viernes, 28 de septiembre de 2012

EL MISTERIO DEL "SINGLE" DE COLECCIÓN





El misterio del single de colección

Por Federico Bello Landrove

A Rosalía y Ernesto, que me enseñaron la diferencia entre un single y un E.P.


     Para los policías y los científicos, todo misterio tiene su explicación. Yo, no muy alejado ni de unos ni de otros, pensaba lo mismo, hasta que desapareció el single más valioso de mi colección. Claro que, si bien se mira, también he encontrado una razón de ser a lo sucedido, pero muy  lejos de lo que las mentes romas juzgan real y razonable…


1.      Una ciudad antipática


     Nací en la muy noble y laureada ciudad de Castellar hace más tiempo de lo que me gusta reconocer. Luego, mis padres me llevaron al Sur, hasta el momento de iniciar el bachillerato, lo que entonces se producía a la temprana edad de diez años. Durante tres lustros ejercí casi constantemente de castellarense. Después, el trabajo y la familia me desplazaron a otras tierras y apenas he vuelto allí de visita. Y, la verdad sea dicha, no es que echara de menos sus calles y sus gentes. Es más, entre mi tierra natal y yo se había establecido una relación de antipatía y desapego, que yo reflejaba escuetamente con  la siguiente frase: Sí, soy castellarense, pero no ejerzo como tal.

     En mi opinión, me sobraban razones para no sentir en el corazón la patria chica. Para empezar, mi tierna infancia tenía acentos andaluces y dulces amistades de ambos sexos, que mi traslado a Castellar bruscamente cortó. No siempre los padres son conscientes de lo que puede suponer desarraigar a un niño, aunque sea con las más benévolas intenciones. Luego, mi innata percepción de las armonías urbanísticas, me situó bien temprano en situación de tener que aceptar que mi ciudad, con sus monumentos y todo, era una de las más feas e impersonales que conocía: culpas de unos munícipes ignaros y especuladores, secundados por la ciudadanía, entonces pasiva y menor de edad en derechos. Más tarde, cuando me dejaron tener uso de razón histórica, fui solidario de una realidad familiar destrozada por la guerra incivil en esa urbe, que un día se creyó morada o roja, para resultar finalmente caqui, negra y azul mahón. Y, además… Y, a mayores…

     ¡Bah! Zarandajas y ganas de buscar explicaciones más allá de la peripecia vital de aquel castellarense espigado y cetrino, que empezaba a crecer y hacerse, entre el fuego de la mente y los sobresaltos en el corazón. ¡Ay, el corazón! Ahí está el busilis. Y conste que no me gusta desnudarme en público. Pero algo tendré que explicarles, tras un larguísimo párrafo dedicado a buscar pretextos y andarme por las ramas. Vamos allá. Después de todo, mi historia será, sin duda, la de muchos de ustedes, amables lectores.

     Es el caso que, en el amor como en casi todo, hay una primera vez. Decía un clásico que la única diferencia entre el primer amor y los siguientes es que los que viven aquel no saben que se acaba. Añado: ni, tampoco, lo mal que se pasa. En mi caso, el fracaso dejó huella profunda, por motivos que no vienen a cuento. Baste con reconocer el hecho. Y, no sé bien por qué, asocié de modo indisoluble el dolor de la pérdida y el enfado por no haberla evitado, a la ciudad en que se había desarrollado el episodio. Bien mirado, ¿qué culpa tendría el pobre Castellar?

     Y así, opté por dar de lado a la ciudad y sus habitantes, convirtiéndola el lugar de paso, sede de vacaciones mínimas, posadero familiar y camposanto a visitar en otoño. Los mayores pasaban a mejor vida; compañeros y amigos íbanse desperdigando, u olvidando vivencias y sentimientos; mozas y mozos se hacían mayores; comercios y locales de esparcimiento se volvían bancos o supermercados; para colmo, mi propia familia cambiaba de aires, después de tantos años a la vera del Campo y el Campillo. Eso sí, lo que es el urbanismo de mis entretelas mejoraba apreciablemente: las casas eran más bajas; las fuentes y esculturas más abundantes; se dejaba en ocasiones crecer los árboles y, en fin, solía cumplirse aquel famoso pareado:

No tiréis los monumentos

para hacer apartamentos.

     Mas yo seguía sin encontrarle el punto a Castellar. Bastaba con dejarme caer por el Instituto, mirar de reojo hacia la calle del Jabón, ver con los ojos del recuerdo el cine Avenida, o dar migas de pan a los patos del Estanque, para que se me revolvieran los buenos y malos recuerdos, echándose a perder el paseo. De ahí, a buscar por las calles los rostros de antaño, las parejas de ayer, los itinerarios de coloquio y piscina, iba un paso, que yo me resistía a dar, pero que inevitablemente terminaba imaginando o recorriendo. Lo dicho, una ciudad antipática.



2.  El coleccionista ocasional



     Como la mayoría de los integrantes de mi generación, coleccioné cromos diversos en mis años infantiles y sellos un poco después. Pero coleccionista, lo que se dice recolector paciente y laborioso de objetos homogéneos y en serie, nunca lo he sido de adulto. Claro que, conforme uno va haciéndose mayor, le pueden los recuerdos o souvenirs y llega a tener la casa repleta de ellos, para horror de quienes los han de limpiar. De todas formas, yo alardeaba de lo contrario: de desapego por las cosas, de hacer cada cierto tiempo auto de fe con los cachivaches del pasado. Pero admitía en ello sus excepciones: los libros más que centenarios; el juego de café en plata de mis abuelos; las figuras de Lladró, mimadas por mi esposa, y naturalmente, los discos de vinilo de mi juventud.

     Por ello, no es extraño lo que me pasó en los últimos años del pasado siglo, cuando todavía la peseta imponía su menguado poder en las transacciones comerciales. Me hallaba hojeando libros viejos en la librería Tormes de mi ciudad de residencia, cuando se me fueron los ojos a una mesita-expositor, que alegraban las cubiertas multicolores de un buen centenar de discos musicales de pasadas décadas. Modesto, el librero, se percató de mi extrañeza y comentó:

-          Perdone la herejía, don Gerardo, pero son de un buen amigo mío que no tiene ya más remedio que acogerse a una residencia de ancianos y ha de desprenderse de sus discos, por falta de espacio… y de dinero.

     Entre el interés y la caridad, fui pasando revista a aquellos viejos conocidos, de mí ya casi olvidados, otrora estrellas del pop o del rock, entre los cuales hacían fugaces apariciones los inmortales, como Camilo Sesto o Elvis. Y allí, disimulado entre tantos grandes L.P. y coloridos E.P., estaba él.

     Se trataba de un modesto single[1]. Su cubierta era de un papel marrón, ajado y desgarrado del uso, cuya redonda ventana central dejaba a duras penas leer su contenido. Eché un vistazo al precio orientativo, escrito en un adhesivo blanco, y me quedé atónito:

-          Oye, Modesto, por curiosidad. ¿De qué material precioso es este disco, para que pida tu amigo diez mil pesetas por él?

     Debía ser la joya de la colección, porque el interpelado se explayó a modo, como si él mismo fuera su dueño:

-          Es una rareza, la perita en dulce para un coleccionista. Ni más ni menos que el primer single que se grabó en España. Mire, mire, Zafiro-001. ¿Eh? ¿Qué le parece?

-          Me parece que, como no te expliques un poco mejor…

-          Zafiro fue el sello pionero de nuestro país en lanzar singles, a la moda americana. Así que, si este es el 001, ello significa que, con toda probabilidad, es el patriarca de todo el mundo de sencillos [2] que vino después.

     Acunaba amorosamente entre sus manos aquel poco agraciado microsurco, al tiempo que me miraba fijamente, como esperando que yo le hiciera mimos y carantoñas. Me vi obligado a coger al patriarca, mientras se me ocurría inquirir:

-          ¿En qué año salió esta reliquia histórica?

-          En 1964. Eso sí que es del todo seguro. Lo de que sea el primero de España puede ser un poco discutible.

     A esas alturas –solo entonces- me decidí a leer la referencia al contenido. La intérprete era Rosalía[3]. La canción de la cara A, Ciudad solitaria. En la cara B, El crossfire. Algo me impulsó a tomar una iniciativa peligrosa para el bolsillo:

-          Cinco mil pesetas.

-          Imposible, don Gerardo. Ya es una ganga al precio fijado. Además, mi amigo me mataría. ¡La joya de su colección vendida a mitad de precio!

-          Ya veo, bromeé. No es por el huevo, sino por el fuero.

-          No es eso todo. No estoy autorizado por su dueño para rebajar los discos más allá de un veinte por ciento.

-          Pues no se hable más: ocho mil y me lo envuelves en celofán con un lazo rosa.

-          ¿En serio?

-          Y tan en serio. A ver si así cuela y mi santa esposa no me tacha de manirroto.

***

     Aparte sus excelencias musicales, llegué a tomarle cariño a aquel disco. Me hice un experto en Ciudad solitaria, hasta el punto de canturrearla en tres idiomas[4]. Y es que, como ustedes ya se pueden figurar, me llegaba muy hondo aquello de

Todas las calles

llenas de gente están…

mas la ciudad sin ti

está solitaria.

     Era la historia de mi desencuentro con Castellar, dicha en cuatro palabras, con esa precisión, punzante y enfermiza, que tienen las melodías que asocias a tus más íntimas vivencias. Y, por si ello fuera poco, puesta la canción en una voz femenina, producía una vuelta de tuerca angustiosa, un cambio de perspectiva que el egoísmo no me había permitido captar hasta entonces: Yo recordaba; yo había sufrido; yo detestaba; yo…; yo… Sí, pero, ¿y ella?

