viernes, 24 de agosto de 2012

ENTRE DOS PÁGINAS


Entre dos páginas

Por Federico Bello Landrove

 

     Una experiencia común y corriente (el hallazgo de un marca-páginas antiguo e inesperado) aviva los recuerdos y nos pone sobre la pista de algo que pudo ser y no fue. Después de todo, incluso los animales racionales han de moverse entre el azar y la causalidad.

 

 

     No le deseo a nadie la ingrata tarea de reordenar, clasificar y fichar un par de miles de libros, después de una reforma general de la vivienda de uno. Pese a la rutina y el cansancio que nos invaden, todavía hay tiempo para hojear algún volumen, o para que caiga de sus hojas algo que en su día metimos entre ellas. Es una costumbre muy extendida: a título de recuerdo, de afirmación posesiva o de mero marcador de lectura, deslizamos entre los brazos amorosos de un libro los pétalos de una flor, una carta de amor o –para cambiar radicalmente de registro- un recordatorio de primera comunión, o de un funeral. A mí, cuando acababa la tarea, se me cayó una hoja, rígida y marrón, como la piel de una momia. Mientras me agachaba penosamente a recobrarla y la devolvía a su ilustrada tumba, pensé en su procedencia. Lo más probable es que hubiese nacido en los jardines del Alcázar cordobés y yo la hubiese recogido en el viaje de novios, pero no voy a engañarles con falsas seguridades. Así que el relato que mi hoja inspiró, con todo y ser verídico, no ha nacido de ella, si bien lo ha provocado. Tal vez, un químico la calificaría de catalizadora. Yo prefiero ubicarla en el fecundo universo de la inducción.

***

     Sucedió muchos años atrás. Mis padres fueron invitados a una boda y resolvieron enviarme en su representación. Justo a tiempo, ya que acababa de cumplir los años en que a la sazón se alcanzaba la mayoría de edad. Las ceremonias no son mi fuerte, pues me emocionan más de la cuenta y no sé desenvolverme bien en ellas. Mientras el sacerdote se explayaba y mis carnes se aterían, pensaba yo en el dudoso porvenir de la pareja y en la tremenda responsabilidad que se les venía encima con aquella coyunda de por vida, como en España se estilaba entonces. No mejoró mucho mi humor camino del convite, en un día de invierno particularmente gris y entre grupos de gente poco o nada conocida. No tengo ni idea de mi estado de ánimo durante el banquete, ni recuerdo cosa alguna acerca de pláticas o viandas. Por no pasar nada notable, mi terno lucía impoluto a los postres, cosa en mí poco habitual. Había, pues, llegado el momento del baile y ya estaba yo merodeando por la salida del salón, cuando me visitó un ángel.

     ¡Cuánto se hubiera ella reído de la metáfora! Sin embargo, insisto. Me hizo sentar a su lado, hizo algún comentario jocoso y, en seguida, dispuso:

-          Estás más solo que la una. Anda, ven, que voy a presentarte a mi sobrina R. Porque tú no la conoces, ¿no es así?

     Mi habitual recelo a las salidas impulsivas del Ángel quedó, por esta vez, pronto superado. R. –llamémosla Rosa, que suena mejor- resultó ser una jovencita menuda, graciosa y con la suficiente conversación, como para compensar la timidez inicial del galán. No hizo sugerencia alguna acerca del baile, ni siquiera miró hacia la pista. Como sería, que su comprensión me llegó al alma y fui yo quien, un tanto avergonzado de nuestra quietud, le sugiriera dar unas vueltas de danza, salieran como saliesen. En fin, aquella boda, hasta entonces ominosa y fría, cambió de cariz por ensalmo o, por mejor decir, por arte de Rosa y de nuestro ángel guardián, que no dejó de presentarse al marchar:

-          Ya he visto que habéis hecho buenas migas…

-         

-          También tú le has caído bien. No dejes de llamarla, ahora que empezáis las vacaciones.

     Y así fue. Aprovechando el cambio de año, la telefoneé y quedamos para ir al cine al día siguiente. Juraría que echaban una de Claudia Cardinale. La verdad es que, entre la emoción en la oscuridad y los comentarios al hilo de la proyección, no me extraña que no recuerde la película. O tal vez es que la mano izquierda de Rosa tenía un encanto mayor que la soberbia imagen de la impar Claudia quien, por cierto, también se llama Rosa [1]. En cuestión de gustos, dicen que no existen reglas.

