, en el hall del hotel Imperial. En cuanto pueda, le daré la contestación.

 

     Así dijo y salió disparado escaleras abajo, mientras pensaba:

 

-          Seguro que se trata de alguna recomendación. ¡Qué pena que sea ella tan mona y yo tenga tanta prisa!

 

***

 

     El diario Temps recogió, días después, una crónica de su enviado especial en España, Marcel Duchamps, que, traducida libremente, decía así:

 

     El consejo de guerra contra el general Molero ha tenido un desenlace que hace concebir esperanzas de una época más tolerante en España. La sentencia, conocida en la tarde del 31 de agosto pasado, ha condenado a dicho oficial a una pena de tres años y un día de prisión menor, por el delito de negligencia en el ejercicio del mando. El tribunal le absolvió del cargo, mucho más grave, de rebelión militar, que habría supuesto la imposición de pena de muerte o, como mínimo, de treinta años de reclusión.

 

     Fuentes próximas al caso han manifestado a este corresponsal que la sentencia ha causado malestar entre los Auditores de Valladolid, siendo probable que tenga dificultades para ser ratificada por la Autoridad militar de la Región. De no producirse tal aprobación, la última palabra corresponderá al Alto Tribunal de Justicia Militar, que podría condenar al general Molero por rebelión, endureciendo notablemente la pena.

 

     En cualquier caso, dicho general fue apartado del Ejército en diciembre del pasado año y permanecerá en situación de retiro, cualquiera que sea la decisión final de su caso. Cuestión diferente será la relativa a sus haberes pasivos que, de mediar condena por rebelión militar, podrían serle denegados…

 

     Como es natural, el reportero que firmaba el artículo –en Valladolid, M.D.- no recogía lo que él y Luis sabían, o se imaginaban: que la benevolencia no era cosa de seis hombres buenos, sino de la astucia del general Martínez Anido, Ministro de Orden Público en el futuro inmediato, y que llegaría a ser considerado entre los ministros de Franco,… uno de los más humanos. ¡Cómo serían los demás!, exclamaba Mañes, al leer este juicio de un famoso historiador, muchos años después.

 

***

 

     Luis Mañes regresó a Burgos, más rico en experiencia, aunque no en medios económicos, pues su alojamiento en hotel le impidió moralmente reclamar otros gajes o dietas a su poderoso valedor. Algo debió pasar enseguida, pues le fue permutado su puesto de oficinista, sin mayores explicaciones, de Guerra, a Agricultura. Pudo formarse una opinión al respecto cuando, poco antes de Navidades, le dieron el siguiente mensaje: De parte del Jefe de Seguridad Interior, Orden Público y Fronteras, que te pases a verlo mañana por la mañana.

 

     El tal resultó ser el general Martínez Anido, que venía fungiendo el cargo desde octubre anterior. Esta vez, apenas le hizo esperar; antes bien, le demostró de varias maneras su especial afecto:

 

-          ¿Qué tal rapaz? ¿Dándole a la máquina como siempre, eh?

-          Pues sí, mi general; solo que ahora, no en Guerra, sino en Agricultura.

-          Mejor, mucho mejor. Los militares no somos buena gente.

 

     Se echó a reír a carcajadas. De forma sofocada, Luis le entendió algo así, como que le habían dado a él una patada en su culo. Luego, todavía bazucando su prominente barriga por los restos de la risa, señaló hacia un rincón del enorme despacho y agregó:

 

-          Coge esa cesta, rapaz, y que paséis unas buenas Navidades, tú y tu familia[10]. Es lo menos que te debo, por tu entrega y buen trabajo.

-          Usted no me debe nada general, pero se lo agradezco. Por cierto, ¿qué pasó con el asunto Molero?

-          ¿No lo sabes? Lo condenaron finalmente a treinta años, por adhesión a la rebelión, con atenuantes de menor malicia y peligrosidad. ¿Te figuras? Un general en jefe, tomando la decisión de sublevarse o no sublevarse, sin malicia y sin peligrosidad. Yo que Molero, les habría tirado la sentencia a la cara y les habría exhortado a condenarme a muerte.

-          Hombre, mi general, mientras hay vida, hay esperanza. Ya sabe, rebajas, indultos…

-          Poco he de poder, si no consigo que le reduzcan la pena a modo[11]. Ahí donde lo ves, mi paisano[12] me ha devuelto a la vida activa. A la vejez, viruelas.

 

     Mañes, aunque civil y cargado con la cesta, se cuadró ante Anido y le deseó felices Pascuas. Luego, se atrevió a preguntarle:

 

-          Perdone, mi general. ¿Qué fue de aquella Valentina Lago, la ferrolana de Valladolid?

-          Guapa rapaza, ¿eh? Nada, lo de siempre, que su padre había sido condenado a treinta años por pertenecer al PSOE. No he logrado nada, por ahora, debido a que era concejal, pero poco he de poder, si no le consigo un indulto parcial para el año que viene.

 

 

4.      Epílogo

 

     Para concluir su relato, Luis Mañes me puso una condición que juzgué, cuando menos, caprichosa:

 

-          El final, en el cementerio, el día 24 de diciembre, a las once de la mañana.

-          Caramba, Luis, no me seas macabro. Además, faltan todavía dos meses.

-          Nada, nada; lo dicho. A la puerta del cementerio de El Carmen, el día de Nochebuena.

 

     ¿Qué habrían hecho ustedes? Lo que es yo, me pertreché de abrigo y bufanda y me constituí en el lugar indicado, en el día y a la hora señalada.