     Sorprendentemente, no tardé mucho en tener la respuesta.



3.  Mi reconciliación urbana


     Como les decía, fue toda una sorpresa, después de siglos de incomunicación, recibir un correo electrónico de cierta persona que, más o menos, rezaba así:

     Querido amigo, etc., etc. Voy a pasar una semana en Castellar, con motivo de la presentación de mi libro… Estoy a punto de cumplir los sesenta y me gustaría reunirme con todos aquellos que habéis significado algo –o mucho- en mi vida y creo que me recordáis con afecto. Si te animas…

     Naturalmente, me animé. No era cosa de guardar rencor por una cosa tan tonta, como haber echado a perder el primer amor, cuarenta años atrás. Así que pedí permiso en casa y en el trabajo, vestí para la ocasión una indumentaria lo más juvenil y vintage posible y allá que me fui para Castellar bastante más tranquilo, o menos emocionado, de lo que en principio imaginé. Y es que el corazón –dijo el filósofo- tiene razones que la razón ignora. Razones… y edad.

     Incurriría en un imperdonable exceso, si entrara en detalles del encuentro, no porque tuviera nada de extraordinario, sino porque no es necesario a los efectos de esta narración. Hablamos, paseamos, aireamos el baúl de los recuerdos y, en fin, atamos cabos, pasamos página y quedamos tan amigos. Es lo más, nada menos, que podíamos robarle al tiempo pasado y lo mejor que ofrendar al porvenir.

     Castellar, como escenario del reencuentro, se transfiguró en mi sentir. Pude mirarlo a la cara, repasar su historia, deleitarme con sus no escasos lugares amenos, y hasta decirle cuatro frescas, como se hace con un amigo cuando te embroma demasiado o te la juega con tu mejor amiga. De hecho, a la vista está. Un gran número de los cuentos y relatos que llevan mi nombre bajo su título [5] toman de mi tierra natal el ámbito y el espíritu. Y supongo que así ha de ser ya in aeternum. Así pues, nos hemos reconciliado. Regresando aquel día en el autocar, tarareaba mentalmente Ciudad solitaria y me decía que aquel single tan especial ya podría reposar en su funda, sin salir por la noche a entenebrecer mis sueños.

     Podría descansar él… Podría olvidarlo yo… Pues bien, nada de eso sucedió.

***

    Me percaté, al ir a enseñar a una visita de la tercera edad mi colección de acetatos musicales. La joya de la colección había desaparecido de su lugar de honor, en la vitrina de Los Intocables. Me llevé un buen berrinche y lo comenté al jueves siguiente en la tertulia con los amigos. Por amistad, o por deformación profesional, Cristóbal Amoedo, el inspector de policía, me pidió una explicación detallada de lo sucedido, sin importarle la presencia –y el aburrimiento- de los demás contertulios:

-          ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

-          Pues no sé. Tres meses atrás, por lo menos.

-          ¿Cerrado bajo llave?

-          Por supuesto. Y siempre llevo esta en el llavero personal.

-          ¿Huellas de violencia, rasponazos?

-          No, en lo que yo soy capaz de captar.

-          ¿Extraños en casa, en los últimos tiempos?

-          Nadie, sin estar nosotros. Y la asistenta es de absoluta confianza.

-          ¿Has hablado con alguien de la existencia de ese disco, o de su valor?

-          No creo haberme ido de la lengua. Por otra parte, no vale tanto, como para que nadie se tome la molestia…

     La molestia se la tomó Amoedo, acompañándome hasta casa y escudriñando, con linterna y lupa, el escenario del crimen. La cosa se me empezaba a ir de las manos. El inspector ofreció mandarme a los de huellas para tomarlas del armario. Yo decliné el ofrecimiento. Él insistió:

-          ¿Puede tener tu esposa algún motivo para hacer desaparecer el disco? ¿Te llevas bien con tus hijos? ¿Juega la criada al bingo?

     Era demasiado. Llevé casi a empujones a Cristóbal hasta la salida y lo acompañé hasta dejarlo, bien encerradito, en el camarín del ascensor. Del otro lado de la puerta metálica, me llegó aún su voz:

-          Últimamente, tienes bastantes despistes. ¿No lo habrás cambiado de sitio?

     Resultaba muy improbable pero, en todo caso, esta pregunta era más sensata que las anteriores.

***

     Tan pronto entré en casa, me senté en un sillón y repasé mentalmente los lugares en que podría haber guardado Ciudad solitaria, de haber sido tan torpe, como para no retornarla a la vitrina de origen. Comencé, infructuosamente, por la platina del tocadiscos. Seguí por el mueble de la cadena musical, con idéntico resultado nulo. En fin, fui al secreter y, ávida y penosamente, saqué a modo de torre la media docena de álbumes de discos pequeños y fui pasando, una por una, las fundas plastificadas que guardaban los vinilos por parejas. ¿Querrán creer que ya no me acordaba bien de cuál había sido inicialmente el compañero del single ahora desaparecido, antes de que lo guardase bajo llave? Al fin, memoricé el dato: había estado en la misma funda que la banda sonora de La leyenda de la ciudad sin nombre[6]. Más o menos, un orden alfabético.

     A toda prisa, pasé discos y discos. Por fin, en el quinto álbum hojeado, encontré Estrella solitaria y el resto de sus hermanas musicales. Me dio un vuelco el corazón, al comprobar que no estaba sola en la funda, sino que había un disco a la vuelta. Volví la otra cara y me quedé atónito: Un adusto Palito Ortega me miraba fijamente desde un E.P.,R.C.A. Victor, con La Felicidad como corte estelar[7]. Todo muy normal, salvo por un pequeño detalle:

     ¡Yo no había tenido nunca un disco de Palito! ¡Nunca!



4.  En que fantasía y realidad se unen



     Esta vez, el inspector Amoedo no estaba dispuesto a dejarse orillar. Como carta de presentación, apareció por mi casa con un dossier encarpetado bajo el brazo. Parecía fruto de un trabajo serio y concienzudo pero, en el fondo, era un puro disparate. ¡Pues no había tratado de encontrar puntos de conexión entre los cantantes de los dos discos de marras, como si fuera posible la transmutación de uno en otro!

-          Para empezar, amigo Gerardo, es difícil de creer que no tuvieras La felicidad en tu discoteca. Fue un bombazo internacional y canción del verano en España, allá por 1967.

-          Pues así es, Cristóbal. En aquella época, yo no tenía dinero para comprar todo lo que saliera al mercado. Y esa Felicidad siempre me pareció dulzona y pachanguera: ¡ja, ja, ja, ja…jo, jo, jo, jo!

-          Ya veo. Estás en la línea política de entender esta canción como el símbolo de una juventud acomodaticia y de una Argentina pacífica e ingenua, aunque ya enseñoreada por un militarote dictador, llamado Onganía.

-          ¡Alto, alto!, señor policía. Yo no mezclo el arte y la política. Estoy juzgando La felicidad desde mi punto de vista estético.

-          Bien, dejémoslo así y vayamos ahora a las concomitancias entre los intérpretes.

     Y, como si de una publicación nostálgica se tratara, Amoedo fue pasando revista a las relaciones y similitudes entre Rosalía y Palito: musicales, sociológicas, cinematográficas, políticas[8]… Nada parecía haber escapado al olfato de aquel sabueso, navegando en el proceloso e inmenso mundo de Internet. Media hora de perorata, que concluyó con estas, o parecidas, palabras:

-          Así que no es de extrañar que, de tener que transformarse en alguien, Rosalía se haya convertido en Palito… y viceversa.

-          Según eso –protesté con simulada indignación-, la mejor explicación que puede ofrecer la Policía a mis desgracias es un milagro.

-          Tengo otras mejores –replicó el inspector-, pero dejarían en mal lugar tu buen juicio, o harían una referencia peyorativa a quienes contigo comparten esta casa. Eso sí, si me autorizas a exponerlas, yo, de mil amores…

     No estaba dispuesto a escuchar críticas al funcionamiento de mi mente, ni insultos a la honradez de mis deudos. Así que repetimos el desfile hacia el ascensor de la vez pasada. En esta, me llegó la voz ahogada de Cristóbal Amoedo, que decía:

-          Confiesa, Gerardo. Di que todo ha sido una broma.

     ¡Lo que me faltaba por oír!

***

     Cualquier mala cabeza puede tener una buena idea. El inspector me transfundió la de la transmigración de los discos, solo que yo le aporté mi granito de arena. ¿Y si la relación no había de estar en los intérpretes –a fin de cuentas, fungibles-, sino en el texto de la canción? Y así, entre tanto ja-já y jo-jó, surgió el parecido, la antítesis, el punto de inflexión:

La gente en las calles/parece más buena.

Todo es diferente/gracias al amor.

     Calles, gente, impresiones subjetivas, sentimientos determinantes de la soledad o la bondad. Ahí estaba plasmado el cambio de actitud y de relación entre mi ciudad y yo, la superación del pasado, el retorno abierto y festivo a los espacios que me vieron crecer. Después de todo, cosa de transferencias, de espejos, de apariencias. Castellar y la gente seguían siendo lo mismo. Era yo quien los veía de forma diferente.

     Bien está. Pero ¿y el disco? ¿Cómo demonios podían los sentimientos cambiar la materia? ¿Es que las vivencias del oyente eran capaces de ajustar a ellas el contenido de una canción? Evidentemente, yo no tengo las respuestas: por eso he calificado de misterio lo sucedido, por más que admita cualquier explicación racional que ustedes tengan a bien brindarme. Eso sí, siempre que incluya un último dato, del que tuve conocimiento un par de meses después de la desaparición de mi single.

