viernes, 17 de agosto de 2012

EL VALOR DE LA PALABRA



El valor de la palabra

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Pablo Rodriguez Martín (Blas Pajarero), 1926-1991



      Una vez más en mis relatos, el enlace entre textos literarios o letras de canciones es el catalizador de reflexiones morales. En este caso, se trata del valor de la palabra, como medio de llegar al corazón de las personas, de manera completamente íntima e individual. Fértil pensamiento para quienes creemos ser hábiles con el lenguaje o, simplemente, no tenemos nada más para convencer y para provocar.




1.      Introducción



     Fue el año en que dimos tierra a Blas[1]. En nuestra tertulia de los jueves, salió a relucir 1968, el del Mayo parisino y la aparición en libro de los Retazos de Torozos, dedicado a los muertos de aquella comarca, que todos entendimos muy bien a qué muertos se refería. Los ojos del alma se me fueron a aquella casucha corcovada, cabe la Catedral, cuya desvencijada escalera subí más de una vez, con mente abierta y corazón alegre. No les diré cómo la bajábamos Marcos, María Jesús, Miguel y los demás, embriagados de lecturas de Ruedo Ibérico y canciones de Paco Ibáñez o Brassens. Si la euforia pudo tener en ocasiones otro origen, es cuestión sobre la que he de correr un estúpido velo, y nunca mejor dicho.

     Cualquiera habría hecho de profeta entonces, pronosticando que Luis sería el escritor de la promoción. Al menos, siempre he admirado su dominio del lenguaje y su vena poética, yo que me he bandeado desde entonces en los terrenos grises y cotidianos de la prosa. Con todo, aquella tarde del 91, me sentí ofendido con la pulla que clavó en mi amor propio Joserra Cendrero, cuyo contexto he olvidado, pero de la que recuerdo las palabras de modo literal:

-          Hablamos y hablamos. Fede, hasta escribe. Pero no hay torrente de palabras que pueda ahogar un dolor profundo, ni revivir un amor que se extingue.

     A esas alturas de la vida, yo suscribía casi del todo las palabras de mi amigo, pero me dolía reconocer la inutilidad de mis quehaceres literarios y me quemaba la suficiencia –casi el desprecio- de la forma por él empleada. Así que lo reté:



-          Conque inutilidad, ¿eh? ¿Qué dirías si, para el jueves que viene, os traigo por escrito un ejemplo de lo contrario?

-          ¡Excelente!, jaleó Medero. Nada mejor que un buen cuento para desmentir una mala realidad. ¡Quedas emplazado!



     Una vez en casa, me puse a los mandos de mi inseparable máquina Triumph. No tenía miedo de no estar a la altura. Entre las paredes de aquella vetusta casa de la calle Cascajares tenía el argumento. La música y la letra dormían en los ya ajados álbumes de discos de vinilo, sucesivamente arrumbados por las cintas magnéticas y los entonces recién nacidos cedés. De modo que manos a la obra. Así tendrán ustedes la ventura de conocer el relato antes que mis escépticos colegas de café y copa. Que se diviertan. 





2.      Me queda la palabra


       A su abuelo paterno, Román Cifuentes [2], le habían dado tierra en algún lugar de la carretera de Castromonte a La Santa Espina, un 9 de agosto, precisamente el día de su santo. No es probable que fuese una coincidencia buscada por los falangistas que hicieron la saca en La Mudarra, en plenos Torozos, pero lo cierto es que era su día. Claro que, en aquella Castilla amasada con esfuerzo y saña, las onomásticas no se celebraban, sino los cumpleaños. Habría hecho cuarenta y dos para San Lucas, pero no hubo lugar. Su mujer, tras cumplir con las multas e indemnizaciones a la patria exigidas por la ley, malvendió casa y tierras y se vino a Castellar, a una casita del barrio de San Andrés, que por similares motivos había dejado desocupada una familia de ferroviarios. Como ella decía:



-          ¿Qué hago yo con la labranza? Mis hijos aún no tienen edad y algunos ambicionan nuestras tierras. Además, está Vicente…



     Vicente era el hijo mayor, el padre de nuestro protagonista, quien, a sus quince años, estaba acabando el bachiller como becario, con las mejores calificaciones. Un esfuerzo más y el chico podría concluir los estudios, colocarse y sacar adelante a sus hermanos. Claro que tenía que ser trabajando, pues las ayudas oficiales no eran para los de izquierdas. Así que la madre, a servir y él, a trabajar por las tardes en la carbonería del señor Pedro. Las cuatro perras de las fincas complementaban la economía familiar, que eran cinco bocas a alimentar.



