sábado, 28 de julio de 2012

LA FIERECILLA INDOMADA


La fierecilla indomada



Por Federico Bello Landrove



     El espíritu, más que la letra, de la shakesperiana Fierecilla domada sirve de pie para un cuento de viaje en tren, por supuesto-. Una mujer indomable y un hombre domado (hasta cierto punto) intercambian historias supuestamente ajenas, que acaban resultando muy personales y les acercan a aquellos momentos, ya lejanos, en que pudieron haber cimentado un amor para toda la vida.







1.  Un tren y un libro


     El rápido Hendaya-Madrid arrancaba de la estación de Donostia-San Sebastián, a primera hora de la tarde de aquel 16 de mayo de 2000. A la pareja femenina que desde el principio del viaje ocupaba uno de los compartimentos de primera clase, se agregó en Donostia un caballero ligero de equipaje que se sentó junto a la ventana, tras un breve saludo. Las damas (pues, cuando menos, su edad y apariencia les hacían acreedoras del apelativo) respondieron sin mirarle, de forma meramente gestual y continuaron con su conversación en francés.



     El paisaje de ventanilla dio poco de sí al doctor Pedro Lafuente. Otro tanto acaeció con la charla para las señoras. La más cercana a la puerta del departamento pasó a dedicar su atención a un ordenador portátil. La que quedaba en oblicuo y más próxima al doctor, tomó de su bolso un libro, se puso las  gafas de cerca y, aparentemente, se sumergió en la lectura. El doctor hizo un breve esfuerzo para captar el título del  tomito en rústica: La fierecilla domada.



     La dama del libro era, en verdad, hermosa y con estilo, lo que llamó la atención de D. Pedro, pues su edad rondaría el medio siglo; desde luego, año arriba año abajo, como la de él. Pensó que era de agradecer tan buen palmito en una señora de su generación. Con todo, lo más llamativo es que la lectora tenía para el doctor un aire ligeramente familiar: sobre todo, esos ojos pardos… y la grata sonrisa que le dedicó cuando levantó la vista del libro y se produjo un cruce de miradas.



     El doctor se sintió halagado por el aparente interés visual de la señora y, no muy dispuesto a seguir mirando el paisaje durante varias horas, se atrevió a iniciar la conversación en español:



-          Genial esa comedia. Aunque ha llovido mucho desde entonces.



     La dama dio un respingo, a duras penas disimulado, al oír la voz del doctor. Se quitó las gafas, posó el libro en el asiento y dedicó a su interlocutor una atención inusitada. Tanto, que este se sintió un poco incómodo y, por un momento, temió haber empleado el idioma equivocado o resultar molesto. Nada de eso aconteció, pues fue respondido con toda cortesía:



-          Ciertamente no está en el top ten de las librerías, pero es un libro magnífico. Lo tengo un poco desencuadernado de tanto leerlo.



     La voz acompañaba al palmito, aunque tuviera el tono grave y ligeramente velado de quien la ha usado mucho, por la edad o por la profesión. La señora pareció escrutar el efecto de sus palabras en el rostro de D. Pedro, quien, un poco en tensión al sentirse observado, decidió dar un giro más educado al coloquio:



-          ¡Oh, perdone que no me haya presentado! Pedro Lafuente, médico en Madrid, a donde ahora me dirijo tras haber dado una conferencia en San Sebastián.

-          Catalina, y esta es mi secretaria, Josette. Venimos de París y, por lo que me dice, con el mismo destino que usted.



     Josette esbozó un enchantée y volvió a su inseparable ordenador. Pedro no pudo menos de mostrar cierta sorpresa o interés ante el nombre de madame. Esta, como si se hubiera quitado un peso de encima, pareció relajarse y cambió de posición, colocándose frente por frente con el doctor. Parecía el preludio de una extensa y amistosa conversación. No obstante, agotados con rapidez los temas tópicos entre desconocidos, la charla languideció, entre miradas y silencios. Al doctor Lafuente no le resultó extraño, aunque sí un poco embarazoso: la verdad es que él no era locuaz y, por si no fuera esto suficiente, los ojos se le iban tras del rostro y el busto de la señora con creciente atención. Esta parecía no tener dificultad para hablar por los codos, pero no pasaba de sacar todo el jugo posible a temas triviales, como si ocultara algo.



     Por fin, de tanto avanzar en círculos, la conversación vino a recaer en la famosa Fierecilla. El doctor (que tenía una notable cultura a nivel de bachillerato) captó enseguida que Catalina le daba cien vueltas en esto de la literatura. Así que, remontándose al terreno filosófico, D. Pedro especuló:



-          Hay algo en esa obra con lo que estoy en absoluto desacuerdo. La forma de domar a los bravíos no puede ser una violencia mayor aún. Yo creo que las personas, como las imágenes de los espejos planos, acaban siendo un fiel reflejo de la forma en que se las trata: duras, si es con severidad, y blandas, si con ternura.

-          ¿Usted cree, amigo mío? Yo creo que, incluso en estos tiempos, conseguir un espacio de libertad y ser uno mismo sigue siendo cuestión de resistir y de enfrentarse; al menos, en muchas ocasiones y con casi todas las personas.

-          ¿No cree, entonces, en el valor del ejemplo y de la dulzura?

-          Claro que sí, doctor, en muy contados casos. Pero como actitud general, es preferible estar a la defensiva y recelar. Tiempo habrá de abrirse y confiar, cuando hayamos probado y comprobado las intenciones y las obras de los demás.

-          ¿Incluso con los íntimos y en el amor?

-          En esos casos, más que nunca, pues nos jugamos casi todo y podemos sufrir mucho más.