***

     Fruto de la buena relación en que habíamos quedado, la chica de ayer y yo intercambiamos mensajes de amistad, de esos que permiten entrar recíprocamente en los perfiles personales de Facebook. En el suyo, ella escribió lo siguiente:

     No sé cómo me va a ir a partir de ahora, pues he perdido la felicidad. Quiero decir que he extraviado uno de mis discos favoritos, La felicidad, de Palito Ortega. ¿Sabe alguno de mis amigos dónde puedo haberlo puesto?

     Como comprenderán, me entraron muchas ganas de contestarle, pero no siempre uno puede hacer aquello que le pide el cuerpo. Así que lo dejé estar…, hasta ahora.




[1] Para entendernos, con toda brevedad: L.P. equivale a disco de larga duración, reproducible a 33 revoluciones por minuto, con un amplio número de piezas cortas, o bien, una o dos extensas. E.P. es un microsurco de 45 revoluciones por minuto, de duración media, que solía permitir la inclusión de cuatro obras breves o canciones. Single era un disco de 45 revoluciones por minuto que –como su nombre indica- admitía una sola canción por cara; por lo que lo normal es que incluyese dos canciones.
[2] Forma más usada en español para traducir el single inglés.
[3] Obviamente, Rosalía Garrido Muñoz (Madrid, 1944), una de las más notables cantantes pop españolas de la época.
[4]  La versión matriz es la inglesa: It’s a lonely town (Gene Mc Daniels, 1963). Muy destacada, la italiana (Città vuota), que popularizó Mina, así como Nancy Cuomo. En español, las más famosas fueron, probablemente, las interpretaciones de Luis Aguilé, Alberto Cortez, Rosalía y Salomé.
[5] Aún no he llegado, como Frank Capra, a ser the name above the title, pero todo se andará, con la ayuda de los lectores.
[6]  La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon, 1969), dirigida por Joshua Logan. La balada Estrella errante (Wandering star), cantada inicialmente por el actor Lee Marvin, fue popularizada en España por José Guardiola.
[7]  Para los amantes del detalle, confesaré que el disco intruso no era, desgraciadamente, el single con La felicidad y Digan lo que digan, sino un E.P. con La felicidad, Qué será, Poco puedo darte y Qué importa la gente. Cristóbal Amoedo me asegura que es de una edición para Suramérica, del año 1972; yo no puedo confirmarlo.
[8]  Los dislates del inspector Amoedo solo merecerán dos aclaraciones por mi parte. Hubo, en efecto, coincidencia de Rosalía y Palito en el reparto de una película: ¿Quiere casarse conmigo? (Enrique Carreras, 1967). En cuanto a la vocación política, consta que Ortega alcanzó los lauros de Gobernador de Tucumán (1991-1995) y de Senador de la Nación Argentina (1998-2000), en tanto Rosalía formó parte, como Concejal, del Consistorio de El Campello (Alicante), entre 1995 y 2003.

viernes, 21 de septiembre de 2012

MUERTE Y SILENCIO






Muerte y silencio

Por Federico Bello Landrove


     Inspirado en hechos reales[1], este relato policiaco de venganza y misterio, plantea un dilema que, a no dudar, habrá atenazado a muchos policías y jueces en el ejercicio de su profesión: ¿qué es más importante, descubrir toda la verdad o que se haga verdadera justicia? Como es natural, la respuesta no es unívoca, ni está exenta de polémica. Veamos…


  1. Tres momentos precisos


     Lunes, 4 de febrero de 1991, a las 03:15 horas de la mañana. Los pasillos del Hospital Central de Ciudad de Panamá lucen casi como de día, gracias a los tubos de neón, pero permanecen totalmente desiertos. En la sección de Medicina Interna, una enfermera camina silenciosamente, muy cercana a la pared. Sobrepasa la línea del control de enfermería y agiliza el paso, despegándose levemente del muro izquierdo, según su marcha. Apenas necesita buscar con la vista la habitación privada número 17, cuya puerta medio abierta le permite escrutar la estancia sin entrar, de un vistazo. Como suponía, no hay nadie en ella, a no ser el paciente, que parece dormir plácidamente, en penumbra, a la vera del gotero. La mujer, de nuevo sigilosa, contempla desde los pies de la cama aquella cabeza, encanecida y cetrina, que conoce tan bien. No hay duda. Extrae del bolsillo una jeringa e inyecta su contenido en una de las bolsas que penden del gotero, aquella que aparece más vacía. Un primer impulso lleva su marcha hacia la puerta, pero rectifica. El enfermo se ha girado levemente y emitido un ronquido, que ella imagina ser como una señal de despedida. Osada, retorna, acaricia su cabello sudoroso y musita, casi junto a su oído:

-          Adiós, campeón. Hasta dentro de no mucho.

     Cumplida la que parece ser su misión, la señora inicia el camino de retorno. Al pasar ante el office, vuelve la cara y acelera el paso. En el ascensor, respira hondo para tranquilizarse. Camina por la avenida arbolada, hacia la línea de rascacielos, donde ha aparcado el coche. ¿Y si se lo hubiesen robado, o no arrancase? Pero no, todo está sin novedad. Coge un chicle de la guantera y se dice para sí, con una sonrisa:

-          ¡Anda, que si llega a quedarse esta noche con él alguien de la familia! Pero claro, ¿quién se iba a sacrificar por ese tipo, de no ser yo?

     La sonrisa se le ha borrado súbitamente. Conduce rápido, con brusquedad, como de costumbre. La amanecida, brumosa y con llovizna, la sorprende metiéndose en la cama, en su casa de Santiago de Veraguas. A mediodía, la despertó una llamada de la jefe de enfermeras del Centro de Salud, junto a la Catedral:

-          ¿Qué tal, Isabelita, bajó la fiebre?

-          La he sudado toda la noche. Ahora me has pillado todavía dormida.

-          Lo siento, chica. A mejorarse. ¡Ah!, recuerdos del doctor Donoso, que nos está escuchando.

-          Gracias, Perla. Dile que volveré al trabajo lo antes posible. Ya sé que no puede desenvolverse sin mí.


***


     De El Eco del Pacífico, número 13.418, del martes, 14 de mayo de 1991, página 3:

     “En la tarde de ayer falleció, tras repentina y penosa enfermedad, Carlos Ureña Delgado, el famoso periodista y literato colonense. El doctor Ureña contaba 48 años de edad y estaba en posesión, entre otros premios, del Nacional de Poesía y del de la Casa de las Américas. También era Comendador de la Orden de Vasco Núñez de Balboa.

     “Periodista de raza, desde nuestros colegas El Siglo y La Prensa apoyó decididamente la política del presidente Torrijos, con quien colaboró en la reforma agraria. En la Era Noriega, el señor Ureña abandonó la política activa y, en parte, el periodismo, para satisfacer su vocación de profundo escritor. Sus libros de poemas, Dentro de ti y Contubernio de amor, fueron muy celebrados, como también su obra teatral, La señorita castellana. Últimamente, la creación literaria le resultaba dificultosa por su mala salud.

     “Hombre de carácter severo y muy celoso de su valía personal, desde El Eco no siempre mantuvimos con él relaciones amistosas, siendo de recordar la polémica que lo enfrentó, hace unos años, con nuestro redactor Hugo Cárdenas, acerca de los abusos y la corrupción del staff del general Torrijos. Con todo, este medio siempre reconoció la valía del finado señor Ureña y lamenta profundamente su muerte, acaecida cuando eran todavía de esperar abundantes y granados frutos de su talento.

     “Los restos mortales del finado están expuestos desde última hora de ayer en los Tanatorios La Última Morada, del distrito de Parque Lefevre. El funeral, de cuerpo presente, se celebrará a mediodía de mañana en la parroquial de Santa Elena. Ostentará la representación del Presidente de la República, el Ministro de Educación y se espera una gran afluencia de colegas y amigos del difunto, cuyos restos serán finalmente incinerados y arrojados al Canal, por expreso deseo del doctor Ureña, quien tanto y tan firmemente apoyó la recuperación de aquel para nuestro país.”

     Horas antes, el redactor-jefe de El Eco había dado de paso el texto de la noticia, con un breve comentario, tan ácido, como solía él serlo cuando quería:

-          Total, si lo han de tirar a uno de muerto al agua, tanto da el Canal, como el río Juan Díaz.


***


     Mismo día, martes, 14 de mayo de 1991, 16:45 horas. En la cafetería de los Tanatorios La Última Morada, Isabelita y Lucinda se funden en un abrazo, no sabría decir si de condolencia, o de emoción por los varios años sin verse. Aquella, al llegar al recinto funerario, había enviado un recado a la joven, para no tener que encontrarse con la arisca viuda del finado Carlos Ureña. En cambio, Lucinda siempre le había sido fiel, reconociendo, pese a su inexperta juventud, que ninguna culpa tenía Isabel de haberse enamorado de su padre, ni de que el matrimonio de él hubiese naufragado bastante tiempo atrás. Mientras ellos fueron amantes, Lucinda fue su amiga y confidente, desde el día en que, contra todo protocolo, la había abordado en los laboratorios del Oncológico, para decirle:

-          Lo sé todo. Mi padre no tiene secretos para mí. Solo te pido que lo cuides en lo que puedas, pues ya conoces su adicción a la bebida. Todo lo demás, es cosa vuestra.

-          ¿Incluso que pudiera dejaros y venirse a vivir conmigo?