     La Guerra acabó, justo cuando iban a llamarlo a filas. Hizo una larguísima mili cuartelera en Granada y allí se arregló para empezar Derecho por libre, de uniforme y donde no lo conocía nadie. Acabó la carrera, ya en Castellar, y buscó un rápido acomodo. Don Emilio, el catedrático de Procesal, lo riñó:



-          Señor Cifuentes, no eche a perder todo lo que vale. Haga una oposición fuerte.

-          Tal vez, más adelante. Ahora tengo que devolver a mi madre lo mucho que ha hecho por mí en estos años.



     Avalado por su buen expediente académico, se colocó en una notaría de Medina de Rioseco. El titular no se dejaba ver mucho por el despacho y pagaba bien a los empleados de confianza. Vicente se contó en seguida entre ellos y, a mayores, logró un buen sobresueldo. Un día apareció por la oficina una señorita para hacer una escritura de compraventa de fincas. El oficial le guiñó el ojo a Vicente y susurró:



-          Es la única hija de Marcial de la Cruz, uno de los terratenientes fuertes de por aquí. Aunque es feílla, yo que tú no la dejaba escapar.



     Es posible que, de haber sido guapa, no se hubiese atrevido. El caso es que la atendió cortés y pacientemente. Marcela –que era su gracia- estaba apoderada por su padre para los actos notariales, al estar él baldado en cama. No era menuda casualidad la de que, quien se había hecho rico durante la guerra civil con malas artes, acabase partiéndose el espinazo al caerse de un caballo. Como bromeaba Silverio, el oficial, los fantasmas del pasado le habían salido al encuentro en el camino de Damasco. Vicente se preguntaba alguna vez si, entre esos espíritus, estaría el de su padre.



     En fin, que Marcela y el frustrado opositor fuerte formalizaron relaciones y acabaron por casarse, en contra del parecer del padre de ella, que pretendía un matrimonio más conveniente. Pero la joven fue inflexible: aquel señorito de carrera, culto y de tez pálida, valía más que todos los gañanes de la comarca. Y, donde no, estaba dispuesta a abandonar a su padre, lisiado y todo. Con lo que Marcial dio su brazo a torcer y la boda se celebró. Vicente solo puso una condición:



-          Yo no quiero saber nada de tus tierras. Seguiré trabajando en la notaría, como hasta ahora.



     Marcela lo miró con ternura y accedió. Le gustaba ese prurito de independencia económica. Más adelante, cuando su padre cerrara el ojo y hubiese herederos de su sangre, seguro que Vicente cambiaría de criterio y se desviviría por ayudarla, como siempre.



     Y así fue, aunque por poco tiempo. Un cáncer se lo llevó, todavía joven. Su único hijo, nuestro Román, apenas tenía nueve años. No es nada probable que, de vivir su padre, este le hubiera contado cosas del pasado. Pero lo que es muerto, menos aún. O eso es lo que podría creerse. Lo cierto es que Marcela era un pozo de sorpresas. Pasito a pasito, sin muchos detalles y sin acrimonia, le fue abriendo a Román los ojos y la memoria. También la abuela ayudaba, cuando el muchacho iba a Castellar de vacaciones, o a examinarse del bachiller. Y así fue creciendo en la contradicción de dos familias, otrora enemigas, y de unos ideales de libertad y cultura, sostenidos por una riqueza mal ganada y amordazados por el Gobierno imperante. Un día, el chico tendría que decidirse y ese día llegó cuando vino a estudiar a Castellar -¡cómo no!- la carrera de Derecho. Pero no quiso hacerlo como huésped de su abuela o sus tías, sino que se colocó de pensión en casa de doña Aurelia, amiga de juventud de su madre. Era en un primer piso de la casa corcovada de la calle Cascajares, con vistas al atrio catedralicio. Ya les he hablado de ella. Ahora toca que les hable de Román, tal como yo lo conocí y traté, en los tiempos en que fuimos condiscípulos.



***



     En los dos primeros cursos, entre que aún nos conocíamos poco y que no había llegado la concienciación, Román fue para mí un compañero más, de los de tomar una caña o cambiarse apuntes. Los fines de semana, cuando yo me iba con la sola compañía de un bocadillo a la sesión de tarde, coincidíamos a veces en el cine. Él estaba muy bien acompañado, de una mocita esbelta, minifaldera y con melena lisa, graciosa reproducción de las chicas yeyé, que poblaban a la sazón las pantallas de televisión en blanco y negro. Si la envidia hubiera sido tiña, seguro que habría tenido que rascarme, pero yo entonces convalecía de heridas del corazón y no me sentía dispuesto a reincidir, como decíamos los alevines de penalista. Pero hoy no toca hablar del autor, sino de su involuntario personaje.