     El doctor no se atrevió a seguir por tan hondos derroteros. Fue la señora quien, tras unos instantes de vacilación y mirada perdida, dijo:



-          Verá usted, señor Lafuente, voy a proponerle una especie de juego, estilo Decamerón. Puesto que tenemos cinco horas por delante, si usted quiere, contaremos sucesivamente un cuento cada uno, en apoyo de nuestras tesis sobre la forma de entender la vida. Sólo que el cuento habrá de basarse fielmente en una historia real que conozcamos muy bien, sin más excesos o alteraciones que los indispensables para resultar más expresivo. ¿Acepta usted?

-          Por supuesto –el doctor estaba embriagado por aquellos ojos y un tanto picado porque le llevaran la contraria-. ¿Quién empieza?

-          Ya que le he propuesto el juego y creo tener más experiencia literaria, empezaré yo, si no le importa. Ya ve –ironizó-, estoy a la defensiva, pero aún concedo ventajas.





2.  El cuento de Catalina



     Tengo una amiga de toda la vida que, a lo largo de ella, ha tenido tres grandes amores, y todos tres tuvo que sacrificarlos, más tarde o más temprano, en aras de su libertad y su dignidad: vamos, de poder ser ella misma. Su primer amor, breve en el tiempo pero largo en promesas de felicidad, cayó en el terreno pedregoso de las influencias y mediatizaciones familiares. Ya sabe usted lo que era aquello hace casi cuarenta años. Lo cierto es que a ella parecía tocarle el camino de rosas del apoyo entusiasta y las facilidades por parte de su familia. Se habría dicho que el muchacho era el novio de toda la parentela femenina: tanta era la admiración que sentían hacia él y tan poco el respeto por los sentimientos, aún dubitativos, de mi amiga, una niña casi. Al fin, el patito feo rechazó al cisne y, con ello se ganó una plétora de críticas y ridiculizaciones de todos sus deudos, empezando por su madre. Tal vez, perdió la felicidad, pero mi amiga se hizo una joven de carácter y alcanzó su cuota de libertad.



     A veces esa libertad nos embriaga, o llega demasiado pronto. Lo cierto es que el segundo amor de mi amiga fue acaso una mala consecuencia del primero. Donde antes hubo inocencia y platonismo, prevaleció, no mucho después, el fuego del deseo. No afirmaré que se tratase de una elección a la ligera: de hecho se sintió enamorada. Pero lo cierto es que el elegido era un extranjero, con muy poco en común para compartir con la joven. ¿Deseos de volar lejos del nido y de los padres? ¿Nuevo canto a la libertad y la autoafirmación? Sea como fuere, mi amiga se casó, marchó lejos de España… y se estrelló con la realidad de un marido no bien conocido, celoso y violento, que quiso hacer de ella su posesión, para dominarla y maltratarla en casa, y lucirla fuera. Y todo ello, con dos hijos comunes, en tierra extraña y sin medios económicos ni profesionales en que basar una eventual rebelión. Sin embargo, la mujer se enfrentó. Agotado su margen de paciencia en pro de los hijos, rompió con el marido, buscó trabajo adecuado a sus excelentes cualidades, sacó adelante a sus muchachos (no siempre con la comprensión de estos) y rompió el cerco de una sociedad que la motejaba de extranjera. 



     Su tercer amor fue el tributo que mi amiga pagó a la improvisación y al imposible, aunque nunca lo ha lamentado, como nunca se lamenta el amor de nuestra vida. Nada permitía suponer que aquello fuese a durar: los compromisos familiares de ambos; el narcisismo y la debilidad de carácter de él; el complejo de superioridad intelectual del amante. Todo fue, sin embargo, superado durante algún tiempo por un inmenso resplandor de brillantez, ternura y sexo. Y todo se vino abajo, en un momento terrible, cuando la pareja fue probada por una gravísima enfermedad de mi amiga, que se cebó de modo indeleble en su cuerpo y la puso en la lista de una muerte próxima. Pero la mujer era ya, no una indomada, sino una indomable. Sola, rota, sin esperanzas, se enfrentó a todo y de casi todo salió victoriosa, aunque no indemne. Hasta la muerte pareció rendirse a su valor y su esfuerzo. Y ahí sigue, firme, fuerte, dominadora, dueña de su destino, aun sin saber qué ha de depararle todavía éste, ni durante cuánto tiempo.





     Podría seguir el cuento, narrando su brillante reconversión profesional, sus éxitos sociales, los retornos periódicos y agridulces a lo que ella llama “sus raíces”. Precisamente ahora está en uno de esos momentos. Un momento de gloria, aunque todavía no -¡nunca!- de paz.



     Catalina calló y el silencio se mantuvo durante cierto tiempo. Pedro parecía reflexionar, entre sobrecogido y receloso. Finalmente, debiendo cumplir con su compromiso, habló.





3.  El cuento de Pedro



     No negaré, Catalina, que su cuento me ha impresionado vivamente. Es un notable ejemplo de cómo la lucha por la libertad exige cuantiosos sacrificios. Tal vez, el más duro de todos sea la soledad. Mas no siempre la vida nos impone la lucha constante, ni libertad es sinónimo de felicidad. Mi amigo, al menos, buscó la dicha por caminos de mayor conformidad. Es curioso que también pueda reducirse su historia a tres amores ejemplares (aunque hubo algún otro en su vida) y a ciertos aspectos profesionales. Tal vez por mi torpeza, o por el carácter del protagonista, no alcanzará mi historia el vigor y la precisión de la de suya.