-          Incluso eso, siempre que no pongas dificultades a que lo vea cuando tenga deseos de ello.

-          Descuida. Mucho tendrían que cambiar las cosas para que yo entregue totalmente mi independencia.

     No faltó mucho para que ese cambio se produjera y es que Carlos era mucho Carlos. Pero ahora, él estaba de cuerpo presente y Lucinda, sinceramente afligida. Isabel la llevó hacia una mesita y decidió distraerla con las mínimas peripecias del viaje:

-          Ya ves. Trabajé hasta la una, pedí permiso y cogí el coche. No quise que nadie me acompañara…

     La joven cortó la retahíla, telegráficamente:

-          Ya. Te fuiste un poco lejos. Mi madre ha ido a comer a casa con mi hermano. No ha vuelto aún. Si quieres verlo…

     Isabel toma la mano que le ofrece Lucinda y se encaminan a la sala siete. Los corrillos son numerosos. Afortunadamente, no cree reconocer a nadie. Baja la cabeza y se deja conducir hasta la luna que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Levanta la cara y, para su sorpresa, contempla el rostro maquillado y enjuto de Carlos con total tranquilidad. Recorre con la vista el mínimo recinto que el ataúd comparte con decenas de ramos y coronas. Simulando rezar un responso, se empeña en leer lo sustancial de las cintas de dedicatoria. Entre aquella selva de flores, parentescos y recuerdos, está su palma, de flores rojas y blancas, con la leyenda que ha generado sorpresa, tanto en el vivero, como entre los miembros de la familia que han ido recibiendo las atenciones, a fin de corresponderlas.

     La voz de Lucinda tras ella le hace dar un respingo:

-          Ha llegado mi hermano y mi madre está al caer. Si quieres que la entretenga un momento mientras terminas tus oraciones…

     Isabel sonríe y acaricia la mejilla de la muchacha:

-          No es preciso, Lucy. Lo que haya de rezar, lo puedo hacer en cualquier parte. Cuídate, mi niña.



  1. Un hombre importante


     El sacerdote glosaba entre elogios la figura del difunto, contra lo que inútilmente prescriben las normas litúrgicas para los funerales católicos. Ya se sabe: marido y padre ejemplar; político honesto y abnegado; escritor de gran prestigio... Todo lo que hay que decir cuando la iglesia está llena de gente de alcurnia y el cadáver fue, hasta dos días antes, un hombre importante. Eso es lo que al público perora el cura, pero sus oyentes, ¿qué están pensando? He aquí el segundo punto de la trilogía unamuniana para definir a una persona: lo que los demás piensan de ella. Del primero, lo que uno piensa de sí mismo, no hay mucho que explicar en el caso de Carlos Ureña: el centro de su universo, el mejor en todo, el Campeón. En cuanto al punto tercero, lo que Carlos fuese en realidad, hagamos una media de las opiniones propia y ajenas: aquí, matemáticas y justicia suelen ir de la mano. 


***


     En el primer banco de la derecha, encontramos al señor Ministro de Educación, don Ruperto Hinojal y Barrios, en representación del Presidente de la República, como he dejado dicho. Su imaginación parece volar más allá del tejado de la iglesia. Seguro que se remonta hasta los dulces años de la juventud –más de veinte atrás-, cuando Carlos y él recorrían trochas y selvas, levantando planos parcelarios y cantando las excelencias de la reforma agraria. ¡Qué tiempos, los primeros del gran Omar Torrijos[2], cuando la Revolución recorría limpios caminos de gloria! Luego, ya se sabe, despotismo más o menos ilustrado y rumores, más que justificados, de corrupción. ¿Fue entonces cuando Ureña y él se distanciaron? ¿O fue después, en 1978, cuando Carlos firmó aquel vitriólico ataque contra la Oposición, por suscribir la denuncia de violación de derechos humanos[3]? Este Carlos, siempre tan excesivo, ya desde los tiempos de la Universidad… ¡Claro!, en la Facultad fue donde se habían conocido, cada uno a su modo. El difunto, mujeriego y bohemio, ya metido en versos y francachelas. El Ministro, modosito y estudioso, manteniendo su beca y aspirando a ampliar estudios en Columbia. ¡Qué demonios, tampoco Carlos alzó muy fuerte la voz cuando la dictadura de Noriega[4], sino que cambió el clarín periodístico por la lira poética! Lo que es brillante, lo era y mucho. Sí, debió de ser cuando la toma de posesión de Endara[5] la última vez que nos vimos. No, miento, fue más tarde, hace un año o así. Nos encontramos en el Pen Club y, aunque ministro y todo, hizo como si no me viese. O tal vez fuera la bebida. Estaba ya muy demacrado. Un gran tipo, de todas formas. A mí me caía bien, pese a nuestras diametrales diferencias. ¡Bah!, así acabaremos todos y todo. Y, a propósito de acabar, ¿lo hará alguna vez este plomo de cura?


***


     Vamos a dejar a la viuda, a solas con su dolor, y escrutemos la mente de su hija, nuestra conocida Lucinda, que está sentada a su vera, con un rictus de media sonrisa, que nos hace suponer no esté muy conforme con el ditirambo del predicador. Y es que hace falta cara –piensa- para, sin conocernos apenas –pisamos poco o nada la iglesia-, ponerse a hablar de fidelidad conyugal y paternidad responsable. ¿Nos querrá tomar el pelo? Y no culpo a mi pobre padre, que se casó deprisa y corriendo, pues mamá se quedó embarazada de Charly. Bueno, vete a saber si fue un braguetazo a propósito, que la familia de ella estaba forrada, hasta que vino la Revolución con la rebaja. De ello, nunca me dijo nada y eso que conmigo era muy sincero y pocos secretos había entre nosotros. Mamá es buena y lo quería, no me cabe duda, pero qué poco tenían en común, desde la ideología, a las aficiones. De los valores, no hablemos, que mamá no tiene otros que el dinero y la casa, y papá…, papá, los que le dejen el orgullo y la bebida. ¡Dios!, estoy hablando de él como si viviese. No, si lucido y picaflor, como pocos. Y estuvo esa enfermera, bueno, enfermera en el más amplio sentido de la palabra. Fue la única por la que bebió los vientos y a la que respetó casi como a su igual. ¡Vaya marranada final, el tío egoísta! Claro que a saber lo que haríamos otros en su lugar. Y ahora va él a morir de lo mismo: merecido se lo tiene. ¿Eh? Di, mamá… Si, está en la tercera fila, detrás nuestro. Esta mujer, siempre preocupándose del qué dirán y del who’s who[6]. La otra, bueno, Isabel no ha venido. Lógico. Demasiado que se acercó ayer por el tanatorio. Está muy cambiada, el pelo, unos kilos de más, no sé. Lo que es mal, yo no la encontré, digan los médicos lo que dijeren. Tal vez sea mamá más guapa que ella, pero lo que es cultura y prestancia… ¡No hay color!



***


     Tal vez, la esposa del difunto Carlos preguntaba a Lucinda por él; quiero decir, por el señor de impecable traje de alpaca gris y corbata roja a rayas, que toma asiento en la tercera fila del lado de la presidencia familiar, justo detrás de los parientes. Se trata del profesor Dionisio Cifuentes, de la Academia Panameña, quien representa a tan notoria institución en el sepelio. Es lógico, ya que todo el mundillo cultural sabe de la inquina del señor Presidente, desde que en un famoso acto público Carlos Ureña lo tildase de fósil, rábula y versificador de vía estrecha. Tal vez tuviese razón –imagina Cifuentes-, pero tampoco hay que ponerse así. No más de dos o tres colegas académicos merecen la reputación literaria que les da el nombramiento. Y no vamos a poner en duda la calidad poética del Ureña de la última época, pero habría mucho que tratar de las influencias. Vamos, de lo que el crítico literario de La Nación llamó el sorprendente giro copernicano del señor Ureña, de Eisenmann a Erato[7]. ¿Quién había detrás de ese giro? ¿Alguna negra, como muchos sostuvieron? Vaya usted a saber: el amor todo lo puede, por activa y por pasiva. El hecho es que aquello fue una explosión, unos fuegos artificiales, que duraron lo que dos grandes poemarios y una excelente comedia. Luego, finita est comoedia y a vivir de las rentas. Mucha bambolla y poca enjundia. Aún me acuerdo del baile que se marcaron, Carlitos y quien decían era su inspiradora, en la entrega del premio Casa de las Américas. Vamos, un vals de Strauss, a lo boda de Sisí. El vals del Emperador, todavía me acuerdo. Claro que, un par de horas más tarde, tenían que llevarlo en volandas, de la melopea que agarró. Pero volvamos a la tierra, que estoy de funeral y no se debe hablar mal de los muertos. ¡Señor, que pesadez de sermón! Vaya, parece que ya acaba. No, si la vicepresidencia de la Academia es lo que tiene: tragarse todo lo que no quiera el gran jefe… Y con tu espíritu...

***

       La misa concluye y no me ha dado tiempo de cazar al vuelo los pensamientos de algún ilustre conocido más del difunto. En fin, con lo que antecede, tal vez tengamos bastante, y hasta demasiado. Me adelantaré a salir, por si capto alguna de esas frases ilustrativas de lo mucho que querían al difunto los que se han quedado afuera, o salen escopetados. Espera, a ver, a ver:

-          Dicen que van a tirar sus cenizas al Canal, por aquello del patriotismo y del Tratado Torrijos-Carter[8]. ¡Ja! Decisión de la esposa y del resto de la familia, que quieren perderlo definitivamente de vista, después de tantas faenas como les hizo en vida.