     Como si de una epidemia se tratara, a muchos nos llegó en tercer curso la plaga del materialismo histórico y a bastantes los infectaron los miasmas del PeCé. De repente parecía como si aquellos niños –y niñas- de papá (mayoría entre los universitarios de entonces) nos convirtiésemos en atormentados intelectuales, víctimas de una opresión asfixiante y llamados a desplazar muy hacia el oeste las sólidas y macizas fronteras que perfilaba el Telón de Acero.



     La afinidad ideológica acabó por definir los grupos de amigos dentro del curso. Yo era un miembro periférico y descomprometido de uno de ellos, al que me ligaba la admiración por algunos de sus componentes (y el atractivo de ciertas de sus componentas) y el nivel intelectual, dicho sin falsa modestia. Pero Román era un converso apasionado de esa religión confusa, mezcla de existencialismo, acracia y solidaridad universal, que se hacía perdonar la bohemia y las jugosas subvenciones paternas, corriendo delante de los grises y ostentando en la estantería de la alcoba la edición mejicana de El Capital.



     La radicalidad de Román –así lo he creído siempre- hundía sus raíces en los Torozos, vale decir, en la sangre de los Cifuentes, impiadosamente derramada dos generaciones atrás y anulada intelectualmente en la persona de su padre. Una vez le oí decir que este no había muerto de cáncer al cerebro, como los médicos afirmaban, sino de estallido de las ideas que infructuosamente pugnaban por brotar de él. Hermosa alegoría, sin duda ninguna, que evidencia cómo todo sirve a nutrir los tópicos de los fanáticos, hasta la forma de morir de sus padres.



     Y así, por vía de herencia o de creencia, Román Cifuentes abominó de su prehistoria de adolescente abierto y despreocupado y se convirtió en un activista con hechuras de conspirador. Y conste que no exagero: una guerra civil perpetuada, la falta de libertades y la rebeldía de los veinte años, pueden tener esas cosas. Recuerdo a otros tantos que cojearon del mismo pie (del izquierdo, casi todos); como también hago constar, aquí y ahora, mi simpatía y hasta mi admiración por ellos, sobre todo, por los pocos que han sido coherentes a largo plazo, sin cinismo y sin violencia.



     El servicio militar, obligatorio entonces, me apartó bruscamente de Román y de los demás del grupo. Los veía de vez en cuando, pero el lazo místico se había roto y tampoco era cosa de que un estudiante bajo disciplina castrense se mezclara en ciertos conflictos. La última vez que hablé largo y tendido con él fue poco antes de los exámenes de cuarto. Román cantaba las excelencias del Mayo francés del 68 y hacía cábalas acerca de la posibilidad de colarse en el país vecino, tan pronto nos dieran las notas. Llevaba barba poblada y lo acompañaba una chica de Filosofía, con cierto aire a Françoise Hardy. Pasó mayo y otras muchas primaveras. En las bodas de plata de la promoción me dijo que ejercía de notario por Cataluña. Iba con él una señora que no tenía ningún parecido con la susodicha cantante. Claro que, veinticinco años después, no creo que ninguno de nosotros nos pareciéramos mucho a la imagen que guardábamos de nuestra juventud.



***



     ¿Y dónde queda, dentro de la historia de Román, el valor de la palabra? Para responder, he de imaginarme una noche de 1967, en su habitación, entre amigos. Luis ha llevado un disco nuevo, que coloca parsimoniosamente sobre la plataforma giratoria, diciendo estas palabras: Paco Ibáñez 2. Insuperable [3]. Los poemas hechos canción van desgranándose, a la voz uniforme y emotiva del cantautor. Al fin:



Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua…

Si he sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada…

Si abrí los labios para ver el rostro

puro y terrible de mi patria…

Me queda la palabra.







     Allí estaba cuajada la sangre de nuestros abuelos; cristalizada, la opresión de nuestro padres; tal vez, también, los anhelos de nuestra joven generación, que empezaba a germinar y crecer, aún entre sombras. No sé por qué, miré hacia Román, a su rostro en penumbra, a su cabeza reclinada contra el testero de la cama. Por casualidad, me devolvió la mirada y trató de sonreír, sin conseguirlo. Por impropio, por absurdo, por ridículo, incluso, que resultara, en él había de cumplirse el poema. No es que captara la belleza del lenguaje, como Luis, ni la ronca armonía de la música, como yo mismo. Ni es que quisiera ser, o que se sintiera. Él era la palabra.