     Es curioso que el primer amor de N. (llamémoslo así) tenga muchos parecidos con el de su amiga. Diríanse  complementarios, si no fuera por un dato clave antitético: N. sufrió por parte de su familia toda clase de intromisiones y mandatos de que dejara para más adelante su amor y sus ardores. Usted misma ha recordado lo que significaba la presión familiar hace tantísimos años. No digamos con un padre autoritario e inflexible. La voluntad del hijo no contaba; las buenas cualidades de su amada, tampoco. Pero N., contrariamente a su amiga, no se rebeló. Prefirió no sufrir y vivir las delicias de la juventud de forma más ligera. El tiempo y el trabajo universitario implacable hicieron el resto. No quiere ello decir que no se sintiera triste y descontento consigo mismo, por no decir culpable. Tampoco, que no haya soñado en muchas ocasiones con su primer amor e imaginado una vida en común con ella. N. me dice frecuentemente lo mismo: “Siempre he creído que pudimos haber sido felices juntos”.



     Ya que he aludido al trabajo universitario, le adelantaré que también en su profesión influyeron decisivamente los padres. N. era un vocacional de la enseñanza y de la historia (en especial, del arte). Pero “aquello no daba de comer”. Su padre –una vez más- fue inexorable: o Medicina, o Derecho; hazte un lugar profesional importante; luego, dedícate a estudiar lo que quieras. Ni que decir tiene, que N. nunca ha sido historiador, pero poco a poco su profesión de médico (es colega mío en el Clínico) ha llenado su vida personal y su labor social.



     Si no hubiera sido por sus renunciaciones, N. no hubiera conocido a su primera mujer, madre de sus tres hijos, ni hubiera gozado de la libertad de salir de su pequeña ciudad rodeada de aridez, para vivir en plenitud el amor, y la gloria de una naturaleza feraz y diversa. Fueron, sin duda, los mejores años de su vida. N. no encuentra otra definición que esta: “El paraíso, junto a la mujer más perfecta que haya conocido nunca”. Todo se vino abajo en un momento, cuando él no había llegado a la mitad del probable camino de su existencia. La enfermedad acabó con su esposa, tras dos años de batallar contra un mal, que los unió tanto o más que toda su vida anterior. En este caso, de nada sirvió la lucha: como usted bien sabe, luchar es una opción; vencer, una mera posibilidad.



     El tercer amor de N. representa para mí, mejor que ningún otro, la tesis que ahora mantengo: que la dulzura engendra dulzura y el rigor, violencia y odio. Bastantes años después de fallecida su primera mujer, mi amigo decidió volverse a casar. No quería soledad, sino compañía. Es posible que cometiera un grave error: casarse por conveniencia, no por amor. Después de todo –dicho con franqueza- viudo, maduro y con tres niños, no tenía mucho donde elegir. Buscó una mujer adecuada para él y para sus hijos. La encontró dentro de su propia familia y ambos apostaron por un presente difícil y un futuro esperanzador. Por lo que yo sé, mi amigo N. y su esposa han ganado la partida. Los hijos se van marchando y ellos dos afrontan un porvenir razonable. Ella ha cumplido su parte, con dedicación y cariño. Él corresponderá de la misma forma. Es lo que le dije antes: ternura por ternura, entrega por entrega. Vamos, lo contrario de lo que parece proponer Shakespeare.



     Para concluir el cuento: Mi amigo N. me parece un hombre hábil para buscar la felicidad o, al menos, para sacar buen partido de una situación, cualquiera que esta sea. No creo que la libertad y la autenticidad le importen mucho. Aunque tengo que reconocer que su vida ha resultado menos áspera y dramática que la de la amiga de usted.  





4.  Final de trayecto

 

     El final del cuento de Pedro coincidió con la llegada del convoy a Burgos. Una pareja joven ocupó dos de los sitios libres en el departamento. De mutuo y tácito acuerdo, Catalina y el doctor se levantaron y decidieron ir a continuar la conversación en el vagón-cafetería. Aunque la presencia de terceros quitase intimidad al encuentro, ambos se expresaron amistosa y sinceramente en los más variados temas de conversación. Contra lo que era su costumbre, Lafuente rozaba, y aun acariciaba suavemente, las manos, el antebrazo más próximo, el espléndido cabello de Catalina, que continuaba hablando y hablando, como si temiera el silencio o la falta de tiempo. Pedro sentía cada vez más todo aquello como un déjà vu y Catalina sentía que el pasado volvía, y la ternura y la amistad inflamaban su corazón. En un momento dado, estuvo a punto de traicionarse, cuando el sol del atardecer dio un brillo especial a una pequeña cicatriz que Pedro tenía en la parte derecha del cuello. Lo probó:



-          ¿Y esa cicatriz?

-          Me la hice escalando una valla de alambre de espino, para coger una rosa.

-          Caramba, doctor, ¿y quién fue la afortunada?

-          Alguien que tenía tu mismo nombre y era tan bella como tú, aunque un poco más niña.



     La señora tuvo que reconocer que el doctor era todo un caballero.



     A la altura de Arévalo (es un decir), fue Pedro quien sacó la vena médica y preguntó:



-          ¿Qué enfermedad es la que tuvo tu amiga del cuento?

-          Cáncer de mama. Tuvieron que amputarle un pecho.

-          ¿El derecho o el izquierdo?

-          El izquierdo, creo.



     Pedro miró de reojo a su alrededor y luego posó suavemente la mano sobre el vestido de Catalina a la altura de la falsa turgencia, durante un tiempo que a ella le pareció eterno. La mirada del atrevido abrasaba, pero su sonrisa era tan inocente como la de un ángel. Nadie dijo nada. Ambos habían comprendido que Catalina y su amiga eran la misma persona.



     Regresaron al departamento sólo cuando el tren detuvo su marcha en la estación de Chamartín. Josette había colocado ya en el suelo todos los bultos. Pedro, aparentando dominio de la situación, sacó una tarjeta y la entregó a Catalina:



-          Toma, por si necesitas asistencia médica o un guía de Madrid.