     En fin, como diría un filósofo, sic transit gloria mundi. Descanse en paz, amén.



  1. La mujer tras el hombre


     Puedo ser indiscreto, pero no cruel; atrevido, pero no necio. Quiero decir que, como apuntaban los pensamientos del académico Cifuentes, es muy probable que detrás del gran hombre, haya una gran mujer, pero tal cosa no supone que le vaya a pedir una entrevista. Algo me dice que no sería una buena idea. Para eso está Perla, la jefe de enfermeras en Santiago de Veraguas, dicharachera y buena amiga de sus amigos, entre los que no he tenido mucha dificultad para contarme. La verdad es que está deseando largar cosas de Isabelita, desde hace años. Tengo una cita con ella para comer en el restaurante Dos Mares. Un par condiciones me ha puesto, que he aceptado de buen grado: invitarla yo y recoger sus declaraciones de manera lo más fiel posible. Pongámonos, pues, en viaje. Son las diez horas del 16 de junio de 1991. ¡Uf, qué calor! Y este carro no tiene aire acondicionado. Por lo menos, comeremos en la terraza, a la brisa marina.

-          ¿Comida mejicana, china, tica, local?, salmodia el camarero.

-          Te recomiendo un guacho de mariscos, que es la especialidad de la casa: inolvidable y se digiere bien, me sugiere Perla. Yo asiento.

     La enfermera-jefe viste casi transparente, vaporosa. Se sonroja ante mi mirada de soslayo y se justifica:

-          Me ha dado justo el tiempo de quitarme la bata blanca. Ya sabes, es nuestro tapa-todo, ¡y hace tanto calor!

-          Por mi encantado, bromeo. Cuando como con una chica, no me gusta que lo principal de mi atención se lo lleve el plato.

-          ¡Huy, chica! Los cincuenta ya han caído. Isabelita es bastante más joven, la pobre...

      Bien, ya hemos entrado en materia, casi sin querer. Los ojos de mi interlocutora brillan sospechosamente. Inquiero:

-          La pobre... ¿Está enferma quizá?


     Van a tardar todavía en servirnos. Pido unos vermuts y dejo que sea ella quien coja de corrido el hilo de la charla, procurando interrumpirla lo mínimo:

-          Como sin duda ya sabes, Isabel es española, de no sé qué ciudad de allá. No creas que estudió para enfermera, ni que se vino a Panamá para hacer fortuna. La cazó un estudiante panameño de Medicina, estudiando ella Letras. Cuando acabaron la Carrera, se casaron y se vinieron para Ciudad de Panamá. Muchas veces hemos hablado de lo impresionada que quedó con las bellezas del lugar y la cordialidad de los panameños. Parece que quiso preparar algún doctorado para ejercer como profesora de Lengua y Literatura, pero en seguida llegaron los hijos y, además, el marido no puso buena cara...

-          ¿Cuántos hijos tiene? ¿De qué año estamos hablando?

-          Tiene un par de chicos, ya mayores, y creo que su venida fue a principios de los setenta, aunque no puedo decirte el año. Bueno, a lo que iba. Por lo menos, para distraerse y ahorrarse unos dólares, se empleó de secretaria y ayudante de clínica en el pequeño dispensario privado en que fungía su marido, así como en la consulta que atendía en su propia casa. Ella es dispuesta y simpática; así que hizo muy buenas migas con los pacientes y sus familiares. Además, de ver y oír cosas en el consultorio, empezó a hacer las veces de enfermera y adquirir experiencia, aunque sin titulación.

-          ¿Qué especialidad tenía el marido?

-          Tenía y tiene, solo que ahora es jefe del servicio de Pediatría en el Hospital Colón de Panama City. Bien, si me permites, voy a abreviar todos estos antecedentes. El caso es que, con los niños ya escolarizados y obtenida la doble nacionalidad, decidió sacarse el título oficial de enfermera y allí fue Troya.

-          Vamos, que el marido quería tenerla con la pierna quebrada y en casa.

-          Más o menos. Las cosas ya no pintaban bien entre ellos, por el carácter absorbente y autoritario del doctor. No diré yo que Isabel no tenga su genio, pero estoy segura de que la culpa fue de él: he visto cartas y ciertos partes de asistencia...

-          ¿A tanto llegaron las cosas?

-          Lo suficiente, como para que –con hijos o sin ellos- decidiese separarse y empezar una vida independiente, con todo el dolor y el esfuerzo del mundo.

-          Mujer, Perla, no habrá sido la primera en recorrer esa senda; y, si tiene las grandes cualidades que dices...

-          La típica postura machista. Ponte en el lugar de una madre que quiere conservar con ella a sus hijos; que está en tierra extranjera y sin trabajo estable; que tiene que buscarse la vida en algo para lo que no tiene título ni vocación; y, por si todo ello fuese poco, acosada por el marido y con problemas en su relación con los chicos...

     El camarero ya llega con las viandas. Es el momento de dar un giro a la conversación, pues lo que verdaderamente me interesa es la relación de esa mujer abnegada con el ilustre Carlos Ureña. Así se lo hago saber finamente a Perla, quien accede al salto cronológico y temático:

-          Claro, Isabel y Carlos. Salir de Málaga, para meterse en Malagón, como dice ella. Eso fue hace unos diez años, cuando, con un esfuerzo ímprobo, había logrado zafarse del marido, liberarse un poco de sus hijos y colocarse en el Centro Oncológico Nacional.

-          Chica, vaya progresos. ¿Y cómo así?

-          Un amigo de su esposo, que estaba por ella, aunque no fuese correspondido. Pero no creas que era una canonjía. Ella lo cuenta con mucha gracia, en dos palabras: jeringas y ratas. No sé si sabes que el Oncológico es una dependencia autónoma del Hospital Central, financiada y dirigida técnicamente por la John Hopkins[9]. Allí, Isabel terminó sus estudios y se especializó en investigación oncológica, con las ratas como animales de experimentación. De aquí, su humorada.

-          Pero, que yo sepa, Carlos Ureña pudo no ser un buen tipo, pero no creo que fuese una rata.

-          ¡Hum!, no le andaría muy lejos, replicó Perla, risueña. Pero no, aquí fueron los buenos oficios –que yo llamaría celestinismo- del doctor Rosales, el mejor hepatólogo del Central, mentor y buen amigo de Isabelita. Cuando Carlos ingresó con una cirrosis importante, para hacerle más grata su estancia hospitalaria, no se le ocurrió mejor cosa que pedirle a ella que lo fuera a visitar, como si de una enfermera de planta se tratase. ¡Claro, qué mejor para un escritor que una culta y leída enfermera europea!

-          Ya, lo veo venir. No hace falta que me des muchos detalles. Solo permíteme un par de preguntillas.

-          Dispara.

-          La primera. Ureña era entonces poco más que un periodista de prestigio, al que la muerte de Torrijos había descabalgado de la política. Así que eso de escritor...

-          Eso no es una pregunta, sino una sospecha, y totalmente fundada además. Ella tiene –bueno, tenía- en mucho a Carlos y el oficio literario, como para reconocer que le transmitió la inspiración y el ánimo para hacerse grande. Pero así fue. El tipo, el Campeón –como le gustaba que lo llamasen-, no habría levantado cabeza del alcoholismo, ni se habría subido al carro de las Musas, si Isabelita no se le hubiese entregado en cuerpo y alma.

-          ¡Caramba, Perla! El carro de las Musas. No eres tú nadie elevando el lenguaje.

-          De rozarme con Isabel. Ya ves de lo que es capaz, hasta con una palurda, como yo.

-          Bueno, demos por contestada la primera pregunta. Vamos con la segunda.

-          Tú dirás, y que sea más facilita que la anterior.

-          ¿Qué pudo ver esa joya española en el periodista borrachín para encelarse hasta tal punto? Y viceversa, si me lo permites.

-          Te lo permito, curiosón, te lo permito. La respuesta es muy sencilla esta vez: cerebro y sexo; en el caso de ella, sobre todo, esto último.

-          ¡Nunca lo habría sospechado!

-          Pues, hijo, buena fama de faldero con éxito tenía el Carlitos, desde sus años mozos. Era como cinco o seis años mayor que ella, casado y enfermo, pero la apostura no se la quitaba nadie, y en la cama...

-          Perla, por favor, que no quiero convertir mi programa en materia no apta para menores. La cosa está clara, aunque me parece que duró demasiado para tener una base tan meramente... carnal.

-          Pues sí, unos cinco años. Hasta llegaron a hacer planes de matrimonio y él le prometió divorciarse de su ricachona señora. No sé dónde habrían ido a parar, pero es obvio que pararon en seco y por motivos viles.

-          Algo he oído de que la dejó tirada cuando ella cayó gravemente enferma y que, desde entonces, ni volvió a publicar nada relevante, ni levantó cabeza.

-          Bien merecido lo tuvo, pero, ¡cielos! ¡Las tres menos cinco! Tengo que volver disparada al ambulatorio. ¿Quieres acompañarme y te presento a Isabel?

     La oferta me puso los dientes largos, pero instantáneamente pensé que ya había exprimido lo suficiente a Perla, en aquello que los demás desconocían, por arcaico. De lo más reciente, de aquello que afectaba a la separación de Carlos e Isabel, tenía testigos de sobra entre mis conocidos de Ciudad de Panamá. Por otra parte, no quería que Isabel pudiese entrar en sospechas de mi interés por su tema, siendo yo un conocido reportero de televisión. Respondí:

-          Gracias por todo, Perla. Tiempo habrá de profundizar en la materia, si interesa a los productores del programa.