     Y tengo para mí que fue, a partir de entonces, cuando cambió.





3.      No tengo nada más



     Vivía en la calle Regalado, cerca de la trasera del Zorrilla  y con la torre del Salvador al fondo. Junto a la puerta de la calle y sobre la de entrada a su casa, la placa de su padre: Doctor Alberto Dorado, médico de niños. Ella era poco mayor que uno de estos y estudiaba en Las Francesas. Su uniforme azul alegraba los billares del Pasaje, cuando iba en busca de su hermano, por instigación de la madre, a fin de evitar la tormenta paterna. Creo que fue allí donde nos vimos por vez primera, aunque eso tuvo que revelármelo ella, pues soy mal fisonomista y el rey de los juegos[4] reclamaba toda mi concentración.



      Tenía hechuras de niña bien y temperamento rebelde y despierto. Dicen que frecuentaba los guateques y hubo de ser en uno de ellos donde conociera a su chico. Creo que era su primer amor, aunque ella se empeñara en no reconocerlo así. El mozo estudiaba Derecho y le llevaba un par de años. Vivía de patrona, como tantos estudiantes de entonces, que no se estilaba formar comunas de ambos sexos en los pisos, como ahora. A propósito de ello, entablaron cierto día una discusión:



-          ¿Por qué no te vas a un Colegio Mayor? Estarías mucho mejor atendido y tendrías unos horarios más razonables.

-          ¿Y tú, Lorena, por qué no dejas a esas meapilas con toca y te matriculas en el Instituto?



     Con lo que implícitos quedan los tremendos motivos de discrepancia entre ellos.



     Año y medio de relaciones dieron de sí lo suficiente, como para calificar aquellas de noviazgo, tanto en lo sentimental, cuanto en lo sociológico, tan importante a la sazón. No es que yo estuviera al corriente de sus progresos, pero la Facultad era un pañuelo en aquel tiempo y nos conocíamos de vista todos. Además, ahora que me acuerdo, la chica se matriculó en Químicas, con lo que, al compartir edificio, era facilísimo para una pareja quedar citados y esperarse. Ella lo hacía con frecuencia y ¡cuántas veces la miré de reojo al pasar, admirando su lozanía! Acabé por saludarla, a raíz de que me preguntara en un par de ocasiones si su novio había salido ya de clase. Habría sido de mal tono en una chica mostrar un mayor interés e ir a buscarlo al aula.



***



      La timidez ha solido ahorrarme el defecto de la intromisión. Con todo, un día de primavera en que me pareció que estaba esperando a alguien en el enlosado de la fachada universitaria, me acerqué a Lorena y le dije:



-          Hoy no ha venido por clase. Creo que han ido a una manifestación.



     Se puso roja como un tomate, balbuceó un gracias y cruzó hacia los jardines, a toda prisa. Un par de días más tarde, tuve la explicación, de labios de mi compañera Pili:



-          Creo que lo han dejado. La chica no hacía más que discutir con él a propósito de sus actividades políticas. Parece que la familia de ella es muy facha y han influido en el asunto. Total, que él la ha mandado a paseo.



     Entraría en el terreno resbaladizo de la introspección, preguntándome si ejercí de caballero andante o de mercader de oportunidades. Lo cierto es que me hice el encontradizo con Lorena, me disculpé por el planchazo de días atrás y la invité a tomar un café en el Moka. Ella aceptó cortésmente, pero me pareció que se ponía en guardia. ¡Claro!, pensé, no dejo de ser un condiscípulo de quien le dio calabazas.



     La chica estuvo superior. No vaciló en admitir que había sido su novio quien rompiera, ni negó que su rival no había sido nadie con faldas, sino la maldita política. No echó la culpa a las interferencias familiares, y reconoció:



-          No estoy deshecha, como dices, pero sí muy desilusionada. Ha sido todo muy repentino y puedes estar seguro de que hice todo lo posible por evitar la ruptura. Todo, incluso llamarlo y hasta buscarlo. Ahí fue donde tú me sorprendiste ¡y menuda vergüenza pasé!



     ¿Qué corazón de pedernal no se enternecería después de estas palabras? El mío, no, desde luego. Así que me dejé caer, de la manera más expresiva que pude:



-          ¿Te apetece ir al cine este domingo? Ponen una película estupenda en el Roxy.