-          Seguro que no. Estaremos sólo un par de días –la fierecilla indomada también había recuperado el dominio-. Pararemos en el hotel Majestic.



     Pedro tomó su maletín, robó un beso a Catalina y salió escopetado. Luego, desde el andén, sopló suavemente otro beso en dirección suya.



-          Este Pedro sigue siendo el mismo. Huye de las situaciones difíciles –musitó la señora, devolviendo el beso de la misma forma-.





5.  Páginas de papel y sueños



     Esa misma noche, en la habitación del hotel, Catalina escribió en su diario:



     “¡Dios mío, no llegó a reconocerme! Quizá tampoco lo hubiera conseguido yo, si no hubiera tenido esta memoria de elefante, heredada de mamá. Pero tal vez así sea más valioso lo que hoy él y yo hemos vivido. Éramos desconocidos y nos hemos sentido próximos. El pasado sólo significaba recuerdos, pero el presente ha tenido vida y sentimiento. Me da miedo por él: sigue siendo el mismo loco frágil de siempre, cerebral y romántico, inteligente y torpe, enamorado y cobarde, veleidoso y pertinaz. Señor, qué maravilloso cúmulo de contradicciones, hechas para entusiasmar, mas no para amar eternamente. Pero, ¿tengo yo algún derecho de criticarlo? ¿No me ha querido más de lo que yo le aprecio? ¿No soy yo también contradictoria, aunque me sienta fuerte? ¿No me considero la fierecilla indomada, pero desearía, más que nada en la vida, hallar a alguien capaz, no de domarme, pero sí de hacer que no vacilara en entregarle espontáneamente mi libertad? En fin, preguntas; a fin de cuentas, palabras entre signos de interrogación. De cualquier forma, bendito encuentro. Gracias, Pedro, mi primer amor”.



     El doctor Lafuente pasó todo el día siguiente preparando sus clases y corrigiendo exámenes. Le parecía el día ideal para actividades rutinarias y hasta alienantes. Su mujer le encontró más raro que de costumbre: tan pronto charlatán como silencioso, cariñoso como severo. Era evidente que la señora del viaje le había marcado profundamente, despertando algunos acordes dormidos en su corazón.



     Al día siguiente, le tocaba quirófano. Seis operaciones. A eso de las tres y media de la tarde, pudo al fin vestirse de calle. No era cosa de ir a comer a casa tan a deshora. Subió a la cafetería del personal sanitario, pidió el consabido sándwich mixto con huevo y tomó prestado el periódico a un colega. Lo hojeó y estuvo a punto de caer redondo. En la página 47, con una foto de su compañera de viaje, una nota de cultura decía:



     “A las siete de la tarde del día de ayer, en los locales de… se celebró la anunciada conferencia de la profesora y novelista española, residente en París,  Catalina Alvarado, sobre El periodismo satírico en la España del Romanticismo. El acto estuvo muy concurrido, contando con la asistencia, entre otras personalidades, de la Ministro de Cultura, quien impuso a la notable literata el lazo de Isabel la Católica, por su gran aportación al fomento de la cultura española en Francia…”



     Unos quince minutos más tarde, el doctor Lafuente (a quien finalmente se le había caído la venda de los ojos) se encontraba en la recepción del hotel Majestic. Lamentablemente, las señoras habían adelantado el viaje de regreso, cancelando la reserva que tenían para dos fechas más. Ese mismo día, hacia las once de la mañana, abandonaron el hotel y pidieron un taxi para el aeropuerto. Pero la señora Alvarado había dejado una carta para un caballero, si se presentaba a recogerla. “¿Podría decirme su nombre por si…?  Efectivamente, señor, es para usted; aquí la tiene... De nada”.



     El doctor sólo se dio tiempo para tomar asiento en un sillón recatado del mismo vestíbulo. El sobre y la carta estaban escritos a mano, con una letra clara y cursiva, que fue incapaz de reconocer, pero que sin duda era de la mano de Catalina. Decía así:



     “Querido Pedro: El destino nos reunió por casualidad y debemos respetar sus reglas. Yo te reconocí y fui feliz volviéndote a ver, sabiendo de ti y teniéndote tan cerca, en todos los sentidos. Tú no me reconociste y no importó: te emocionaste y me supiste tratar, como siempre me decías, con muchos mimos y algunos azotitos. Veo muy difícil que llegues a ser una fierecilla indómita: estás perfectamente instalado en tu vida y todo debe seguir así. En cambio, yo no estoy tan segura de mí, de que la soledad y el tiempo no me conviertan en carne de jaula, egoísta y acomodaticia. Antes de que eso pueda pasar, prefiero alejarme, haciéndote el menor daño posible. ¡No sabes lo que daría, por tu bien, porque el día 16 de mayo no hubiera existido! Pero, ya que no se pueden cambiar, ni el pasado, ni el presente, dejémoslo todo aquí y procuremos olvidar lo que pudo haber sido y no fue. No me llames ni me busques; no arruines las vidas de otros ni las nuestras; no eches a perder los bellos recuerdos. Tu amiga por siempre, Catalina.”     


viernes, 27 de julio de 2012

EL ÚLTIMO VIAJE DE VIOLETA GUZMÁN




El último viaje de Violeta Guzmán

Por Federico Bello Landrove

There all your grief will be forgot



     Si se paraba a pensarlo, había pasado media vida viajando. Viajes de formación y de trabajo; viajes por necesidad y de placer; viajes con él y contra él; en soledad o acompañada –muchos más sola, esa era la verdad-; despaciosos o inusitadamente rápidos; con el frío de la Navidad y con el calor del estío; para atender a enfermos o para recibir abrazos y parabienes. Y ahora, en cumplimiento de la última voluntad de sus padres.