     Nos besamos. Ella montó en el coche y yo pagué la comida  y me dispuse a dar un paseo por la playa, aprovechando que el cielo estaba encapotado. ¡Qué lejos me hallaba de pensar que aquel reportaje en ciernes quedaría abortado, no por desinterés de sus regidores, sino por decisión de la Policía!



  1. Una investigación afortunada


     El inspector Belarmino Muñoz estaba deseando retirarse. De hecho, ya se habría ido para su casa, si la pensión le hubiese permitido atender dignamente los gastos del matrimonio y de una hija, todavía dependiente y con un niño a cargo. Su escasa maleabilidad ante los jefes y la resistencia a obtener resultados a costa de garantías, lo habían ido marginando de ascensos y prebendas. Incluso, durante tres años estuvo patrullando las calles, como represalia por haber rechazado entregar a un detenido a la Policía Militar de Noriega. Las aguas habían vuelto a su cauce y ahora lo llamaban el Imprescindible, el hombre de confianza del comisario Céspedes, jefe policial del corregimiento de Parque Lefevre.

     Era el día 16 de julio de 1991. Muñoz lo recordaba bien porque celebraban el santo de su hermana Carmen. A eso de las diez de la mañana, recibió la llamada por intercomunicador del comisario. Como siempre que iba a pedirle algo fuera de lo normal, empezó por dorarle la píldora:

-          Mino, cada día estás más joven. ¡Claro!, así de bien conectas con los novatos. Precisamente, el otro día me comentaba Valladares…

-          Vale, jefe, gracias. Y ahora, ¿qué se le ofrece?

     Nunca le apeaba el tratamiento: era su seguro de distancia o, como hogaño se dice, de alejamiento. Céspedes entendió que había de ir al grano:

-          ¿Te acuerdas del periodista aquel, Carlos Ureña, que murió de cáncer hace un par de meses? Bueno, pues parece que la cosa no fue tan natural como parecía. Han empezado a producirse rumores, a haber algunas denuncias informales y, en fin, el Ministro de Educación ha pedido a nuestros jefazos que hagamos una investigación reservada y prudente: algo que no dé pábulo a habladurías y que no intranquilice a la familia innecesariamente. Vamos, cubrir el expediente de manera digna y mesurada. Como es natural, cuento contigo, como de costumbre. Tómate el tiempo que necesites y quedas liberado de todo otro servicio. Dedicación exclusiva.

-          ¿Y por qué nosotros? Las Unidades centrales están mejor preparadas para este tipo de servicios especiales.

-          El difunto vivía en nuestro corregimiento. Además, no se quiere dar al asunto un trato especial, por ahora. Eso sí, nos han hecho llegar un breve dossier, que te servirá de punto de partida. Todos los datos y las denuncias están ahí. Lleva la investigación a tu aire y dame cuenta semanalmente, por si me llamasen a informar de arriba.

     No le dejó el genio hacer otra cosa. Regresó a su despacho, descolgó el teléfono y se puso a leer el breve informe, hecho de datos médicos y heterogéneas sospechas. Según pasaba los folios, un grato escalofrío le recorría la nuca y la sonrisa iluminaba su rostro. Como es lógico, aún no tenía al hombre pero, si había algún crimen de por medio, ya sabía bien qué buscar y en dónde. Se lo tenía bien merecido, por ser un ratón de biblioteca, en una época en la que aún no había nacido Internet. ¿Cómo se llamaba aquella revista? ¿Dónde estaría ahora, después de tantos años? Tiró de fichero personal y buscó en venenos indetectables. ¡Ahí estaba! Nebraska Criminal Records, número 80, año 1979, páginas 34/40[10].

     Al día siguiente, estaba tomando café con el médico del Hospital Central, que había atendido a Carlos Ureña en su última enfermedad. En el velador, el historial clínico, que apenas dejaba sitio para las tazas. En las butacas, un doctor, cada vez más asombrado, y un policía, más y más seguro de sí mismo. Reacciones complementarias, podríamos decir:

-          Así que, resumiendo, doctor Hinojosa, el señor Ureña tenía una cirrosis de caballo, de etiología alcohólica y larga evolución, pero nada hacía pensar por ahora en un cáncer de hígado.

-          Exactamente. Las ecografías y punciones habían sido en eso completamente normales, aunque no podía descartarse una degeneración a corto plazo...

-          Ya, de acuerdo. Le dan ustedes el alta y, de golpe y porrazo –como si dijéramos- el paciente hace un cáncer enormemente agresivo.

-          Así es, en efecto. Algo bastante sorprendente, aunque en la práctica médica se conocen casos.

-          Como de casi todo, doctor. Y dígame, ¿había metástasis? Por ejemplo, en los riñones...

-          Efectivamente. En un par de semanas estaba invadido, con hemorragias masivas y vómitos a todas horas...

-          Aletargamiento, dolores por todo el cuerpo...

-          Así es. Un cuadro verdaderamente espectacular y muy doloroso.

-          Diga, doctor, ¿hubo algo anormal durante los días que estuvo ingresado en febrero, por la cirrosis?

-          Nada. La habitación era individual y solo dejamos entrar a familiares muy allegados, previa identificación. Y, en cuanto a las enfermeras y auxiliares, son de total confianza. Baste que se tratara de un paciente ilustre y bien conocido de nosotros...

-          No le hicieron la autopsia...

-          Hubo alguna sugerencia al respecto, más que nada, como control de calidad y estudio clínico, pero la esposa se negó en redondo.

-          Tanto da. No habrían encontrado nada, pensó el policía en voz alta.

-          ¿Cómo dice? Entonces, ¿no se la van a hacer tampoco ahora?

     Muñoz se dio cuenta de que acababa de meter la pata. Estoy empezando a padecer el síndrome del lobo solitario: ya hablo solo –pensó, esta vez, para sí-. Se levantó y tendió la mano al galeno:

-          Gracias, doctor. Si deciden autopsiar al finado, seguro que contarán con ustedes para la faena.


***


     El siguiente paso en la investigación fue precedido de algunas gestiones en el Ministerio de Salud. Había unos cuantos Centros que, en investigación médica o veterinaria, usaban el asesino silencioso, es decir, el DMN. Nuestro inspector se detuvo, por motivos obvios, en el Centro Oncológico Nacional, que funcionaba autónomamente dentro del complejo de la Facultad de Medicina y el Hospital Nacional. Decidió hacer una visita a las ratas y confirmar ciertos datos:

-          En efecto, inspector, el DMN es de uso corriente aquí, para inducir en ratas y cobayas procesos cancerosos, a fin de ensayar con ellos fármacos o tratamientos útiles para los humanos.

-          ...

-          Así es. No se lleva un control estricto de las existencias de DMN. Cualquier investigador o empleado de laboratorio tiene acceso a los envases.

-          ...

-          Cierto. Hay distintos tipos de ellos, pero los más usados son los de cincuenta centímetros cúbicos.

-          ...

-          Y sí. Como todos los productos químicos, el DMN tiene plazo de caducidad –unos cinco años-, pero, en todo caso, largo y sin que pierda después todo su terrible potencial.

-          ...

-          ¿Sospecha que pueda haberse usado contra alguien? Perdone, le contestaré directamente. Un par de gramos son más que suficientes para inducir un cáncer en persona completamente sana. Menos, claro, si ya está afectada de algún proceso cancerígeno.

     Muñoz tuvo algunos problemas para convencer al Subdirector de Investigación de que le facilitase la lista completa de las personas que habían trabajado en el Centro durante los últimos diez años. Regateó; bajó hasta siete. Finalmente, convenció a su reticente interlocutor, con una oferta, tan atrevida como irresistible:

-          Dejemos a un lado a los médicos y titulados superiores. Me conformo con enfermeras y auxiliares de laboratorio. Si ni siquiera eso me facilita, tendré que elevar una queja a mis superiores y al señor Ministro.

     Dos días después, Belarmino tenía en su poder la deseada relación. Cuarenta y siete personas. Había llegado el momento más difícil: averiguar quiénes, de entre ellas, tenían mucho que ganar con la muerte de Ureña. Vamos, el famoso quid prodest?[11]  Algo le decía al policía que, en este caso, como en el de Omaha, no era la ganancia el móvil del supuesto crimen, sino la venganza.

      Y ahí fue donde, precisamente, surgió la feliz casualidad –feliz, para Belarmino-. Explicarla supondrá retornar al momento en que me sentí con ansias de perfección y decidí que, ya que la televisión había hecho algunas cosas por la Policía, esta podría también echar una mano al ilustre reportero televisivo Luciano Vacas, es decir, a un servidor de ustedes.


          

  1. Un policía en conflicto


     Me lo presentó nuestro común amigo, Diego Zapico, en la tertulia del café René. Ya me había puesto en antecedentes:

-          Es un policía veterano, que se las sabe todas. Si le caes bien –porque es muy suyo-, seguro que te ayuda.

     Yo bien creí que le había caído mal porque, tan pronto supo lo que tenía entre manos, me conminó:

-          Pues va a tener que dejar ese reportaje sobre la vida y muerte de Carlos Ureña; al menos, por ahora.

     Ante mi perplejidad, se levantó de la mesa, sin despedirse siquiera de los contertulios, y me ordenó:

-          Sígame.

     Acabamos en Las Clementinas, con un par de daiquiris sobre una mesa del jardín. Allí se sinceró o, por mejor decir, intercambiamos información con amplitud y claridad. Así, yo me enteré de las vehementes sospechas de criminalidad que planeaban sobre la muerte del poeta y él, de las apasionadas y frustradas relaciones de Ureña e Isabelita, la española. Sonrió abiertamente:

-          Amigo Vacas, o mucho me equivoco, o me ha adelantado las indagaciones una quincena por lo menos.