      Lorena me miró, como lo hacía mi madre cuando descubría milagrosamente mi lado más oscuro:



-          Muchas gracias, Fede, pero necesito estar sin ir al cine una buena temporada.



      Esta vez el corrido fue un servidor. Volviendo a mi psicoanálisis, vaya usted a saber si fue por demasiada inconstancia o por excesivo amor propio. El caso es que Lorena entró aquella tarde en su portal y salió de mi vida. Frase tan ridícula, como los rasgos de mi carácter que hicieron posible tal cosa.



***



     Repitamos ahora la pregunta. ¿Dónde queda, dentro de la historia de Lorena, el valor de la palabra? Pues, por esta vez, tuve que esperar para tener la respuesta. Tanto, como los años que tardé en hacerme con un viejo disco EP de la ilustre cantante Rosalía[5]. Resulta que, por bien justificadas razones, soy coleccionista de canciones y piezas musicales que lleven en su título el vocablo palabra o palabras. En una feria de vinilos usados y de ocasión, conseguí ese interesante ejemplar, a buen precio para la calidad del contenido. Sorprendido, aprecié que el dorso de la cubierta tenía una dedicatoria a un innominado destinatario. Para ella, se había aprovechado parte del texto en español de la canción Palabras:



Tal vez podamos proseguir

lo que se queda atrás.

Palabras son,

que digo con amor:

no tengo nada más.



Castellar, Navidad de 1968

Lorena



     El corazón me dio un vuelco. No me cabía la menor duda de que aquella Lorena era la chica yeyé, defenestrada por la política hasta el punto trágico de encontrarse retazos de su vida en almoneda. ¡Ya fue mal gusto el del despectivo galán!



     Ni que decir tiene que este pequeño obsequio ocupa un lugar de honor en mi discoteca, hasta que encuentre la oportunidad de devolvérselo a la donante…, si es que alguna vez me atrevo.[6]





4.      Epílogo


     Al jueves siguiente del reto del café, leí a mis contertulios una versión abreviada del relato que están ustedes acabando. Como es lógico, cada cual mantuvo su punto de vista sobre el valor de las palabras, pero yo quedé bastante bien como abogado defensor de las mismas –todo hay que decirlo-. Solo recibí una queja en regla, de Jenaro, el profesor de matemáticas. Verán ustedes que, en principio, era completamente lógica:



-          Pero vamos a ver, Fede, ¿no nos habías ofrecido un cuento?

-          Desde luego.

-          Entonces, ¿por qué nos lees dos?



     Pocas veces he disfrutado tanto, poniendo a un listillo en su sitio:



-          ¿Cómo que dos? ¿Aún no has caído en la cuenta de que el desdeñoso novio de Lorena no era otro que mi condiscípulo, Román Cifuentes?






[1] Blas Pajarero, seudónimo de Pablo Rodríguez Martín (Santander, 1926-Valladolid, 1991). Su obra más conocida es Retazos de Torozos, compilación de artículos periodísticos aparecidos semanalmente en el vallisoletano Diario Regional. La primera edición data de 1968 (edit. Ceres). Posteriormente, el libro ha sido reeditado en 1980 (Gráficas Andrés Martín) y 2002 (edit. Fuente de la Fama).
[2]  Nadie busque identidades reales bajo los nombres empleados en el relato, salvo el del autor y los personajes de relevancia pública citados por el mismo.
[3] Paco Ibáñez, 2 (1967), de la colección España de hoy y de siempre. En él figura musicalizado e interpretado por este famoso cantautor el poema En el principio, de Blas de Otero (1916-1979), aludido en el texto. Está constituido por tres estrofas de cuatro versos, el último de los cuales es, en todas ellas, me queda la palabra.
[4]  Me permito opinar, calificando de tal el billar, en todas sus formas. ¿Y el ajedrez? ¡Ah!, ese es un arte.
[5] Rosalía Garrido Muñoz (Madrid, 1944). El susodicho microsurco, del sello Zafiro, apareció en el otoño de 1968, con las canciones Un amor eterno y Palabras.
[6]  Para los adictos a las curiosidades, añado que, tanto la versión original inglesa, Words, de los Bee Gees, como la citada Palabras, aparecieron en 1968. En cuanto a texto y calidad interpretativa, cada cual tendrá sus gustos. Eso sí, la de los Bee Gees de madurez (Las Vegas, 1997) es indiscutiblemente mejor que la de su juventud. En YouTube tienen, por supuesto, las diversas versiones.

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