     Acababa de deshacer las maletas en la irregular habitación de aquel hotel, cuyo balcón daba al lateral de Correos. Parte de la ropa aún descansaba sobre la amplia cama de matrimonio, pero las dos urnas reposaban en la cómoda, cuyo espejo de marco torneado devolvía su imagen bruñida. Aún trataba de poner en orden sus ideas y programar la agenda de aquella tarde: llamar a…; encargar unas flores en…; mandar mensajes, o un correo electrónico, o…

     Se vio a sí misma cogiendo de sobre la colcha el chaquetón de cuero con cuello de piel y saliendo escopetada de la pieza. Las paredes se le venían encima y estaba a punto de llorar. Fue contando mentalmente los escalones hasta llegar al vestíbulo, como técnica de relajación. La barandilla era de un dorado escandaloso y el hueco rebosaba de espejos y láminas clásicas. Afuera atardecía y la niebla, inevitable, presagiaba una noche de chuparrescoldo, como decía su madre. Subió el cuello de la prenda de abrigo, se puso los guantes y, en dos pasos, se encontró en la Plaza Mayor. Los soportales se abrían ante ella, acogedores, con su iluminación festiva, que maldita la concordancia que ofrecía con sus sentimientos. Eludió volver la vista a su derecha, mirar hacia las posesiones de tu papá, en irónica expresión de tía Pilar para referirse al modesto negocio que, durante tantos años, les había dado de comer. Tiempo habría, pero no ahora.

     Recordó aquella floristería de toda la vida. Casualidad sería que siguiera resistiendo jubilaciones y subidas de alquileres. ¡Pues sí! Al otro lado de la plaza asomaban por el mínimo escaparate orquídeas y anturios. Unas carpas rojas giraban en amplia pecera, entre calas y flores de pascua.

-          ¿Qué se le ofrece?

-          Quiero elegir una corona para que mañana la lleven al cementerio a las once…

-          …¿Qué ponemos en la cinta como dedicación?

     Violeta quedó cortada. Parecía obvio: De vuestros hijos. Pero, ¿y si no se decidía a llamar a su hermano? ¿O si él optaba por hacer su propia ofrenda, aunque solo fuese para incluir también a su mujer y a los nietos? Apreció la paradoja: una profesora de Lengua dudando sobre una simple frase. Cortó por lo sano:

-          De quienes os hemos querido.

     El empleado tomó nota. Iba ella a rectificar, pero se contuvo:

-          Así está bien –pensó-. En eso de los hijos, ni son todos los que están, ni están todos los que son.

     A dos pasos, quedaba su vieja casa de la calle del Jabón. Era una visita obligada. Todavía se tenía en pie, ya deshabitada y cubierta de andamios y tirantes. Tampoco se hacía ilusiones sobre sí misma, pese a su relativo buen ver o, como decían sus colegas, a lo bien que se lucía. Musitó como otras veces, mientras trataba de alcanzar con la punta de sus dedos los desgastados ladrillos:

-          ¿Quién irá primero, tú o yo?

     Y la sacudió un escalofrío.

     La torre de la catedral, alzándose por encima de los tejados, parecía llamarla con su voz octogonal de caliza. ¡Ya voy!, dijo para sí. A buenas horas iba de dejar de lado su paisaje urbano favorito: aquél que concitaba entre jardines su casa de mocita (escondida atalaya de tejados vetustos, que amenazaban caer sobre los desprevenidos jardines de la juventud), la iglesia de sus votos sacramentales y su alma mater universitaria, con los leones que rampaban tratando de imponer respeto a los leguleyos. La niebla humedecía su pelo. Abrió el bolso para sacar de su fondo un pañuelo con aroma tropical, que le protegiera el cabello.

     Si bien se mira, en aquella plaza habían empezado sus viajes. El viaje brevísimo, vestida de novia, y los viajes, interminables y reiterados, de una a otra orilla del océano. Cada etapa, cada estado de ánimo, tenía su nombre, como los de Gulliver: Viaje al país del encanto; Viaje al país de los ojos que se abren a la vida; Viaje al país de la tristeza; Viajes de dolor y de nostalgia; Viaje al país de los fuegos extinguidos… Y, ahora, al país de los Sepultureros. En otro tiempo y otros viajes había maldecido aquel templo de cuento de hadas, con su torre hacia las nubes y su ábside hacia el infierno, pero ahora las pasiones se habían serenado y las canas le procuraban objetividad.

     Dijo adiós a los formidables felinos de piedra y, por unos momentos, titubeó sobre el camino a seguir. Había anochecido y las farolas monumentales apenas esparcían una tenue claridad en forma de globos de algodón. No era lo más indicado para aventurarse por el parque de sus delicias. Echó el bolso al hombro y enderezó sus pasos por la calle, larga y estrecha, que acababa en el mazacote de ladrillo que llevaba sus mismos apellidos. Ahí sí que tenía que admitirlo: la justicia llega tarde, pero llega… Sus padres, ella misma, habían sentido en su torno, en los últimos años, el tibio consuelo de la memoria y del respeto. Casi se echa a reír: tal vez no había llegado tarde, sino demasiado pronto. Más de una vez habían tenido que tascar el freno las mujeres de la familia, viendo, junto al homenaje y el recuerdo, a tanto cantamañanas, tanto arrimo del ascua histórica a la sardina corrompida, tanta palmadita en la espalda, sin enjundia y sin provecho. En fin, nada es perfecto sino en el lejano recuerdo. Ya está aquí la fachada y el rótulo. Después de tanta reflexión histórica, se siente sencilla y tierna: Tú ya sabes a qué he venido esta vez… Adiós, abuelo.