-          Espero que, a cambio, me tenga al corriente cuando las cosas se resuelvan y pueda escribirse sobre ellas.

-          Tiempo al tiempo. En cualquier caso, no depende de mí.

     E hizo ademán indicativo del techo. Vamos, que la decisión iba a cocinarse en las altas esferas. No era, pues, un compromiso en regla pero, como verán, el inspector cumplió como los buenos. De otra forma, no estarían ustedes ahora, aburridos, leyendo esto.

***

      Mientras exponía al comisario Cifuentes todo lo que dejamos dicho, y más, Belarmino Muñoz sentía crecer en la boca del estómago un nudo como un templo. Ajeno a las dificultades, el jefe exultaba:

-          ¡Bárbaro!, Mino. Ya la tenemos. Un viajecito a Veraguas, la detienes y hemos terminado.

-          No tan deprisa, comisario. Me temo que las dificultades empiecen ahora.

-          Explícate, carajo, que eres un pesimista incorregible.

-          Primero, tenemos una posibilidad de asesinato, no una seguridad, dado que el difunto era un firme candidato a contraer cáncer de hígado y que el DMN no deja huella ninguna en el cadáver. Segundo, no tenemos indicio ni prueba algunos de que la española haya estado en Panama City, en los días que Ureña estuvo ingresado en el hospital; no sería extraño que hasta tuviese coartada. Y tercero y principal: como ella no confiese, a ver qué fiscal lleva este caso ante un jurado, invocando como argumento acusatorio principal su parecido con unos hechos acaecidos en Nebraska, hace trece años.

     Cifuentes torció el gesto:

-          Pues apriétala, que cante.

     Muñoz midió sus palabras, tratando de no exaltarse:

-          Si encuentro otras pruebas y me convenzo de que es culpable, no dude que la dejaré en sus manos. En otro caso, como se le ocurra presionarme o presionarla, se la va a cargar con todo el equipo. No le digo más que la televisión anda ya detrás del caso.

     También Cifuentes meditó su respuesta, tratando, a la vez, de respetar a Muñoz y quedar airoso:

-          Ya te dije que tenías manos libres en la investigación. A fin de cuentas, ¿a quién le importa un poeta muerto? Por lo que yo sé, solo se trata de cubrir el expediente.

-          No para mí, comisario, no para mí. Pero siempre he procurado cuidar las formas.

***

     El chalecito, a dos pasos de la Vía Panamericana, relucía de limpio y hasta tenía cierto empaque, con sus muebles traídos de España y las vitrinas rebosantes de objetos de plata y adornos de porcelana. En las paredes, dibujos, grabados y hasta algún óleo, recordaban a personas y paisajes que el tiempo o la distancia habían dejado atrás.

     Por deformación profesional, Belarmino había tratado de sorprenderla, esperándola junto a su casa, a la salida del trabajo y sin avisar. Ella ni se había inmutado. Es más, parecía como si lo esperase, sin asomo de perplejidad ni de reticencia.

-          ¿Azúcar, comisario? ¿Dos terrones?

-          Solo soy inspector. Uno, gracias.

     Unos sorbos de té y una recíproca observación, cara a cara. El policía quedó gratamente impresionado: la señora, aún después de una jornada de ocho horas, lucía atractiva. Precisamente, fue ella quien rompió el breve silencio:

-          Así que anda usted investigando la muerte del pobre Carlos. Yo creía que había sido un cáncer. Su hija me dijo…

-          Nadie afirma, por ahora, lo contrario, pero fue tan fulminante, que algunos han dado en sospechar y tenemos que atar todos los cabos.

-          Claro. Y lo de venir desde Ciudad de Panamá para… interrogarme, ¿a qué es debido? ¿Alguna denuncia contra mí, tal vez?

-          Estamos entrevistando a todos cuantos trataron con el señor Ureña y pueden darnos algún dato sobre él en los últimos tiempos.

-          Pero, inspector, Carlos y yo rompimos hace cinco años. Por motivos evidentes, no me agradaba permanecer cerca de él y de nuestro ambiente anterior. Me vine a Santiago, tan pronto me ofrecieron un trabajo de enfermera y no volví a verlo nunca más.

-          No lo dudo, pero…

-          Pero entiende que yo pudiera guardar hacia él sentimientos de odio o de venganza. ¿No es eso?

     Muñoz agradeció la franqueza, que aprovechó para confrontar o recoger datos sobre el tema de la ruptura sentimental de la pareja.

-          Le voy a dar hechos, no a hablar de sentimientos. En el año 1985, cuando más íntima era nuestra unión, me detectaron un cáncer de matriz, con posible metástasis vesical. Me vaciaron, como vulgarmente se dice, y me sometieron a un ulterior tratamiento de radioterapia y quimio. Estuve a las puertas de la depresión y hasta del suicidio, más sola que la una. Mi marido se llamó andana, como era lógico, hasta cierto punto. Mis hijos siguieron el proceso a distancia, muy entregados a sus trabajos o a su familia propia, como es de suponer. Carlos me telefoneó un par de veces. Por toda explicación, me hizo saber que se sentía incapaz de apoyarme ante una desgracia tan tremenda, pues era superior a sus fuerzas y a su situación personal.

-          ¿No informó de su estado a la familia de España?

-          Lo crea o no, se lo oculté como pude. Quizá pensé que, si quienes me debían apoyo no me lo daban, era injusto pedir ayuda a los que estaban más lejos y eran más mayores. No sé. El hecho es que me hice fuerte y al fin salí del paso, con más vigor de lo que nunca habría pensado. Los médicos también colaboraron lo suyo y aquí me tiene, como dicen en mi tierra, más dura que una peña… de salvado.

     El policía sonrió:

-          Lo que no te mata, te hace más fuerte. De eso, la gente de armas sabemos un rato. Más fuertes. Más duros, solo los que confunden el carácter con la violencia.

     Isabel prosiguió:

-          Cuando salí del hospital, todavía débil y sin un pelo en la cabeza, se me ocurrió comunicárselo a Carlos y darle las gracias por su abnegación. Luego, me lo pensé mejor y me limité a poner unas letras a Lucy, su hija, que había ido a visitarme un par de veces. Poca cosa; algo así como soy otra mujer, de modo que no intente tu padre verme nunca más. ¡Bah!, cursiladas y nimiedades. Y, de entonces hasta ahora, trabajo, mejores relaciones con mi familia, revisiones periódicas, algún amorío que otro y menos credulidad ante los poetas irresistibles.

     Belarmino puntualizó:

-          Ya comprendo que, así de pronto, puede no tener una respuesta. No obstante, si pudiera decirme lo que hizo entre el 13 y el 16 de febrero pasado… Fueron los días en que permaneció hospitalizado el señor Ureña.

     Isabel reflexionó unos momentos y, de pronto, exclamó:

-          ¡La semana de San Valentín! ¡Menudos días pasé, con un proceso gripal tremendo! No salí de casa, hasta que fui al trabajo la semana siguiente… ¿Necesita testigos, inspector?

-          La creo. De todas formas, confirmaré sus respuestas, conforme al protocolo.

     Muñoz se levantó. Ella aún tenía algo que decirle:

-          Sinceramente, inspector, no sé que habría sido peor para el hipocondriaco de Carlos, si una cirrosis larga o un cáncer fulminante.

-          Por imperativo profesional, estoy obligado a creer que hay que defender la vida, por precaria que esta sea. Incluso la Constitución proscribe la pena de muerte[12].

-          No sé qué será más terrible en ocasiones, si la condena a muerte o la condena a vivir.

     Cuando el inspector subió al Oldsmobile todavía martilleaban su cabeza las últimas palabras de Isabel. De camino al centro de la ciudad, dio en pensar si la solemne frase haría referencia a Carlos Ureña o a ella. Pronto tendría la respuesta.


***

     El inspector Muñoz también entrevistó a otras varias personas del entorno de Isabel, en Santiago. Nada digno de mención, ni contradictorio. Sí que le pareció observar ciertas reservas mentales en Perla, la jefe de enfermeras. En cambio, el doctor Donoso, con quien habitualmente trabajaba la española, le aportó una noticia que impresionó profundamente al policía:

-          Ah, pero ¿no se lo ha dicho? Esta Isabel, tan sufrida como siempre. En la revisión de los cinco años, cuando todos augurábamos un alta sin complicaciones, le han encontrado unas sombras sospechosas en el escáner. Tendrá que ir próximamente a Ciudad de Panamá para un estudio completo. Estamos muy preocupados por ella.

     Así que por ahí podrían ir los tiros de la condena a vivir. Insistió:

-          ¿Cuándo le detectaron esas sombras? ¿Antes o después de la gripe que sufrió en febrero?

-          Antes. Recuerdo que, con tal motivo, nos preocupó mucho el proceso febril y la debilidad que evidenció…, porque gripe, lo que se dice gripe, fue ella la que se la auto-diagnosticó.

     Muñoz se encerró en el hotel para redactar el borrador final de su informe. Pasaban las horas y apenas avanzaba. La mirada se le perdía en el techo y, a cada poco, recorría la habitación, arriba y abajo, dando vueltas al tema. Porque, como Cifuentes le había dicho y él repudiado, tal vez fuese mejor cubrir el expediente y no meterse en honduras. Se tumbó en la cama, tal y como estaba. Por primera vez en muchos años, se le apareció en ensueños la entrañable figura del profesor Guzmán, el penalista teórico de la Escuela de Policía de su juventud. Repetía el mensaje que tanto criticaban los demás docentes y ridiculizaban los alumnos: El primer deber de quien aplica el Derecho penal es causar el menor daño posible. Fiat iustitia et pereat lex[13].