 

     Puntual, apareció Mañes, acompañado de una señora que no me presentó. En seguida, tomó una ligera delantera, como encaminándonos a un punto determinado, entre los cipreses. Llegados a él –una explanada en el centro del camposanto-, señaló a un imponente mausoleo de granito y me conminó:

 

-          Anda, ve y mira a ver de quién es ese monumento.

 

      Fui, leí y volví todo sorprendido:

 

-          ¡Del general Martínez Anido!

-          ¡Pues claro, hombre! Pucelano tú de toda la vida y tiene que venir un burgalés a indicarte que el criminal de la ley de fugas murió en Valladolid y aquí le dieron tierra, aunque cubierto por ese espectacular mausoleo, que dicen tiene forma de bomba.

-          Y bien custodiado, por dos soldados, por toda la eternidad.

-          Bueno, del final nadie sabe el día ni la hora, pero sí del principio. ¿Te has fijado en la fecha de la muerte?

-          Me ha parecido ver que fue en 1938.

-          En efecto. El 24 de diciembre de 1938. Con lo que hoy hace, precisamente, treinta años del fúnebre momento. Y eso hay que conmemorarlo.

 

     Cogió un pequeño ramo de claveles, de manos de la señora, y se adelantó solo, hasta el monumento. Posó las flores en la escalinata, quedó frente a ella en posición de firmes y, al parecer, empezó a musitar un breve responso. No me atreví a acercarme a él, sino que permanecí junto a la dama, que parecía, sonriendo, invitarme a hacerle la pregunta de rigor:

 

-          Perdone, señora, Luis ha olvidado presentarnos. Soy Higinio Escolar, escritor aficionado y amigo de él. Y usted…

-          Soy Valentina Lago Andrade, su esposa.

 

     Y, luego, como respondiendo a mi siguiente pregunta, sin aguardar a escucharla:

 

-          Mi padre murió de nefritis en la cárcel, en marzo del 38. Por tanto, el indulto llegó para él demasiado tarde…, pero ni el general, ni Luis tuvieron la culpa de ello.

 

     No sé por qué, pero me pareció sentir menos frío a partir de entonces, aquella mañana en el cementerio. Tal vez es que tal día era Nochebuena, como creo haberles dicho ya.

 

 

 

    

 



[1]  Me permito esta licencia, jugando a la analogía con el apodo de Alejandro Lerroux (el Emperador del Paralelo) y con el tremendo papel jugado por Martínez Anido como gobernador militar y civil de Barcelona (1919-1922). También me vale para justificar el título de este cuento, que juega al equívoco con la obra teatral de James Goldman, El león en invierno.
[2]  Severiano Martínez Anido nació en El Ferrol (La Coruña), el 21 de mayo de 1862. El artículo biográfico de Wikipedia no se ha molestado en fijar día y mes. Yo los he localizado en ABC (Sevilla), número de 27-12-1938, pág. 11. Ya se sabe: contra pereza, diligencia.
[3]  Nicolás Molero Lobo (Alcalá de Henares, 1870-Barcelona, 1947), sobre cuya vida y milagros algunas cosas se dirán en esta historia, con más realismo que imaginación.
[4]  La carnicería con la que los nacionales replicaron a la resistencia de sus enemigos en la toma de Badajoz, en agosto de 1936, fue reflejada por diversos corresponsales extranjeros, entre ellos, el señor Berthet, citado en el texto. Los nacionales acusaron el golpe negativo para su causa y, a partir de entonces, fueron más restrictivos con los medios informativos extranjeros.
[5]  En concreto, entre el 14 de diciembre de 1935 y el 19 de febrero de 1936, con Presidencia de Portela Valladares. Se dice que Franco le pidió expresamente que apoyara la declaración del estado de guerra, para evitar la entrada en funciones de un Gobierno de Frente Popular, pero Molero le respondió negativamente.
[6]  Este relato no es una lección de historia. Para quienes gusten de estas, les sugiero un clásico: Ignacio Martín Jiménez, La guerra civil en Valladolid, 1936-1939. Amaneceres ensangrentados, edic. Ámbito, Valladolid, 2000. El juicio a Molero es el 37/1937 del Tribunal Militar de Valladolid.
[7]  Cosa que, por parcialidad o pereza mental, algunos siguen afirmando. Les confieso que mi interés por la historia que me contó Luis Mañes arranca de tan peregrina deformación de la realidad, desde luego, nada literaria. Así, Antony Beevor, La guerra civil española, Crítica, Barcelona, 2005, pág. 96. El disparate llega a límites difícilmente superables en algunas listas oficiales de Ministros de España, que dan como año de la muerte de Molero el de 1936, sin duda, para cuadrar cronológicamente la anti-historia.
[8]  No se trata de una impresión falsa de Luis Mañes. Me remito a la conocida y autorizada opinión de Hugh Thomas, en su pionera, La guerra civil española, cuya primera edición data de 1976.
[9]  En el verano de 1937, Martínez Anido tenía  75 años, y Molero, 66. Son edades elevadas para militares en activo y, para los promedios de la época, objetivamente avanzadas.
[10]  En esto, Anido ejercía un anticipo, pues se atribuye a influencia suya la fijación de la paga extraordinaria de Navidad, percibida en la España nacional, por vez primera, en diciembre de 1938.
[11]  En febrero de 1938, la condena fue conmutada por Franco, por la de doce años y un día. Finalmente, el general Molero salió de la cárcel en 1940. Por delante, le quedarían las responsabilidades políticas y jurídicas, derivadas de la exigencia de indemnizaciones y de su condición de masón.
[12]  Evidentemente, Francisco Franco, nacido en El Ferrol (La Coruña), el 4 de diciembre de 1892; treinta años después, por tanto, de Martínez Anido (El Ferrol, 1862).

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