     La calle más hermosa de la ciudad. O eso decía Ricardo, hace una eternidad, las pocas veces que habían salido juntos de su casa. Así debía ser para él, puesto que aún seguía viviendo en el tercer piso de aquel caserón, sobrio y elegante, pomposo símil de su vida de relumbrón y de salvas. En efecto, ya está aquí la placa de abogado, sucesora de la su padre, sin más cambio que el nombre. ¡Ah, la tradición! La tradición y la racionalidad perfecta; como aquel político de programa, programa y programa. Pero yo –rezonga- no era programable y así nos ha lucido el pelo, al menos, a mí. Ricardo, en su sitio de siempre, como corresponde, y yo, dando tumbos por esos mundos de Dios con dos urnas cinerarias…; tres, si contamos la del amor que yo escogí por escapar del programa o, tal vez, por querer darle celos y sacarlo de sus casillas…

     ¡Las urnas! Esas palabras la hacen volver en sí. La dedicatoria de la cinta ha sido, precisamente, por él, que no es hijo, pero como si lo fuera. Solo ella, ahora, sabe del cariño hacia sus padres, de la ternura que volcaba en las cartas, de cuánto lamentó no haberlos podido acompañar en sus últimos momentos. Después de todo, no era tan frío como ella lo recordaba, o quizá había mejorado con el tiempo, como el vino generoso. ¡Tarde piache!, como gruñía su tata, imitando al escudero inmortal. La mano, un poco temblorosa, va hacia el celular. Cruza la calle. ¿Cuánto hace que no habla con él, tres años quizá?

     Marca de memoria el número y aguarda. ¡Se ha encendido la luz del despacho! Hasta le ha parecido ver fugazmente una sombra proyectarse en los visillos. Dígame. Verdaderamente, es un clásico. Se le vela la voz, de frío y de ternura; así que abrevia.

-          … De modo que he quedado en depositar las cenizas en la sepultura familiar, mañana a las once. Ha sido todo tan rápido... No sé si podrás…

-          No faltaré. ¿Dónde estás tú ahora?

-          Voy a sacar ahora los billetes para el AVE –miente-. No sé cuando llegaré.

-          ¿Tienes alojamiento? Ya sabes que en casa tenemos sitio de sobra.

-          No te preocupes. He cogido habitación en el Imperial.

-          Está bien. Mañana te voy a buscar a eso de las diez y media. ¿Te parece bien?

-          Me parece; y gracias. Hasta mañana, pues.

-          Buen viaje y ánimo. Adiós, Vili.

     Vili, como de niña, como todos antaño, como casi nadie ya. Siente un frío profundo pero permanece parada, hasta que la luz de la habitación se apaga. Entre tanto, repasa mentalmente las piezas que hay tras cada balcón. Cuarto de estar, comedor, despacho, dormitorio de los padres… Por un momento, se siente fraternal y comprensiva:

-          ¡Cuántos recuerdos, su vida entera! ¡Qué no daría yo por morar en la casa donde nací!

     La plaza está aún bulliciosa, con su fuente luminosa y la gente que está haciendo las últimas compras de este día prenavideño. Cruza hacia la espesura del Campo pero decide bordearlo por el Paseo, acompasando su andadura con las últimas llamadas a sus íntimos: Mañana a las once. No te apures, la salud es lo primero. ¿Recuerdas el sitio? Cuadro …, sepultura…

     Pronto termina la serie de avisos. Le viene un pensamiento macabro:

-          Si me demoro un poco más en traer las cenizas, los encuentro a todos en el cementerio.

     No, ciertamente, no a todos. Está Ricardo. Y Manolo. Y Magdalena. Los primos, ni verlos. Y pare usted de contar.

     Contornea el parque. Sabe lo que tiene que hacer, pero duda cómo. Por ella, habrían dormido el sueño eterno en El Ceibal, sobre el mar. Así se podría ahorrar el último berrinche de los numerosos que ha tenido con su hermano, antes de acabar en la ausencia y el silencio. Pero ahora no tiene más remedio. Vamos a llamar. Por tres veces, inicia la marcación y, otras tantas, oprime la tecla roja. La niebla, cada vez más espesa, pone por fin blandura y humedad en sus instintos. Sepulta el móvil en el bolso y musita:

-          Vamos para su casa… Para boba, yo.

***

     Regresa pasadas las once, enervada y aterida. Una ducha larga y un bocadillo de jamón. Termina de colocar el equipaje en el armario y habla consigo misma. Una y no más. Ya no está para esos trotes. El corazón le brinca en el pecho y la cabeza es un avispero. Se promete a sí misma, mientras se administra un somnífero, que no volverá a cruzar el océano, ni aunque le vaya en ello la vida.

     Se mete en la cama y, mientras el medicamento hace su efecto, enciende el televisor. Esta película, esta película… ¡Tate, John Wayne y Maureen O’Hara! Se llamaba como un río[1]. ¡Vaya, esa canción tan bonita! Al fin voy a saber qué dice. Ventajas de haber aprendido inglés, aunque un poco tarde.

     Termina la balada y empiezan los bostezos. Apaga el receptor y se desliza entre las sábanas, hasta reclinar la cabeza. Mientras busca el interruptor de la luz, sermonea:

-          Volver a casa, volver a casa [2]: valiente maravilla. Eso será si tienes casa. ¡Y a John Wayne al lado!

     Suenan las doce en el reloj del Ayuntamiento. Adormilada, todavía puede susurrar:

-          Medianoche. Hoy ya es mañana.

