viernes, 3 de agosto de 2012

EL ESGUINCE








El esguince



Por Federico Bello Landrove





     Como modesto anticipo de mis Memorias de un chico de quince años, que afortunadamente nunca verán la luz, traigo a la vida en común del blog este episodio. Una vez más se constata que es mucho lo que pudo ser y no fue, tal vez por ventura.







      Tenía yo quince años. La laureada ciudad de Castellar, obviamente, tenía muchos más, pero lucía a la sazón un adolescente sarpullido de modernidad en sus aceras. El número de vehículos que transitaban por las calles céntricas aconsejaba hacerles sitio, aunque fuese a costa de los peatones, indudablemente muchos más, pero menos ruidosos y progresistas. El alcalde sentenció: reducción del ancho de los ánditos. Ni que decir tiene que el primer edil fue conocido en adelante con el apodo de Señor Bordillo. Se lo tenía merecido.



     He aquí, pues, los dos primeros ingredientes de la historia: un chaval de Castellar y las aceras de su pueblo. El tercero es mucho más prometedor, sin duda. Se trataba de una jovencita, hija de padres españoles en el exilio venezolano, en su primera visita a la ciudad de que era oriunda su familia materna. He escrito jovencita con mi cuenta y razón pues, siendo una adolescente por edad, presentaba una soltura y unas formas sugeridoras de madurez superior a su edad. ¡Las cosas de la zona tórrida!



     Ni que decir tiene que, al coincidir ambas familias en cariñosa visita de salutación, se cruzaron las miradas de la belleza caraqueña y el mozo castellarense y, aun sin palabras, fue evidente el mutuo interés. Bueno, eso es lo que yo creo –o quiero- entender. En cualquier caso, yo sí que sentí una inusitada atención hacía la muchacha y empecé a hacer planes sobre cómo aprovechar las oportunidades que podía brindar la semana de estancia entre nosotros de Inesita (que era su gracia). Ya se sabe, paseo turístico, excursión al Pinar, ejercicio natatorio en las piscinas y quién sabe si alguna película tolerada en el Roxy o el Avenida.



     Dicen que todo Edén tiene su serpiente. Sin llevar la comparanza hasta el extremo, el ofidio se llamaba aquí César y era el hermano menor de mi Eva, revoltoso, malhablado y movido hasta dejarlo de sobra. Entonces se empleaba para niños así la expresión de la piel del diablo. No es mala imagen para un molesto intruso en el paraíso.



     Caía la tarde y las dos familias, dando por terminada la visita, se encaminaron en comitiva hacia un bar en las inmediaciones de la Plaza Mayor, donde habían quedado en verse con los miembros de una tercera parentela, íntima de ambas. Se formaron los grupitos consiguientes, a tenor de las dimensiones medias de las aceras. Ni que decir tiene que la bella forastera y un servidor pasamos a integrar uno de ellos, al que se sumó el rebelde y deslenguado hermano de la primera.



     No habían pasado cinco minutos, ni cruzádose cinco frases, cuando sobrevino lo que, bien mirado, era de esperar. Un empujón de César, un estrechamiento del paso y hete aquí que mi pie izquierdo fue a parar en mala postura a donde el bordillo acababa. Todo el modesto peso del cuerpo gravitó sobre la articulación y el tobillo sufrió un esguince de cierto nivel.



     Adiós, pues, al paseo y los amables coloquios. Hube de regresar a toda prisa –es un decir- a mi casa y aguardar, pierna en la horizontal, la llegada del venerable doctor Laguna, médico de la familia en los últimos cincuenta años. El dolor apretaba, pero todavía podía ganarse la guerra, pese a haber perdido la primera batalla.



     Desgraciadamente, no hubo lugar a nuevas lides. La prescripción del galeno fue rotunda y su cumplimiento, inflexible: Un vendaje firme y a la cama durante una semana. De otro modo,  temo que el tobillo quede resentido permanentemente.



     ¿Hará falta que les asegure que mi tobillo izquierdo ha funcionado perfectamente desde entonces? Pues doy fe de ello, como de que leí por primera vez en mi vida íntegro el Quijote. Podríamos, pues, aseverar que no hay mal que por bien no venga.




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