     Mira el reloj: las diez de la noche, con el informe por el folio 2 y sin cenar. Se le aparece otro rostro, más agraciado que el del viejo Guzmán. Se da una ducha, coge el Oldsmobile y conduce hasta la Vía Panamericana.

-          ¡Demonios, inspector, qué susto me ha dado! Me disponía a leer un rato en la cama.

-          Perdone. Tengo que decirle algo o, si no, reviento. ¿Podría servirme una cerveza?

-          Y hasta un trozo de tortilla de patatas, que ha sobrado de mi cena. Pase y tome asiento.

     Charlan durante más de dos horas, de todo, menos de aquello que le ha llevado allí. Poco a poco, la conversación languidece, Isabel bosteza.

-          ¿Qué era aquello tan urgente que no podía esperar a mañana?

-          No diga una palabra a nadie. Haga el equipaje, transfiera sus ahorros a España y márchese de Panamá en los próximos días. ¡Váyase! La vida puede llegar a ser muy dura, pero mucho más triste es morir en la cárcel.

     Isabel lo mira de hito en hito, taladrándolo con los ojos. A duras penas, Belarmino le sostiene la mirada. Solo por unos momentos. Luego, a zancadas, recorre el pasillo, abre la puerta de salida y cierra de un portazo. La española levanta el visillo y alcanza a ver un Oldsmobile claro perdiéndose entre los árboles de la vereda.



  1. Cruzando el Charco


     Han pasado lo menos diez años, desde aquellos meses de 1991. Me parece que es tiempo de llevar a la pantalla el malhadado reportaje sobre la vida y la muerte del escritor Ureña. Si esperamos más, puede que ya nadie se acuerde del personaje y hasta que pueda morírseme el policía culpable de retrasos y primicias. Lo busco, con ayuda de amigos y ficheros, hasta dar por fin con él en Puerto Armuelles, donde se dedica al engorde del atún.

-          ¡Amigo Vacas, cómo usted por Chiriquí[14]. Cuánto tiempo sin verlo!

-          Pues nada, inspector, dispuesto a dar a la pantalla el reportaje de marras, si es que ya no existe prohibición de ello.

-          ¿Y yo qué sé, mi animoso reportero? Llevo jubilado cinco años, sin más que broncearme y ayudar a mi yerno a pastorear atunes. Pero bueno, no es cosa de que haya perdido usted el tiempo y el viaje, yéndose de vacío. Le daré una carta de presentación y apoyo para Céspedes, que ahora es todo un jefazo de Interior. Pero vamos a dar una vuelta por el malecón. Luego comeremos en uno de los chiringuitos, junto a la playa.

     Hablamos y hablamos, de todo un poco. A los postres, Belarmino deja volar su imaginación, junto al humo de su cigarro:

-          ¿Sabe, Vacas, que me quedó un cabo suelto en lo de Ureña?

-          Cuente, cuente.

-          Pues verá. Regresé a Panama City, le di a Céspedes el informe más escueto y anodino que pude, con gran alivio por su parte, y se me ocurrió tener con la familia de Ureña la deferencia de comunicarles personalmente las conclusiones de la investigación. Vamos que, cubierto el expediente, no había datos para entender criminal su muerte. Me recibió la viuda, quien también pareció satisfecha del resultado, hasta el punto de hacerme un regalo, que yo diría tan venenoso como el DMN.

-          ¿Un regalo envenenado?

-          Me dijo que, aunque ya fuese un poco tarde, había recordado un hecho extraño de cuando el funeral. Se levantó, salió y regresó al punto con una larga cinta roja en la que, con letras doradas sobrepuestas se leía, simplemente:

M&V

-          ¡No me diga! El famoso obsequio floral funerario, del que nadie logró descifrar su procedencia.

-          Indescifrable, en efecto, durante mucho tiempo. Fue mi mayor tormento hasta que me retiré. Llegué a tenerlo colgado de una chincheta en el armario ropero del despacho, para no olvidarlo, con la esperanza de que me ayudase el subconsciente. Pero nada, ni por esas. Me jubilé y, aunque con dudosa legalidad, me lo llevé para casa. Todo en vano: inútiles las pesquisas con las floristerías y los servicios de Interflora; vanos los esfuerzos para descifrar la leyenda. Y así…, hasta hace un par de meses.

     No siguió hablando. Sacó del bolsillo una fotocopia doblada de periódico y me la entregó:

-          Lea, lea y quédese con ella. La tenía preparada para usted, desde que me anunció su grata visita.

     El periódico era el Diario de Castilla, y el texto relevante decía así:

     “VII Premio Diario de Castilla de relatos cortos.

     “Publicamos hoy el cuento que ha ganado el accésit del Jurado, del que es autora Isabel Cuesta Ramírez, enfermera del Hospital Provincial de nuestra ciudad.

     Fue nuestra última noche, aunque yo no lo supiera entonces. No me gustaban la música ni el ambiente: demasiado ruidosos y juveniles, para mí. Tú parecías distinto, tan renovado, tan… exultante. La gloria llamaba a tu puerta, mientras el dolor montaba guardia ante la mía. Te lo dije sin palabras y tú pareciste entender mi súplica. Me cubriste de besos apoyando el machaqueo de la canción: Nena, tú sabes que es verdad. Uh, uh, uh, te amo. Sí, tú sabes que es verdad. Uh, uh, uh, te amo. Nena, tú sabes que es verdad: mi amor es para ti[15].

     “ Al día siguiente, decidida aunque temblorosa, entré en aquel inhóspito hospital, aquel blanco templo del dolor. Aún me acompañaba aquel estribillo, puesto en tus labios y cantado con tu acariciadora voz. Nena, tú sabes que es verdad. Sí, por supuesto. Tan verdad tus sentimientos, como las voces de Milli y Vanilli.”

     Concluí la lectura y le dije, sonriendo:

-          Así que aquí está la clave. M&V eran Milli y Vanilli, o sea, Carlos Ureña, con todas sus promesas, tan sinceras, como las voces de aquellos cantantes.

-          Justamente.

-          Pero este periódico español es, como quien dice, de ayer por la mañana; luego, la sombra…

-          En aquel entonces, los escáneres no eran aún muy resolutivos.

-          O tal vez Isabel volviera a operarse, con éxito.

-          O nos tomase el pelo a todos…, pero -¿sabe usted?-, en lo que a mí respecta, si fue así, lo doy por bien empleado. Fiat iustitia et pereat lex.   







[1]  Me refiero, entre otras cosas, al caso de la dimetilnitrosamina, o DMN (Omaha, Nebraska; 1978), al que pueden acceder a través de Internet. Por lo que respecta a los Milli & Vanilli, seguro que todavía permanecen en el recuerdo de la mayoría de mis lectores.


[2] Omar Torrijos Herrera (1929-1981), líder del país panameño entre 1969 y 1981, fecha esta en que falleció en un accidente aéreo, con rasgos sospechosos de atentado.


[3]  El ministro piensa, sin duda, en la denuncia por tal violación, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reportó el 22 de junio de 1978. Buena memoria, pues, la de nuestro prócer.


[4]  Manuel Antonio Noriega (1934-2017), líder militar de Panamá entre 1983 y 1989, en que fue depuesto por efecto de la invasión militar por tropas de los Estados Unidos.


[5]  Guillermo Endara Galimany (1936-2009), presidente de Panamá entre 1989 y 1994; por tanto, en la época a que se contrae esta parte del relato.


[6]  Literalmente, quién es quien. Respetemos el anglicismo, que estamos en Panamá.


[7]  I. Roberto Eisenmann, jr. fue el fundador y primer editor del diario La Prensa de Panamá. Erato es la musa de la poesía lírica, en general, y amatoria, en particular.


[8]  Acuerdo entre Estados Unidos y Panamá (1977), que revirtió paulatinamente la soberanía del Canal de Panamá y su Zona, al Estado panameño.


[9]  Universidad sita en Baltimore (Maryland, USA) y Centro médico adjunto, pionero en los estudios de cáncer en el mundo. En efecto, mantiene convenio y asistencia técnica con algún hospital de Ciudad de Panamá, en concreto (2012) con el Hospital Punta Pacífica.


[10]  Recuérdese la nota 1.


[11]  En reciente entrevista del autor con el exinspector Muñoz, este le reconoció que las dos preguntas retóricas de su vida profesional –por supuesto, libres de latinajos- habían sido ¿a quién beneficia? y ¿quién tuvo medios y conocimientos para hacerlo? En este caso, el inspector ya había limitado su indagación al grupo más evidente de criminales capacitados.


[12]  Artículo 30 de la Constitución panameña de 1972, vigente en la época de esta historia: No hay pena de muerte, de expatriación, ni de confiscación de bienes. Pese a algunos intentos de reforma, el precepto sigue vigente a día de hoy (mayo de 2012).


[13] El brocardo original es fiat iustitia et pereat mundus, cuya traducción aproximada podría ser: que se haga justicia, aunque perezca el mundo. El profesor Guzmán, menos drástico y más sensible, lo sustituye por: hágase justicia, aunque perezca la ley.


[14]  Chiriquí es la provincia panameña en la que radica la pequeña ciudad de Puerto Armuelles.


[15]  Se trata de un fragmento traducido de la canción Girl, you know it’s true, aparecida en 1989.