    

    



[1]  Sin duda, Violeta alude a Río Grande (John Ford, 1950). La canción sería I’ll take you home, again, Kathleen, compuesta por Thomas P. Westendorf en 1875.
[2]  La letra de la susodicha canción insiste en que el esposo de Kathleen la llevará a su casa natal, como es el deseo de ella. En Internet hay numerosas páginas con el texto de la canción en inglés y en español.

viernes, 20 de julio de 2012

LEALTAD Y CARIÑO




Lealtad y cariño

Por Federico Bello Landrove

     ¿Hasta dónde pueden llegar la lealtad y el cariño que una mujer siente hacia un hombre, o viceversa? ¿Hasta anonadarse o dejarse fagocitar? El caso de María de la O Lejárraga (1874-1974) y su esposo, Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) es arquetípico a este respecto. Pero no es único, ni mucho menos. Dejemos que nos guíe por esta vía la propia María Martínez Sierra, sin apenas dejar resquicio a la imaginación.



     El famoso columnista de ABC ha concluido la entrevista. El salón, insensiblemente, ha quedado en la penumbra del atardecer. María se da cuenta y formula una disculpa:

-          ¡Las siete! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Pero si ni le he dado la luz! Habrá tomado usted sus notas prácticamente a ciegas.

-          No se preocupe, doña María. Todo lo que hemos hablado ha quedado bien transcrito y, donde no, para eso está mi buena memoria de periodista.

-          Claro. Seguro que están ustedes obligados a ejercerla a un nivel muy alto, aun a riesgo de que los entrevistados renieguen de lo pongan en su boca al verterlo al papel.

-          ¡Desde luego! ¡Menudas broncas e inquinas nos ganamos, a costa de los titulares escandalosos y los presuntos equívocos! Pero algo me dice que, en su caso, ni serían esos los modales, ni tendrá de qué quejarse.

-          Eso espero… Pero esta anocheciendo. ¿Quiere tomar conmigo el café de la tarde?

     Sin esperar la respuesta de Augusto Olmedilla[1], la señora de la casa pulsa el timbre y, a los pocos momentos, aparece la sirvienta con el servicio de costumbre. Doña María la corrige:

-          Emilia, trae otra taza para el señor.

     El señor tiene en la cabeza una segunda parte de la entrevista, aún no formulada, que le ronda desde que se la encargaron, pero que no ha hecho explícita por temor a ser despedido sin respuestas. La cortesía de la anfitriona le da tiempo y ambiente propicio para formularla, pero ha de entrar con cuidado, perifrásticamente:

-          Usted, que ha sido maestra, comprenderá el valor de la fidelidad y respeto a quienes nos enseñaron la profesión. En mi caso, debo mucho a un periodista de raza, aunque no muy bienquisto, don José María Carretero [2].

-          Un notable columnista, aunque un tanto osado. En nuestro caso, se portó muy injustamente con mi marido, al que en cierto modo hasta ridiculizó.

-          Perdón, no sabía…

-          ¡Claro, pasó hace muchos años! Supongo que estará usted al corriente del rumor. Hoy es moneda corriente en los mentideros madrileños.

-          Madrileños y de medio mundo. Son ustedes famosísimos. Y ahora, con las películas…



     María se siente halagada por la cortesía de Olmedilla, quien no la atosiga con el tema, ni mucho menos le formula la consabida pregunta: ¿es verdad que…? En pago de la gentileza –y para evitar que la misma se convierta en malsana curiosidad-, decide tomar la iniciativa y descolocar al discípulo supuesto de El caballero audaz.



-          En último extremo, don Augusto, ¿qué importancia tendría que el bulo resultara total o parcialmente cierto? En cualquier casa de este país, hay decenas de mujeres que, por lealtad y cariño, entregan lo mejor de ellas, y hasta su vida, en bien de los maridos y de sus hijos. ¿No lo cree así?

-          Sin duda, doña María. Mas no me parece lo mismo entregar la comida cocinada o la ropa limpia, que las más luminosas obras del ingenio humano, las creaciones literarias. Y, por otra parte, no adivino en su caso, de ser cierto, la reciprocidad que aprecio en las relaciones familiares.

-          ¡Reciprocidad…! Querido amigo, permita que ilustre tan hermosa palabra con un ejemplo de esta misma casa. Naturalmente, cuento con su absoluta discreción, pues afecta a una empleada mía.

-          Tiene usted mi palabra.



     Doña María vuelve a pulsar el timbre. Reaparece Emilia y su señora sonríe enigmáticamente:



-          Anda, trae un servicio más, que tenemos otra persona a merendar.



     La criada cumple rápidamente con lo ordenado. María la deja boquiabierta:



-          Siéntate con nosotros y sírvete, que quiero que estés presente, mientras refiero a este señor lo más reciente de tu historia.

-          ¡Pero, señora!

-          No te inquietes. Nada de ello aparecerá en el periódico. Es solo que quiero ponerte como ejemplo de lo mejor de que es capaz una mujer.



     Emilia enrojece y mira fijamente la alfombra. Ni siquiera se sirve. Augusto, atento a ello, cumple el rito:



-          ¿Cuántos terrones?



     María sonríe y da comienzo al relato.



***



     Conocerá usted sin duda a mi amiga, Encarnación Aragoneses[3]. Por medio de ella, conocí a Emilia, que se ha convertido en mi sirvienta de toda confianza, tras mi regreso de Cagnes-sur-Mer. Su dedicación a mí es total, solo que con una condición: he de dejar que pernocte en su casa de la Ciudad Lineal. ¿Sabe usted por qué? Claro, es una pregunta retórica, que yo misma he de contestar. Porque Emilia tiene tres hijos aún muy niños, que necesitan sentir la presencia de su madre, al menos, al acostarse y, por la mañana, cuando afrontan el nuevo día y salen hacia el colegio. Pero aún hay más. Tiene con ellos a su suegra, prácticamente impedida, que hace las veces de madre cuando Emilia está en mi casa pero que, a su vez, precisa de esta para su aseo, vestido y preparación de las comidas. Y ¿sabe usted qué fue del marido de Emilia?