***

     Bien, vayamos ya al tema de los libros y los preciados objetos que guardamos en ellos. Es el hecho que la joven Rosa estaba a punto de iniciar los estudios de Arquitectura y –cosa insólita- un servidor había adquirido recientemente un interesante libro, titulado Arquitectura y humanismo[2]. Hablamos de ello y, aunque soy poco dado al préstamo bibliográfico, me faltó tiempo para subir a casa y bajar con el tomito, que puse en manos de mi acompañante, sin mucho interés por su parte. Tal vez, también ella había comprendido que eso la constituía en rehén del prestamista, antes de que la solidez de la relación aconsejase tamaño rasgo de intimidad.

     El hecho es que mi siguiente telefonazo para salir juntos, tuvo una respuesta negativa, tras varios intentos infructuosos de comunicación. He olvidado las formas, pero tengo bien presentes las causas. Sin duda, mi entrada en su vida había resultado demasiado absorbente, para su gusto. Mas tengo para mí que podrían existir razones más íntimas, de corte familiar, que habrán de quedar entre Rosa, nuestro ángel protector y yo. Ustedes disculpen, pero todavía los conozco poco y son confidencias que no vienen al caso aquí.

     Hay personas –entre las que me cuento- que no han nacido para los términos medios, vale decir, el equilibrio, el ten con ten, la prudencia. Nuestro lema viene del Apocalipsis y es palabra de Dios, como no podía ser de otra manera: A los tibios los vomitaré de mi boca[3]. Así que se acabó, punto final, ni una vez más. Rosa pasó a la historia, o eso creía –que no quería- yo. Pero una cosa era que me dieran calabazas y otra muy distinta perder un libro. ¿No se lo había prestado para estrechar lazos? ¡Pues aprovecharíamos el lazo!

     Desde mi punto de vista de entonces, lo que yo no soportaba más era la sucesión de ¿está Rosa?; ¿cuándo volverá?; de parte de… No me salía de la boca la palabra hablada: Me he dado cuenta de que… ¿Lo has leído ya? ¿Cómo hacemos para la devolución? Era perentorio utilizar la escritura. Ya entonces el chico prometía en eso. Y, además, estaba el atractivo de las dificultades a vencer en solitario: buscar la dirección; localizar el buzón; llevar la carta sin ser visto. Vamos, una novela policiaca en germen.

     He de decir que todo salió a pedir de boca. Deposité la breve misiva en el buzón correspondiente, con unas circunstancias de cita que juzgaba idóneas y perfectamente asumibles: el próximo viernes, en la cafería Tal, a las siete de la tarde… Y a esperar.

     La espera fue de esas que no he olvidado jamás. Rodeado de grupos y parejas, sin otra distracción que mirar hacia la puerta, con un café por toda compañía… y con la indignación consiguiente a una supuesta informalidad, trufada con la indebida apropiación de un libro. Creo haber esperado cosa de una hora, más allá de la sugerida. Luego salí y –como suele decirse- me perdí entre las sombras de la noche, sin dejar de mirar atrás unos momentos.

     Dos días después, al volver de la Facultad, tenía sobre la mesa de mi cuarto un voluminoso sobre, recogido por mi madre del casillero familiar, escrito de mano desconocida. Lo abrí. Allí estaba el libro prestado y, entre sus hojas, una breve nota de Rosa, justificando el desencuentro:

     Dejaste tu nota en el buzón del bufete de mi padre y, como no vivimos allí y él es tan distraído, no llegó a mis manos hasta ayer. Lamento lo sucedido pero esa, y no otra, fue la causa de que no acudiese a la cita.

      Cualquier animal racional se habría apresurado a coger el teléfono, acusar recibo del libro y de la disculpa y, en su caso, repetir la cita. Yo me limité a dar la callada por respuesta, entre el fatalismo y la vergüenza.

     Eso sí. Años más tarde, en una de mis varias mudanzas de casa, volvió en mis manos el cuerpo del delito. Pardo y ajado, parecía la viva imagen de un pasado absurdo, que sentía deseos de borrar. Entre dos páginas, todavía guardaba la nota de Rosa, mudo testigo de mi necedad. Desgarré la esquela, tiré el libro a la bolsa de la basura y seguí apilando tomos en los cajones.

     En cambio, ayer –como quien dice-, me agaché a recoger una hoja que nada me decía y la guardé reflexivamente allí donde un día decidí alojarla. Tal vez me vaya fallando la memoria, pero algo he mejorado en sensatez desde mi juventud. Aunque no mucho, no vayan ustedes a creer. Ya se sabe, genio y figura…

 



[1]  En concreto, Claudia Josefina Rosa Cardinale, con grafía italiana o francesa, a gusto del espectador.
[2]  De editorial Labor, publicado en 1967, del que es autor Víctor D’Ors (1909-1994).
[3]  Traducción aproximada de Apocalipsis, 3, 16.

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