-          Probablemente haya fallecido, aventuró Olmedilla.



    No tal –prosiguió María-. El caballero vivió a costa de ella, sin cuidarse del bien de la familia, ni de la fidelidad conyugal, hasta el momento en que el esposo de mi amiga Encarnación intervino manu militari y le puso en la tesitura de, o trabajar y llevar una vida discreta, o alejarse de Emilia. El conminado optó por independizarse…, hasta cierto punto. Yo bien sé que su mujer le asiste económicamente y le paga el tabuco en el que vive, por la Ribera de Curtidores. Así que ya ve usted en que queda, para Emilia y para tantas otras, su famosa reciprocidad.



     La historia concluye, pero el periodista no se atreve a romper el silencio ni a despedirse, pese a lo avanzado de la hora. Es María quien reacciona:



-          Anda, hija, vete calentando la cena, que se te está haciendo tarde. Ya quitaré yo el servicio de café.



     Emilia se ausenta y su señora se levanta. Augusto lo interpreta como un preámbulo de despedida y la imita, pero María lo detiene:



-          Un momento, todavía. Quiero enseñarle algo.



     Desaparece pasillo adelante, para retornar en un par de minutos con un documento de apenas cuatro líneas, con tres firmas al pie. Lo pone en manos de Olmedilla. Este lee la letra clara del texto:



     Declaro para todos los efectos legales que todas mis obras están escritas en colaboración con mi mujer, Dª María de la O Lejárraga y García. Y para que conste firmo esta en Madrid a catorce de abril de mil novecientos treinta. G. Martínez Sierra.

Testigo, Eusebio de Gorbea. Testigo, Enrique Ucelay.



     Sorprendido, nuestro lector levanta la vista del papel y fija los ojos en María. Esta sonríe con sorna:



-          No es una declaración de autoría, sino un mero formulismo para que pueda reclamar los derechos de autor en su ausencia. Vamos, algo así como un poder informal para ante la Sociedad de Autores.

-          Algo es algo, doña María. Al menos, su marido ha cumplido a su modo con la reciprocidad.



     La pareja se despide. Ya en la calle, Augusto Olmedilla musita:



-          ¡Vaya encarguito! Lo que puedo contar carece de interés y lo interesante me está vedado publicarlo.



     Suspira. La brisa de la noche le trae los ecos de la voz de don Torcuato[4]: Las noticias las hacen grandes los buenos periodistas. ¿Lo era él?



***



     María ha despedido a su secretaria y a Emilia. Se ha quedado sola. Sumergida en los expedientes del Patronato de Protección a la Mujer [5], ha dejado enfriar la sopa, apenas probada. La tortilla francesa le servirá de desayuno mañana. La carátula del expediente que tiene entre manos reza: Amelia Resines Polanco. Hojea los documentos interiores. Lo de siempre: juventud, desarraigo, familias rotas, trabajos dudosos. Algo llama su atención. No diré que sea lo de siempre, pero sí lo que dicen todas, o muchas. El dinero del pecado vuela a los padres que dejó en el pueblo, al rufián que le tiene sorbido el seso, al hijo que medio esconde para que no acabe en la inclusa. La vida imita al arte. El drama vive en los escenarios; también en las zahúrdas. María levanta los ojos, como si buscara a ese periodista que ha estado con ella hace un rato, tan pinturero, tan respetuoso. ¡Qué ganas le dan de rematar con el verduguillo de la prostitución su cantinela de la reciprocidad, de la peculiaridad de su servidumbre literaria a Gregorio! Pero no, ¿para qué? No busquemos en los burdeles, ni en las calles de mala nota. Allá donde lata un corazón amoroso, anidará la entrega desinteresada, la ayuda anónima, la fusión en el amado. ¿Es ello bueno o malo, justo o injusto, deseable u odioso?



     Simplemente, ES.







[1]  En realidad, Augusto Martínez Olmedilla, periodista de ABC que, en 1931, entrevistó a María Lejárraga para la sección “Un día de…” Aparte de las consabidas páginas de Internet, recibo los datos para este relato de la biografía de Antonina Rodrigo, María Lejárraga, una mujer en la sombra, ediciones VOSA, Madrid, 1994.
[2]  Periodista y escritor que hizo famoso el seudónimo de El caballero audaz. Hacia 1915, fue de los primeros en detectar que María Lejárraga hacía de negra de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Sobre ello llegó a escribir una novela, titulado Mi marido soy yo (Memorias de Helia Torres), cuya edición más conocida data de 1945.
[3] Encarnación Aragoneses Urquijo, más conocida por el seudónimo de Elena Fortún, adquirió fama general e imperecedera con la serie de relatos de la niña Celia, conocidos y apreciados por dos generaciones -al menos- de hispanohablantes. Estaba casada con el militar Eusebio de Gorbea, amigo personal de Gregorio Martínez Sierra.
[4]  Torcuato Luca de Tena y Álvarez-Ossorio (1861-1929), fundador del diario ABC, amigo del matrimonio Martínez Sierra. En las fechas en que está ambientado este relato (segunda mitad de 1931) había, pues, fallecido.
[5]  Contra lo que tantas veces se ha afirmado, este Patronato (sucesor del Patronato Real para la represión de la trata de blancas, fundado en 1904) no fue creado por el Franquismo, sino por la II República (11-9-1931), siendo María Lejárraga su primera presidenta –provisional- y, posteriormente, vocal. Lo que sí realizó el Franquismo fue una ampliación de las funciones de la Institución, que desapareció en 1978.